España

Estómago. De Almudena Grandes

Ser demócrata consiste en defender los derechos y libertades de personas con las que no estamos en absoluto de acuerdo.

Ines Arrimadas en el Pleno del Parlament el pasado miércoles. Joan Valls GTRE

8 abril 2019 / EL PAIS

Hace poco más de una semana, unas declaraciones de Inés Arrimadas me dieron dolor de estómago. Miquel Iceta había dicho que, si en algún momento, los independentistas catalanes llegaban al 65%, el Estado español tendría que encontrar un mecanismo para encauzar el problema. Es una opinión razonable, que Arrimadas tergiversó, en un grado de obscenidad difícil de superar, al decir que la estrategia del PSC era esperar a que el independentismo creciera hasta el 65% para romper España. Nos estamos acostumbrando a los discursos repugnantes, pero una cosa son los candidatos, que vienen y van, dando más o menos asco, y otra las instituciones, cuya esencia consiste en permanecer. Por eso, cuando mi estómago no se había recuperado todavía, me dolió mucho más la actuación de Josep Costa, diputado de JxCat y presidente accidental del Parlament —en ausencia de Roger Torrent, que había ido al médico—, cuando mandó callar a Arrimadas en el estrado de la Cámara catalana.

La líder de Ciudadanos recordaba una serie de tuits auténticos de Quim Torra, por su contenido xenófobo y supremacista, cuando Costa, que en aquel momento era el presidente de la Cámara en la que reside la soberanía popular de todos los catalanes, la interrumpió para defender al president. Llegó a pedirle que se callara porque, desde que ocupaba ese cargo, Torra no había escrito esas cosas. La grosera, bochornosa censura de Costa, en una sala llena de lazos amarillos y carteles por la libertad de expresión, me indignó sobremanera, pero reforzó mis convicciones. Porque, si democracia no es una palabra hueca, ser demócrata consiste en defender los derechos y las libertades de personas que dan dolor de estómago. En mi caso, sin ir más lejos, Inés Arrimadas.

Dejar de meter la pata sin cesar. De Javier Marías

Buena parte de los españoles piensa que lo menos malo sería un pacto entre el PSOE de Rubalcaba o Guerra y el Ciudadanos de Arrimadas.

Javier Marías, escritor español, miembro de la Real Academia

3 marzo 2019 / EL PAIS SEMANAL

EN LOS ÚLTIMOS cuarenta y dos años, desde las elecciones de 1977, he votado muy variadamente. Desde —en aquellas primeras— a un partido de larga izquierda y corta vida y cuyo nombre ni recuerdo —vivía yo entonces en Barcelona—, hasta al CDS de Adolfo Suárez, que tampoco duró nada, y del cual me atrajo en su día su propuesta pionera de suprimir la mili que tanto amargó a los jóvenes españoles. Es decir, hace ya mucho que no me he sentido encorsetado por mis convicciones “de izquierdas”. Hay quienes se tatúan la frente y al día siguiente de votar son incapaces de mirarse al espejo si la papeleta que depositaron no coincide con el tatuaje o se le aproxima mucho. No es mi caso: llevo demasiadas legislaturas en las que voto contra quien me parece peor o más dañino; o a favor de quien veo menos repugnante o nocivo; o, como escribí años atrás, a quien me da “sólo” noventa y ocho patadas, en vez de las cien de nuestra locución verbal. Ojo, noventa y ocho son un montón, pero siempre hay otras formaciones que nos dan esas cien de rigor, o incluso ciento diez. Es lo que me pasa con el Partido Popular, que jamás ha entrado en mis fluctuaciones ni entrará, menos aún tras haber colocado a su frente a Pablo Casado, un vetusto joven que tiene como ídolo… a Aznar. Ni a éste ni a su partido les perdonaré nuestra involucración en la embustera, ilegal y contraproducente Guerra de Irak ni sus desfachatadas mentiras tras los atentados del 11-M de 2004, con el ministro del Interior Acebes jurando que habían sido obra de ETA. La primera vez que voté al PSOE fue de hecho aquel año. No porque me gustara Zapatero, sino porque lo urgente me parecía que nos quitásemos de encima la losa de Aznar. Era una de esas ocasiones en las que “cualquiera menos él”. (Y dicho sea de paso, la única y aterradora hipótesis en la que me vería escogiendo la papeleta del PP sería si un día la cosa se dirimiera entre ese partido y Vox; o tal vez Podemos, que tanto se asemeja a Vox, más o menos como en Francia suelen ir de la mano el “izquierdista” Mélenchon y la ultraderechista Le Pen, o en Italia el M5Stelle y La Lega, que gobiernan juntos. Todos admiradores de Putin, por cierto.)

De aquí a dos meses volveremos a tener elecciones, y una vez más habrá que buscar el partido que nos dé “sólo” noventa y ocho patadas, o incluso noventa y nueve. El PSOE lleva largo tiempo entontecido y en buena medida “podemizado”. De Podemos y sus confluencias ya está comprobado que sólo se pueden esperar megalomanía, caudillismo, antieuropeísmo, connivencia con los independentistas totalitarios y espíritu falangista-peronista. De los partidos nacionalistas, mezquindad sistemática y deslealtad hacia el conjunto. Pablo Casado no desaprovecha ocasión de soltar imbecilidades. Pero no imbecilidades inofensivas, sino dictadas por la mala fe. Un camorrista autosatisfecho, no se entiende satisfecho de qué. Y luego está Ciudadanos. Creo que nunca he hablado de ellos, quizá porque me parecía prudente no hacerlo hasta verlos más. Han tenido la suerte de no gobernar en casi ningún sitio hasta hoy. Y cuentan con quien es, en mi opinión, la política o político más inteligente y convincente de cuantos hay en España, Inés Arrimadas. Excelente parlamentaria, siempre con el tono adecuado (firme pero no prepotente), en absoluto engreída (algo insólito en su ámbito), casi nunca da la impresión de decir lo que no piensa (tal vez hasta hace poco, tal vez por “órdenes”). Ha sido lo bastante lista, además, para “perder un avión” de Barcelona a Madrid y no estar presente en la deprimente concentración de banderas de hace tres domingos en Colón. (Cuando veo muchas banderas, tanto me da cuáles sean, no puedo evitar acordarme de Núremberg en 1934.)PUBLICIDADinRead invented by Teads

