Arturo Pérez Reverte.

Que todos queden atrás. De Arturo Pérez-Reverte

20 agosto 2018 / XL SEMANA

Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una necesidad reciente. Como una urgencia.

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos –aunque les llegará el turno–, como de ensombrecer biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él.

Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual. Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en bastantes líos lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto. En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina.

¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia. En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás. 

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los imbéciles –ni siquiera hay malvados en esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia y de vida.

Pérez-Reverte: «Las redes sociales están llenas de gente con ideología, pero sin biblioteca»

Autor de 25 novelas y ex corresponsal de guerra, el narrador español dice que todos encuentran pretextos para aliviar su conciencia, afirma que las redes sociales «son formidables pero están llenas de analfabetos» y augura que el mundo que viene será audiovisual.

Foto: Martín Lucesole

Loreley Gaffoglio, 28 mayo 2017 / LA NACION


En burdeles de Bangkok, lejos del olor a pólvora y el repiqueteo de las balas, hubo un tiempo en que el joven corresponsal de guerra les prestaba el oído a veteranos colegas. Entre copas y desahogos vivenciales, esos tipos curtidos por la barbarie, marcados por el desarraigo y la soledad, eran hábiles periodistas de trincheras. Siempre urgidos por llegar primeros para contarle al mundo cómo muta la vida bajo el asedio, a aquellos viejos reporteros los años de guerras «los hacían envejecer muy mal». Desorientados en tiempos de paz, la lucidez para interpretar el mundo en aguas serenas los hundía incluso en una suerte de vacío existencial.

Arturo Pérez-Reverte no quería terminar como ellos. Lo olfateó rápido, en esas tertulias de madrugada y cigarrillos entre historias de mil batallas: «El periodismo de guerra es bueno -dedujo- mientras uno sepa salirse a tiempo.» Igual que cuando se renuncia a un amor que jamás llegará a buen puerto. Los años y las revueltas armadas se sucedían y el avezado corresponsal -firma descollante del diario Pueblo y más tarde de la TVE-, no había urdido siquiera su retirada.

El reposo del guerrero, aquel que lo estrenó como novelista, sobrevino tras la guerra civil angoleña en los años 80: «Una enfermedad tropical, de las muchas que he tenido, aunque nunca una venérea», se confiesa, lo mantuvo meses en Madrid lejos del ruedo. Para matar el tiempo, por placer y divertimento, se impuso escribir una novela. El húsar, el soldado imberbe de la caballería ligera, ávido por entrar en combate y repeler a las huestes napoleónicas, pasó sin pena ni gloria. Tras el golpe de Estado en Túnez en 1987, al reportero lo acechó otro ímpetu literario: nació, así, de un tirón, El maestro de esgrima, una suerte de reescritura de las novelas de Dumas.

Aunque sin ansias de fama -después de todo, era un periodista de fajina, un outsider de las letras-, su tercer libro, tal vez, sosegaría su inventiva. Pero con La tabla de Flandes, éxito descomunal en toda Europa, se fraguaba el Pérez-Reverte novelista.

«Soy un escritor accidental, nunca tuve vocación de ser escritor», evoca este Athos de las letras, temido articulista y prolífico autor de 25 novelas imperecederas. El cartaginés exhibe los modos de un dandy. Conversa con paciencia de orfebre en un ámbito que desentona con sus recuerdos bélicos. Entre mármoles de arabescato, copas de cristal y una vista soberbia al Río de la Plata, el décimo piso del Hotel Alvear perfila, sin embargo, su presente como megaestrella literaria.

«Es un caballero, pero no es un caballero», dirá el rey Arturo, al citar a la actriz Gloria Swanson en un film de los años treinta, Esta noche o nunca, sobre su último personaje, Falcó. Una descripción elíptica que también proyecta (o deforma) al audaz ex reportero de guerra, al novelista encumbrado, marino insomne y díscolo académico de la Lengua, que una semana más tarde firmará parado y estoico ejemplares de su obra hasta que las velas se apaguen en la Feria del libro.

