Rosarlin Hernández

Antes de la tormenta. De Rosarlin Hernández

El caso es que Darío ahora está muerto y para mí su ausencia reitera la absurda presencia del ejército en al menos 25 puntos de la ciudad.

rosarlinRosarlin Hernández, 1 octubre 2017 / LPG-Séptimo Sentido

Lo conocí de niño. Siempre iba guapo, coqueto, sonriente. Era uno de los presentadores estrellas del programa infantil “Güerep”. En ese entonces, yo escribía sus guiones y lo vi repetir muchas veces nuestro eslogan “Saltando crecemos, jugando aprendemos”. Era fantástico frente a las cámaras. Un gran comunicador. Alguna vez se quedó a dormir en mi casa y jugaron hasta el amanecer con mi hijo. Eso fue hace más de 10 años y durante todo este tiempo he querido pensar que ese espacio efímero en la televisión había sido una especie de semilla que sembramos para cosechar mejores ciudadanos.

septimo sentidoSin embargo, la mañana del miércoles sentí de golpe un hueco infinito en el estómago y en mi corazón, el titular decía: “Pandilleros asesinaron anoche al hijo del periodista Henry Arana”. Era Darío. El niño que durante varios domingos preguntó y celebró junto a la rana Güerep su derecho a tener voz propia.

Todavía puedo escuchar los sollozos de su madre preguntando: “¿Qué hicieron con mi muñeco? ¿Por qué hacen eso a la gente buena?… Me partieron en dos. Nadie nos puede ayudar”. Tenía 22 años, solo uno más que mi hijo. Tenía una hija, una pareja, una hermana y un padre valiente que no se deja vencer por el cáncer. Todo eso y más era Darío. Pero la nota del día decía: “Según las autoridades, el martes finalizó con 23 homicidios, una de las víctimas de esta fatal jornada de asesinatos fue Darío”. Así de crudo, de fugaz, de escueto.
Lo absurdo es que murió en una ciudad militarizada. Desde el 18 de septiembre más de 50 vehículos blindados de la Fuerza Armada patrullan por las calles de San Salvador y el argumento del presidente de la república, Salvador Sánchez Cerén, ha sido que este despliegue militar es parte del plan de fortalecimiento de la seguridad y prevención.

Pero ¿desde cuándo la presencia de los militares en la calle ha hecho sentir más seguros a los salvadoreños? Podríamos preguntar a los familiares de desaparecidos, a quienes participaron en la marcha estudiantil el 30 de julio de 1975 o a los sobrevivientes del Mozote. La otra opción sería preguntárselo al presidente, quizá él tenga una mejor explicación para eso, quizá el pueda decirnos cómo ha cambiado su percepción del ejército desde sus días de joven revolucionario y guerrillero.

El caso es que Darío ahora está muerto y para mí su ausencia reitera la absurda presencia del ejército en al menos 25 puntos de la ciudad. Antes de su asesinato y con los militares ya apostados en cualquier esquina, había 108 familias, que en un lapso de cuatro días, perdieron a sus seres queridos y la cuenta no se detiene.

Casi sin parpadear las autoridades dijeron en conferencia de prensa que “las víctimas no estaban perfiladas como pandilleros, y que incluso, sus casos se salían del parámetro de edad de homicidios contra miembros de estas estructuras, que es entre 18 y 30 años”. Como siempre están en vías de investigación, y no para hacer justicia, sino más bien para corroborar cuántos de ellos tenían parentesco con pandilleros.

Lo que quiere decir que si estas personas tenían algún parentesco merecían morir y por lo tanto, el Estado salvadoreño no debe invertir más recursos en explicaciones.

Si hay algo peor que la violencia es nuestra indiferencia. Ese postergar, ese traspapelar, esa idea de que podemos avanzar mientras caminamos sobre de los muertos. Para mí la presencia de los militares en las calles es como volver a sentir ese viento que sopla fuerte, que desbarata y desordena todo lo que encuentra a su paso, que se lleva la esperanza, las semillas y los buenos augurios. Un viento que nos presagia el inicio de otra gran tormenta. ¿Qué más estamos esperando?

