Mario Vargas Llosa

La percepción de las drogas. De Mario Vargas Llosa

La criminalidad es la peor de las calamidades generadas por el narcotráfico. La mejor manera de combatirla es la descriminalización de los estupefacientes y la tolerancia.

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MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 4 febrero 2018 / EL PAIS

La Comisión Global de Políticas de Drogas, que presidió el exmandatario brasileño Fernando Henrique Cardoso y tiene ahora como directora a Ruth Dreifuss, expresidenta de Suiza, está integrada por políticos, funcionarios internacionales, científicos e intelectuales de diversos países del mundo y lleva a cabo desde el año 2011 una valiosa campaña a favor de una política más sensata y realista en el dominio del narcotráfico y el consumo de estupefacientes que el de la mera represión policial y judicial.

En los siete informes que ha publicado desde que se creó, sustentados en rigurosas estadísticas e investigaciones sociológicas y clínicas, ha mostrado de manera inequívoca la futilidad de combatir aquel flagelo con prohibiciones y persecuciones que, pese a los miles de millones de dólares gastados en ello, en vez de reducir han aumentado vertiginosamente el consumo de drogas en el mundo, así como la violencia criminal asociada a su producción y distribución ilegales. En casi todo el mundo, pero, principalmente en América Latina, las mafias de narcotraficantes son una plaga que causan decenas de millares de muertos y son, sobre todo, una fuente de corrupción que descomponen las instituciones, infectan la vida política, degradan las democracias y, no se diga, las dictaduras, donde, por ejemplo en Venezuela, buen número de dirigentes civiles y militares del régimen están acusados de dirigir el narcotráfico.

el paisAl principio, las labores de la Comisión se concentraban en América Latina pero ahora se han extendido al mundo entero. El último informe, que acabo de leer, está dedicado a combatir, con argumentos persuasivos, la general percepción negativa y delictuosa que los gobiernos promueven de todos los consumidores de drogas sin excepción, presentándolos como desechos humanos, propensos al delito debido a su adicción y, por lo mismo, amenazas vivientes al orden y la seguridad de las sociedades. Quienes han preparado este trabajo han hecho una cuidadosa investigación de la que sacan conclusiones muy distintas. En primer lugar, las razones por las que se consumen “sustancias psicoactivas” son muy diversas, y, en gran número de casos, perfectamente justificadas, es decir, de salud. De otro lado, entre las mismas drogas hay un abanico muy grande respecto a las consecuencias que ellas tienen sobre el organismo, desde la heroína, con efectos tremendamente perniciosos, hasta la marihuana, que hace menos daño a los usuarios que el alcohol.

Todos los informes de la Comisión vienen acompañados de pequeños testimonios de gentes de muy diversa condición gracias a los cuales se advierte lo absurdo que es hablar de “drogadictos” en general, sobre todo debido a lo que esta palabra sugiere de degradación moral y peligrosidad social. Hay una abismal diferencia entre el caso de Nicolás Manbode, de la isla Mauricio, que a los 16 años comenzó fumando marihuana, pasó a inyectarse heroína a los 18 y fue por ello a la cárcel a los 21, donde contrajo una hepatitis y el sida, y la portuguesa Teresa, que no bebe alcohol, pero se acostumbró a tomar anfetaminas, éxtasis, LSD y hongos alucinógenos y cuyo problema, dice, ahora que en Portugal se ha descriminalizado el uso de las drogas, es el riesgo que significa comprar aquellas sustancias en la calle sin saber nunca las mezclas con que los vendedores pueden desnaturalizarlas.

Un caso muy interesante es el de Wini, madre de Guillermo, en Chile. Su hijo, nacido en 2001, a los cinco meses comenzó a tener convulsiones que le cortaban la respiración. A los dos años los médicos diagnosticaron que el niño era epiléptico. Todos los tratamientos, incluida una cirugía cerebral, fueron inútiles. En 2013 Wini comenzó a leer artículos médicos que hablaban de un aceite de marihuana y, gracias a una fundación, pudo conseguirlo. Desde que Guillermo comenzó a tomarlo, las convulsiones se atenuaron —de cerca de diez a una o dos al día— e incluso cesaron. Dada la complicación en obtener aquel aceite, la señora Wini comenzó a cultivar marihuana en su jardín, algo que, aunque no es ilegal en Chile, escandalizaba a su familia. El médico que trataba a Guillermo, escéptico al principio, se convenció de los efectos benéficos de aquel aceite y llegó a escribir un artículo sobre la terapia positiva que aquel tenía en el tratamiento de la epilepsia.

En América Latina, las mafias de narcotraficantes son una plaga que causan decenas de millares de muertos y son una fuente de corrupción que degrada las democracias

Según el informe, los estigmas sociales y morales que recaen sobre las personas que usan drogas hacen mucho más difícil que se libren de ellas; el prejuicio que se cierne sobre ellas es asumido por las propias víctimas, y esta autoculpabilidad agrava la necesidad de recurrir a esa artificial manera de sentirse en paz consigo mismos. Una de las estadísticas más elocuentes de este informe es que son proporcionalmente mucho más numerosas las personas que se emancipan de la drogadicción en las sociedades más abiertas y tolerantes con su consumo que en las que la represión sistemática es la política reinante.

Aunque las razones que esgrime la Comisión Global de Política de Drogas para pedir que cesen los prejuicios y clichés que acompañan a cualquier tipo de drogadicción sean convincentes, mucho me temo que la única manera en que aquellos vayan cediendo será la descriminalización de los estupefacientes y a la represión reemplace una política de prevención y tolerancia. Desde luego que la legalización entraña peligros. Por eso, es importante que ella vaya acompañada de campañas activas que, como ha ocurrido con el tabaco, informen a los ciudadanos de los riesgos que aquellas representan, y de unas políticas efectivas de rehabilitación. Las ventajas de todo ello se advierten ya en las sociedades que han ido adoptando medidas más realistas frente a este problema. De hecho, la legalización acabaría con la criminalidad que es la peor de las calamidades generadas por las drogas. En países como México la lucha de los poderosos carteles que se disputan territorios deja decenas de muertos cada mes, contamina la vida política con una corrupción que degrada la democracia y llena de zozobra y sangre la vida social. Ella permite a los delincuentes amasar fortunas vertiginosas como la del famoso Pablo Escobar, el asesino y narco colombiano que ahora es el héroe de películas y seriales televisivas que aplaude el mundo entero.

Uno de los argumentos con los que se suele combatir la idea de la legalización es que, cuando ella tiene lugar, como ocurrió por ejemplo con la marihuana en Holanda, país pionero en este dominio, aquello suele ser un imán que atrae consumidores de droga de todas partes. Eso ocurre porque los lugares donde aquella libertad se practica son muy pocos en el mundo. En todo caso, ese es un fenómeno pasajero. Hace poco estuve en Uruguay y pregunté qué efectos había tenido hasta ahora la nueva política emprendida por el Gobierno respecto de la marihuana. Las respuestas que obtuve variaban, pero, en general, la legalización no parece haber estimulado el consumo. Por el contrario, algunos me dijeron que, al desaparecer el tabú de la prohibición, para mucha gente joven había disminuido el prestigio del cannabis.

Poco a poco, en todo el mundo hay cada día más gente que, como promueve la Comisión Global de Política de Drogas, cree que la mejor manera de combatir la droga y sus secuelas delictivas es la descriminalización. Uno de los mayores obstáculos proviene, sin duda, como lo profetizó Milton Friedman hace muchos años, de que hoy día tantos miles de miles de personas vivan de combatirlas.

Debate sobre el indulto a Fujimori: Mario Vargas Llosa versus Fernando Mires

El indulto presidencial que el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski concedió al ex presidente Fujimori despertó una controversia, no solo en el Perú, sino en amplios círculos políticos y de Derechos Humanos en el mundo entero. Presentamos dos enfoques diferentes: el del escritor peruano Mario Vargas Llosa, desde el punto de vista de la moral; y el del politólogo chileno Fernando Mires, desde el punto de vista de la teoría política. Llegan a conclusiones opuestas. Para Vargas Llosa la decisión de Kuczynski es traición, para Mires es ejercicio legítimo de negociación política.

Segunda Vuelta

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Alberto Fujimori

LA TRAICIÓN DE KUCZYNSKI
De Mario Vargas Llosa

El indulto a Fujimori, el dictador que asoló el Perú, cometió crímenes terribles contra los derechos humanos y robó a mansalva, ha incendiado el país.

MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 31 diciembre 2017 / EL PAIS

El presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, se salvó de milagro el 21 de diciembre de ser destituido por “permanente incapacidad moral” por un Congreso donde una mayoría fujimorista le había tumbado ya cinco ministros y tenía paralizado a su Gobierno.

La acusación se basaba en unas confesiones de Odebrecht, en Brasil, afirmando que en los años en que Kuczynski fue ministro de Economía y primer ministro, la empresa brasileña había pagado a una compañía suya la suma de 782.207,28 dólares. A la hora de la votación, se dividieron los parlamentarios del APRA, de Acción Popular, de la izquierda y —oh, sorpresa— los propios fujimoristas, 10 de los cuales, encabezados por Kenji, el hijo de Fujimori, se abstuvieron. Los que respaldaron la moción se quedaron ocho votos por debajo de los 87 que hacían falta para echar al presidente.

Esta sesión fue precedida de un debate nacional en el que todas las fuerzas democráticas del país rechazaron el intento fujimorista de defenestrar a un jefe de Estado que, si bien había pecado de negligencia y de conflicto de intereses al no documentar legalmente su separación de la empresa que prestó servicios a Odebrecht mientras era ministro, tenía derecho a una investigación judicial imparcial ante la cual pudiera presentar sus descargos, y a lo que parecía un intento más del fujimorismo para hacerse con el poder.

Vale la pena recordar que Kuczynski ganó las elecciones presidenciales poco menos que raspando, y gracias a que votaron por él todas las fuerzas democráticas, incluida la izquierda, creyéndole su firme y repetida promesa de que, si llegaba al poder, no habría indulto para el exdictador condenado a 25 años de cárcel por sus crímenes y violaciones a los derechos humanos. Hubo manifestaciones a favor de la democracia y muchos periodistas y políticos independientes se movilizaron contra lo que consideraban (y era) un intento de golpe de Estado. En un emotivo discurso (por el que yo lo felicité), el presidente pidió perdón a los peruanos por aquella “negligencia” y aseguró que, en el futuro, abandonaría su pasividad y sería más enérgico en su acción política.