Para saber quién es Pérez-Reverte y conocer sus vivencias en la guerra, ¿hay que leer El pintor de batallas?

Mi biografía está repartida en todas mis novelas, porque les presto a mis personajes la mirada que mi vida y mis lecturas me han dejado. Pero El pintor de batallas es una novela autobiográfica. Tiene un cinco por ciento de novelesco: todo lo que cuento, lo que ocurre, las circunstancias, y hasta la mirada del protagonista, son reales.

¿Por qué nunca volviste a abordar ese registro, entre filosófico y confesional, que para muchos es tu obra más deslumbrante?

No fue una novela feliz; pero era lo que necesitaba escribir. Durante un año y medio ajusté cuentas con mis recuerdos. Usé los que no eran agradables, casi como un ejercicio de reflexión personal. Todo ese álbum de fotos oscuras en 21 años de guerra pesaba demasiado y pensé que escribiendo sobre eso, ordenaría la memoria. Si Territorio comanche había sido un libro más lúdico, sobre cómo se vive en ese mundo, El pintor… fue algo mucho más duro y profundo que decía: «Mirad como se ve este mundo». Esa gimnasia cumplió su cometido y a partir de allí mi vida como novelista cambió. Cerré una puerta y abrí otras. No hubo ni habrá otro libro igual. Escribo para pasarlo bien. Soy un escritor feliz, pero lo soy aún más cuando escribo las historias que quiero y que me faltan contar.

Esa novela contiene una de las escenas sexuales más magistrales de la literatura contemporánea ¿Es un desafío abordar ese terreno?

No, cada novela tiene su exigencia. En Hombres buenos el almirante lee literatura erótica y hay mucha delicadeza. En Falcó, el sexo es más brutal. En El pintor… esa escena en Venecia es intensa, porque su historia de amor lo es. Intento que lo erótico esté en sintonía con el contexto general del libro. Jamás me autocensuro, aunque puedo equivocarme. Y muchas veces dejo que el lector complete las escenas.

Olvido, el gran amor que acecha al protagonista, ¿existió?

Ya no recuerdo si existió o no. Tampoco importa: vida y literatura son una misma cosa.

¿Umberto Eco te marcó como novelista?

No, fue clave por otras razones. Él entendía a la literatura como yo. Cuando empecé a escribir se hacían novelas aburridas; la trama no importaba pero sí el estilo. En la Argentina hay mucho de eso, escritores que no tienen nada que decir. Esa literatura onanista, vaciada de ideas, que se mira al espejo. ¡Y a mí qué coño me importa! Estaba escribiendo La tabla de Flandes y al leer El nombre de la rosa tuve la certeza de que no estaba solo ni equivocado: Que hace falta haber leído mucho para poder escribir. Que el teatro griego, Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Montaigne, Stendhal, todo es un mismo lugar y que El asesinato de Roger Ackroyd de Agatha Christie es tan obra maestra como La marcha de Radetzky de Joseph Roth. Es como cuando luchas contra un temporal: estás mojado, llevas días sin dormir, tratando de no perderte y, de pronto, ves un puntito en el radar. Otro velero con las velas izadas, peleando como tú. Lo ves, le mandas un mensaje de radio y luego observas cómo se va perdiendo en el temporal hasta desaparecer. Ahí te dices: «No estoy solo». Así me hizo sentir Eco. «No soy yo el raro, los raros son ellos.»

¿Cuál es el momento de mayor inseguridad al escribir?

Cuando voy por la mitad de la novela. Te pongo otro ejemplo del mar: trazas un rumbo hacia el cabo Spartivento, y de golpe todo se va al carajo: no te funciona la electrónica, sólo tienes la carta náutica, el piloto automático y el compás. Calculas el rumbo, pero llevas navegando un día y ya no sabes si vas bien o vas mal, pero ruegas haber hecho bien los cálculos. Pasa igual en la novela: en la mitad dejo de verla desde afuera y pierdo la conciencia de la calidad de mi trabajo. «Espero haber hecho bien los cálculos -me digo-, porque ya no puedo ver si voy bien o mal y tengo que seguir.» Ese es el momento de incertidumbre que, como todo, se sobrelleva con cojones.