Rara vez la gente vota unánimemente, en contra de lo que cada partido desearía para sí. Hay que aceptarlo y tenerlo en cuenta, y en ese sentido no estaba mal que hubiera una formación de centroderecha, aunque demasiado liberal en lo económico. Hay electores a los que eso va bien: un partido moderado, laico, conservador, no intrusista, equiparable a los que tradicionalmente ha habido en los demás países europeos. Ciudadanos podía ser eso. Así que resulta decepcionante y penoso verlo meter la pata en los últimos tiempos y enajenarse a posibles votantes. Se ha asimilado a este “nuevo” PP chulesco, beligerante y rancio, exagerado hasta la histeria. C’s se mantuvo más a distancia del de Rajoy para no verse salpicado por la corrupción, pero esa corrupción no ha desaparecido por arte de magia, y en cambio han reaparecido el encono y la bravuconería de Aznar. Tampoco le ha dado la espalda a Vox, que es como no dársela en Francia a Le Pen o en Hungría a Jobbik (partido más racista que Orbán, que ya es decir). Buena parte de los españoles piensa que lo menos malo en el actual panorama sería un pacto entre el PSOE de Rubalcaba o Guerra, para entendernos, y el Ciudadanos de Arrimadas. Dos partidos constitucionalistas, europeístas y no furibundos; en estos tiempos difíciles poco más se puede pedir. Pero Rubalcaba y Guerra están arrumbados y Arrimadas no es cabeza de lista. Quizá estén todos a tiempo —aún faltan casi dos meses— de dejar de meter la pata sin cesar. 

Destructores de las libertades ajenas. De Javier Marías

Es la tendencia de demasiada gente fanática: lo que yo condeno tiene que ser condenado por la sociedad, y a los que se opongan sólo cabe eliminarlos…

Javier Marías, escritor y columnista; miembro de la
Real Academia de España

20 enero 2019 / El PAIS SEMANAL

UNO DE LOS ELEMENTOS para medir la hipocresía de una sociedad es su sobreabundancia de eufemismos, así que no cabe duda de que la nuestra es la más hipócrita de los tiempos conocidos. Los hechos son invariables, pero las palabras que los describen “ofenden”, y se cree que cambiándolas los hechos desaparecen. No es así, aunque se lo parezca a los ingenuos: a un manco o a un cojo les siguen faltando el brazo o la pierna, por mucho que se decida desterrar esos términos y llamarlos de otra forma más “respetuosa”. El retrete sigue siendo el lugar de ciertas actividades fisiológicas, por mucho que se lo llame “aseo”, “lavabo”, “servicio” o el ridículo “rest room” (“habitación de descanso”) de los estadounidenses. Y bueno, el propio vocablo “retrete” era ya un eufemismo, el sitio retirado. Los eufemismos se utilizan también para blanquear lo oscuro y siniestro, desde aquella “movilidad exterior” de la ex-Ministra Báñez para referirse a los jóvenes que se marchaban de España desesperados por no encontrar aquí empleo, hasta el más reciente: son ya muchas las veces que he leído u oído la expresión “democracia iliberal” para asear y justificar regímenes o Gobiernos autoritarios, dictatoriales o totalitarios.

Se trata, para empezar, de una contradicción en los términos, porque “iliberal” anula el propio concepto de “democracia”, si entendemos “liberal” en las acepciones cuarta y quinta del DLE, las que la “i” niega: “Que se comporta o actúa de una manera alejada de modelos estrictos o rigurosos”; y “Comprensivo, respetuoso y tolerante con las ideas y modos de vida distintos de los propios, y con sus partidarios”. Lo conocido como “economía liberal” es otro asunto, que aquí no entra.

Muchas sociedades actuales creen que, para que un Gobierno sea democrático, basta con que haya sido elegido. Digamos que eso es más bien una condición necesaria, pero no suficiente. Para merecer el nombre, ha de serlo a diario, no sólo el día de su victoria en las urnas. Ha de respetar y tener en cuenta a toda la población, y en especial a las minorías. Y ha de ser liberal por fuerza, en el sentido de conservar y proteger las libertades individuales y colectivas. Y lo cierto es que cada vez hay más políticos y votantes cuyo primordial afán es prohibir, censurar y reprimir. Las nuevas generaciones ignoran lo odioso que resultaba ese afán, predominante durante el franquismo. La censura era omnipotente, casi todo estaba prohibido, y quienes se rebelaban eran reprimidos al instante: multados, detenidos, encarcelados y represaliados. Lo propio de los “iliberales” —esto es, de los autoritarios, dictatoriales o totalitarios— es no limitarse a observar las costumbres y seguir las opciones que a ellos les gustan, sino procurar que nadie observe ni siga las que rechazan. Si yo no soy gay, no permitiré que los gays se casen ni exhiban. Si yo nunca abortaría, ha de castigarse a quienes lo hagan. Si no soy comunista, hay que perseguir a quienes lo sean. Si no soy independentista, hay que ilegalizar a los partidos de ese signo. Si no fumo ni bebo, el tabaco y el alcohol deben prohibirse. Si soy animalista, han de suprimirse las corridas y las carreras de caballos. Si soy vegano, hay que atacar y cerrar las carnicerías, las pescaderías y los restaurantes. Esa es hoy la tendencia de demasiada gente “islamizada” y fanática: lo que yo condeno tiene que ser condenado por la sociedad, y a los que se opongan sólo cabe callarlos o eliminarlos.