Lo que muy pocos sabían es que, al mismo tiempo que hacía estos gestos como víctima del fujimorismo, Kuzcynski negociaba a escondidas con el hijo del dictador o con el dictador mismo un sucio cambalache: el indulto presidencial al reo por “razones humanitarias” a cambio de los votos que le evitaran la defenestración. Esto explica la misteriosa abstención de los 10 fujimoristas que salvaron al presidente.

La traición de Kuzcynski permitirá que el fujimorismo se convierta en el verdadero Gobierno del país y haga de nuevo de las suyas

Las vilezas forman parte por desgracia de la vida política en casi todas las naciones, pero no creo que haya muchos casos en los que un mandatario perpetre tantas a la vez y en tan poco tiempo. Los testimonios son abrumadores: periodistas valerosos, como Rosa María Palacios y Gustavo Gorriti, que se multiplicaron defendiéndolo contra la moción de vacancia, y el ex primer ministro Pedro Cateriano, que también dio una batalla en los medios para impedir la defenestración, recibieron seguridades del propio Kuczynski, días u horas antes de que se anunciara el indulto, de que no lo habría, y que los rumores en contrario eran meras operaciones psicosociales de los adversarios.

De esta manera, quienes en las últimas elecciones presidenciales votamos por Kuzcynski creyéndole que en su mandato no habría indulto para el dictador que asoló el Perú, cometiendo crímenes terribles contra los derechos humanos y robando a mansalva, hemos contribuido sin saberlo ni quererlo a llevar otra vez al poder a Fujimori y a sus huestes. Porque, no nos engañemos, el fujimorismo tiene ahora, gracias a Kuzcynski, no sólo el control del Parlamento, por el 40% de votantes que en las elecciones respaldaron a Keiko Fujimori; controla también el Ejecutivo, pues Kuzcynski, con su pacto secreto, no ha utilizado al exdictador, más bien se ha convertido en su cómplice y rehén. En adelante, deberá servirlo, o le seguirán tumbando ministros, o lo defenestrarán. Y esta vez no habrá demócratas que se movilicen para defenderlo.

La traición de Kuzcynski permitirá que el fujimorismo se convierta en el verdadero Gobierno del país y haga de nuevo de las suyas, a menos que la división de los hermanos, los partidarios de Keiko y los de Kenji (este último, preferido por el padre) se mantenga y se agrave. ¿Serán tan tontos para perseverar en esta rivalidad ahora que están en condiciones de recuperar el poder? Pudiera ocurrir, pero lo más probable es que, estando Fujimori suelto para ejercer el liderazgo (apenas se anunció su indulto, su salud mejoró) se unan; si persistieran en sus querellas el poder podría esfumárseles de las manos.

Por lo pronto, el proyecto fujimorista para defenestrar a los fiscales y jueces que podrían ahondar en la investigación, ya insinuada por Odebrecht, de que Keiko Fujimori recibió dinero de la celebérrima organización para sus campañas electorales, podría tener éxito. Recordemos que el avasallamiento del poder judicial fue una de las primeras medidas de Fujimori cuando dio el golpe de Estado en 1992.

Tras este descalabro democrático ¿en qué condiciones
se llegará a las elecciones de 2021?

El fujimorismo tiene ya un control directo o indirecto de buen número de los medios de comunicación en el Perú, pero algunos, como El Comercio, se le han ido de las manos. ¿Hasta cuándo podrá mantener ese diario la imparcialidad democrática que le impuso el nuevo director desde que asumió su cargo? No hay que ser adivino para saber que el fujimorismo, envalentonado con la recuperación de su caudillo, no cesará hasta conseguir reemplazarlo por alguien menos independiente y objetivo.

Luego de este descalabro democrático, ¿en qué condiciones llegará el Perú a las elecciones de 2021? El fujimorismo las espera con impaciencia, ya que es más seguro gobernar directamente que a través de aliados de dudosa lealtad. ¿No podría Kuzcynski traicionarlos también? Las próximas elecciones son fundamentales para que el fujimorismo consolide su poder, como en aquellos 10 años en que gozó de absoluta impunidad para sus fechorías. En su discurso exculpatorio Kuzcynski llamó “errores y excesos” a los asesinatos colectivos, torturas, secuestros y desapariciones cometidos por Fujimori. Y este le dio inmediatamente la razón pidiendo perdón a aquellos peruanos que, sin quererlo, “había decepcionado”. Solo faltó que se dieran un abrazo.

Felizmente, la realidad suele ser más complicada que los esquemas y proyecciones que resultan de las intrigas políticas. ¿Imaginó Kuzcynski que el indulto iba a incendiar el Perú, donde, mientras escribo este artículo, las manifestaciones de protesta se multiplican por doquier pese a las cargas policiales? ¿Sospechó que partidarios honestos renunciarían a su partido y a su gabinete? Yo nunca hubiera imaginado que tras la figura bonachona de ese tecnócrata benigno que parecía Kuzcynski, se ocultara un pequeño Maquiavelo ducho en intrigas, duplicidades y mentiras. La última vez que nos vimos, en Madrid, le dije: “Ojalá no pases a la historia como el presidente que amnistió a un asesino y un ladrón”. Él no ha asesinado a nadie todavía y no lo creo capaz de robar, pero, estoy seguro, si llega a infiltrarse en la historia será sólo por la infame credencial de haber traicionado a los millones de compatriotas que lo llevamos a la presidencia.

 

FUJIMORI, EL INDULTO Y LA CULPA
De Fernando Mires

Las negociaciones son parte insustituible del hacer político. Quien piense en una política sin negociaciones no piensa políticamente. Sin negociaciones no hay política. El gran error de PPK, por lo tanto, fue haber ocultado esas negociaciones como si hubieran sido algo ilícito y haber presentado el indulto como una obra de caridad.

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Fernando Mires, politólogo chileno radicado en Alemania

Fernando Mires, 1 enero 2018 / POLIS

A quien no alcanzan las pasiones desatadas, las iras verbales, la escalada de odio visceral que ha provocado el indulto de Fujimori por gracia navideña otorgada por el presidente Pedro Pablo Kuczynski, el caso amerita un análisis. El hecho proporciona elementos discutitivos para quienes se interesan en los conflictivos temas de la teoría política moderna. Para un docente en ciencias políticas, un manjar.

Los hechos: Alberto Fujimori fue condenado el 2009 a 25 años de prisión. Los cargos que pesan sobre él no son bromas: asesinatos, secuestros, torturas, saqueo del erario nacional. Fujimori fue, sin duda, un criminal, como lo fueron ayer Castro, Pinochet, Videla y hoy Maduro.

Fujimori es ahora un anciano enfermo, con cáncer terminal a la lengua dice el informe médico, aunque hay quienes hablan de fingimiento. La verdad es que las diversas fotografías no nos permiten ver a alguien rebosante de salud. Pero dejemos eso, no es lo más importante. Lo cierto, es que en su estado actual, Fujimori no parece ser un enemigo para nadie.

polis.pngCierto es también que si Fujimori no hubiese sido Fujimori, su indulto, aún por los mismos cargos, podría haber pasado desapercibido en días navideños, cuando nos creemos más buenos de lo que somos. Pero Fujimori no solo es Fujimori. Fujimori es el fujimorismo. ¿Y qué es el fujimorismo?

El fujimorismo es en  primer lugar una era de la historia peruana. En segundo lugar, una forma de dictadura precursora de las actuales autocracias que asolan América Latina y, en tercer lugar, un partido político mayoritario en el Perú de nuestros días. Un partido que, además, defiende el “legado“ del ex-dictador, adjudica a su persona el innegable crecimiento económico del país y lo presenta como un hombre fuerte cuyo mérito histórico fue poner fin a la barbarie de Sendero Luminoso, guerrilla al lado de la cual hasta los asesinos de las FARC o de ETA parecen ser angelitos del cielo.

Vistas así las cosas, la prisión de Fujimori más que como hecho legal (y lo es), debe ser analizada como representación simbólico-política de un tiempo, de un movimiento y de un partido que, como todo partido, quiere llegar al poder: el fujimorismo de los hijos de su padre: Keiko y Kenji, peleados entre sí sin que nadie sepa todavía cual es Caín o cual es Abel.

Frente al indulto a Fujimori se han levantado las voces airadas de los Vargas Llosa, padre e hijo, secundados por una multitud de intelectuales antifujimoristas y vargallosistas. ¿Estamos frente a una guerra entre Capuletos y Montescos, pero sin Romeo, sin Julieta, y sobre todo sin la voz cristalina de Juan Diego Flores? No es para tanto, aunque para Vargas Llosa padre estemos frente a una verdadera tragedia de Shakespeare.

“La traición de Kuczynski” es el título del último artículo del gran escritor (El País, 31.12.2017) quien conoce sin duda el significado semántico de la palabra traición pero al parecer, no su significado político. Traición es efectivamente una palabra que pertenece más a las relaciones interpersonales que a las políticas. Nadie traiciona a quien no ama o no estima. Y la política –en ese punto están de acuerdo la mayoría de los filósofos- no se deja regir, gracias a Dios, ni por relaciones de amistad ni de amor.

¿Traicionó PPK a su partido? ¿O a sus amigos personales? En ningún caso. ¿Traicionó a sus aliados? Pero los aliados son aliados y por lo mismo las relaciones que con ellos establecemos son circunstanciales. Ningún partido es aliado de otro para siempre. ¿Traicionó PPK entonces al pueblo que lo eligió al indultar a Fujimori? En el peor de los casos, incumplió. No obstante, es posible imaginar que quienes votaron por PPK lo hicieron por muchas razones y solo una de esas  –y tal vez no la más decisiva- fue la de mantener a Fujimori en prisión. Por lo demás, no ha habido gobernante en el mundo que haya cumplido con todas sus promesas, y no solo porque no ha querido sino, muchas veces porque no ha podido.

PPK, desde su punto de vista político –que no es el de Vargas Llosa- no podía cumplir con la mantención de Fujimori en prisión sin correr el riesgo de entregar el poder. Y nos guste o no, lo menos que hace un político es entregar el poder. Porque la política es lucha por el poder (Max Weber.) Esto significa: PPK no indultó a Fujimori por razones de amistad, sino por razones de poder. Desde ese punto de vista político –que no es el filantrópico- no hay nada que criticar. Lo dijo el mismo Vargas Llosa: “(el indulto) no es un acto de compasión. Es un crudo y cínico, cálculo político” (Efe, 31.12.2017) (he subrayado las dos últimas palabras: cálculo político)

Por lo demás, PPK no transgredió a la legalidad vigente. Hizo solo uso de un derecho que le concede la Constitución. Los argumentos en contra, más bien leguleyos, no prosperarán.  El artículo 118 inciso 21 es demasiado claro. Eso no quiere decir, por supuesto, que las víctimas o familiares de las maldades cometidas por el dictador no tengan derecho a reclamar. Por el contrario: deben levantar su voz y así lo han hecho. Para ellos la explicación de PPK relativa a que el indulto obedece a razones humanitarias, es una justificación inmoral. Del mismo modo, las instituciones humanitarias que han condenado al indulto al ponerse al lado de las víctimas han cumplido con su deber. Para eso están. La CIDH, Human Right Watch, y AI, cumplieron con su trabajo. Pero también es cierto que el deber de un presidente es defender su poder y, por lo mismo, contraer las alianzas que considere convenientes para lograrlo. Para eso, está obligado a negociar.