Foto: Martín Lucesole

¿Nunca te hunde?

Es estresante, claro, pero a mí no me hunde nada. Si no lo hizo la guerra, me hundirán los años, pero no la vida.

¿Volverías a elegir esa vida?

Sin duda. La guerra es una forja estupenda para quien sobrevive a ella. Esos años con libros en la mochila me ayudaron a interpretar la guerra, a digerirla de una manera intelectualmente razonable. Les debo todo. Sin eso, no sería escritor ni sería nada. Pero la guerra también es útil y sirve mucho para la paz. Te inyecta realidad en dosis muy intensas y si tienes estómago y una buena constitución, la soportas. Ves lo peor y ves lo mejor. Gente solidaria que se sacrifica, que tiene fe, valor, dignidad, orgullo. La guerra tiene una parte horrible y una parte nutritiva para quien sabe o puede mirarla con lucidez. Pero si eres cirujano de casos extremos, abogada de mujeres violadas, bombero o policía, también te acercas al horror.

¿Te dejó traumas?

No visibles, al menos. Pero no todos logran sobrevivirla emocionalmente. Soy un tipo estable, duermo bien. Cuando los recuerdos se hacen demasiado presentes, cojo un libro o voy a navegar y todo se sitúa de nuevo en su sitio.

¿La imaginación no basta para escribir, hay que vivir primero?

Sí. Hice bien en priorizar eso. Yo quería ir a la guerra y navegar; ver cómo era eso. Siempre elegiría la experiencia. Escribir es secundario. Haber tenido una vida intensa te mantiene vivo como escritor. Muchos están muertos sin saber que lo están. Porque en la vida todo se agota. La ventaja es tener la mochila llena y seguir siendo lector, porque tus viejas lecturas se resignifican con tu biografía.

Foto: Martín Lucesole

¿La de los Balcanes fue tu guerra más atroz?

En todas vi lo peor. En El Salvador daba la vuelta por los basureros y contaba siete cadáveres de niños atados con alambre, quemados con cigarrillos. En el Líbano vi matar prisioneros. Pero los Balcanes fueron muy fatigosos: tres años de continua barbarie.

Nunca quedó claro si usaste armas.

Sólo una vez, por necesidad, en el 77, en Eritrea. No me gusta contarlo. Fue una derrota devastadora. Las fuerzas etíopes atacaron, hubo una matanza y había que huir hacia la frontera con Sudán. «Toma un arma y búscate la vida -me dijeron-. No podemos cuidar de ti». Luchamos con un grupo para abrirnos paso hasta cruzar la frontera. No recuerdo si llegué a tirar. Sí que como iba armado, los sudaneses me confundieron con un mercenario y me encarcelaron una semana en Sudán. Además, tenía disentería; podría haber muerto. Si hay que ir al infierno, ya sé cómo es.

En tus novelas asoma cierta mirada indulgente hacia aquel que comete atrocidades.

No es eso. He visto a gente infame hacer cosas maravillosas y a amigos hacer canalladas. En Eritrea, durante los combates, me asignaron un soldado, Boldai, que me cuidaba cuando enfermé. Boldai atravesaba el fuego etíope para buscarme agua. Cuando su ejército tomó la ciudad, lo vi matar prisioneros y violar mujeres delante de mí. Sé cómo ellas gritan cuando las violan y cómo luego se resignan. Y ese tipo era mi amigo.

¿Cuál fue tu reacción?

Imagínate una ciudad ardiendo, llena de muertos, donde se remataban a los heridos y yo diciéndole al eritreo: «Oye, no, eso está mal». ¿Qué podía hacer salvo negarme a participar? Ellos insistían. Muy pocas certezas sobreviven a eso. No puedes pedirme que vea el mundo como alguien que no ha estado allí. Tampoco se lo puedes pedir a un ex combatiente de Malvinas. Otra cosa que he aprendido es que el remordimiento es muy raro y es fugaz. Por higiene mental, siempre se encuentra un justificativo para no sufrir. Y al final todo el mundo -desde aquel que va borracho y atropella a un niño al que mata para robarte el reloj- encontrará un pretexto para alivianar esas cargas en la conciencia.