El país que se repite. De Rosarlin Hernández

El Salvador se repite no solo en el tipo de conflictos que nos enfrentan como sociedad, sino que también en los métodos que adoptamos para superar esos conflictos. Se repite como un país sordo.

rosarlinRosarlin Hernández, 3 septiembre 2017 / LPG-SEPTIMO SENTIDO

En estos días es bien fácil olvidar que alguna vez aquí se firmó la paz. Será porque el olor a sangre y pólvora aún sigue presente en el aire que respiramos, en el camino a casa de los que nunca llegaron, en el duelo de los hogares donde hace falta un ser querido, en el nuevo listado de huérfanos, en los cientos de salvadoreños que abandonan sus hogares para salvar sus vidas, y como si todo esto no fuera suficiente, en las amenazas que todos los días leemos hacia cualquier ciudadano que opine o desee construir un país diferente del que ya conocemos.

septimo sentidoNo hace mucho tiempo, la razón para matarnos eran las opciones políticas y los ansiados cambios sociales que aún seguimos esperando. Esas dos grandes razones bastaron para justificar la muerte y la violencia. Y aunque pareciera una cosa del pasado, a la luz del presente, la firma de la paz solo la puedo interpretar como una breve tregua que sirvió como respiro para dar paso a esta nueva guerra que, al parecer, recibió como legado de la anterior la impunidad y el autoritarismo.

Como un retrato del tiempo, otra vez los policías se reúnen en las esquinas, ansiosos, desconfiados, alertas para no ser el número 24 en la lista de agentes asesinados por pandillas. Los jóvenes siguen siendo “los siempre sospechosos de todo”. El periodismo independiente denuncia por enésima vez la existencia de grupos de exterminio dentro de la institución más simbólica de los acuerdos. Cada quien saca la amenaza más sanguinaria que aprendió en la guerra y la exhibe en las redes sociales como parte del performance de la violencia. El vicepresidente de la república, Óscar Ortiz, propone “tocar madera para que no pase algo con un periodista” como garantía de vida. Los “malos” y los “buenos” se turnan los roles.

En esta constante evocación del pasado en el presente encontré tres episodios que deseo compartir: el primero es la amenaza que circuló en redes sociales dirigida a los colegas de la Revista Factum y el periódico digital El Faro: “Los tengo que ver como Christian Poveda, muertos en manos de sus protegidos”. El segundo es una asociación de hechos que posteó el fotoperiodista Francisco Campos a partir de las declaraciones realizadas por el vicepresidente de la república: “Me acordé cuando Duarte dijo: ‘Quieren un muerto en la calle’. Un par de días después asesinaron a Herbert Anaya Sanabria, de la Comisión de Derechos Humanos”. Y el tercero: una de las amenazas que recibió la historiadora Elena Salamanca a partir de un texto publicado en 2014 alusivo al Ejército en la calle y la construcción del enemigo: “Da gracias por vivir en 2000, porque de lo contrario, estarías en el playón”.

Estas tres evocaciones no son casuales. No haber cerrado por completo el capítulo de la guerra civil recién pasada ha dejado la puerta entreabierta para que el país se repita una y otra vez en su peor versión. Ese conflicto inconcluso, por un lado, ha condicionado el desarrollo –en todo el sentido de la palabra– por la incapacidad de las dos principales fuerzas políticas para alcanzar acuerdos, y por otro, ha puesto una vez más a la clase trabajadora en medio del fuego cruzado entre policías y pandilleros. Es como vivir en medio de dos guerras, pero de manera simultánea.

El Salvador se repite no solo en el tipo de conflictos que nos enfrentan como sociedad, sino que también en los métodos que adoptamos para superar esos conflictos. Se repite como un país sordo, inmune a la muerte, a la violencia, a la injusticia, a la tragedia.

A pesar del alto costo humano, como sociedad nos resistimos a escuchar al otro y a reflexionar sobre la necesidad de romper con este molde violento que tanto luto y dolor nos provoca. Como dice el editorial de El Faro, “la labor del periodismo es poner frente a la sociedad un espejo para que se conozca y comprenda, para que se evalúe y redefina”. Me queda claro que solo entonces, cuando decidamos vernos en ese espejo, podremos refundar un país diferente.