Las negociaciones son parte insustituible del hacer político. Quien piense en una política sin negociaciones no piensa políticamente. Sin negociaciones no hay política. El gran error de PPK, por lo tanto, fue haber ocultado esas negociaciones como si hubieran sido algo ilícito y haber presentado el indulto como una obra de caridad cuando todo el mundo sabía que Fujimori fue negociado. En ese sentido PPK mintió, y por eso -solo por eso- debe ser enjuiciado.

El indulto fue resultado de una negociación, si no con todo el fujimorismo, por lo menos con una de las alas de Fuerza Popular (Luz Salgado Salgado y Kenji Fujimori) con las cual PPK venía dialogando desde antes de ser conocidos los hilos de Oedebrecht (que no solo involucran a PPK sino a casi toda la clase política peruana.) En otras palabras, lo que ha tenido lugar en el Perú es un giro político de PPK desde el centro-izquierda hacia el centro-derecha. Hilando más fino, podría pensarse que no fue el indulto a Fujimori lo que determinó ese giro. Por el contrario, fue ese giro lo que determinó el indulto a Fujimori.

A partir del giro de PPK, el fujimorismo ha pasado a ser el factor más decisivo de la política peruana. En cierto modo ha alcanzado el poder antes de ganarlo. Contra ese giro y contra esa nueva alianza en el poder, y no tanto en contra del indulto, protestan la izquierda peruana y los intelectuales vargallocistas. Es decir, en contra de una alianza que con o sin Fujimori ya se venía gestando. Hecho que no debe sorprender a nadie pues PPK es un hombre de derecha o de centro-derecha.

La alianza entre PPK y la derecha fujimurista es, en cierto modo, una alianza natural. Tan natural como la alianza contraída en Chile entre el centro-derechista Piñera con la derecha pinochetista. Esa derecha  chilena -lo sabe muy bien Vargas Llosa, amigo personal de Piñera-  no tiene un pasado más inocente que la derecha fujimurista. ¿Puede Vargas Llosa apoyar una alianza de poder en un país y al mismo tiempo condenar la misma en otro? Lo que es bueno para el pavo ha de ser bueno para la pava (y al revés también), es un dicho. Luego, si Vargas Llosa se hubiera limitado a criticar el indulto, no habría habido ningún problema. El problema es que, además, Vargas Llosa critica a la nueva alianza de poder que ha tenido lugar en el Perú, tan parecida a la que tiene lugar en Chile. La desgracia para PPK es que esa nueva alianza ha tenido que pasar por el indulto de Fujimori. Esa es su culpa y su tragedia a la vez.

No obstante, hay que decirlo de una vez: PPK no ha trangredido a las leyes ni subvertido a la Constitución. Sus negociaciones políticas con el fujimorismo pueden no gustar, pero es imposible desconocer que el fujimorismo, con alianzas o sin alianzas, representa a la mayoría parlamentaria del país, y por lo mismo, con o sin negociación, es un factor decisivo de poder.

Queda todavía una pregunta por responder. ¿Fue el indulto a Fujimori una transgresión a la moral pública?  Para las víctimas y familiares, sin duda. Pero el tema es si esa moral posee un carácter universal o simplemente es una moral discursiva (discutitiva) y luego, menos que moral es solo una ética. Si atendemos a la primera posibilidad, tendríamos que  convenir en que la política debe estar subordinada a la moral (como en los países islámicos, a la moral religiosa.) De acuerdo a la segunda posibilidad, en cambio, la política posee su propia moral. Esta, fue, como se sabe, la posición de Nicolás Maquiavelo, a quien se le concede el mérito de haber emancipado a la política de la moral religiosa.

Para Maquiavelo, en efecto, la política debe atender no a razones morales sino simplemente a la lucha por el poder, por más brutal que esta sea. Algo diferente, mas no distinta, fue la posición de Kant, la que sigue prevaleciendo de modo tácito en la filosofía política de Habermas y de Rawls.

Según Kant, existe una moral pre-constitucional, la que solo es visible cuando aparece una Constitución. La Constitución para Kant es la puesta en forma escrita de una moral pre-constitucional. Es por esa razón que, para el gran filósofo, donde hay Constitución no podemos regirnos por normas, máximas y principios no- o pre-constitucionales.

Ahora, si volvemos la mirada hacia el Perú, podríamos deducir que el indulto a Fujimori obedeció más a una lógica maquiavélica que a una kantiana. Pero en tanto PPK no transgredió a la Constitución, tampoco es definitivamente anti-kantiana.  Y al fin y al cabo:  ¿no es más maquiavélica que kantiana la política, no solo en el Perú, sino en casi todo el continente latinoamericano?  Algún día tendremos que admitirlo.

 

Venezuela, hoy. De Mario Vargas Llosa

No hay precedentes en la historia de América Latina de un país al que la demagogia estatista y colectivista de un Gobierno haya destruido económica y socialmente.

MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 27 agosto 2017 / EL PAIS

El portavoz del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) y alcalde de Valladolid, Óscar Puente, declaró hace unos días que, a su juicio, hay en España “un sobredimensionamiento” de lo que ocurre en Venezuela, porque cuando un país vive el drama que experimenta la nación bolivariana aquello no es sólo culpa de un Gobierno sino “responsabilidad colectiva de los venezolanos”.

Semejante afirmación demuestra una total ignorancia de la tragedia que vive Venezuela o un fanatismo ideológico cuadriculado. Hace falta más de un individuo para deshonrar a un partido, desde luego, habiendo socialistas que, con Felipe González a la cabeza, han demostrado una solidaridad tan activa con los demócratas venezolanos que, pese a los asesinatos, las torturas y la represión enloquecida desatada por Maduro y su pandilla, han impedido hasta ahora el paisque el régimen convierta a ese país en una segunda Cuba. Pero que haya en España socialistas capaces de deformar de manera tan extrema la realidad venezolana sin que sean reprobados por la dirección, delata la inquietante deriva de un partido que contribuyó de manera tan decisiva a la democratización de España luego de la Transición.

La verdad es que Venezuela fue, por 40 años (1959 a 1999), una democracia ejemplar y un país muy próspero al que inmigrantes de todo el mundo acudían en busca de trabajo y que, tanto los Gobiernos “adecos” como “copeyanos”, dieron una batalla sin cuartel contra las dictaduras que prosperaban en el resto de América Latina. El presidente Rómulo Betancourt intentó convencer a los Gobiernos democráticos del continente para que rompieran relaciones diplomáticas y comerciales y sometieran a un boicot sistemático a todas las tiranías militares y populistas a fin de acelerar su caída. No fue respaldado, pero, décadas después, su iniciativa acaba de ser reivindicada por la Declaración de Lima, en la que, invitados por el Perú, todos los grandes países de  América Latina —Brasil, Argentina, México, Colombia, Chile, Uruguay y cinco países más de la región— además de Estados Unidos, Canadá, Italia y Alemania, han decidido aislar a la dictadura de Maduro y no reconocer las decisiones de la espuria Asamblea Constituyente con la que el régimen trata de reemplazar a la legítima Asamblea Nacional donde la oposición detenta la mayoría de los escaños.

El portavoz socialista no parece haberse enterado tampoco de que las Naciones Unidas han denunciado, a través de su Alto Comisionado para los Derechos Humanos, las torturas a las que la dictadura venezolana somete a los opositores desde hace varios meses, que incluyen descargas eléctricas, palizas sistemáticas, horas colgados de las muñecas o los tobillos, asfixia con gases, violaciones con palos de escoba, detenciones arbitrarias e invasión y destrozos de las viviendas de los sospechosos de colaborar con la oposición. Más de 5.000 personas han sido detenidas sin ser llevadas a los tribunales, las fuerzas de seguridad han asesinado a medio centenar en las últimas manifestaciones y las bandas de malhechores del régimen, llamadas los colectivos, a 27.

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FERNANDO VICENTE

El asedio sistemático a los adversarios de la dictadura se extiende a sus familias, que pierden su trabajo, son discriminadas en los racionamientos y víctimas de expropiaciones. Y la corrupción del Gobierno alcanza extremos de vértigo, como acaba de denunciar la fiscal Luisa Ortega en Brasil, revelando, entre otros horrores, que el segundo hombre del chavismo, Diosdado Cabello, recibió 100 millones de dólares de soborno de Odebrecht a través de una compañía española.

Pero, probablemente, con toda la crueldad que denotan las violaciones a los derechos humanos y el saqueo del patrimonio nacional por los jerarcas del régimen, nada de aquello sea tan terrible como el empobrecimiento vertiginoso que la política económica de Chávez y su heredero ha acarreado al pueblo venezolano. Uno de los países más ricos del mundo, que debería tener los niveles de vida de Suecia o Suiza, padece hoy día los índices de supervivencia de las más empobrecidas naciones africanas: la pobreza afecta al 83% de la población, sufre la inflación más alta del mundo —este año alcanzará el 720%— y un PIB que según el Fondo Monetario Internacional cae 7,4%. Sólo se libran del hambre y la escasez de todo —empezando por las medicinas y las divisas y terminando por el papel higiénico— el puñado de privilegiados de la nomenclatura —buen número de generales entre ellos, comprados asociándolos a las grandes operaciones del narcotráfico— que pueden adquirir alimentos, medicinas, repuestos, ropa, a precios de oro, en el mercado negro. La gente común y corriente, entre tanto, ve caer sus niveles de vida día a día.

¿A cuántos cientos de miles de venezolanos han obligado a emigrar las fechorías económicas y sociales del régimen? Es difícil averiguarlo con exactitud, pero los cálculos hablan de por lo menos dos millones de personas que, agobiadas por la inseguridad, la pobreza, el terror, el hambre y la perspectiva de un empeoramiento de la crisis, se han desparramado por el mundo en busca de mejores condiciones de vida, o, cuando menos, un poco más de libertad. No hay precedentes en la historia de América Latina de un país al que la demagogia estatista y colectivista haya destruido económica y socialmente como ha ocurrido en Venezuela. Lo extraordinario es que la política de destruir las empresas privadas, agigantando el sector público de manera elefantiásica, y poniendo cada vez más trabas a la inversión extranjera, se llevara a cabo cuando todo el mundo socialista, de la desaparecida URSS a China, de Vietnam a Cuba, comenzaba a dar marcha atrás, luego del fracaso de la socialización forzada de la economía. ¿Qué idea pasó por la cabeza de semejantes ignorantes? La utopía del paraíso socialista, una fabulación que, pese a los desmentidos que le inflige la realidad, siempre vuelve a levantar la cabeza y a seducir a masas ingenuas, que, pronto, serán las primeras víctimas de ese error.