¿Cuáles son las tuyas?

No te las voy a contar a ti. Más que cosas malas en mi vida como reportero fueron las cosas que podría haber hecho y no hice. Son imágenes que me revisitan y que, como todos, también necesito justificar: tenía que transmitir, no era mi guerra, me hubieran matado. Las chicas violadas que gritaban en Eritrea, ¿qué iba a hacer? Por poco me matan a mí también. Pero los gritos siguen aquí [se toca la cabeza]. El niño herido que me miraba en Nicosia [Chipre] con el oso de peluche; el chico en Paso de Las Yeguas [Nicaragua] que me pedía ayuda cuando diez tíos de Somoza se lo llevaban y lo iban a matar; el perro en Beirut con la pata rota. ¿Pude hacer algo? Hasta yo mismo me busco coartadas morales. Imagínate ahora al hijo de puta de la ESMA. Ninguno tiene remordimientos. Todos dirán que hacían su deber y cumplían órdenes.

Un concepto muy revertiano, el hombre como ángel y bestia.

Nadie es ciento por ciento hijo de puta. Hasta el más miserable es capaz de un acto de grandeza, lo cual no lo excusa de ser un hijo de puta. Mira, en el año 78 viajé a la Antártida en un barco de la Armada, el Bahía Buen Suceso, hundido por los ingleses después de la guerra de Malvinas. Era un viaje científico a las bases argentinas y ahí conocí a varios oficiales jóvenes encantadores de la marina. Tipos elegantes, brillantes, divertidos y nos hicimos muy amigos. Me daban información, viajamos a varios sitios y cenábamos en la Costanera. Algunos fueron mis contactos durante la guerra de Malvinas. Años después, abro el periódico y reconozco sus fotos. El titular decía: «Detuvieron a los represores de la ESMA». Eran Ricardo Cavallo, a quien conocía como Marcelo, y otros. Esto demuestra que no siempre identificas el mal cuando lo tienes cerca. Y eso que soy experto en detectar hijos de puta. A éstos ni los olí.

Foto: Martín Lucesole

¿Cómo fue tu experiencia en Malvinas?

Cubrí la guerra desde Buenos Aires, me quedé seis meses y una vez me llevaron en un Hércules a Puerto Argentino por el día. Mi experiencia no fue halagadora para la Argentina. Vi chicos desorientados en una guerra imposible de ganar. Recuerdo menos el hecho de haber estado en las islas aquel día que lo que sucedía aquí. Trasmitía cada noche para el diario Pueblo desde un Entel de la calle Florida y días antes del fin de la guerra venía por la calle y oí que en los bares todos gritaban goool. Mientras los chicos están muriendo -pensaba-, éstos celebran el gol de Maradona. Ese día comprendí que la Argentina iba a perder y que merecía perder. Siempre he procurado no tomar partido en las guerras, ya que todos los bandos tienen motivos para hacer lo que hacen. Pero en Malvinas sin querer lo tomé. Esos pilotos llamados Sánchez, Pérez, de bigotes, peinados para atrás, que iban con esos cojones contra la flota inglesa, eran italianos, españoles, eran mis primos, mis hermanos. No podía evitar tener esa proximidad psicológica con ellos. ¿Y si ganan? -pensaba-. Estos hijos de puta de la Junta Militar van a estar reforzados. Un día llamé exultante al diario: «Le hemos dado a la Invencible», dije. «Le habrán dado, querrás decir», me corrigió. Era mi guerra también, algo rarísimo. Al margen de que los ingleses me caen bastante mal.

¿Por qué dejaste El bar de Lola, tu espacio de debate los domingos en Twitter?