La cosa va más lejos. Como he dicho otras veces, en poco tiempo hemos pasado de aquella bobada de “Toda opinión es respetable” a algo peor: “Que nadie exprese opiniones contrarias a las mías”. Se lleva a juicio a raperos y cómicos por sus sandeces, se multa a un poetilla aficionado por unas cuartetas inanes sobre la diputada Montero… O un ejemplo reciente y que tengo a mano: un artículo mío suscitó indignación no por lo que decía, sino por lo que algunos tergiversadores profesionales afirmaron que decía. Curioso que ciertos independentistas catalanes lo falsearan zafiamente a conciencia, cuando no trataba de su tema. La petición más frecuente fue que la directora de EL PAÍS me echara. Que me silenciara y me impidiera opinar, por lo menos en su periódico. Ella es muy libre de prescindir de mi pluma mañana mismo, si le parece, como lo soy yo de irme si me aburro o me harto de los “lectores de oídas” malintencionados. Pero lo primero que se pedía era censura. Eso no es propio de demócratas, ni siquiera “iliberales”, sino de gente con espíritu dictatorial y franquista. Gente que no se diferencia de Trump cuando llama a la prensa seria y veraz “enemigos del pueblo” e incita a éste a agredir a los reporteros; ni de Maduro cuando asfixia y cierra, uno tras otro, todos los medios que no le rinden pleitesía abyecta; ni de Putin cuando son asesinados periodistas desafectos bajo su mirada benévola; ni de Bolsonaro cuando hace que una Ministra suya decrete exaltada: “¡Los niños visten de azul y las niñas de rosa!” Lo peor no son estos políticos, pues siempre los hubo malvados o brutales. Lo peor es que tantos votantes de tantos países quieran imponer sus decretos y se estén haciendo “iliberales”, que no es sino destructores de las libertades ajenas. 

El llanto de Iglesias. De Salvador Garrido Román

Nunca hasta ahora, la lucha contra la dictadura fue usada por una organización para la confrontación política.

El líder de Podemos, Pablo Iglesias, tras su intervención en la sesión de control al Gobierno. J.J. Guillén

11 junio 2018 / EL PAIS

Yo fui torturado por Antonio González Pacheco —alias Billy el Niño— en 1972, cuando tenía veinte años. Guardo entre mis cosas el reloj de pulsera que llevaba puesto en el momento de mi detención, destrozado por el culatazo de arma de esbirro. Me puso su pistola en mi pecho y me dijo que mi cadáver aparecería flotando en el río Manzanares. Me preguntó si sabía quién investigaría mi muerte. Se respondió a sí mismo: «También yo». Y rio su letal amenaza.

Fui entonces preso político, encarcelado por el torturador Billy el Niño. Ocurrió hace 46 años, va para medio siglo y ahora me lo rememora Pablo Iglesias con motivo de su alegato contra el mantenimiento de la concesión de una medalla en 1977. Nunca vi así mi caso en manos de una organización política.

Reprochó al ministro del Interior que la distinción a este torturador no hubiese sido retirada por el Gobierno. No mencionó que la Ley de Amnistía de 1977 supuso tabla rasa sobre estos asuntos: asesinos etarras con delitos de sangre, que volvieron a matar, se beneficiaron de la misma medida. No denunció esta infamia. Pero sí permitió, con sus silencios, que muchos españoles más jóvenes —como él—, pero desconocedores de esta tragedia, vislumbraran la vergüenza de mantener una condecoración a un torturador.

Afirmó Iglesias que ojalá un futuro ministro del Interior socialista haga justicia cuando sabe perfectamente que los hubo en el pasado durante más de veinte años de Gobierno y que no procedieron a la retirada de la condecoración que ahora reclama. A continuación, leyó algunos testimonios de víctimas del torturador en los que se relataba similares y más graves actos impropios hasta de una bestia.

El ministro le contestó que si los relatos que acababa de leer estuvieran recogidos en una sentencia, no habría diputado en la cámara que pensara en el merecimiento de la medalla y que caería sobre el torturador todo el peso de la ley. Iglesias no tenía ninguna sentencia. Su socio de coalición electoral, Alberto Garzón, envió acto seguido un mensaje público en el que incidía en este objetivo partidista acusando de poca vergüenza al ministro por haber defendido «a ese fascista delante de sus víctimas, que estaban en la tribuna» y mostrando su esperanza de que gente así sea expulsada del Gobierno.

Según Iglesias y Garzón, o se retira la medalla o se está en la vergüenza. A mí, sin embargo, me parece vergonzoso que un asunto así sirva para la confrontación partidista. Yo no hice lo que hice para que se usara de esta manera. Yo lo hice para que todos los españoles pudiéramos vivir en libertad, incluidos Iglesias, Garzón y los ministros del Interior, populares y socialistas, claro, y para que las leyes democráticas futuras fueran garantía de que no volviera a ocurrir. Como así fue. Nunca para que fuera arrojado, como una piedra, contra nadie. Cuando terminó su intervención, Iglesias se incorporó, levantó su puño, se sentó. Y lloró.

Mucho antes, en 2011, la ministra italiana de Trabajo lagrimó su comparecencia pública y dio tal imagen icónica la vuelta al mundo. Como cunda el ejemplo, y así parece, se va a generar una contienda política de desconsuelos. En mi caso, me sentí orgulloso de mi contribución a una nueva convivencia y convencido de que la democracia ha demostrado la imposibilidad de que vuelva a reproducirse la barbarie. Me satisfizo haber sido hijo de mi tiempo, comprometido, y me repele hoy la calificación de esclavo del pasado. Vencí al torturador cuando España se transformó en una democracia. Mi satisfacción, ya digo, es la libertad que disfruto, la misma que ocasiona la derrota del torturador.

Karl Popper afirmó que «aún el tirano más poderoso depende de su policía secreta, de sus secuaces y de sus verdugos». Así, la dictadura se sustentó en numerosos torturadores, entre otros azotes. Uno de ellos fue Billy el Niño. Lo importante fue que no perdurara la tiranía. También André Glucksmann, en su libro «el discurso del odio» ofreció claves para reconocer esa lacra. Una de ellas es que «el odio se maquilla de ternura». El argumentario del odiador es, señaló Glucksmann: «Quizá me equivoco… pero creía que estaba haciendo bien, voy de buena fe, nada malvado; el perverso eres tú, que osas suponerme tal». Y con su conclusión me expreso: no necesito odiar el odio para combatir su locura asesina sino que sonrío ante su espantoso ridículo.

Pablo Iglesias representa un liderazgo cesarista que le permitió convocar una consulta entre los inscritos de Podemos sobre la permanencia de los cargos que su compañera Irene Montero y él tienen, cuestionada tras la compra de su nueva residencia. Obligó y sometió un asunto privado a la consideración política de su organización. Convirtió su designio personal en un referéndum político. Sin encomendar su voluntad a comité de dirección interno, conocido, alguno. Este comportamiento suyo fue autoritario y no veo razón alguna, sino todo lo contrario, para así calificarlo.