Es verdad que la Venezuela de la democracia contra la que se rebeló el comandante Chávez había sido víctima de la corrupción —un juego de niños comparada a la de ahora— y que, en la abundancia de recursos de aquellos años, los de la Venezuela saudí, surgieron fortunas ilícitas a la sombra del poder. Pero aquello tenía compostura dentro de la legalidad democrática y los electores podían castigar a los gobernantes corruptos mediante unas elecciones, que entonces eran libres. Ahora ya no lo son, sino manipuladas por un régimen que, en las últimas, por ejemplo, se inventó un millón de votos más de los que tuvo, según la propia compañía contratada para verificar los comicios. Pese a ello, la oposición ha inscrito candidatos para las elecciones regionales de gobernadores convocadas por Maduro. ¿Hay alguna posibilidad de que sean unos comicios de verdad, donde gane el más votado? Yo creo que no y, por supuesto, me gustaría equivocarme. Pero, después de la grotesca patraña de la “elección” de la Asamblea Constituyente y de la defenestración manu militari de la fiscal general Luisa Ortega Díaz, ahora en el exilio, ¿alguien cree a Maduro capaz de dejarse derrotar en las urnas? Él ha hecho todos los últimos embelecos electorales, quitándose la careta y mostrando la verdadera condición dictatorial del régimen, precisamente porque sabe que tiene en contra a la mayoría del país y que él y sus compinches tendrían un exilio muy difícil, por sus robos cuantiosos y su estrecha vinculación con el narcotráfico. En la triste situación a la que ha llegado Venezuela es poco menos que imposible —a menos de una fractura traumática del propio régimen— que recupere la democracia de manera pacífica, a través de unas elecciones limpias.

Sangre derramada. De Mario Vargas Llosa

MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 20 agosto 2017 / EL PAIS

El terrorismo fascinó siempre a Albert Camus y, además de una obra de teatro sobre el tema, dedicó buen número de páginas de su ensayo sobre el absurdo, El mito de Sísifo, a reflexionar sobre esa insensata costumbre de los seres humanos de creer que asesinando a los adversarios políticos o religiosos se resuelven los problemas. La verdad es que salvo casos excepcionales en que el exterminio de un sátrapa atenuó o puso fin a un régimen despótico –los dedos de una mano sobran para contarlos- esos crímenes suelen empeorar las cosas que quieren mejorar, multiplicando las represiones, persecuciones y abusos. Pero es verdad que, en algunos rarísimos casos, como el de los narodniki rusos citados por Camus, que pagaban con su vida la muerte del que mataban por “la causa”, había, en algunos de los terroristas que se sacrificaban atentando contra un verdugo o un explotador, cierta grandeza moral.

el paisNo es el caso, ciertamente, de quienes, como acaba de ocurrir en Cambrils y en las Ramblas de Barcelona, embisten en el volante de una camioneta contra indefensos transeúntes –niños, ancianos, mendigos, jóvenes, turistas, vecinos- tratando de arrollar, herir y mutilar al mayor número de personas. ¿Qué quieren conseguir, demostrar, con semejantes operaciones de salvajismo puro, de inaudita crueldad, como hacer estallar una bomba en un concierto, un café o una sala de baile? Las víctimas suelen ser, en la mayoría de los casos, gentes del común, muchas de ellas con afanes económicos, problemas familiares, tragedias, o jóvenes desocupados, angustiados por un porvenir incierto en este mundo en que conseguir un puesto de trabajo se ha convertido en un privilegio. ¿Se trata de demostrar el desprecio que les merece una cultura que, desde su punto de vista, está moralmente envilecida porque es obscena, sensual y corrompe a las mujeres otorgándoles los mismos derechos que a los hombres? Pero esto no tiene sentido, porque la verdad es que el podrido Occidente atrae como la miel a las moscas a millones de musulmanes que están dispuestos a morir ahogados con tal de introducirse en este supuesto infierno.

1503153835_678637_1503153913_noticia_normal_recorte1Tampoco parece muy convincente que los terroristas del Estado islámico o Al-Qaeda sean hombres desesperados por la marginación y la discriminación que padecen en las ciudades europeas. Lo cierto es que buen número de los terroristas han nacido en ellas y recibido allí su educación, y se han integrado más o menos en las sociedades en las que sus padres o abuelos eligieron vivir. Su frustración no puede ser peor que la de los millones de hombres y mujeres que todavía viven en la pobreza (algunos en la miseria) y no se dedican por ello a despanzurrar a sus prójimos.

La explicación está pura y simplemente en el fanatismo, aquella forma de ceguera ideológica y depravación moral que ha hecho correr tanta sangre e injusticia a lo largo de la historia. Es verdad que ninguna religión ni ideología extremista se ha librado de esa forma extrema de obcecación que hace creer a ciertas personas que tienen derecho a matar a sus semejantes para imponerles sus propias costumbres, creencias y convicciones.

El terrorismo islamista es hoy día el peor enemigo de la civilización. Está detrás de los peores crímenes de los últimos años en Europa, esos que se cometen a ciegas, sin blancos específicos, a bulto, en los que se trata de herir y matar no a personas concretas sino al mayor número de gentes anónimas, pues, para aquella obnubilada y perversa mentalidad, todos los que no son los míos –esa pequeña tribu en la que me siento seguro y solidario- son culpables y deben ser aniquilados.

Para mí las Ramblas son un lugar mítico,
la ciudad empezó a liberarse antes que el resto de España

Nunca van a ganar la guerra que han declarado, por supuesto. La misma ceguera mental que delatan en sus actos los condena a ser una minoría que poco a poco –como todos los terrorismos de la historia- irá siendo derrotada por la civilización con la que quieren acabar. Pero desde luego que pueden hacer mucho daño todavía y que seguirán muriendo inocentes en toda Europa como los catorce cadáveres (y los ciento veinte heridos) de las Ramblas de Barcelona y sembrando el horror y la desesperación en incontables familias.

Acaso el peligro mayor de esos crímenes monstruosos sea que lo mejor que tiene Occidente –su democracia, su libertad, su legalidad, la igualdad de derechos para hombres y mujeres, su respeto por las minorías religiosas, políticas y sexuales- se vea de pronto empobrecido en el combate contra este enemigo sinuoso e innoble, que no da la cara, que está enquistado en la sociedad y, por supuesto, alimenta los prejuicios sociales, religiosos y raciales de todos, y lleva a los gobiernos democráticos, empujados por el miedo y la cólera que los presiona, a hacer concesiones cada vez más amplias en los derechos humanos en busca de la eficacia. En América Latina ha ocurrido; la fiebre revolucionaria de los años sesenta y setenta fortaleció (y a veces creó) a las dictaduras militares, y, en vez de traer el paraíso a la tierra, parió al comandante Chávez y al socialismo del siglo XXI en la Venezuela de la muerte lenta de nuestros días.

Para mí, las Ramblas de Barcelona son un lugar mítico. En los cinco años que viví en esa querida ciudad, dos o tres veces por semana íbamos a pasear por ellas, a comprar Le Monde y libros prohibidos en sus quioscos abiertos hasta después de la medianoche, y, por ejemplo, los hermanos Goytisolo conocían mejor que nadie los secretos escabrosos del barrio chino, que estaba a sus orillas, y Jaime Gil de Biedma, luego de cenar en el Amaya, siempre conseguía escabullirse y desaparecer en alguno de esos callejones sombríos. Pero, acaso, el mejor conocedor del mundo de las Ramblas barcelonesas era un madrileño que caía por esa ciudad con puntualidad astral: Juan García Hortelano, una de las personas más buenas que he conocido. Él me llevó una noche a ver en una vitrina que sólo se encendía al oscurecer una truculenta colección de preservativos con crestas de gallo, birretes académicos y tiaras pontificias. El más pintoresco de todos era Carlos Barral, editor, poeta y estilista, que, revolando su capa negra, su bastón medieval y con su eterno cigarrillo en los labios, recitaba a gritos, después de unos gins, al poeta Bocángel. Esos años eran los de las últimas boqueadas de la dictadura franquista. Barcelona comenzó a liberarse de la censura y del régimen antes que el resto de España. Esa era la sensación que teníamos paseando por las Ramblas, que ya eso era Europa, porque allí reinaba la libertad de palabra, y también de obra, pues todos los amigos que estaban allí actuaban, hablaban y escribían como si ya España fuera un país libre y abierto, donde todas las lenguas y culturas estaban representadas en la disímil fauna que poblaba ese paseo por el que, a medida que uno bajaba, se olía (y a veces hasta se oía) la presencia del mar. Allí soñábamos: la liberación era inminente y la cultura sería la gran protagonista de la España nueva que estaba ya asomando en Barcelona.

¿Era precisamente ese símbolo el que los terroristas islámicos querían destruir derramando la sangre de esas decenas de inocentes al que aquella furgoneta apocalíptica –la nueva moda- fue dejando regados en las Ramblas? ¿Ese rincón de modernidad y libertad, de fraterna coexistencia de todas las razas, idiomas, creencias y costumbres, ese espacio donde nadie es extranjero porque todos lo son y donde los quioscos, cafés, tiendas, mercados y antros diversos tienen las mercancías y servicios para todos los gustos del mundo? Por supuesto que no lo conseguirán. La matanza de los inocentes será una poda y las viejas Ramblas seguirán imantando a la misma variopinta humanidad, como antaño y como hoy, cuando el aquelarre terrorista sea apenas una borrosa memoria de los viejos y las nuevas generaciones se pregunten de qué hablan, qué y cómo fue aquello.

El muro y el Flaco. De Mario Vargas Llosa

Burlar la frontera entre EE UU y México es un negocio próspero para las mafias. Solo abriendo los pasos de par en par acabará el tráfico de drogas y la inmigración ilegal.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 21 mayo 2017 / EL PAIS

Un buen reportaje puede ser tan fascinante e instructivo sobre el mundo real como un gran cuento o una magnífica novela. Si alguien lo pone en duda, le ruego que lea la crónica de Ioan Grillo Bring On the Wall que apareció en The New York Times el pasado 7 de mayo. Cuenta la historia del Flaco, un contrabandista mexicano que, desde que estaba en el colegio, a los 15 años, se ha pasado la vida contrabandeando drogas e inmigrantes ilegales a Estados Unidos. Aunque estuvo cinco años en la cárcel no se ha arrepentido del oficio que practica y menos ahora, cuando, dice, su ilícita profesión está más floreciente que nunca.

