MARGA ZAMBRANA

Un debate sobre ¿Quién mató el periodismo? Entre Marga Zambrana y Alberto Arce

Dos puntos de vista. No coinciden en nada. Excepto en un punto: El periodismo está muerto. Pelean sobre quién lo mató. En cambio, yo no estoy de acuerdo con el ¨nico punto donde ellos coinciden. Esto que «el periodismo está muerto», es una frase ligera, tonta y arrogante. Pero por lo demás, el debate es interesante.

Paolo Luers

 

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MARGA ZAMBRANA. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian

MARGA ZAMBRANA. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian

Marga Zambrana, 15 diciembre 2016 / LETRAS LIBRES

No sé cómo no se dio cuenta. Fueron los pijos. También las noticias gratis en la red, los ajustes en las redacciones, la corrupción del sindicato, la indecencia de los directivos con abultados sueldos, la ambición de la selfie, la banalidad. El creer que la posteridad es arriesgar la vida por poner tu nombre en un artículo.

Cihangir es un barrio gentrificado de Estambul donde los hipsters turcos vienen a hacer la tournée du grand duc. Son tan pretenciosos que incluso hay una comedia televisiva dedicada a ellos. Hay coctelerías muy caras que dan caché al dolce far niente. Los corresponsales de Cihangir ignoran que viven en esa comedia. Tuitean lo que sucede en el frente de Siria desde aquí, a mil doscientos kilómetros de distancia. Tenemos a una joven que acaba de aterrizar de Londres, posa en Instagram desde una de las terrazas afrancesadas del barrio, laptop en la mesa, daiquiri en mano. Informa sobre la trágica situación en Siria. Agencieros anónimos hacen el trabajo, ella pone el nombre. También se toma selfies en las clases de yoga, como debería hacer cualquier periodista con credibilidad hoy en día. Acaba de convertirse en una experta en Siria porque está en todos los grupos de WhatsApp con fuentes sirias en los que estamos todos, como unos cien periodistas de aquí a Londres. Sin pisar Siria. En Twitter es tan compasiva que comparte todas las fotos de niños abrasados y descuartizados en Alepo. Indignación. Ya ha salido por la tele, y ha hecho un live en Facebook, con la experta de plantilla, cuarenta años de experiencia, que aparece resignada desde Washington junto a la colegiala.

screen-shot-2016-12-26-at-10-32-23-amHa tuiteado que su turco es tan precario que en lugar de un pincho moruno le han traído un pescado a domicilio. Y a todo el mundo le encanta y lo retuitea. En serio les encanta. Es muy gracioso y cercano que no hable la lengua local. Porque ya da igual hablar turco o árabe. Basta con publicar la foto del pescado mustio que demuestra que estás en el lugar de los hechos. A los activistas y expertos de ese lado del conflicto les encanta, porque cualquier cosa que le filtran alcanza a sus veinticinco mil seguidores en cuestión de segundos. Ella sabe que así puede ser la próxima Christiane Amanpour: está en el lado de la verdad, de los buenos. Al fin y al cabo, todos dependemos de nuestras fuentes en este lado del conflicto.

Sabiendo lo que su diario paga por artículo, difícil es explicar cómo sobrevive. Ni ella ni los centenares de periodistas extranjeros que viven en Cihangir y en el resto de la caótica y superpoblada Estambul. Tampoco se explica en Beirut o en Erbil, aún más caros, y desde donde se cubren estos horrores de Medio Oriente que ahora vuelven a ser portada.

En cuatro años aquí, yo tampoco me lo explico. Nadie cobra un salario. Tengo un colega que ha hecho un video al año desde 2012, pero hay noches que se taja con veinte cervezas que cuestan cinco euros cada una, por las tasas islamistas de Erdogan. Por lo menos habla turco. Todos sospechamos que lo mantiene la familia, su padre es periodista y tiene un salario de los de antes en América. Los sirios conspiranoicos con los que trabajamos creen que es un espía, que podría ser, porque hoy en día los servicios secretos también dependen de freelancers mal pagados, así está la política regional. Pretender ser un espía es una salida digna, el James Bond de Arabia. Algunos lo dejan caer en los grupos secretos de Facebook donde mil periodistas comparten la misma información. “Sé lo que pasó, envíame un privado.” De hecho, la censura o la deportación son motivo de gloria: al menos alguien lee lo que escribimos. Tengo colegas que repiten en cada reunión la única detención o interrogatorio que han sufrido en años, como si eso no fuera parte del oficio. Ante acusaciones de espionaje hay que responder con silencioso cabeceo, mirada perdida, cerveza en mano, manteniendo el misterio.