Porque me cansé de que un simple tuiteo se convirtiera en titular de prensa todos los lunes. Era ridículo que una cosa dicha en tono relajado se tradujera luego en Pérez Reverte insultó a una feminista. Mis lectores saben quién soy, no se guían por un tuit. Y para el que no entienda, que lea y aprenda. Era fatigoso tener que explicar cosas obvias. Las redes son formidables, pero están llenas de analfabetos, gente con ideología pero sin biblioteca, y pocos jerarquizan. Es el lector el que debe discernir e interpretar. Dan igual valor a una feminista de barricada que a un premio Nobel.

¿Tiene utilidad hacerse de enemigos?

Es inevitable. Sin querer vas haciéndolos, porque la vida significa tomar opciones. Pero el enemigo es útil. Es como el mar, que es muy hijo de puta. Saber que lo es, que está ahí esperando que cometas un error para acabar contigo, te da, como decía Conrad, una saludable incertidumbre. No te duermes nunca. Cuando navego solo, pongo el piloto automático y un despertador cada 15 minutos. Duermo en cubierta atento a los mercantes. El saber que estoy en peligro, me mantiene vivo. La vida es igual: saber que hay enemigos te ayuda a cuidarte más. A recordar que el mundo es un lugar peligroso y que debes estar alerta, adiestrado, listo para combatir.

¿No es extenuante?

No para un guerrero. El mundo se divide entre sacerdotes y guerreros: los que manipulan sin correr riesgos y los que los asumen. A mí me gusta pelear.

Las feministas te asedian.

Las más radicales, que como los fundamentalistas de cualquier tipo, son muy folclóricas. Es ahí cuando la estupidez me enfada. Si me hubieran leído, sabrían que en mis novelas las mujeres superan al hombre. El único tipo de mujer que me interesa, literaria o personalmente, es la mujer valiente. No es el amor ni el sexo lo que las perfila, sino la lealtad. Es gente a la que consideras un igual.

¿Fuiste un niño feliz?

Muy feliz. Crecí con la biblioteca de mis abuelos y de mi padre, con libertad, junto al Mediterráneo. Era una época en la que se podía correr sin peligro por el campo, ir a las montañas, a la playa. Andaba horas por los montes jugando a lo que había leído. Esa mezcla de libertad infantil y de lecturas -era muy imaginativo- fueron mi forma de comprender el mundo. Estudié con los hermanos maristas, pero casi todo lo aprendí en casa.

¿Quién te enseñó a navegar?

Mi tío era capitán de la marina mercante y desde muy pequeño mi padre, que era ingeniero, me llevaba a navegar. Trabajaba en una refinería de petróleo y se embarcaba hacia Arabia Saudita, Irak para comprobar la calidad del crudo en los pozos. Crecí entre cuentos de mar y ajedrez. Ya de chico no veía al mar como un límite, sino como un camino. Nunca me sentí tan bien como el día en que conseguí ser capitán de yate, el título máximo para un civil. Más que los libros que escribí, ése es mi mayor orgullo.

¿Qué tipo de travesías hacés?

Hace poco fui a Cerdeña y volví. Como no tengo jefes, me voy a Alicante y zarpo desde allí. Puede ser un par de días hasta un mes. Navego todo el año, con buen o mal tiempo, me da igual. El mar limpia la cabeza y allí todo deja de tener importancia: Rajoy, la capa de ozono, el fin del mundo. Sólo eres libre de verdad en ese desierto que es el mar.

¿Tenés hermanos?

Sí, un hermano y dos hermanas, soy el mayor. Nunca hablo de la retaguardia.

¿Por qué?

Porque, como decía un amigo: «Que los divierta su puta madre».

¡Qué lástima! Tus novelas y relatos tuvieron 13 adaptaciones al cine y a la TV. ¿La literatura está condenada a migrar hacia la pantalla?

Sí. La narrativa, como la novelística, en una generación estarán muertas. Si fuera un joven escritor, con ambición literaria, escribiría guiones para series. El guión tiene el mismo valor literario que la novela, sólo que en él interviene más gente. Ya quisiéramos tener en literatura la misma calidad que hoy tienen muchas series. El mundo que viene es audiovisual. La letra impresa está condenada a desaparecer. Tardará más o menos. Pero no hay que dramatizar.

¿La alta cultura volverá a ser para una elite?