En nombre de los pobres. De Rosarlin Hernández

Las reacciones respecto del SITRAMSS solo son una pequeña muestra de todo lo que se dice y se hace en nombre de los pobres.

Rosarlin Hernández, 14 mayo 2017 / LPG-Séptimo Sentido

En El Salvador, usar a los pobres como argumento para hacer funcionar un proyecto se ha convertido en una fórmula casi infalible. Si usted quiere decir, proponer, escribir o hacer lo que sea, y asegurar el éxito económico y mediático de su proyecto, use a los pobres. Diga que está sumamente interesado en mejorar su calidad de vida, que desea que los niños en “situación de riesgo” vivan como sus hijos, que ese proyecto que conoció en Finlandia o Noruega va a dar excelentes resultados cuando usted lo haga aquí, recalque que los admira por la resistencia y la audacia que tienen para sobrevivir, explique que su interés es dignificarlos y que quisiera ser como ellos porque saben cómo ser felices con bien poco.

Ahora bien, si usted quiere lograr mayor conmoción, empatía y “liderazgo”, lo recomendable es que escriba en su muro de Facebook un día sí y otro también cómo le duele el mar de injusticias que produce este país, describa las veces que ha llorado de impotencia, publique cómo pasa las noches de insomnio pensando en los que tienen hambre, en los desempleados, en los obreros con un sueldo ridículo o en todos los pobres que en este país sufren abuso de poder.

En estos días, por ejemplo, los pobres han ocupado el primer plano de interés. La razón: cuatro de los cinco magistrados que integran la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia aprobaron una medida cautelar que obliga a la habilitación del carril segregado del Sistema Integrado de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador (SITRAMSS) para que lo usen todos los automovilistas por igual.

La característica común de la avalancha de reacciones ha sido “defender el interés de la población pobre que no tiene vehículo”. El diputado Róger Blandino Nerio calificó la decisión como una medida del “demonio”, el alcalde de Soyapango, Miguel Arévalo, activó su solidaridad con la “gente de a pie” y el ministro de Obras Públicas, Gerson Martínez, aclaró que una de las personas que encabezan la demanda es un activista del partido ARENA, candidato y “provocador de motines”. Las declaraciones las hizo mientras miembros de su partido vociferaban insultos frente a la Corte Suprema.

En este mismo tono de preocupación me sorprendió un tuit del periodista Roberto Valencia que decía: “Esta sociedad clasista nunca digirió la idea de que un pobre en bus llegue antes que alguien en carro propio. La sala corrige la anomalía”.

Me sorprendió, sobre todo, porque un sinnúmero de veces me ha tocado cruzar los dedos para que mi carro viejo no se quede varado en medio de las coasters repletas de pasajeros. Una vez más, los errores de origen del SITRAMSS se perdieron entre el razonamiento polarizado de la politiquería y el clasismo. Una vez más, las opiniones más sensatas las dieron los verdaderos usuarios del servicio.

Las reacciones respecto del SITRAMSS solo son una pequeña muestra de todo lo que se dice y se hace en nombre de los pobres. Elija un hecho reciente y piense en los argumentos que utilizaron los voceros para atacar o defender ese hecho. Muy seguramente el argumento más importante que quedará en sus recuerdos es que todo se hizo en nombre de los pobres sin importar el resultado.

No crea que ese tono de preocupación conveniente es exclusivo de los funcionarios del partido de Gobierno, no, ese tono también lo usan otros actores de la sociedad civil para afianzar su imagen de voceros en favor de los desprotegidos.

Digo todo esto porque en mi caso tanta indignación solo me genera incredulidad. Prefiero creer y apoyar aquellas iniciativas en las cuales sus líderes están enfocados en hacer más y alardear menos. Prefiero, de ser posible, conocer el producto y, al final, llena de admiración y maravillada, sentir el deseo de averiguar quién lo hizo. De preguntar qué debo hacer para sumarme a su proyecto. Pero quizá en estos tiempos de redes sociales, eso sea pedir mucho.

P. D.: Felicidades sinceras a las escritoras salvadoreñas Krisma Mancía, Claudia Hernández, Ivonne Veciana, Elena Salmanca, Jorgelina Cerritos y a mi amigo Miguel Huezo por la fiesta de libros que nos han regalado.