Otra jovenzuela recién licenciada ha empezado a publicar por fin en algún medio serio, después de un año subiendo fotos de gatos de Cihangir en Instagram. Nadie sabe bien cómo lo ha conseguido. Dice que es experta en refugiados, todos sabemos que no tiene ni idea, pero publica. Con dos artículos al año en Newsweek nadie sobrevive en Estambul. Tiene un flequillo oxigenado y se hace selfies en Lesbos con la mandíbula alta. Está feliz de ser testigo directo de la historia. Y está dispuesta a pagar el precio. Una habitación en apartamento compartido en Cihangir cuesta unos quinientos euros. El tour operator del horror desde una distancia segura. Son tan convincentes que mi familia y amigos creen que estoy cubriendo guerras en Estambul.

Una agencia internacional contrató hace unos años a una chica, no tenía experiencia, de hecho había un candidato mejor preparado que ella, pero tenía familia, hijos. El jefe de personal preguntó si era pija, si podían pagarle la mitad. La respuesta fue sí, su familia le había comprado un apartamento en el Bósforo, ahorro de alquiler. Durante varios años fue incapaz de hacer el trabajo que constaba en su contrato. Pero era barata y pensaba que la agencia le iba a dar nombre. Se fue ofendida a mostrar sus talentos en la pantalla. Al sustituto no van a pagarle más, aunque sea un profesional. La otra se vendió por nada. Nada es ahora el precio. Todo lo que internet ofrece gratis ha dejado de ser negocio: la música, el cine y el periodismo.

Llegaron como Erasmus en una rave party. Cubrían en la frontera, cuando aún era barata y se podía entrar a Siria con las facciones que entonces eran prodemocráticas y hoy son salafistas, los buenos. Se habían fogueado en Libia, aprendiendo a diferenciar un ataque con lacrimógeno de un tiroteo. Algunos iban al frente en sandalias, otros pedían dinero prestado o hacían fotos de bodas para cubrir los gastos. Otra opción es acostarse con el traductor tras una noche a lo Liza Minnelli en el cabaret de Antioquía, te ahorras una pasta. A mí me enseñaron que eso no es muy profesional, pero así se hace periodismo hoy en día: tu amante te traduce al jefe local de Al Qaeda y explicas en tu blog qué ovarios tienes al quitarte el hiyab en sus narices y zamparte un helado. Salvaje. Así puedes acabar publicando en el Times, aunque nunca entendimos muy bien cuál era el mensaje del entrevistado.

Qué decir de los degollados. No se esperaban la fama que iban a lograr. Claro que eran valientes y comprometidos, enviaban buen material, están en nuestros corazones. Pero compraban sus noticias porque eran baratos, ya estaban allí, no había que pagar gastos de viaje, ni seguro ni pensiones. No pagaron los doscientos o trescientos euros diarios que cuesta un traductor o una facción que te proteja en el frente. Salía más rentable venderlos a los ninjas. ¿Qué periodista cobra eso hoy en día? ¿Y quién se acuerda hoy de ellos? Dígame dos nombres y me trepo el minarete de la Mezquita Azul. Murieron de precariedad. Calculemos los rescates que se han pagado por los supervivientes y lo que costaría invertir en seguridad y periodismo de calidad.

Antes las guerras se cubrían con medios, por eso Hemingway se tajaba a gastos pagados desde Saigón a La Habana. Hoy nadie recuerda sus coberturas, pero su apellido da nombre a muchos cocteles. Nadie secuestra a periodistas cuyas empresas pagan por su seguridad. Hace años que nuestros editores no nos dejan entrar en Siria, por si nos pasa algo. De hecho, si no hacemos un cursillo de seguridad que financia una ong para periodistas pobres no nos dejan ni acercarnos a la frontera, lo exigen las aseguradoras. Así que todos vivimos de lo que los activistas publican en Twitter desde Alepo, sin poder confirmar nada. Vivimos de mentiras delirantes y de gente que hace negocio con la guerra. Qué se puede esperar después de casi seis años de guerra, ¿hippies? Se han invertido miles de millones en la propaganda que nos ofrecen nuestras fuentes: activistas, expertos y consultores. Somos más fáciles de manipular que nunca. Te aferras a las víctimas, los muertos no pueden mentir.