Cuando el Flaco empezó a traficar con marihuana, cocaína o compatriotas suyos y centroamericanos que habían cruzado el desierto de Sonora y soñaban con entrar a Estados Unidos, el contrabando era un oficio de los llamados coyotes, que trabajaban por su cuenta y solían cobrar unos cincuenta centavos por inmigrante. Pero como, a medida que las autoridades norteamericanas fortificaban la frontera con rejas, muros, aduanas y policías, el precio fue subiendo —ahora cada ilegal paga un mínimo de 5.000 dólares por el cruce—, los carteles de la droga, sobre todo los de Sinaloa, Juárez, el Golfo y los Zetas, asumieron el negocio y ahora controlan, peleándose a menudo entre ellos con ferocidad, los pasos secretos a través de los 3.000 kilómetros en que esa frontera se extiende, desde las orillas del Pacífico hasta el golfo de México. Al ilegal que pasa por su cuenta, prescindiendo de ellos, los carteles lo castigan, a veces con la muerte.

FERNANDO VICENTE

Las maneras de burlar la frontera son infinitas y el Flaco le ha mostrado a Ioan Grillo buenos ejemplos del ingenio y astucia de los contrabandistas: las catapultas o trampolines que sobrevuelan el muro, los escondites que se construyen en el interior de los trenes, camiones y automóviles, y los túneles, algunos de ellos con luz eléctrica y aire acondicionado para que los usuarios disfruten de una cómoda travesía. ¿Cuántos hay? Deben de ser muchísimos, pese a los 224 que la policía ha descubierto entre 1990 y 2016, pues, según el Flaco, el negocio, en lugar de decaer, prospera con el aumento de la persecución y las prohibiciones. Según sus palabras, hay tantos túneles operando que la frontera méxico-americana “parece un queso suizo”.

¿Significa esto que el famoso muro para el que el presidente Trump busca afanosamente los miles de millones de dólares que costaría no preocupa a los carteles? “Por el contrario”, afirma el Flaco, “mientras más obstáculos haya para cruzar, el negocio es más espléndido”. O sea que aquello de que “nadie sabe para quién trabaja” se cumple en este caso a cabalidad: los carteles mexicanos están encantados con los beneficios que les acarreará la obsesión antiinmigratoria del nuevo mandatario estadounidense. Y, sin duda, servirá también de gran incentivo para que la infraestructura de la ilegalidad alcance nuevas cimas de desarrollo tecnológico.

«Al ilegal que pasa por su cuenta los carteles lo castigan,
a veces con la muerte»

La ciudad de Nogales, donde nació el Flaco, se extiende hasta la misma frontera, de modo que muchas casas tienen pasajes subterráneos que comunican con casas del otro lado, así que el cruce y descruce es entonces veloz y facilísimo. Ioan Grillo tuvo incluso la oportunidad de ver uno de esos túneles que comenzaba en una tumba del cementerio de la ciudad. Y también le mostraron, a la altura de Arizona, cómo las anchas tuberías del desagüe que comparten ambos países fueron convertidas por la mafia, mediante audaces operaciones tecnológicas, en corredores para el transporte de drogas e inmigrantes.

El negocio es tan próspero que la mafia puede pagar mejores sueldos a choferes, aduaneros, policías, ferroviarios, empleados, que los que reciben del Estado o de las empresas particulares, y contar de este modo con un sistema de informaciones que contrarresta el de las autoridades, y con medios suficientes para defender en los tribunales y en la Administración con buenos abogados a sus colaboradores. Como dice Grillo en su reportaje, resulta bastante absurdo que en esa frontera Estados Unidos esté gastando fortunas vertiginosas para impedir el tráfico ilegal de drogas cuando en muchos Estados norteamericanos se ha legalizado o se va a legalizar pronto el uso de la marihuana y de la cocaína. Y, añadiría yo, donde la demanda de inmigrantes —ilegales o no— sigue siendo muy fuerte, tanto en los campos, sobre todo en épocas de siembra y de cosecha, como en las ciudades donde prácticamente ciertos servicios manuales funcionan gracias a los inmigrantes latinoamericanos. (Aquí en Chicago no he visto un restaurante, café o bar que no esté repleto de ellos).

Grillo recuerda los miles de millones de dólares que Estados Unidos ha gastado desde que Richard Nixon declaró la “guerra a las drogas”, y cómo, a pesar de ello, el consumo de estupefacientes ha ido creciendo paulatinamente, estimulando su producción y el tráfico, y generando en torno una corrupción y una violencia indescriptibles. Basta concentrarse en países como Colombia y México para advertir que la mafia vinculada al narcotráfico ha dado origen a trastornos políticos y sociales enormes, al ascenso canceroso de la criminalidad hasta convertirse en la razón de ser de una supuesta guerra revolucionaria que, por lo menos en teoría, parece estar llegando a su fin.

«Los inmigrantes aportan a los países que los hospedan
mucho más que lo que reciben de ellos»

Con la inmigración ilegal pasa algo parecido. Tanto en Europa como en Estados Unidos ha surgido una paranoia en torno a este tema en el que —una vez más en la historia— sociedades en crisis buscan un chivo expiatorio para los problemas sociales y económicos que padecen y, por supuesto, los inmigrantes —gentes de otro color, otra lengua, otros dioses y otras costumbres— son los elegidos, es decir, quienes vienen a arrebatar los puestos a los nacionales, a cometer desmanes, robar, violar, a traer el terrorismo y atorar los servicios de salud, de educación y de pensiones. De este modo, el racismo, que parecía desaparecido (estaba sólo marginado y oculto), alcanza ahora una suerte de legitimidad incluso en los países como Suecia u Holanda, que hasta hace poco habían sido un modelo de tolerancia y coexistencia.

La verdad es que los inmigrantes aportan a los países que los hospedan mucho más que lo que reciben de ellos: todas las encuestas e investigaciones lo confirman. Y la inmensa mayoría de ellos están en contra del terrorismo, del que, por lo demás, son siempre las víctimas más numerosas. Y, finalmente, aunque sean gente humilde y desvalida, los inmigrantes no son tontos, no van a los países donde no los necesitan sino a aquellas sociedades donde, precisamente por el desarrollo y prosperidad que han alcanzado, los nativos ya no quieren practicar ciertos oficios, funciones y quehaceres imprescindibles para que una sociedad funcione y que están en marcha gracias a ellos. Las agencias internacionales y las fundaciones y centros de estudio nos lo recuerdan a cada momento: si los países más desarrollados quieren seguir teniendo sus altos niveles de vida, necesitan abrir sus fronteras a la inmigración. No de cualquier modo, por supuesto: integrándola, no marginándola en guetos que son nidos de frustración y de violencia, dándole las oportunidades que, por ejemplo, le daba Estados Unidos antes de la demagogia nacionalista y racista de Trump.

En resumidas cuentas, es muy simple: la única manera verdaderamente funcional de acabar con el problema de la inmigración ilegal y de los tráficos mafiosos es legalizando las drogas y abriendo las fronteras de par en par.

Macron. De Mario Vargas Llosa

FERNANDO VICENTE

El nacionalismo y el populismo han acercado a Francia al abismo en los últimos años, pero hoy con la derrota del Frente Nacional puede comenzar la recuperación.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 7 mayo 2017 / EL PAIS

Este artículo aparecerá el mismo día 7 de mayo en que los franceses estarán votando en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Quiero creer, como dicen las encuestas, que Emmanuel Macron derrotará a Marine Le Pen y salvará a Francia de lo que hubiera sido una de las peores catástrofes de su historia. Porque la victoria del Frente Nacional no sólo significaría la subida al poder en un gran país europeo de un movimiento de origen inequívocamente fascista, sino la salida de Francia del euro, la muerte a corto plazo de la Unión Europea, el resurgimiento de los nacionalismos destructivos y, en última instancia, la supremacía en el viejo continente de la renacida Rusia imperial bajo el mando de Vladimir Putin, el nuevo zar.

Pese a lo que han pronosticado las encuestas, el triunfo de Emmanuel Macron, o, mejor dicho, de todo lo que él representa, es una especie de milagro en la Francia de nuestros días. Porque, no nos engañemos, la corriente universalista y libertaria, la de Voltaire, la de Tocqueville, la de parte de la Revolución Francesa, la de los Derechos del Hombre, la de Raymond Aron, estaba tremendamente debilitada por la resurrección de la otra, la tradicionalista y reaccionaria, la nacionalista y conservadora —de la que fue genuina representante el gobierno de Vichy y de la que es emblema y portaestandarte el Frente Nacional—, que abomina de la globalización, de los mercados mundiales, de la sociedad abierta y sin fronteras, de la gran revolución empresarial y tecnológica de nuestro tiempo, y que quisiera retroceder la cronología y volver a la poderosa e inmarcesible Francia de la grandeur, una ilusión a la que la contagiosa voluntad y la seductora retórica del general De Gaulle dieron fugaz vida.

La verdad es que Francia no se ha modernizado y que el Estado sigue siendo una aplastante rémora para el progreso, con su intervencionismo paralizante en la vida económica, su burocracia anquilosada, su tributación asfixiante y el empobrecimiento de unos servicios sociales en teoría extraordinariamente generosos pero, en la práctica, cada vez menos eficientes por la imposibilidad creciente en que se encuentra el país de financiarlos. Francia ha recibido una inmigración enorme, en buena medida procedente de su desaparecido imperio colonial, pero no ha sabido ni querido integrarla, y esa es ahora la fuente del descontento y la violencia de los barrios marginales en la que los reclutadores del terrorismo islamista encuentran tantos prosélitos. Y el enorme descontento obrero que producen las industrias obsoletas que se cierran, sin que vengan a reemplazarlas otras nuevas, ha hecho que el antiguo cinturón rojo de París, donde el Partido Comunista se enseñoreaba hace todavía diez años, sea ahora una ciudadela del Frente Nacional.

Todo esto es lo que Emmanuel Macron quiere cambiar y lo ha dicho con una claridad casi suicida a lo largo de toda su campaña, sin haber cedido en momento alguno a hacer concesiones populistas, porque sabe muy bien que, si las hace, el día de mañana, en el poder, le será imposible llevar a cabo las reformas que saquen a Francia de su inercia histórica y la transformen en un país moderno, en una democracia operativa y, como ya lo es Alemania, en la otra locomotora de la Unión Europea.