El año nuevo, como punto y seguido. De Rosarlin Hernández

Así cerramos 2015, con un país literalmente partido en dos, con sentimientos encontrados, con una clase política siniestra, con héroes anónimos, con la necesidad de abrir paréntesis para fantasear que tenemos algo.

Periodista salvadoreña radicada en Ginebra, Suiza.Rosarlin Hernández, 3 enero 2016 / LPG

Admiro a las personas que son capaces de escribir una lista de propósitos para año nuevo y los cumplen. A mí no se me da. Cuántos compromisos quedan plasmados en papel y jamás llegan a formar parte de nuestra vida cotidiana. Prefiero responder cada mañana a esa voz interior que me cuestiona, me recuerda los pactos y me exige coherencia con las decisiones que tomo en la vida.

Ante la ansiedad que me provoca recibir el año nuevo, he tomado la salida sana de compararlo con el acto de empezar el siguiente capítulo de una gran novela. Un título que atrapa, la sinopsis de la contratapa que nos promete suspenso, la descripción de personajes que se parecen a nosotros y que además viven sus vidas en escenarios inquietantes que nos resultan familiares. Dicho esto, compramos el libro y aun cuando todos podemos leer el final, nadie se atreve, porque tal como canta Jorge Drexler: “Amamos más la trama que el desenlace”. Sobre todo en un país como El Salvador, donde las historias tienen finales tan desoladores.

la prensa graficaPues bien, así veo 2016, como la continuación de un nuevo capítulo, en lo individual y como sociedad. El asunto es que antes de continuar con nuestra narrativa, es preciso revisar el capítulo anterior. Dónde fue que dejamos el punto y seguido. Para ello, tomaré como referencia el fragmento de un texto escrito por la editora de esta revista, Glenda Girón, quien nos reiteró que cerrábamos 2015 con unas cifras escandalosas de homicidios, desapariciones y extorsiones.

De su carta editorial todavía resuena en mi cabeza el siguiente párrafo: “Ahí, en donde muchos van a agradecer el año por lo que sea que les haya dado, también habrá familias heridas, rotas por las ausencias. Niños sin padre o madre. Madres y padres sin esos hijos a los que todavía buscan o lloran. Ahí donde la mitad del país celebrará, la otra mitad no tendrá más que sobrecogerse e intentar hallar consuelo en lo que queda. Ahí donde muchos se moverán en la abundancia, a otros les faltará hasta el agua”.

Así cerramos 2015, con un país literalmente partido en dos, con sentimientos encontrados, con una clase política siniestra, con héroes anónimos, con la necesidad de abrir paréntesis para fantasear que tenemos algo que celebrar, sabiendo que el 1.º de enero debemos cerrarlo y asumir 2016 con la incertidumbre de siempre, aspirando a tener lo básico y dando gracias por un día más de vida.

Una vez recapitulado el punto y seguido, me gustaría proponer ciertos cambios a esa trama. Imagínese que en lo individual y como sociedad este año escribimos historias que nos devuelvan poco a poco la esperanza. Por ejemplo, podríamos incluir a un expresidente condenado y la apertura de procesos judiciales contra otros exmandatarios salvadoreños acusados de corrupción. Francisco Díaz juramentado como fiscal general de la República. La madera de los periódicos informando que la Fundación Forever recibe todos los apoyos para expandir la cultura de la integración, que ser joven se convierte en sinónimo de futuro y la violencia recibe un personaje de relleno. Y si quieren, hasta podríamos crear personajes secundarios como el de algún funcionario de gobierno capaz, que se limite a cumplir con su obligación de servidor público sin creer que por ello levita.

Como dijo Glenda Girón en su texto, ya hubiera querido que mi primera columna de 2016 fuera más optimista, el caso, como dice la editora, es que “abrir los ojos ante la tragedia de todos los días no es opcional, es una responsabilidad ineludible y es, también, el inicio de algún tipo de cambio”. Así las cosas, no hay más que decir, y sí mucho por hacer. Entonces, manos a la obra.