Un profesional sólido con conocimiento, entrenamiento militar y varios idiomas puede exigir. Pero ahora basta con varias selfies y un periscope. Cuatro mil seguidores de golpe. ¿Cómo se cobra eso? Recuerde aquella encuesta del milenio: los jóvenes quieren ser periodistas por fama, por dinero o por vocación. Sigue siendo así, es ridículo. Algunas familias lo pueden financiar, por un tiempo. Hasta que preguntan a sus retoños si se van a dedicar a algo serio en la vida.

Desde hace más de quince años, he visto cómo algunos becarios en Pekín acababan su asignación: iban al despacho de la jefa de delegación y le pedían garantía para un visado en el país a cambio de trabajar gratis. Ella estaba feliz, gente trabajando gratis, genial. Yo les decía que eso no era ético, que había gente que vivía de esta profesión y tenía hijos. Pero pensaban que era una sindicalista chiflada a la que había que evitar.

Yo llevaba años huyendo de eso, por eso me fui a China. Pensé que nadie estaría tan desesperado para aprender una lengua infernal. Pero no. En cuanto China se convirtió en “la historia” empezamos a recibir oleadas de sobrinos y de diletantes. Más Hemingways, más Amanpours. Preguntaban cómo se deletreaba Hu Jintao y si Hu era el nombre o el apellido. Algunos colegas también usaban de traductoras gratuitas a sus novias chinas en Pekín. De hecho, China se puede cubrir perfectamente desde una playa de Phuket, y a algunos les fue muy bien así.

Los becarios inteligentes de entonces ya no hacen periodismo. Se dedican a oficios serios bien remunerados. Los vocacionales siguen trabajando, no siempre en esto. Un amigo al que décadas en el frente le han dejado la sonrisa mellada me confiesa que se puede pagar vacaciones porque filma anuncios para empresas y para oenegés. Es un artista, no todos tienen su talento.

 

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Alberto Arce. Ha reporteado para Associated Press y The New York Times.

Alberto Arce, 25 diciembre 2016 / HORIZONTAL

Hace poco recibí por Facebook, de un amigo periodista español, un categórico-texto-de-título-categórico recientemente publicado en Letras Libres, en cuyo título se espetaba en una frase, gran ejercicio de síntesis, dos resoluciones jactanciosas: “Los amateurs acabaron con el periodismo”. Me inflamó el carácter, ya de por sí, tendente a un punto luctuoso en todo lo que tenga que ver con esta industria que tan mal gestiona la decadencia.

Que el periodismo está muerto es algo con lo que puedo estar de acuerdo. Que lo mataron los amateurs es muy cuestionable. Primera crítica: definan amateurs, como si alguna categoría fuera hoy inmóvil, estanca, perenne. Recuerden que la realidad es siempre multidimensional y de capas cada vez más permeables. Segunda: volcarse de manera más o menos ocurrente sobre un conjunto de lugares comunes baratos, acomodaticios, de aplauso fácil y ejemplo grotesco es puro ruido. Que, como todo ruido, ahoga la melodía. Y que, además, no lo hace de manera neutral. Vierte la culpa sobre el eslabón precario de la cadena. Y eso es Infame. En la maquila, viene a decir el texto, la culpa es de la ensambladora del final de la fila, que no quiere trabajar, que no sigue el ritmo en el turno o solo está allí porque no tiene nada mejor que hacer. Qué fácil. Qué falso.

Ejemplo de la vida diaria: si ningún medio apostara por contar todo lo que está rodeando la reelección presidencial en Honduras y yo saliera a hacerlo a fondo perdido porque puedo, quiero y creo que es mi obligación, ese comportamiento caería dentro de la categoría amateur y estaría matando el periodismo al no exigir el justo precio. Digamos que un reportaje así, billete de avión, alojamiento, comida transporte y salario incluidos, podría costar 2500 dólares, una cantidad de dinero que difícilmente nadie querría pagar por un reportaje sobre ese tema. Podría llegar a venderlo en el mejor escenario por la mitad o menos. Ergo, no es racional y no se hace; y si lo hago, estoy matando el periodismo porque soy un pijo, un amateur o, peor, alguien sin criterio dispuesto a morir por un byline. Esa es una visión muy reduccionista. Sería como describir una ola que rompe llegando a la playa sin tener en cuenta la fuerza de la marejada que la empuja.

