Máriam Martínez-Bascuñán

La fuerza en un pañuelo. De Máriam Martínez-Bascuñán

Jacinda Ardern, primer ministra de Nueva Zelandia

La respuesta de Jacinda Ardern va más allá del mero gesto: ofrece un marco coherente de ejemplaridad donde el mundo de los hechos y el de los valores vuelven a unirse.

Docente de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

24 marzo 2019 / EL PAIS

Se puede ser ejemplar sin caer en los gestos, y desplegar una política de gestos sin ser ejemplar. Y es lo primero, la ejemplaridad, lo que estos días ha llamado la atención de Jacinda Ardern. La respuesta de la primera ministra de Nueva Zelanda ante los atentados del terrorista supremacista que asesinó a 50 musulmanes va más allá del mero gesto: ofrece un marco coherente de ejemplaridad donde el mundo de los hechos y el de los valores vuelven a unirse, donde la resistencia de lo real empieza a claudicar poco a poco ante lo ideal.

Su famoso “ellos son nosotros” sobre los miembros de las comunidades de inmigrantes afectadas por el ataque rompió con el habitual uso del extendido binomio populista, una forma de destilar el mundo que impone visiones holísticas de las culturas y una comprensión pacata de las sociedades como nichos perfectamente coherentes, sin fisuras o suturas, purificadas de todo lo que huela a diferencia. La fuerza totalitaria del “nosotros y ellos” representa un patrimonio reaccionario de veleidades prebélicas, pero no fue debilidad lo que mostró Jacinda Ardern: exhibió, por contra, una fortaleza inusual en la clase política dirigente, reconociendo la vulnerabilidad como el punto de referencia para pensar la política desde otro lugar.

Al mostrarse con un pañuelo negro sobre su cabeza para acompañar a las víctimas de las comunidades musulmanas atacadas, abrazándolas y consolándolas, creaba ese “nosotros” que puede surgir en torno a una herida, al sentimiento de pérdida, a esa sensación de vulnerabilidad que experimentamos cuando nos percatamos de que nuestras vidas siempre estarán expuestas al capricho del otro, pero también a su empatía. Ninguna respuesta enérgica, ningún llamamiento a la guerra o la revancha después de un atentado puede cambiar esa azarosa dependencia. Al no querer pronunciar el nombre del terrorista, la primera ministra hizo algo más importante aún: poner rostro a quien realmente lo necesita, a aquellos que están más expuestos a la violencia. Les decía, así, que merecen un duelo y estar presentes en los discursos nacionales, que merecen que se reconozcan sus vidas públicamente, y que se lloren sus pérdidas.

El marco de ejemplaridad ofrecido por Ardern se ha comparado con el autoritarismo y la xenofobia de los iliberales Trump, Orbán y Modi. “Jacinda Ardern importa”, se ha dicho, e importa por su sencillez, porque no construye un liderazgo desde la lejanía o las liturgias cesaristas de algunos de nuestros flamantes y muy demócratas líderes. Ardern muestra humanidad, y algo que escasea también en el mundo de los impecables paladines liberales: sensibilidad para entender el dolor ajeno.

Muros y contramuros. De Máriam Martínez-Bascuñán

¿Qué significa que América es lo primero? Que si alguien gana fuera de sus fronteras, América pierde…

Fake news
Docente de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

13 enero 2019 / EL PAIS Muros y contramurosMuros y contramuros

Que Trump miente lo sabemos todos, hasta sus seguidores. Pero da igual. En ellos ha prendido el mensaje que lanzó desde el principio: soy el líder de un movimiento “como el mundo jamás ha conocido”. La máxima era exagerada, sin duda, pero no erraba el tiro. Trump entendió bien la naturaleza de los movimientos con tintes autoritarios, la inexplicable lealtad que generan en sus seguidores hasta el punto de hacerlos negar las evidencias más elementales, los puros datos, como aquella sesión de investidura falsamente más numerosa que la de Obama.

Entonces, ¿hay truco? Claro que sí: lo que genera esa adscripción insobornable no son las mentiras, sino el diseño de una cosmovisión concreta. No importa que esa explicación del mundo se alimente de fantasías, falsedades o delirios: aunque prescinda de cualquier arraigo con la realidad, tiene coherencia interna. Porque lo cierto es que une a sus seguidores ofreciéndoles una explicación para su ira y enfado, y les promete un salvador. Esa realidad alternativa construida con las piezas de cada tuit da congruencia a su célebre máxima: America First.

¿Y qué significa que América es lo primero? Pues que el juego es de suma cero; que si alguien gana fuera de sus fronteras, América pierde. Ese es el mensaje que atraviesa la lógica de las relaciones internacionales y llega hasta la economía, basado en la competición antes que en la cooperación. Explica también su política migratoria y su fascinante fetichismo del muro, un símbolo arrollador que ha convertido en un icono generador de identidades. Porque el muro es la condición para que los que están dentro compartan una identidad total que construye la comunidad, pero también irradia identidad hacia fuera, cohesionando a quienes esperan agazapados en la frontera. Trump lo cree y lo refuerza: si ellos ganan, América pierde.

Pero hay algo que falla en la ecuación del presidente. No hallaremos la grieta en su Twitter, donde el mundo sigue girando en torno a su América First, sino en la nueva Cámara de Representantes, que ha detenido su proyecto de “un muro más alto” desafiándolo con argumentos. Nos encontramos así ante este interminable cierre parcial del Gobierno, un auténtico símbolo de la resistencia ante sus dislates, e impulsado por un contrapoder institucional que se niega a malgastar dinero en un proyecto absurdo. Y resulta que ese poder es tan legítimo como el del presidente, pues es expresión de la voluntad popular, conformándose así otro elemento nuclear del sistema, aquel que permite su resiliencia y fortaleza: una oposición salida legítimamente de las urnas. Y a esto, felizmente, se le llama democracia liberal.