Las historias que también deberíamos de contar. De Rosarlin Hernández

Espero que un día comprendamos que investigar y escribir sobre los procesos culturales salvadoreños representa el desafío y la oportunidad de comprender el país donde vivimos.

Periodista salvadoreña radicada en Ginebra, Suiza.

Periodista salvadoreña radicada en Ginebra, Suiza.

Rosarlin Hernández, 5 julio 2015 / LPG-Séptimo Sentido

El prado de los soñadores

Una vez mi editor de cultura, un periodista salvadoreño al que admiro mucho, me dijo que “la sección cultural de un periódico debería de ser sinónimo de prestigio”. En ese entonces, como reportera, asocié la frase a la calidad, la versatilidad y al compromiso periodístico que los medios de comunicación tienen con los lectores.

Aunque ahora parece mentira, un día los salvadoreños tuvimos la oportunidad de elegir entre varias revistas con temas de largo aliento y secciones culturales que daban la batalla sincera por existir. En esos días no era tan descabellado proponer al jefe editor hacer una entrevista o un reportaje sobre lo que ocurre en el laboratorio creativo de un artista salvadoreño. En esos días, lo más que podía ocurrir era que algún colega soltara una risa irónica y trivializara el tema.

Así tuve la oportunidad de apreciar, primero como público y luego como periodista, el extraordinario trabajo del grupo de teatro Moby Dick. Siempre me interesé por sus historias detrás del telón; por los malabares económicos que han hecho para montar sus obras; por la tenacidad de tocar puertas y pedir colaboraciones; porque han pasado 15 años y no han dejado de hacerlo.

Como espectadora me conecté de inmediato a la propuesta teatral del grupo. En sus obras sentía que estaba en una cita de amigas. Era como si las actrices Mercy Flores, Rosario Ríos y Dinora Cañénguez, junto con su director, Santiago Nogales, me hubieran invitado a subir al escenario para reírnos juntas de lo que la sociedad esperaba de nosotras. Sus personajes eran adorables, irreverentes, divertidos, inteligentes.

Después de sus presentaciones me preguntaba: ¿De dónde sale el dinero para montar estas obras? Si dedican tantas semanas a ensayar, ¿por qué la obra dura un par de días en cartelera? Si tienen que ganarse la vida haciendo otros trabajos, ¿por qué siguen adelante? ¿Cuál es la recompensa que reciben por su trabajo? ¿Qué puedo hacer como periodista para que se valore profesionalmente este esfuerzo? Para responder mis interrogantes fui a los ensayos. Allí se multiplicó mi admiración por su trabajo. Allí confirmé que El Salvador no era solo violencia y corrupción. Allí constaté que aquí se producen otras historias que también merecen ser contadas.

Para mi sorpresa, mi visita al país coincidió con el estreno de la obra “Las partículas de Dios”. Consideré todo un privilegio ver nuevamente al grupo Moby Dick en escena. Esta vez, interpretando la historia ganadora del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz (2014), escrita por el dramaturgo mexicano-salvadoreño Luis Ayhllón.

En esta obra, los personajes que hicieron reír al público no eran mujeres valientes que rompían moldes y luchaban por tener identidad propia, eran mujeres clasistas, racistas, de doble moral, cuyo único interés era mantener las apariencias que otorga el dinero.

Mientras la obra estuvo en cartelera, busqué en los principales medios de comunicación una crítica de teatro, una nota informativa completa o un fotorreportaje que explicara al público salvadoreño por qué valía la pena no perderse esta oportunidad y no la encontré. A pesar de la poca cobertura periodística, las actrices tuvieron teatro lleno. Por esta y otras razones considero que contrario a la trivialidad y al desprecio con el que la prensa nacional trata los temas culturales, es necesario aclarar que escribir sobre libros, teatro, cine o música es una tarea tan seria, compleja y sutil como escribir de la escalada de la violencia o la falta de inversión extranjera en el país.

Espero que un día comprendamos que investigar y escribir sobre los procesos culturales salvadoreños representa el desafío y la oportunidad de comprender el país donde vivimos, de ser conscientes de la manera perversa en que lo hemos diseñado; en definitiva representa la oportunidad de dialogar y reafirmar las cosas buenas de la vida que todavía valen la pena y que tanta falta nos hace recordar