Implicaría omitir algo mucho más grave: que ningún medio de comunicación habría considerado previamente que esa cobertura, la de Honduras y su reelección presidencial, podría competir en el compost de Facebook frente a, digamos, una nota sobre cuáles son los días festivos en México para 2017, que seguro tendrá diez veces más clics –asumamos que eso equivale a lectores– que la nota sobre lo que sucede en Honduras. Una nota que costaría, además, el tiempo de trabajo de un redactor junior, que, por muy lento que se mueva, no tardaría más de una hora en hacerlo. Con un salario saliéndose por arriba del precio de mercado, tenemos diez veces más clics por 40 dólares.

La respuesta de la industria es evidente: dame clics. Y esos clics los genera casi cualquiera haciendo casi cualquier cosa.

Y permitiría al mismo tiempo defender la tesis contraria, la que a muchos nos convence: que la unidad de éxito y medida que se usa hoy en la profesión, digitalizada y subsumida a las redes sociales, es directamente proporcional a la velocidad del deceso de la profesión. Que a medida que el criterio por el que se valora la pertinencia de una cobertura periodística se aleja del concepto de servicio público y control del ejercicio del poder por parte de los poderosos, el producto periodístico pierde valor, por más clickbait y racionalidad económica que genere e implique, y cada vez menos gente estará dispuesta a pagar por consumirlo. Que esa, y no otra, es la razón de la muerte del periodismo. El tiro de gracia es ese y no otro. Y el gatillo no lo aprietan los amateurs. Lo aprietan, apuntando, con tiempo e información más que suficiente para saber a qué disparan, los jefes de todo esto. Los editores, los propietarios de los medios.

La Condesa es una colonia de Ciudad de México. Está en el país de los treinta mil desaparecidos y la guerra abierta contra el narcotráfico, la esclavitud en el campo, la explotación laboral y la corrupción generalizada, el problema indígena o los miles de refugiados centroamericanos. La Condesa es el lugar donde los alquileres cuestan más que en Madrid o Barcelona. Donde las terrazas ofrecen cócteles y esa clase global –hipster, la llaman hace unos año– pulula en patineta, bici sin frenos y grandes auriculares conectados a Spotify escuchando la misma música que en Brooklyn o el Borne. Donde es razonable caminar a las tres de la mañana sin que nadie te ponga una pistola para asaltarte y donde los niños –los míos también, qué importante es incluirnos en el escupitajo antes de escupir a los demás– juegan felices en los parques.

La Condesa y, por extensión, su vecina colonia Roma –las casitas del barrio alto, si nos ponemos clásicos– son esos lugares desde donde todos los corresponsales extranjeros que cubren México y América Central nos cuentan la región. Desde donde los editores de los medios más importantes del mundo toman decisiones estratégicas con las que conferenciarse a sí mismos una y otra vez allende los mares en un tiempo de reformulación del modelo de negocio.

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Con ideas como que revolucionan su compromiso con la audiencia de la región rompiéndolo con un Facebook live sobre el problema del tráfico en la ciudad y asuntos de gravedad meridiana como si se llega antes en bici o en Uber a determinado lugar. O presentando sus nuevas oficinas reformadas. (Sí, literal.) O definiendo México según su punto de vista. Que puede rayar en el delirio autoreferencial.

¿Facebook live? Sí, pero ¿para qué? En la colonia Narvarte de la Ciudad de México hay un restaurante especializado en barbacoa: El Pinche Gringo. Los jóvenes demócratas (entiéndase, los expatriados partidarios del partido demócrata residentes en México) se citaban allí durante la campaña electoral para la presidencia de Estados Unidos. Recuerdo troncharme de risa, durante uno de los debates de campaña, mientras un editor hacía un Facebook live al tiempo que trataba de evitar al personal de otros diarios, canales de televisión y agencias, varias, que coincidían en el restaurante el mismo día a la misma hora haciéndole las mismas preguntas a las mismas personas. ¿Contando qué? Cómo se ve desde México la elección presidencial en Estados Unidos. ¿Es ese restaurante de expatriados repleto de periodistas el lugar desde el que alguien sensato podría aspirar a saber como se ven las elecciones de Estados Unidos desde México? ¿Cuestiona alguien que casi todos los medios contaran exactamente lo mismo?.