De aquella experiencia adversa no me quedó ningún estigma por suerte. De toda la transición política sí conservo una conciencia crítica que, con el tiempo, me mantiene en alerta contra los vestigios autoritarios y, hoy, me generan considerarlos un esperpento.

Salvador Garrido Román es periodista, fue secretario general del sindicato de CC. OO. de Correos y Telégrafos, elegido en su congreso constituyente de 1977.

Un Gobierno inviable. Editorial de El País

La moción desalojará a Rajoy, pero no generará más estabilidad política.

Pedro Sánchez del PSOE y Pablo Iglesias de PODEMOS durante el debate sobre la moción de remover a Rajoy del gobierno.

1 junio 2018 / Editorial de EL PAIS

La resistencia de Mariano Rajoy a dimitir —aún queda formalmente tiempo para que lo haga y apelamos enfáticamente a su responsabilidad para que responda en ese sentido— ha dejado al Congreso de los Diputados atrapado entre dos tiempos y requerimientos difíciles de conciliar entre sí.

Por un lado, un indiscutible imperativo ético obliga a desalojar al presidente de La Moncloa —que se despide insultando al Parlamento y a los votantes con su ausencia en la sesión vespertina y abrir un nuevo tiempo que dignifique la política y las instituciones democráticas lejos de la corrupción generalizada del PP. Por otro, si la Cámara censura con éxito al Gobierno, el tiempo de la urgencia ética deberá dar paso al tiempo normal de la política bajo otro Gobierno, que debería contar con un programa y apoyos parlamentarios que proporcionen estabilidad política y económica en un momento especialmente delicado. Desafortunadamente, no va a ser así.

El rechazo de uno a dimitir y del otro a ir a las urnas e
s un elemento adicional a la crisis

Como se constató este jueves en el hemiciclo, ni el presidente del Gobierno puede continuar ni el líder de la oposición tiene la capacidad política de liderar un Ejecutivo estable y coherente. La gobernabilidad de España está a punto de pasar de las manos de un líder, Mariano Rajoy, culpable de esta crisis institucional por su incapacidad para afrontar su responsabilidad política, a otro, Pedro Sánchez, que rechaza acudir a la ciudadanía para obtener un mandato claro para seguir adelante. Con su rechazo a convocar a las urnas para solventar esta grave crisis, los líderes de los dos partidos que han gobernado la democracia muestran que no tienen confianza en sí mismos ni en sus votantes para que renueven el apoyo que en otros tiempos les dieron. El rechazo de uno a dimitir tras haber perdido la mayoría y del otro a ir a las urnas para tener una mayoría estable se convierte así en un elemento adicional de la crisis del sistema democrático en el que la política se ha instalado desde 2015. Con su proceder, tanto uno como otro pretenden evitar el castigo de sus votantes en las urnas, aunque cabe preguntarse si a la larga no lo agravarán. Esto es lo más probable.

Asistimos, en realidad, al duelo entre dos políticos sin futuro; al último impulso, quizá, de dos dirigentes de dos partidos que se agarran desesperadamente entre sí ante el viento que los arrastra. Uno y otro parecían calcular si es mejor o peor apurar unos cuantos meses en La Moncloa para pilotar así en mejores condiciones las próximas elecciones. Entendemos que, no importa cuál de los dos pilote, ambos conducen la nave hacia un destino fatal. En ningún momento en el duelo Sánchez-Rajoy parecía adivinarse la menor preocupación por los intereses ciudadanos.

Intentar gobernar con unos apoyos
contraproducentes es una imprudencia

Mucho nos tememos que la crisis del sistema, ya grave, se agudizará si Sánchez logra su empeño de instalarse y permanecer en el Gobierno con el magro apoyo que proporciona un núcleo estable de 84 diputados que solo de forma excepcional ha logrado sumar una mayoría absoluta para lograr su investidura. Gobernar un país que afronta retos políticos, económicos, sociales y territoriales de indudable calibre con un apoyo tan exiguo sin duda generará inestabilidad, y con ello contribuirá a deteriorar la confianza en las instituciones.

Prueba de la artificialidad e inviabilidad del Gobierno que se propone es el programa que presentó Sánchez en el Congreso, que incluye la pretensión de gobernar con los Presupuestos Generales recién aprobados por el PP, al que aspira a desalojar, y que fueron motivo de una enmienda a la totalidad de su partido por su carácter supuestamente antisocial y regresivo. O el empeño en sacar adelante una importantísima agenda legislativa en materia económica y social desde un Gobierno monocolor que, con 84 diputados, representaría el 24% de los escaños de la Cámara.

Más preocupa si cabe el deseo expresado por el candidato de “tender puentes” y “dialogar” con las fuerzas independentistas catalanas cuando se sabe que ese diálogo —como dejó muy claro Tardà y ratificó después Iglesias— solo puede versar sobre el cómo y el cuándo se celebrará una consulta sobre la independencia de Cataluña. Hay que recordar que el bloque constitucional formado por el PP, el PSOE y Ciudadanos que ha gestionado la respuesta a la crisis catalana y la aplicación del artículo 155 ha contado con 254 escaños, esto es el 72% de la Cámara. Sin embargo, con sus 84 escaños, el PSOE será minoritario en la coalición de 180 diputados con la que pretende gobernar, pues todos los partidos que le apoyan (Unidos Podemos, Bildu, ERC, PDeCAT y PNV) son partidarios, de una forma o de otra, del derecho a decidir, eufemismo de un derecho a la autodeterminación que no cabe en la Constitución. ¿Puede aspirar Sánchez a gestionar la crisis catalana siendo minoría dentro de su propia coalición parlamentaria y siendo minoría dentro del bloque constitucional? Difícilmente.

Desalojar a Rajoy, insistimos, es un imperativo. Intentar gobernar sin apoyos o, peor, con unos apoyos contraproducentes, una imprudencia. Tal y como hemos sostenido, en aras de evitar la inestabilidad y la deslegitimación del sistema democrático, apelamos a una pronta convocatoria a las urnas en fecha pactada por todos los grupos parlamentarios que quieran garantizar la estabilidad y la gobernabilidad y que piensen que la solución más eficaz y más democrática es dar la voz a los ciudadanos.