«Francia es un país al que las malas políticas estatistas
han mantenido empobrecido»

Macron es consciente de que la construcción de una Europa unida, democrática y liberal, es no sólo indispensable para que los viejos países de Occidente, cuna de la libertad y de la cultura democrática, sigan jugando un papel primordial en el mundo de mañana, sino porque, sin ella, aquellos quedarían cada vez más marginados y empobrecidos, en un planeta en que Estados Unidos, China y Rusia, los nuevos gigantes, se disputarían la hegemonía mundial, retrocediendo a la Europa “des anciens parapets” de Rimbaud a una condición tercermundista. ¡Y Dios o el diablo nos libren de un planeta en el que todo el poder quedaría repartido en manos de Vladimir Putin, Xi Jinping y Donald Trump!

El europeísmo de Macron es una de sus mejores credenciales. La Unión Europea es el más ambicioso y admirable proyecto político de nuestra época y ha traído ya enormes beneficios para los 28 países que la integran. A Bruselas se le pueden hacer muchas críticas a fin de contribuir a las reformas y adaptaciones necesarias a las nuevas circunstancias, pero, aun así, gracias a esa unión los países miembros han disfrutado por primera vez en su historia de una coexistencia pacífica tan larga y todos ellos estarían peor, económicamente hablando, si no fuera por los beneficios que les ha traído la integración. Y no creo que pasen muchos años sin que lo descubra Reino Unido cuando las consecuencias del insensato Brexit se hagan sentir.

Ser un liberal, y proclamarlo, como ha hecho Macron en su campaña, es ser un genuino revolucionario en la Francia de nuestros días. Es devolver a la empresa privada su función de herramienta principal de la creación de empleo y motor del desarrollo, es reconocer al empresario, por encima de las caricaturas ideológicas que lo ridiculizan y envilecen, su condición de pionero de la modernidad, y facilitarle la tarea adelgazando el Estado y concentrándolo en lo que de veras le concierne —la administración de la justicia, la seguridad y el orden públicos—, permitiendo que la sociedad civil compita y actúe en la conquista del bienestar y la solución de los desafíos económicos y sociales. Esta tarea ya no está en manos de países aislados y encapsulados como quisieran los nacionalistas; en el mundo globalizado de nuestros días la apertura y la colaboración son indispensables, y eso lo entendieron los países europeos dando el paso feliz de la integración.

Francia es un país riquísimo, al que las malas políticas estatistas, de las que han sido responsables tanto la izquierda como la derecha, han mantenido empobrecido, cada vez más en el atraso, en tanto que Asia y América del Norte, más conscientes de las oportunidades que la globalización iba creando para los países que abrían sus fronteras y se insertaban en los mercados mundiales, lo iban dejando cada vez más rezagado. Con Macron se abre por primera vez en mucho tiempo la posibilidad de que Francia recobre el tiempo perdido e inicie las reformas audaces –y costosas, por supuesto– que adelgacen ese Estado adiposo que, como una hidra, frena y regula hasta la extenuación su vida productiva, y muestre a sus jóvenes más brillantes que no es la burocracia administrativa el mundo más propicio para ejercitar su talento y creatividad, sino el otro vastísimo al que cada día añaden nuevas oportunidades la fantástica revolución científica y tecnológica que estamos viviendo. A lo largo de muchos siglos Francia fue uno de los países que, gracias a la inteligencia y audacia de sus élites intelectuales y científicas, encabezó el avance del progreso no sólo en el mundo del pensamiento y de las artes, sino también en el de las ciencias y las técnicas, y por eso hizo avanzar la cultura de la libertad a pasos de gigante. Esa libertad fue fecunda no sólo en los campos de la filosofía, la literatura, las artes, sino también en el de la política, con la declaración de los Derechos del Hombre, frontera decisiva entre la civilización y la barbarie y uno de los legados más fecundos de la Revolución Francesa. Durmiéndose sobre sus laureles, viviendo en la nostalgia del viejo esplendor, el estatismo y la complacencia mercantilista, Francia se ha ido acercando todos estos años a un inquietante abismo al que el nacionalismo y el populismo han estado a punto de precipitarla. Con Macron, podría comenzar la recuperación, dejando sólo para la literatura la peligrosa costumbre de mirar con obstinación y nostalgia el irrecuperable pasado.

Leer un buen periódico. De Mario Vargas Llosa

Nunca hemos tenido tantos medios de información a nuestro alcance, pero dudo que hayamos estado antes tan aturdidos y desorientados como lo estamos ahora.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 16 abril 2017 / EL PAIS

Leer un buen periódico”, dice un verso de Vallejo, y yo creo que se podría añadir “es la mejor manera de comenzar el día”. Recuerdo que lo hacía cuando andaba todavía de pantalón corto, a mis 12 o 13 años, comprando La Crónica para leer los deportes mientras esperaba el ómnibus que me llevaba al colegio de La Salle a las siete y media de la mañana. Nunca he podido desprenderme de esa costumbre y, luego de la ducha matutina, sigo leyendo dos o tres diarios antes de encerrarme en el escritorio a trabajar. Y, desde luego, los leo de tinta y de papel, porque las versiones digitales me parecen todavía más incompletas y artificiales, menos creíbles, que las otras.

Leer varios periódicos es la única manera de saber lo poco serias que suelen ser las informaciones, condicionadas como están por la ideología, las fobias y prejuicios de los propietarios de los medios y de los periodistas y corresponsales. Todo el mundo reconoce la importancia central que tiene la prensa en una sociedad democrática, pero probablemente muy poca gente advierte que la objetividad informativa sólo existe en contadas ocasiones y que, la mayor parte de las veces, la información está lastrada de subjetivismo pues las convicciones políticas, religiosas, culturales, étnicas, etcétera, de los informadores suelen deformar sutilmente los hechos que describen hasta sumir al lector en una gran confusión, al extremo de que a veces parecería que noticiarios y periódicos han pasado a ser, también, como las novelas y los cuentos, expresiones de la ficción.

¿A qué viene todo esto? A que estuve cinco días en Salzburgo, adonde ya no llega la prensa en español, tratando de averiguar qué había pasado exactamente en la Siria de Bachar el Asad con el uso de las armas químicas contra inofensivos ciudadanos, consultando periódicos en inglés, italiano y francés, sin llegar a hacerme una idea clara al respecto, salvo lo que ya sabía: que aquello fue un horror más entre los crímenes injustificables y monstruosos que se cometen a diario en ese desdichado país.

«Quise averiguar qué había pasado en Siria con el uso de
armas químicas contra inofensivos ciudadanos»

FERNANDO VICENTE

¿Qué es lo que realmente pasó? Según las primeras noticias, el Gobierno de El Asad lanzó misiles con gases sarín sobre una población inerme, entre la que había muchos niños, violentando una vez más el acuerdo que había firmado ya con la Administración de Obama hace tres años, comprometiéndose a no usar armas químicas en la guerra que lo opone a una oposición dividida entre reformistas y demócratas, de un lado, y, del otro, terroristas islámicos. Esta noticia fue inmediatamente desmentida no sólo por el Gobierno sirio, sino también por la Rusia de Putin, aliada de aquel, según los cuales el bombardeo de las fuerzas gubernamentales hizo estallar un depósito de armas químicas que pertenecía a la oposición yihadista, la que sería, pues, responsable indirecta de la matanza. ¿Cuántas fueron las víctimas? Las cifras varían, según las fuentes, entre algunas decenas y centenares o millares, una buena parte de las cuales son niños a los que la televisión ha mostrado con los miembros carbonizados y agonizando en medio de espantosos suplicios.

Este atroz espectáculo, por lo visto, conmovió al presidente Trump y lo llevó a cambiar espectacularmente su posición de que Estados Unidos no debía intervenir en una guerra que no le incumbía, a participar activamente en ella bombardeando una base aérea siria. Y, al mismo tiempo, a criticar severamente a Rusia, por no moderar los excesos genocidas contra su propio pueblo, de Bachar el Asad, y al expresidente Obama por haberse dejado engañar por el tiranuelo sirio firmando un tratado que éste nunca pensó cumplir. En su campaña y en sus primeras semanas en la Casa Blanca, Donald Trump había mostrado una sorprendente simpatía hacia Putin y su autocrático gobierno con el que parece ahora haber mudado a una abierta hostilidad. Es probablemente la primera vez en toda su historia que la primera potencia mundial carece de una orientación política internacional más o menos definida y procede, en ese ámbito, con la impericia y los zigzags de una satrapía tercermundista.

¿Condenó el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a Bachar el Asad por usar armas químicas contra su propio pueblo? Naturalmente que no, porque la Rusia de Putin vetó una resolución que contaba con el voto favorable de la mayoría inequívoca de países. Desde entonces, el Gobierno de Moscú pide y exige estentóreamente que la ONU nombre una comisión que estudie minuciosa y responsablemente lo que ocurrió con aquellas armas químicas. Por su parte, el nuevo secretario de Estado norteamericano, Mr. Tillerson, después de su glacial viaje a Rusia, ha hecho saber que según fuentes militares de Estados Unidos Bachar el Asad ha “utilizado más de 50 veces armas químicas contra los rebeldes que quieren deponerlo”.

«El atroz espectáculo conmovió a Trump
y lo llevó a cambiar la posición de Estados Unidos»

Aunque es uno de los conflictos más sangrientos en el mundo actual, el de Siria está lejos de ser el único. Hay la pausada y sistemática carnicería de Afganistán, los periódicos atentados que destripan decenas y centenas de pakistaníes, la desintegración de Libia, los secuestros y degollinas que puntúan el avance imparable del terrorismo islámico en África, la porfía subsahariana en escapar al hambre y la violencia que empuja a millares a lanzarse al mar tratando de alcanzar las playas de Europa, la nomenclatura militar de narcos y contrabandistas que sostiene el régimen de Maduro en Venezuela y el deprimente espectáculo de la putrefacción que Odebrecht difundió por Brasil y todo América Latina. Y la lista podría seguir, por muchas horas.

Nunca hemos tenido tantos medios de información a nuestro alcance, pero, paradójicamente, dudo que hayamos estado antes tan aturdidos y desorientados como lo estamos ahora sobre lo que debería hacerse, en nombre de la justicia, de la libertad, de los derechos humanos, en buena parte de las crisis y conflictos que aquejan a la humanidad. Cuando la rebelión siria estalló contra el régimen corrupto y dictatorial de Bachar el Asad, todo parecía muy claro: los rebeldes representaban la opción democrática y había que apoyarlos sin equívocos. Al igual que muchos, yo lamenté que Estados Unidos no lo hiciera así y, asustado con la idea de enredarse en una nueva situación como la de Irak, se abstuviera. Pero, luego las cosas han cambiado. El hecho de que las peores organizaciones terroristas, como Al Qaeda y el Estado Islámico, que seguramente instalarían en Siria un régimen todavía peor que el de El Asad, hayan tomado partido a favor de la rebelión ¿no deslegitima a ésta? Tomar partido a favor de cualquiera de las dos opciones significa condenar al pueblo sirio a un futuro macabro.