El rapto de Europa. De Máriam Martínez-Bascuñá

La buena noticia es que la Unión Europea, al fin, se ha politizado; la mala, que si no actuamos en consecuencia, acabaremos perdiéndola.

Docente de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

16 septiembre 2018 / EL PAIS

Europa vuelve a ser un campo de batalla, aunque no lo sea, felizmente, por una guerra que la transforme en un paisaje lunar, como en aquellos tiempos no tan lejanos en los que, según describía Vonnegut, Dresde dejó de parecerse a una Florencia sobre el Elba. Lo que nos jugamos en esta otra contienda, como dijo Tsipras este martes en Estrasburgo, es de “carácter existencial”, pues sucede que, una vez rota su promesa de prosperidad, la idea de Europa ha pasado a ser un significante vacío a la espera de ser rellenado de sentido. La disputa es, de nuevo, sobre su identidad, y me temo que ya no basta con defender a Europa. El dilema no consiste en Europa sí o no. Se trata de saber qué Europa queremos.

Cuando Farage y los suyos abandonen de una vez el barco, el Europarlamento dejará de contar con fuerzas políticas que solo quieren marcharse. La batalla se producirá entonces por la influencia dentro de la Unión y por el modelo que se quiera imponer. Se equivocan quienes piensan que la UE está en decadencia: jamás la batalla política se presentó en un marco tan europeo. Y es en esa clave donde hay que interpretar las palabras de Orbán del verano pasado: “Hace 27 años pensamos que Europa era nuestro futuro. Hoy, somos el futuro de Europa”. Recordaba con ellas que, lejana ya la caída del muro de Berlín, el conflicto político se articula ahora en términos identitarios, y de ahí surge su abyecta bandera: “Europa para los europeos”.

No se trata, por supuesto, de la Europa cosmopolita y liberal de Macron, o de la humanista e intrépida tierra de Odiseo a la que apelaba Tsipras; su Europa es aquella que antepone los valores cristianos a los derechos individuales; la que, al parecer, permite también la imposición del libre mercado sin incluir en la ecuación la libertad política para Hungría o Polonia. Esa es la enorme importancia de la votación del miércoles en el PE.

La pugna por la identidad se libra encarnizadamente en el seno del Partido Popular Europeo. Las próximas elecciones pueden colocar a la extrema derecha como segundo grupo del Europarlamento, incluso con Orbán a la cabeza, y ya verán cómo las viejas batallas entre Juncker y Schulz nos parecerán entonces amables duelos dialécticos, apenas una disputa sobre matices entre bienintencionados caballeros. Ahora más que nunca estamos ante la confrontación de modelos antagónicos: uno que, con sus diferencias, incluye el liberalismo de Macron, la democracia cristiana de Merkel y la socialdemocracia; y el otro, los grupos de ultraderecha dispuestos al asalto definitivo de la fortaleza. La buena noticia es que Europa, al fin, se ha politizado; la mala, que, si no actuamos en consecuencia, acabaremos perdiéndola.

@MariamMartinezB

 

Nos queda Merkel. De Máriam Martínez-Bascuñán

el paisLa canciller nos está diciendo que no hay seguridad emocional, pero que ella está ahí.

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Angela Merkel deposita flores en el mercadillo navideño de Berlín donde se produjo el atentado. Maurizio Gambarini / AFP


de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

Máriam Martínez-Bascuñán, docente de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

Máriam Martínez-Bascuñán, 24 diciembre 2016 / EL PAIS

En 1517, Lutero procedió a colgar sus tesis contra el catolicismo en las puertas de la iglesia de Wittenberg. Reflejaban un estado de indignación moral frente al orden eclesiástico. Hoy, 500 años después, Merkel se presenta para reafirmarse en sus convicciones casi desde el mismo lugar que el rebelde protestante: “Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa”.

Desde un imperativo ético, Merkel responde ante su pueblo con un discurso valiente, reconociendo con naturalidad su responsabilidad y sus limitaciones. Frente al pretencioso despliegue de fuerza —y testosterona— de Hollande, la canciller no habla de “guerra contra el terror”, ni decide bombardear Siria unilateralmente, ni activar una estrategia intergubernamental fuera de las instituciones de la Unión. Sabe que, declarando un estado de guerra, todo lo demás pasa a un segundo plano; que la retórica del miedo solo alimenta a los buscadores de votos, y que el terror se perpetúa a sí mismo porque en realidad carece de ejército: no se puede destruir con bombas. La canciller nos está diciendo que no hay seguridad emocional, pero que ella está ahí. Y ofrece su apoyo a quienes han defendido y se han esforzado por sacar adelante su política de acogida de refugiados.

Así, los refugiados representan el nacimiento de una nueva conciencia moral que no huye ante los insoportables dilemas humanos. Hay estados emocionales que, por el contrario, necesitan poner rostro a la inseguridad: “estos son los muertos de Merkel”, como dijo uno de los líderes de Alternativa para Alemania (AfD), representa ese afán por buscar monstruos fuera de nosotros. Los enemigos nos atan y moldean desde fuera en una “decisión existencial colectiva”, según Carl Schmitt, confiriéndonos la seguridad de pertenecer al clan de los elegidos. O cuando Trump, con cierto regusto bíblico de cruzada contra Occidente, dice que “los terroristas islámicos asesinan continuamente a cristianos en sus comunidades”.

Merkel sabe que esos discursos alivian, pero no dan con la raíz del problema, y los opone a la fuerza de la convicción moral, por muy impopular que resulte. Al final, va a ser cierto que se ha convertido en la única líder política digna de tal nombre.

@MariamMartinezB