La fuerza de la hipocresía. De Máriam M-Bascuñán

Máriam M-Bascuñán, Profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

19 mayo 2018 / EL PAIS

Desde hace tiempo se dice que la libertad de expresión peligra. Hablamos de espirales de silencio, de la amenaza de enjambres digitales prestos al linchamiento público de quien opina “incorrectamente”, de dictaduras de la mayoría que avasallan a los poderes del Estado y ejercen presión moral sobre la sociedad, o de la activa persecución de los irreverentes que osan mofarse de la cultura dominante.

Esto existe (¡a qué negarlo!), pero la discusión sobre la libertad de expresión no capta del todo las diatribas de nuestro tiempo. Quizá lo que se haya perdido sea la idea de una comunidad de comprensión donde se delibere con deseo de convicción mutua, construyendo un sentido verdaderamente común que permita el choque de argumentos contrarios. No parece que aspiremos al diálogo ni a convencer a quien piensa diferente, sino más bien a reforzar el canto de la tribu, el zumbido del enjambre al que apelamos. Cambiamos la conversación por una infructuosa yuxtaposición de monólogos paralelos.

Cuando Torra afirma que Cataluña vive una crisis humanitaria, sabe que es falso, pero no pretende abrir un debate. Se encierra en la Verdad del clan, precisamente para reforzarla e impedir la conversación. Hay cosas que no podemos sostener sin saltar fuera del espacio común, que solo se esgrimen cuando el lazo de convivencia está roto. Esta espistemología tribal nos dice que los grupos tenemos nuestro propio criterio de verdad, inmune al criterio de otras tribus. Se quiebra así la relación pública, que ya no busca la conversación porque esta se refiere al mundo compartido. Y se trataba, recordémoslo, de discernir conjuntamente los asuntos de la polis.

Frente a lo que se piensa, lo políticamente correcto, las buenas formas, el reconocimiento del otro en su particularidad, incluso los halagos y el gesto afable muestran que asumimos el riesgo de confiar en la conversación. Porque conversar es precisamente “vivir, dar vueltas en compañía”. Jon Elster lo llamó “la fuerza civilizatoria de la hipocresía” y presupone una relación ética entre quienes discuten, responsabilizándose mutuamente del dialogar. No es que vaya en contra de la libertad de expresión, sino que a veces es condición necesaria para su realización.

@MariamMartinezB

 

Camus y el compromiso político. De Tomás Llorens

En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso.

Tomás Llorens es historiador del arte y fue director del Reina Sofía (1988-1990).

19 mayo 2018 / EL PAIS

Para César Cimadevilla
en memoriam

Leí La peste en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.

La peste es, en efecto, una de las grandes novelas del siglo XX. Sobre todo, por la voz del narrador. Como en una tragedia de Esquilo, es esa voz coral, más que los episodios que se engastan en ella, la que mantiene la tensión de la narración. Distante, objetiva, rítmica, cuenta la aparición de la peste, su progreso lento e inexorable, las estadísticas crecientes de los muertos semanales, luego diarios, el pulso árido de la ciudad sin árboles, el devenir de sus callejas y bulevares minerales, cerradas sobre sí mismas, abandonadas a su propio delirio. Ese ritmo mantenido es inseparable de las ideas que lo habitan. El punto culminante de la narración es un episodio en el que se cuenta el contagio y la muerte de un niño. Apenas 24 horas. Página tras página, los síntomas desfilan con precisión clínica ante los ojos del lector, párrafo tras párrafo las expectativas de remisión se tensan para acabar, una y otra vez, frustradas, convertidas en nada. Pero es también a lo largo de esa agonía donde se revela con más claridad el combate de las ideas. El escándalo de la tortura de un inocente. La inexistencia, o, peor, la indiferencia, de Dios. El pulso ciego de la vida y de la muerte. La fragilidad, liviana y seca, de la solidaridad entre los hombres.

La única opción era el aquí y el ahora,
por muy carentes de sentido que se presentaran

Leí La peste a destiempo, pero muchos amigos la leyeron en el momento adecuado y, gracias a ellos, Camus tuvo una influencia decisiva en nuestra generación. El régimen franquista atravesaba lo que luego supimos que era su ecuador, y las ideas del escritor francés inspiraron los comienzos de nuestra revuelta. En primer lugar, naturalmente, por la metáfora transparente que hacía de la peste una figura del nazismo. Pero, también, por el escándalo de la injusticia social y de la corrupción larvada del régimen franquista. Por la irritación que nos producía, no solo la Iglesia católica, sino la religión en sí misma, con su carga de esperanza vana y de engaño. Y, más allá de la Iglesia y de la religión, todas las retóricas de la trascendencia en todas sus manifestaciones. No queríamos saber nada de ningún dogma ni de ningún más allá. (Tampoco —al menos algunos de nosotros— del más allá que preconizaban los comunistas).

La única opción posible era el aquí y el ahora, por muy carentes de sentido que se nos presentaran. En último término, como única posibilidad, estaba solo la ciencia. Rieux, el protagonista de La peste, es médico y lucha con la enfermedad sin otras armas que las del conocimiento científico. Es cierto que Camus —seguidor de Nietzsche, en definitiva, aunque lejano— es consciente de las limitaciones e insuficiencia de la ciencia —“su lucha es una derrota continuada”—; pero al mismo tiempo tiene claro que no hay otra cosa —“eso no es razón para dejar de luchar”—. La ciencia y la solidaridad. El compromiso con los compañeros de combate.

Los “años sesenta” se etiquetaron
y ridiculizaron ferozmente

El compromiso social y político fue, como es sabido, la señal distintiva de nuestra generación. Y dejó su marca en la vida cultural española. Para bien y para mal. Para bien, porque fue un ethos intensamente compartido. Pocos períodos de la historia de la cultura española del siglo XX presentan un aspecto tan compacto y unitario como el decenio que transcurrió entre la segunda mitad de los años cincuenta y la segunda mitad de los años sesenta. Y esa compacidad se traduce, me atrevo a decirlo, en la fuerza y calidad de la mejor literatura y el mejor arte de esos años. Para mal, porque esa fuerza y calidad fueron negadas en la década siguiente. Contra el ethos del compromiso, se alzó la bandera de la autonomía del arte y la literatura. El final del franquismo y los primeros años de la Transición transcurrieron bajo el signo creciente de la pintura-pintura y de la literatura autorreferencial. Los años sesenta se etiquetaron y ridiculizaron ferozmente. Tanto que, aún hoy, siguen siendo mal entendidos. Los artistas, escritores, científicos e historiadores “comprometidos” del siglo XX se siguen caricaturizando como intelectuales anacrónicos, dogmáticos, proclives a sacrificar la calidad literaria, artística o científica de lo que hacían en aras de una miope instrumentalización política.