¿Alguien estaría dispuesto a pagar por eso? ¿Mata eso el periodismo? Decisiones como esa, que son, según mi punto de vista, las que realmente están matando el periodismo, no las toman los amateurs. Las toman los jefes de todo esto. Los dueños de todo esto.

El ejemplo puede llevarse hasta lo grotesco en cada momento y lugar. Que sea representativo es otra cosa.

La situación de cualquier industria la definen el contexto económico y los que toman las decisiones, no los que las sufren o las corean desde posiciones diversas. Cuando tenemos en la Ciudad de México cuatro o cinco o seis o siete medios internacionales con corresponsales y editores a tiempo completo de los de “yo en París era proleta y aquí soy diplomático”, de los de mudanza, alquiler pagado, Uber en la puerta, sueldo en dólares y euros en un país cuya moneda se ha devaluado un cuarenta por ciento en un par de años y la industria, de repente, entra en crisis, no toca preguntar si alguien desde una esquina remota de San Pedro Sula o Tamaulipas ha enviado un texto por menos de lo que cuesta producirlo o ha viajado con apoyo de una ONG.

Mal periodista es quien no sabe hacer preguntas. No es esa la pregunta. No seamos miserables. Toca preguntar en torno a quién terminó con el periodismo y dónde se quedó la porción grande del queso.

Toca preguntar si alguno de esos editores, corresponsales, jefes de oficina, personas que toman decisiones que ganan en un mes lo que siete periodistas mexicanos, han pisado alguna vez las calles de Tegucigalpa, Ciudad Victoria o Managua. En caso de que las hayan pisado. Si han salido mucho más allá del radio del wifi del Intercontinental de esas ciudades O si han estado una semana de su vida en una comunidad de la Alta Verapaz guatemalteca durmiendo en una cabaña de madera sin agua ni luz haciendo de aquello por lo que les pagan, de corresponsales. Como toca preguntar cuántos podrían mantener una conversación con una señora que venda tortillas en la calle en un suburbio de Guatemala sin que su fixer, al que le pagan al día el doble de lo que le pagan a un freelance local por un reportaje, se la tradujese. Porque ni siquiera entienden el idioma. Pese a su vida cuasi diplomática. Como toca preguntar cuántos corresponsales en Jerusalén de los de doble página en domingo y seguro médico completo han dormido una noche bajo los bombardeos en Homs o avanzado con una unidad rebelde por una trinchera tras una noche interrumpida al alba y sin un café que echarse al dolor de cabeza.

Y toca preguntarlo porque son los que muchas veces nos lo cuentan y terminan por la manera en la que lo hacen, desde lejos, con superioridad y prejuicios respondiendo a agendas propias, de carrera y medre y no su empleo ni al servicio público. Analizarán estos muy bien. Serán de verso florido y titular rimbombante, fluido, fértil. Tendrán buena relación con el poder, etiqueta y tarjeta de esa que te pone al ministro al teléfono en lo que te fumas un cigarro. Pero calle, lo que se dice calle –la de barro y frío, que no narre con superioridad vidas que no conocen porque no las viven- dejaron de verla el día que ascendieron. Y en su gestión de los recursos decrecientes son ellos quienes deciden terminar con el reporterismo, que ya no queden corresponsales, ergo matar el periodismo. Los que en su lugar nos dejan esta arena en la que solo quedan gestores del declive con agenda de supervivencia en redacciones que se parecen cada vez más a un prolongado juego de la silla donde se cae quien pierde la política, no quien se separa de la calle que debería contar.

Toca preguntar quién mató el periodismo a quienes tienen medios para hacer periodismo y no lo hacen. A nadie más. Porque han decidido apostar por el clickbait barato en un medio profesional en el que las apuestas novedosas y los grandes lanzamientos pasan, por ejemplo, por el reciclado de contenidos de primera clase adaptado a un nuevo público que espera en clase turista que un par de días después la clase ejecutiva le suelte las sobras. Que ha optado, en definitiva, apostar por no gastar (en nada que no sean sus privilegios, inmaculados) y a base de inundar las pantallas de posts para Facebook, girar por el mundo cual gurús salvando el periodismo cuando en realidad lo están matando.