“Leer un buen periódico” ya no es, como cuando César Vallejo escribió ese verso, sentirse seguro, en un mundo estable y conocible, sino emprender una excursión en la que, a cada paso, se puede caer en “una jaula de todos los demonios”, como escribió otro poeta.

La muerte de Fidel. De Mario Vargas Llosa

La desaparición del dictador cubano marca el fin de un sueño de un paraíso, que sin libertad ni derechos humanos, se convirtió en un infierno.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 11 diciembre 2016 / EL PAIS

El 1 de enero de 1959, al enterarme de que Fulgencio Batista había huido de Cuba, salí con unos amigos latinoamericanos a celebrarlo en las calles de París. El triunfo de Fidel Castro y los barbudos del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura parecía un acto de absoluta justicia y una aventura comparable a la de Robin Hood. El líder cubano había prometido una nueva era de libertad para su país y para América Latina y su conversión de los cuarteles de la isla en escuelas para los hijos de los guajiros parecía un excelente comienzo.

En noviembre de 1962 fui por primera vez a Cuba, enviado por la Radiotelevisión Francesa en plena crisis de los cohetes. Lo que vi y oí en la semana que pasé allí —los Sabres norteamericanos sobrevolando el Malecón de La Habana y los adolescentes que manejaban los cañones antiaéreos llamados “bocachicas” apuntándolos, la gigantesca movilización popular contra la invasión que parecía inminente, el estribillo que los milicianos coreaban por las calles (“Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”) protestando por la devolución de los cohetes— redobló mi entusiasmo y solidaridad con la Revolución. Hice una larga cola para donar sangre e Hilda Gadea, la primera mujer del Che Guevara, que era peruana, me presentó a Haydée Santamaría, que dirigía la Casa de las Américas. Esta me incorporó a un Comité de Escritores con el que, en la década de los sesenta, me reuní cinco veces en la capital cubana. A lo largo de esos 10 años mis ilusiones con Fidel y la Revolución se fueron apagando hasta convertirse en críticas abiertas y, luego, la ruptura final, cuando el caso Padilla.

1481282434_957974_1481389917_noticia_normal_recorte1Mi primera decepción, las primeras dudas (“¿no me habré equivocado?”) ocurrieron a mediados de los sesenta, cuando se crearon las UMAP, un eufemismo —las Unidades Militares de Ayuda a la Producción— para lo que eran, en verdad, campos de concentración donde el Gobierno cubano encerró, mezclados, a disidentes, delincuentes comunes y homosexuales. Entre estos últimos cayeron varios muchachos y muchachas de un grupo literario y artístico llamado El Puente, dirigido por el poeta José Mario, a quien yo conocía. Era una injusticia flagrante, porque estos jóvenes eran todos revolucionarios, confiados en que la Revolución no sólo haría justicia social con los obreros y los campesinos sino también con las minorías sexuales discriminadas. Víctima todavía del célebre chantaje —“no dar armas al enemigo”— me tragué mis dudas y escribí una carta privada a Fidel, pormenorizándole mi perplejidad sobre lo que ocurría. No me contestó pero al poco tiempo recibí una invitación para entrevistarme con él.

Fue la única vez que estuve con Fidel Castro; no conversamos, pues no era una persona que admitiera interlocutores, sólo oyentes. Pero las 12 horas que lo escuchamos, de ocho de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente, la decena de escritores que participamos de aquel encuentro nos quedamos muy impresionados con esa fuerza de la naturaleza, ese mito viviente, que era el gigante cubano. Hablaba sin parar y sin escuchar, contaba anécdotas de la Sierra Maestra saltando sobre la mesa, y hacía adivinanzas sobre el Che, que estaba aún desaparecido, y no se sabía en qué lugar de América reaparecería, al frente de la nueva guerrilla. Reconoció que se habían cometido algunas injusticias con las UMAP —que se corregirían— y explicó que había que comprender a las familias guajiras, cuyos hijos, becados en las nuevas escuelas, se veían a veces molestados por “los enfermitos”. Me impresionó, pero no me convenció. Desde entonces, aunque en el silencio, fui advirtiendo que la realidad estaba muy por debajo del mito en que se había convertido Cuba.

«Castro se aseguró en el poder absoluto; pero deja
un país en ruinas y un fracaso social»

La ruptura sobrevino cuando estalló el caso del poeta Heberto Padilla, a comienzos de 1970. Era uno de los mejores poetas cubanos, que había dejado la poesía para trabajar por la Revolución, en la que creía con pasión. Llegó a ser viceministro de Comercio Exterior. Un día comenzó a hacer críticas —muy tenues— a la política cultural del Gobierno. Entonces se desató una campaña durísima contra él en toda la prensa y fue arrestado. Quienes lo conocíamos y sabíamos de su lealtad con la Revolución escribimos una carta —muy respetuosa— a Fidel expresando nuestra solidaridad con Padilla. Entonces, este reapareció en un acto público, en la Unión de Escritores, confesando que era agente de la CIA y acusándonos también a nosotros, los que lo habíamos defendido, de servir al imperialismo y de traicionar a la Revolución, etcétera. Pocos días después firmamos una carta muy crítica a la Revolución cubana (que yo redacté) en que muchos escritores no comunistas, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag, Carlos Fuentes y Alberto Moravia tomamos distancia con la Revolución que habíamos hasta entonces defendido. Este fue un pequeño episodio en la historia de la Revolución cubana que para algunos, como yo, significó mucho. La revaluación de la cultura democrática, la idea de que las instituciones son más importantes que las personas para que una sociedad sea libre, que sin elecciones, ni periodismo independiente, ni derechos humanos, la dictadura se instala y va convirtiendo a los ciudadanos en autómatas, y se eterniza en el poder hasta coparlo todo, hundiendo en el desánimo y la asfixia a quienes no forman parte de la privilegiada nomenclatura.

¿Está Cuba mejor ahora, luego de los 57 años que estuvo Fidel Castro en el poder? Es un país más pobre que la horrenda sociedad de la que huyó Batista aquel 31 de diciembre de 1958 y tiene el triste privilegio de ser la dictadura más larga que ha padecido el continente americano. Los progresos en los campos de la educación y la salud pueden ser reales, pero no deben haber convencido al pueblo cubano en general, pues, en su inmensa mayoría, aspira a huir a Estados Unidos, aunque sea desafiando a los tiburones. Y el sueño de la nomenclatura es que, ahora que ya no puede vivir de las dádivas de la quebrada Venezuela, venga el dinero de Estados Unidos a salvar a la isla de la ruina económica en que se debate. Hace tiempo que la Revolución dejó de ser el modelo que fue en sus comienzos. De todo ello sólo queda el penoso saldo de los miles de jóvenes que se hicieron matar por todas las montañas de América tratando de repetir la hazaña de los barbudos del Movimiento 26 de Julio. ¿Para qué sirvió tanto sueño y sacrifico? Para reforzar a las dictaduras militares y atrasar varias décadas la modernización y democratización de América Latina.

Eligiendo el modelo soviético, Fidel Castro se aseguró en el poder absoluto por más de medio siglo; pero deja un país en ruinas y un fracaso social, económico y cultural que parece haber vacunado de las utopías sociales a una mayoría de latinoamericanos que, por fin, luego de sangrientas revoluciones y feroces represiones, parece estar entendiendo que el único progreso verdadero es el que hace avanzar la libertad al mismo tiempo que la justicia, pues sin aquella este no es más un fugitivo fuego fatuo.

Aunque estoy seguro de que la historia no absolverá a Fidel Castro, no dejo de sentir que con él se va un sueño que conmovió mi juventud, como la de tantos jóvenes de mi generación, impacientes e impetuosos, que creíamos que los fusiles podían hacernos quemar etapas y bajar más pronto el cielo hasta confundirlo con la tierra. Ahora sabemos que aquello sólo ocurre en el sueño y en las fantasías de la literatura, y que en la realidad, más áspera y más cruda, el progreso verdadero resulta del esfuerzo compartido y debe estar signado siempre por el avance de la libertad y los derechos humanos, sin los cuales no es el paraíso sino el infierno el que se instala en este mundo que nos tocó.

La decadencia de occidente. De Mario Vargas Llosa

El ‘Brexit’ y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos y renuncian a luchar.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 20 noviembre 2016 / EL PAIS

Primero fue el Brexity, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Sólo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó “la llamada de la tribu” —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las manecillas del reloj.

No hay novedad alguna en las medidas que Donald Trump propuso a sus compatriotas para que votaran por él; lo sorprendente es que casi sesenta millones de norteamericanos le creyeran y lo respaldaran en las urnas. Todos los grandes demagogos de la historia han atribuido los males que padecen sus países a los perniciosos extranjeros, en este caso los inmigrantes, empezando por los el paismexicanos atracadores, traficantes de drogas y violadores y terminando por los musulmanes terroristas y los chinos que colonizan los mercados estadounidenses con sus productos subsidiados y pagados con salarios de hambre. Y, por supuesto, también tienen la culpa de la caída de los niveles de vida y el desempleo los empresarios “traidores” que sacan sus empresas al extranjero privando de trabajo y aumentando el paro en Estados Unidos.

No es raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que crean en ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida tradición democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta.

La esperanza de muchos, ahora, es que el Partido Republicano, que ha vuelto a ganar el control de las dos cámaras, y que tiene gentes experimentadas y pragmáticas, modere los exabruptos del nuevo mandatario y lo disuada de llevar a la práctica las reformas extravagantes que ha prometido. En efecto, el sistema político de Estados Unidos cuenta con mecanismos de control y de freno que pueden impedir a un mandatario cometer locuras. Pues no hay duda que si el nuevo presidente se empeña en expulsar del país a once millones de ilegales, en cerrar las fronteras a todos los ciudadanos de países musulmanes, en poner punto final a la globalización cancelando todos los tratados de libre comercio que ha firmado —incluyendo el Trans-Pacific Partnership en gestación— y penalizando duramente a las corporaciones que, para abaratar sus costos, llevan sus fábricas al tercer mundo, provocaría un terremoto económico y social en su país y en buen número de países extranjeros y crearía serios inconvenientes diplomáticos a Estados Unidos.