Releyendo La peste he reencontrado un pasaje que fue clave para nuestra generación. Uno de los personajes principales de la novela es Rambert, un joven periodista forastero que queda involuntariamente encerrado en la ciudad cuando se declara el estado de peste. Aunque es un hombre proclive al compromiso político, que ha luchado con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, Rambert considera ahora que el problema de la ciudad apestada no es el suyo y decide abandonarla para reunirse en Francia con la mujer que ama. Ante la imposibilidad de hacerlo legalmente, acaba optando por una evasión clandestina. Tras varias tentativas fracasadas, se le presenta finalmente la ocasión de hacerlo. Sin embargo, llegado el momento crítico, cancela el proyecto para ponerse al servicio de los equipos de ayuda médica que combaten la peste. Cuando lo comunica a su amigo Rieux, el médico encargado de la organización de esos equipos, Rambert espera una felicitación conmovida. Rieux, sin embargo, al principio calla y luego acaba diciendo que no le entiende. “Nada en este mundo vale tanto como para renunciar a lo que se ama”. Sin embargo, dice Rambert, el propio Rieux ha renunciado a reunirse con su joven mujer, enferma en un sanatorio fuera de la ciudad. ¿Por qué ha decidido quedarse a cuidar de los enfermos? “No lo sé. Creo que lo hago porque es lo que corre más prisa”. El conflicto entre el compromiso político y la plenitud existencial de quien se entrega a “lo que ama” —sea esto lo que sea: una mujer o la creación artística o literaria— no se resuelve en la teoría, sino en la acción y solo de modo provisional. En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa.

Vista ahora, más de medio siglo después, difícilmente podría imaginarse una actitud más libre.

 

“La gente quiere cambios, pero también estabilidad”. Una conversación política de Paolo Luers con Sonia Sierra, diputada del ‘Parlament de Catalunya’

En España, Ciudadanos, el ‘Partido de la Ciudadanía’, ha crecido elección tras elección, encuesta tras encuesta. Ya desplazó a los socialistas, los nacionalistas y Podemos, con posibilidad de relevar al Partido Popular de Mariano Rajoy del poder. Para entender este fenómeno se solicitó una entrevista a Inés Arrimadas, una de las principales figuras líderes de este partido. Era mal tiempo para hablar con ella: Como jefa de oposición en el Parlament, estaba inmersa en las últimas negociaciones para resolver la crisis de ingobernabilidad en Cataluña. La conversación al fin se hizo con Sonia Sierra, una profesional de educación convertida en diputada y dirigente de Ciudadanos.

Sonia Sierra, diputada por Ciudadanos en el ‘Parlament de Catalunya’

13 mayo 2018 / EL DIARIO DE HOY

¿Adonde está situado Ciudadanos en el espectro político? Parece una novedad: el centro reaccionando a la crisis del bipartidismo. Normalmente, para romper al bipartidismo clásico, los movimientos se originan desde los polos, o muy de izquierda o muy de derecha. Pero a diferencia de Podemos, que se ubica a la izquierda del PSOE y cuestiona el sistema político, Ciudadanos se ubica en el centro defendiendo al sistema. ¿Cómo surgió esto?

Ciudadanos nace en Cataluña, como reacción al nacionalismo. Gran parte de los políticos catalanes son nacionalistas, estén en el partido que estén. En el momento que los socialistas alcanzan el poder, después de muchísimos años de gobiernos nacionalistas, los socialistas continúan con el nacionalismo. Pero hay un grupo enorme los ciudadanos que no comulgamos con el separatismo catalán y nos sentimos huérfanos, nadie nos representaba, y surge Ciudadanos. Primero es una reacción al nacionalismo, sobre todo porque los partidos de izquierda son tan nacionalistas como los partidos de derecha llamados nacionalistas. Se forma una plataforma ciudadana, que después dará lugar a en partido. Es una plataforma ciudadana que apunta a ciudadanos provenientes de diferentes espectros en el arco ideológico, y finalmente se acaba constituyendo un partido a nivel nacional, que ocupa un espacio que no tenía representación en España. Es un espacio de centro, liberal y progresista, que lucha tanto contra el populismo nacionalista como contra el populismo de izquierda, que son las dos amenazas que tenemos ahora mismo.

Ciudadanos versus Podemos

Interpreto que Ciudadanos juega un papel de contención frente a tres peligros para la democracia española: la inmovilidad del Partido Popular, combinada con la corrupción y la falta de apertura democrática; los movimientos separatistas, sobre todo en Cataluña; y el populismo de Podemos y su intención de capitalizar el descontento que ha surgido con el bipartidismo para cuestionar todo el sistema político nacido de la transición democrática. ¿Es así?

Sí. Vamos por partes. Podemos hace un diagnóstico, hace protesta, pero no hace ningún tipo de propuesta. No son capaces de pasar de la protesta a las soluciones. En cambio, Ciudadanos hace un diagnóstico de las cosas que funcionan bien y que funcionan mal, y a partir de ahí hacemos propuestas de la regeneración democrática, en contra la corrupción, y para acabar con el nacionalismo y el populismo. 

Sonia Sierra con Paolo Luers en el Parlament en Barcelona

Tengo la impresión que en cuanto a confrontar o incluso contener esta tendencia populista de Podemos, que surgió con el propósito de articular políticamente el descontento que se mostró en las manifestaciones masivas y en la crisis social y del empleo, Ciudadanos es un éxito, viendo las encuestas que lo ponen como primera fuerza, tanto en Cataluña como en España entera.