Lo paradójico del periodismo es que puede auparse a la gloria quien lo mata. Y aparecer como responsable del asesinato cometido por otros, quien sigue reporteando contra viento y marea. El periodismo lo mataron el día que mataron el reporterismo por caro y lento. Y eso no lo mataron más que los de las opciones sobre acciones, el cuidado de los beneficios para los inversores, los gestores del derroche y el exceso anteriores y los recortes subsecuentes. Los reporteros, profesionales y freelancers, amateurs algunos, no hemos hecho más que luchar hasta reventarnos contra el muro levantado por los de culo sentado en sillón orejero que dejaron de enviar gente al terreno para apostar por otro modelo, más barato, de peor calidad, por el que nadie quiere pagar como consumidor, que sigue costando dinero –aunque cada vez menos– mientras aquel contenido por el que la gente sí estaría dispuesta a pagar, el reporterismo, el periodismo de calle, deja de hacerse.

Hay legión de jóvenes y no tan jóvenes amateurs un día, profesionales como la copa de un pino otro, que trabajan sin seguro médico, sin salario, apoyándose en lo que pueden, como pueden y metiéndole ganas porque creen en esto. Y sí, que pueden incluso acabar con su vida. Toquemos ese tema. Ofende mentar a los muertos sin honor porque en la guerra muere gente. Pero por vocación y por servicio público. No se equivoquen. Nadie muere por ego ni por firmar. Muere por llegar a Alepo o avanzar en Mosul. Muere en un pueblo de Veracruz por enfrentarse a un alcalde corrupto. Por estar donde hay que estar. Esos son los que consiguen la mayor parte de la información, los que marcan, los que detectan, los que tiran, casi siempre, tendencia. En el Intercontinental o en la oficina nunca te van a degollar. La referencia a los muertos de quien cree que el periodismo lo mataron aquellos a los que alguien llama amateurs es ofensiva. De arcabuzazo. Digna de que el florete de Alatriste atraviese a quien ose. Si los degollados en Siria murieron de precariedad –que no, que no, que no es cierto, murieron en la guerra por estar demasiado cerca– aunque alguien haya osado escribirlo así, entonces quienes los asesinaron fueron los jefes de los medios. Y en ese giro lógico, en ese ejemplo miserable, se cae toda la argumentación de ese texto que dice al periodismo lo mataron los amateurs.

Pijos y gilipollas los hay en todas partes. En los asientos caros hay muchos más. Y los corifeos que señalan la paja en el ojo ajeno y amplifican la gilipollez como si fuera definitoria de algo, merecen sambenito por mentir ameritando así su canonjía.

No. Seamos serios. Matar el periodismo es considerar la sección de internacional de un diario la traducción del contenido de otro diario, apuesta mucho más barata que crear una sección de internacional. Traducir en vez de producir. Fusilar a las agencias en vez de enviar corresponsales porque sale más barato. No contar el hambre en Guatemala porque no es noticia, pero que cada derbi Madrid-Barcelona siga siendo, más que noticia, avalancha. Que no se viaje a las esquinas del continente pero que en una rueda de prensa en el centro de la ciudad haya 30 fotógrafos tomando la misma imagen. Que la crisis ha provocado miles de despidos pero no ha tocado los sueldos de los directivos. Que los redactores redacten transcribiendo vídeos de los camarógrafos porque pueden pasarse un año sentados en la redacción sin moverse de la silla. Que cuando un diario decide pagarle a un redactor el 30 por ciento de lo que ha costado producir una nota, la noche antes sus jefes han invitado a cenar a una fuente política gastando el doble de dinero a cambio de un chisme interesado. Que para entrar en un diario haya que pagar un master que casi solo los pijos pueden pagar. El periodismo se mata por arriba. Todo eso pasa porque lo deciden los editores, los jefes. Y nadie más. Los dueños de los medios de producción y sus capataces. Nunca los jornaleros que se emplean a peonada. No son los amateurs los que hacen todo eso.