«El ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones demuestra que es algo más que un simple demagogo»

Su amenaza de “hacer pagar” a los países de la OTAN por su defensa, que ha encantado a Vladímir Putin, debilitaría de manera inmediata el sistema que protege a los países libres del nuevo imperialismo ruso. El que, dicho sea de paso, ha obtenido victoria tras victoria en los últimos años: léase Crimea, Siria, Ucrania y Georgia. Pero no hay que contar demasiado con la influencia moderadora del Partido Republicano: el ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones pese a la oposición de casi toda la prensa y la clase más democrática y pensante, muestran que hay en él algo más que un simple demagogo elemental y desinformado: la pasión contagiosa de los grandes hechiceros políticos de ideas simples y fijas que arrastran masas, la testarudez obsesiva de los caudillos ensimismados por su propia verborrea y que ensimisman a sus pueblos.

Una de las grandes paradojas es que la sensación de inseguridad, que de pronto el suelo que pisaban se empezaba a resquebrajar y que Estados Unidos había entrado en caída libre, ese estado de ánimo que ha llevado a tantos estadounidenses a votar por Trump —idéntico al que llevó a tantos ingleses a votar por el Brexit— no corresponde para nada a la realidad. Estados Unidos ha superado más pronto y mejor que el resto del mundo —que los países europeos, sobre todo— la crisis de 2008, y en los últimos tiempos recuperaba el empleo y la economía estaba creciendo a muy buen ritmo. Políticamente el sistema ha funcionado bien en los ocho años de Obama y un 58% del país hacía un balance positivo de su gestión. ¿Por qué, entonces, esa sensación de peligro inminente que ha llevado a tantos norteamericanos a tragarse los embustes de Donald Trump?

Porque, es verdad, el mundo de antaño ya no es el de hoy. Gracias a la globalización y a la gran revolución tecnológica de nuestro tiempo la vida de todas las naciones se halla ahora en el “quién vive”, experimentando desafíos y oportunidades totalmente inéditos, que han removido desde los cimientos a las antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño. Ese nuevo panorama significa, simplemente, que el de nuestros días es un mundo más justo, o, si se quiere, menos injusto, menos provinciano, menos exclusivo, que el de ayer.

«No solucionarán ningún problema, agravarán los que ya existen
y traerán otros más graves»

Ahora, los países tienen que renovarse y recrearse constantemente para no quedarse atrás. Ese mundo nuevo requiere arriesgar y reinventarse sin tregua, trabajar mucho, impregnarse de buena educación, y no mirar atrás ni dejarse ganar por la nostalgia retrospectiva. El pasado es irrecuperable como descubrirán pronto los que votaron por el Brexit y por Trump. No tardarán en advertir que quienes viven mirando a sus espaldas se convierten en estatuas de sal, como en la parábola bíblica.

El Brexit y Donald Trump —y la Francia del Front National— significan que el Occidente de la revolución industrial, de los grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero del mundo, ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que otros para enfrentar el futuro —todo lo contrario— sino por su propia complacencia y cobardía, por el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto por primera vez al alcance de todas las naciones.

El Brexit y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de decadencia, esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de las peores desgracias que ha experimentado el Occidente a lo largo de la historia, ahora resucita y parece esgrimir como los chamanes primitivos la danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que quieren derrotar a la adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la miseria. Trump y el Brexit no solucionarán ningún problema, agravarán los que ya existen y traerán otros más graves. Ellos representan la renuncia a luchar, la rendición, el camino del abismo. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, apenas ocurrida la garrafal equivocación, ha habido autocríticas y lamentos. Tampoco sirven los llantos en este caso; lo mejor sería reflexionar con la cabeza fría, admitir el error, retomar el camino de la razón y, a partir de ahora, enfrentar el futuro con más valentía y consecuencia.

La paz posible. De Mario Vargas Llosa

La victoria del ‘No’ en el referéndum de Colombia no significa
que haya que volver a la guerra, sino que es
necesario buscar un nuevo acuerdo.

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura

Mario Vargas Llosa, 16 octubre 2016 / EL PAIS

Algo mareados por los fastos de la espectacular movilización con que se celebró la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, los partidarios del nos llevamos una mayúscula sorpresa cuando, desmintiendo todos los sondeos, el Nose impuso en el plebiscito. Lo más desconcertante de aquella consulta no han sido los pocos miles de votos que derrotaron a quienes estaban a favor, sino el casi 63% de electores que se abstuvieron de ir a votar.

Conviene hacer un esfuerzo y juzgar aquel resultado con la cabeza fría. Es evidente que no hay ni puede haber tres cuartas partes de Colombia a favor de esa guerra que, desde hace más de medio siglo, causa estragos en el país, con los millares de muertos y heridos, los secuestrados y chantajeados, el terrorismo, el obstáculo que significa para la vida económica las vastas regiones paralizadas por las acciones armadas, la inseguridad reinante y la letal alianza de la guerrilla y el narcotráfico fuente de copiosa corrupción institucional y social. El voto negativo y la abstención no implican un rechazo a la paz; manifiestan un escepticismo profundo frente a la naturaleza del acuerdo firmado en el que, con razón o sin ella, una gran mayoría de colombianos ve a las FARC como la gran triunfadora de la negociación y beneficiaria de concesiones que le parecen desmedidas e injustas.

el paisNo tiene sentido discutir si esta opinión sobre el tratado de paz es justa o injusta, porque los defensores de una u otra alternativa jamás se pondrán de acuerdo al respecto. En una democracia una mayoría puede acertar o equivocarse y el veredicto de una consulta electoral, si es legítimo, hay que aceptarlo, nos guste o nos disguste; en ello reside la esencia misma de la cultura democrática.

¿Significa esto que la guerra debe inevitablemente regresar a Colombia? En absoluto. Las reacciones tanto del Gobierno como de las propias FARC indican que ni uno ni otro lo creen así. Por su parte, los propios líderes de los partidos que promovieron el No —los ex Presidentes Uribe y Pastrana— insisten en que su oposición al Acuerdo no lo era a la paz, sino a una paz injusta, por lo que estimaban concesiones excesivas a la guerrilla sobre todo en lo concerniente a la impunidad para los autores de delitos de sangre y los “crímenes contra la humanidad” así como los privilegios que obtenían las FARC en su mutación de movimiento subversivo a fuerza política legal. Esto significa que queda siempre una oportunidad para la paz; basta que prevalezca en ambas partes cierto espíritu pragmático y una pizca de buena voluntad.

«Colombia ha seguido siendo una democracia
en el medio siglo y pico que ha durado la guerrilla»

A mí, en medio de la desazón que me produjo el resultado del plebiscito, me levantó algo el ánimo —más todavía que las palabras alentadoras con las que Timochenko comentó el resultado de la votación— ver a los jefes guerrilleros, en La Habana, con sus impecables guayaberas, sus puros entre los dedos y, acaso, los vasos de ron al alcance de la mano, siguiendo expectantes el recuento del escrutinio. No era ese el espectáculo de combatientes nostálgicos de la dura y sacrificada vida del monte y la intemperie, sino la de un grupo de hombres envejecidos y cansados, acaso conscientes en el fondo de sus corazones (aunque nunca lo reconocerían) que aquello que representan está ya fuera del tiempo y de la historia, condenado irremisiblemente a desaparecer. Si no fuera así, no hubiera habido Acuerdo de Paz. Y puede volver a haberlo, a condición de que las partes saquen las conclusiones adecuadas de la consulta democrática que acaba de ocurrir.

La primera de ellas es que la popularidad de las FARC, que en algunos momentos del medio siglo transcurrido llegó a ser alta, ha caído en picada y que una clara mayoría del pueblo colombiano no cree ya en lo que hacen ni en lo que dicen. Y que su aspiración máxima es que no sólo se vayan de las montañas y la selva sino también de la vida política. Eso significa que a los antiguos guerrilleros les costará muchos esfuerzos y una entrega real al quehacer político pacífico para recuperar un papel importante en la Colombia del futuro.

«Los ganadores del plebiscito deben
demostrar que quieren la paz»

Los partidarios del No, ganadores del plebiscito, no deben dejar que los obnubile la victoria y demostrar con hechos que, efectivamente, quieren la paz. Una paz mejor que la que proponía el Acuerdo, pero la paz, no de nuevo la guerra. Eso implica negociar, hacer y conseguir concesiones del adversario, algo perfectamente realista, a condición de que no confundan el triunfo del No con unas FARC derrotadas a las que se puede humillar e imponer toda clase de exigencias.

Será difícil llegar a ese nuevo acuerdo, pero no es imposible. No todavía. Lo han conseguido en Centroamérica y en Irlanda del Norte, donde quienes se entremataban con ferocidad sin igual hace pocos años, hoy coexisten y, mal que mal, se aclimatan a la democracia. Lo importante es ser conscientes de que la vieja idea-fuerza, que en los años sesenta y setenta movilizó a tantos jóvenes, que la justicia social está en los fusiles y las pistolas, es ahora letra definitivamente muerta. Quienes murieron fascinados por esa ilusión mesiánica no contribuyeron un ápice a disminuir la pobreza y las desigualdades y sólo sirvieron de pretexto para que se entronizaran atroces dictaduras militares, murieran millares de inocentes, y se retrasara todavía más la lucha contra el subdesarrollo. En América Latina ha ido renaciendo, en medio de ese aquelarre de revoluciones y contrarrevoluciones, la idea de que, a fin de cuentas, la democracia es el único sistema que trae progreso de verdad, ataja la violencia y crea unas condiciones de coexistencia pacífica que permiten ir dando solución a los problemas. Es menos vistoso y espectacular de lo que quisieran los impacientes justicieros, pero, juzgando con los pies bien asentados sobre la tierra, ¿cuáles son los modelos revolucionarios exitosos? ¿La trágica y letárgica Cuba, de la que millones de cubanos siguen tratando de escapar, cueste lo que les cueste? ¿La destrozada Venezuela, que se muere literalmente de hambre, sin medicinas, sin trabajo, sin luz, sin esperanzas, secuestrada por una pequeña pandilla de demagogos y narcotraficantes?

Los partidarios del No que agitaban el espectro de una Colombia que podría volverse “castrochavista” si ganaba el Sí, sabían muy bien que no era cierto. Si en algún momento “el socialismo del siglo XXI” ejerció alguna influencia en América Latina, aquello ya quedó muy atrás y, dado el estado calamitoso adonde ha llevado a Venezuela, el chavismo se ha convertido más bien en el ejemplo luminoso de lo que no hay que hacer si se quiere vivir con paz y libertad y progresar.

Colombia ha seguido siendo una democracia en el medio siglo y pico que ha durado la guerrilla y eso es ya un extraordinario mérito. Un esfuerzo más, de todos, para que la paz sea posible.