Claro, porque surgimos de la sociedad civil, de personas que no nos dedicamos a la política profesionalmente, y en un momento de crisis económica, social e institucional damos respuestas que no era capaz de dar ‘la vieja política’, o sea, los partidos de bipartidismo – pero tampoco Podemos, porque se queda en la protesta y no es capaz de ofrecer propuestas viables. Los ciudadanos confían en nosotros, porque nos ven reformistas. Ven que no planteamos cosas imposibles y que podemos dar estabilidad. La gente quiere cambios, pero también quiere estabilidad. Somos el partido que mejor ha sabido canalizar todo este contento que se veía en el 15M (el ‘movimiento de los indignados’ del 15 de mayo 2011), resultado de una profunda crisis económica, social, cultural e institucional. Con el paso del tiempo, nos ven como el partido que mejor es capaz de vehicular todos estos anhelos de la sociedad española de cambio, de regeneración democrática, pero sin poner en peligro todo lo que hay – hacer cambios, pero mantener la estabilidad del país.

Si no hubiera surgido Ciudadanos de la manera como después irrumpió en la política nacional, ya como fuerza nacional, Podemos hubiera quedado con el monopolio de articular todos los descontentos y orientarlos en una dirección antisistema. ¿Esto hubiera causado una crisis política muy seria en España? ¿Es Ciudadanos la contención a esta tendencia populista, que sigue existiendo, pero ya no tiene esta fuerza, porque surgió Ciudadanos? ¿Es Ciudadanos también la contención al separatismo catalán?

Sí. Ciudadanos ha logrado vencer al nacionalismo en Cataluña por primera vez en 40 años, tanto en votos como en escaños. Tenemos una ley electoral muy injusta que no nos permite gobernar, pero en Cataluña hemos vencido a ambos populismos, el separatista de los nacionalistas y el de izquierda de Podemos.

Ciudadanos versus el Partido Popular 

En cambio, la otra función de Ciudadanos, la de obligar al PP, la derecha conservadora, a cambiar, a transformarse, a abrirse, a democratizarse y a superar la corrupción, parece que ustedes no han funcionado tanto.

Sí ha funcionado. Ya no es lo mismo…

¿Es una de sus líneas estratégicas ser catalizador para un cambio dentro de la derecha, en especial del PP?

No del PP, en general. Catalizador de cambio de la política, del ejercicio del poder. Sea el PP, los socialistas, los nacionalistas, todos que han estado en el poder tienen casos de corrupción y necesitan transformarse. Lo que todos han hecho para generar gobernabilidad era pactar sillas y cargos: Me das la consellería (ministerio. P.L.) de educación y de medio ambiente, y te apoyo en la investidura (formación del gobierno. P.L.). Ciudadanos es el primer partido que para apoyar la investidura no pide sillas, sino pide reformas que son buenas para todos los españoles. Dentro de estas reformas está la obligación de que, cuando hay un caso de corrupción, o por lo menos una imputación, la persona tiene que abandonar su puesto. Ya hemos logrado que se abandonen escaños en Andalucía, en Murcia, en Madrid. Ha habido un cambio. Hay un cambio sustancial, que nunca antes se había hecho aquí en España: apoyar investiduras a cambio de reformas.

¿Ustedes se han imaginado hace un par de años que podían llegar al punto de ser la primera fuerza de España?

Todos los que estamos en este proyecto creemos mucho en nuestras ideas. Estamos en esto para acabar gobernando y cambiando este país.

¿Cuáles son los factores de su éxito? ¿Es su forma de liderazgo, son su principios, o son los errores de los demás partidos?

Nosotros tenemos muy buenos líderes: En el caso de España, Albert Rivera, Inés Arrimadas en Cataluña. Todos somos personas que provienen de la sociedad civil, que no nos hemos dedicado profesionalmente a la política nunca, y tenemos trayectorias incuestionables en nuestras áreas de trabajo, sea educación o sanidad pública o infraestructura… Luego, hemos hecho un buen diagnóstico, y a partir de este diagnóstico hemos desarrollado propuestas que los ciudadanos ven viables.

Inés Arrimadas, dirigente de Ciudadanos y jefe de la opsición en Cataluña

Esta característica de ciudadanos que se meten en política, que no viven de la política, ¿cómo se mantiene esto, una vez el partido crece y tiene que llenar parlamentos y gobiernos?

Abriendo la política, abriendo nuestras listas siempre a personas de a sociedad civil, a independientes. Manteniendo el compromiso que estás de paso en la política. Yo en cualquier momento me reincorporo a mi trabajo de profesora. 

Ustedes se llaman ‘Partido de la Ciudadanía’. ¿Qué mecanismos tienen, a diferencia de otros partidos, que les permite mantener y desarrollar esta relación partido-sociedad?

Estar siempre abiertos a talentos, a independientes. Siempre tener listas llenas de personas que vienen de la sociedad civil, y que se han destacado por su trabajo: en salud, en ferrocarriles, en educación… El principio es que las personas que se van a dedicar a salud, o a lo que sea, sean profesionales solventes en este campo, que tengan competencia y nexos ciudadanos.

 

La crisis catalana

Hablemos de Cataluña. ¿Cuál va a ser el desenlace de esta crisis?

Nosotros hemos ganado las elecciones, pero no podemos gobernar. La responsabilidad recae sobre los nacionalistas. Su máximo interés no es resolver la crisis, sino que siga habiendo líos. Han insistido en la investidura de personas que están presos o fugados de la justicia. No tienen interés en gestionar soluciones a los problemas reales de Cataluña, sino en prolongar su ‘proces’ separatista. Por esto proponen candidatos que no son viables. Si el 22 de mayo no han logrado formar gobierno, Cataluña va a elecciones nuevas. Sería responsabilidad de ellos.

Posiblemente para ustedes sería una ventaja ir a nuevas elecciones.

Puede ser, pero nosotros no queremos repetir las elecciones. Estamos preparados para volver a ganarlas, pero Cataluña tiene que empezar a funcionar de una sola vez. Desde julio del 2017 no se habla de sanidad, no se habla de educación. Aquí en el pralament no se reúnen las comisiones, no se avanza en nada. Hay que darle respuestas a los ciudadanos. Volver a ir a elecciones solo prolonga esta agonía. No podemos tener Cataluña paralizada por culpa de los separatistas y el antojo de un político prófugo.

¿Cuál es el papel de Podemos en todo esto?

Hay un acuerdo entre Ciudadanos, el PSOE y el PP de mantener la institucionalidad en Cataluña. Podemos no se quiso sumar. Como siempre, sirve de muleta de los separatistas.