Peor aún, en otro formato de asesinato periodístico. Los editores, los jefes, son quienes deciden no verificar fuentes y publicar, algo tan de hoy en día. ¿Queremos hablar de quien mata al periodismo? En el caso de Nadia, esa niña con una enfermedad rara y su padre estafador recaudando dinero y curando dolencias en cuevas de Afganistán que ha ocupado cientos de minutos y miles de palabras en la prensa española ¿es el periodista que se come todo lo que le dicen el único responsable de la muerte del periodismo, que lo es, o lo es el medio que no le ha puesto un editor que le verifique la nota? ¿Alguien ha preguntado al medio por los mecanismos que terminan con la confianza del lector, que pasan por recortar personal hasta terminar con la edición? No. Linchemos al reportero, fácil y barato. A la hoguera con él. Editorial con “perdón, me equivoqué, no volverá a pasar”. Y todo resuelto. Como Borbón que abdica. En comportamiento monárquico, que nada tiene que ver con la asunción de responsabilidades propia de las sociedades democráticas.

El periodismo viaja en bus por las noches, duerme en colchones en casa de amigos y trabaja pidiendo prestado, tardando seis meses en cobrar, tirando de la herencia que le dejó su abuela o con el dinero que ahorró en su trabajo anterior. Y es feliz, aunque se queje, porque cree que el periodismo es servicio público y no poder. Ese periodismo está más vivo que nunca y existe pese a los medios, pese a la prensa, pese a los canales. Existe por militancia y activismo, por vocación, por sentido del deber. Si el periodismo no ha muerto es porque no se deja matar por quienes toman las decisiones y muestra una resiliencia encomiable.

Hablo por experiencia propia. Por mí y mis compañeros, que hacían y hacen bodas, sí, para un día con ese dinero, una cámara prestada, sin chaleco y sin un dólar en la bolsa, salir a mostrarle al mundo Sirte, Alepo o San Salvador. Que han regresado con un Pulitzer o siguen haciendo bodas. Todos con la cabeza alta y la conciencia limpia. Sin un contrato y que no pisarán un despacho nunca. Hablo porque cuando éramos freelancers, amateurs, diría alguno desde la cómoda oficina, estábamos en medio del jaleo y nadie compraba nada. Y aprendimos que alguien de su misma cómoda oficina llegaría un mes después o no llegaría nunca. Y esos, los mismos, nos dicen qué hacer. Su voluntad de dar lecciones es inaceptable.

En 2008 Israel comenzó a bombardear la Franja de Gaza. Era navidad y los profesionales estaban de vacaciones o bloqueados por Israel al otro lado de la valla. No podían entrar de manera ilegal en Gaza por mar, como hice yo, amateur, mientras los israelíes nos disparaban, porque perderían su visa (importante criterio para el periodismo). Fue la operación Plomo Fundido. Murieron 1200 personas y se bombardearon con fósforo blanco las instalaciones de Naciones Unidas y los hospitales de la Cruz Roja. Cobré, por tres semanas de trabajo contando ese tipo de situaciones, si mal no recuerdo, 1000 euros. Que me llamen amateur. Se llenaron la boca. Aun me rebota en los oídos. Amateur, Amateur. Hice periodismo. Mientras los profesionales lo veían por televisión. De esas tres semanas a pérdida pero cumpliendo con algún servicio público salieron luego encargos bien pagados para un año. En la empresa, a veces se invierte y se pierde dinero para ganarlo luego. Y en el periodismo, siempre, se cuenta la historia primero y luego ya se cuadrará el balance.

El mundo está lleno de freaks e idealistas. Pero nunca son ellos los representativos ni los responsables de nada. Son solo las notas de color. Ni los amateurs ni los freelancers ni los periodistas mataron al periodismo, en manos de editores y propietarios de medios. Defender esa tesis me hace pensar en los campesinos que se rompían el lomo cultivando el trigo con el que se cocinaban los pasteles de María Antonieta. Solo faltaría que ahora alguien omitiera que eso terminó por provocar un revolución de tráfico atascado frente a la guillotina y se atreviera a reescribir la historia para defender que, en realidad, los campesinos fueron los culpables de los retortijones de la reina después de engullir hasta la saciedad.

El gilipollas sube al escenario cuando el empresario le ve beneficio a que el espectáculo sea ese. El tomatazo al empresario. No disparen al pianista. Nunca. Eso es de mercenarios, arribistas y lameculos.