¿Algún consejo para quienes quieren emular la experiencia de Ciudadanos en otros países, por ejemplo en América Latina?

Confiar en la ciudadanía. Siempre estar cerca de las organizaciones de la sociedad. Tener propuestas viables. Impulsar cambios sin romper la estabilidad. Se comienza chiquito, pero haciéndolo bien, la gente se da cuenta que hay una opción viable.

Gracias. Salúdame a Inés. La próxima vez me encantaría conocerla.

 

 

Una dictadura, necios. De Javier Marías

Hay generaciones que no saben lo arriesgado que era levantar no ya un dedo, sino la voz, en España entre 1939 y 1975.

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Javier Marias, escritor español

Javier Marías, 25 febrero 2018 / El PAIS Semanal

Contaba Juan Cruz en un artículo que, en un intercambio tuitero con desconocidos (a qué prácticas arriesgadas se presta), alguien lo había conminado a callarse con esta admonición, o semejante: “Estás desautorizado, perteneces a una generación que permitió a Franco morir en la cama”. Que algún imbécil intervenga en estas discusiones ha de ser por fuerza la norma, pero Cruz añadía que se trataba de un argumento “frecuente” o con el que se había topado numerosas veces, y esto ya trasciende la anécdota, porque supone una criminal ignorancia de lo que es una dictadura. En parte puede entenderse: cuando yo era niño y joven, y oía relatar a mis padres las atrocidades de la Guerra, me sonaban, si no a ciencia-ficción, sí a lección de Historia, a cosa del pasado, a algo que ya no el paisocurría, por mucho que aún viviéramos bajo el látigo de quien había ganado esa Guerra y había cometido gran parte de las atrocidades. Pero sí lograba imaginarme la vida en aquellos tiempos, y los peligros que se corrían (por cualquier tontería, como ser lector de tal periódico o porque un vecino le tuviera a uno ojeriza y lo denunciara), y el pavor provocado por los bombardeos sobre Madrid, y el miedo a ser detenido y ejecutado arbitrariamente por llevar corbata o por ser maestro de escuela, según la zona en que uno estuviese. Me hacía, en suma, una idea cabal de lo que no era posible en ese periodo.

También hay frívolos “valerosos” que reprochan a los
españoles no haberse echado a la calle para parar
el golpe de Tejero el 23-F, olvidando que los golpistas
utilizaron las armas y que había tanques en algunas calles.

Tal vez los que pertenecemos a la generación de Cruz no hayamos sabido transmitir adecuadamente lo que era vivir bajo una dictadura. Hay ya varias que sólo han conocido la democracia y que sólo conciben la existencia bajo este sistema. Creen que en cualquier época las cosas eran parecidas a como son ahora. Que se podía protestar, que las manifestaciones y las huelgas eran un derecho, que se podía criticar a los políticos; creen, de hecho, que había políticos y partidos, cuando éstos estaban prohibidos; que había libertad de expresión y de opinión, cuando existía una censura férrea y previa, que no sólo impedía ver la luz a cualquier escrito mínimamente crítico con el franquismo (qué digo crítico, tibio), sino que al autor le acarreaba prisión y al medio que pretendiera publicarlo el cierre; ignoran que en la primera postguerra, años cuarenta y en parte cincuenta, se fusiló a mansalva, con juicios de farsa y hasta sin juicio, y que eso instaló en la población un terror que, en diferentes grados, duró hasta la muerte de Franco (el cual terminó su mandato con unos cuantos fusilamientos, para que no se olvidara que eso estaba siempre en su mano); que había que llevar cuidado con lo que se hablaba en un café, porque al lado podía haber un “social” escuchando o un empedernido franquista que avisara a comisaría. También ignoran que, pese a ese terror arraigado, Franco sufrió varios atentados, ocultados, claro está, por la prensa. Que mucha gente resistió y padeció largas condenas de cárcel o destierro por sus actividades ilegales, y que “ilegal” y “subversivo” era cuanto no supusiera sumisión y loas al Caudillo. O ser homosexual, por ejemplo.Tampoco saben que, una vez hechas las purgas de “rojos” y de disidentes (entre los que se contaban hasta democristianos), la mayoría de los españoles se hicieron enfervorizadamente franquistas. Se creen el cuento de hadas de la actual izquierda ilusa o falsaria de que la instauración de la democracia fue obra del “pueblo”, cuando el “pueblo”, con excepciones, estaba entregado a la dictadura y la vitoreaba, lo mismo en Madrid que en Cataluña o Euskadi. De no haber sido por el Rey Juan Carlos y por Suárez y Carrillo, es posible que esa dictadura hubiera pervivido alguna década más, con el beneplácito de muchísimos compatriotas. Estas generaciones que se permiten mandar callar a Juan Cruz no saben lo temerario y arriesgado que era levantar no ya un dedo, sino la voz, entre 1939 y 1975. Que, si alguien caía en desgracia y tenía la suerte de no acabar entre rejas, se veía privado de ganarse el sustento. A médicos, arquitectos, abogados, profesores, ingenieros, se les prohibió ejercer sus profesiones, entrar en la Universidad, escribir en la prensa, tener una consulta. Hubo muchos obligados a trabajar bajo pseudónimo o clandestinamente, gente proscrita y condenada a la miseria o a la prostitución, qué remedio.

También hay frívolos “valerosos” que reprochan a los españoles no haberse echado a la calle para parar el golpe de Tejero el 23-F, olvidando que los golpistas utilizaron las armas y que había tanques en algunas calles. Cuando hay tanques nadie se mueve, y lo sensato es no hacerlo, porque aplastan. Hoy las protestas tienen a menudo un componente festivo (la prueba es que no las hay sin su insoportable “batucada”), y quienes participan en ellas se creen que nunca ha habido más que lo que ellos conocen. Reprocharles a una o dos generaciones que Franco muriera en la cama es como reprocharles a los alemanes que Hitler cayera a manos de extranjeros o a los rusos que Stalin tuviera un fin apacible. Hay que ser tolerante con la ignorancia, salvo cuando ésta es deliberada. Entonces se llama “necedad”, según la brillante y antigua (retirada) definición de María Moliner de “necio”: “Ignorante de lo que podía o debía saber”.