Creo que habrá una diferenciación clara: una cultura popular de masas, más mediocre, diluida, pasteurizada y otra de elite, de consumo personal, fragmentada en individuos. Una suerte de gueto de culto individual como en plan monacal: el individuo con su biblioteca, su música y sus consumos personales. La cultura tal y como la hemos entendido desde Homero hasta ahora, como mecanismo que tira de la sociedad, como referencia moral, intelectual y salvación del hombre, está condenada a muerte. Creo que trasmutará en una especie de híbrido, donde se mezclarán Borges con la telenovela mexicana; la Mona Lisa y la Venecia de turistas. Será una cultura sin jerarquización, donde para la gente tendrá igual importancia una selfie en la torre Eiffel que asistir a un concierto en la Ópera de Viena. La paradoja es que la cultura ha accedido a lugares impensados, pero todo ha debido devaluarse para tornarse accesible, con lo cual lo positivo de la cultura se pierde.

¿La salvación es entonces individual?

Sí. La salvación colectiva es imposible. Lo he visto, no es teoría. ¿Quiénes se salvan? Los más listos, más egoístas, hábiles y rápidos. Eso también lo aprendí en el mar: el primero que muere es el idiota. Y si el estúpido es el que promueve el nivel de salvación, estamos todos condenados. Hay que apartarse de él y buscar tu propia salida.

Como España, la Argentina tiene un pasado traumático no resuelto. ¿Es una entelequia aspirar a una historia más neutral para las próximas generaciones?

Eso se logra con cultura, entendiendo que todos tienen muertos en el armario. No hay que negarle al malo que hable. Si Hitler diera hoy una conferencia, habría que ir a oírlo. Pero hoy se confunde diálogo con apostolado, sin tener en cuenta de que todo sirve para comprender. En Sarajevo le pagué a un francotirador para que me dejara acompañarlo. Me contó por qué mataba y cómo elegía a sus víctimas. Si hubiera dicho a éste no lo saco en el telediario, habría renunciado a ese conocimiento. Nunca vas a convencer a un hijo de puta de que no lo sea, pero puedes entender por qué lo es y de esa forma evitar cruzarte con él.

Hoy eso no es políticamente correcto, aunque es la regla del periodismo.

Me da igual. Lo difícil es complejo, la gente no acepta las ambigüedades porque no es culta. He escuchado a asesinos, torturadores, criminales, y eso me ha enriquecido. Pero para eso hay que estar educado. Porque si te acercas sin nada, la vida te arrastra. Hay que ser alumnos continuos de la vida. Europa está acabada por esa carencia.

¿El islam es la otra amenaza?

El islam es una norma medieval incompatible con un mundo democrático moderno. Es anacrónico y su aplicación a un sistema democrático occidental basado en Platón, la Revolución Francesa, el feminismo y los derechos humanos, es incompatible con la libertad.

Cultura, inteligencia o belleza, ¿qué valorás más?

¿A qué edad? Varía, hay momentos para cada cosa. Puedes empezar por la belleza, seguir por la cultura y llegar a la inteligencia. Pero después de esa tercera etapa, vuelve la belleza. Es una belleza diferente, matizada por la cultura y la inteligencia, y eso la convierte en una belleza distinta. A mi edad busco la fusión de las tres en todas las cosas.

1951

Nace en Cartagena, España, el 25 de noviembre

1973

Licenciado en periodismo, ingresa como corresponsal de guerra en el diario Pueblo

1990

Publica La tabla de Flandes, se proyecta internacional-mente como novelista y cubre la revolución de Rumania y las guerras de Mozambique y del Golfo

1994

Tras 21 años como corresponsal y luego de cubrir durante tres años la guerra de los Balcanes, abandona la TVE y se dedica de lleno a la literatura

1996

Publica El capitán Alatriste, saga de siete novelas, traducida a 40 idiomas, cuyo primer volumen es adaptado al cine, protagonizado por Viggo Mortensen

1999

Roman Polanski lleva al cine El club Dumas, bajo el título La novena puerta

2003

Es nombrado miembro de la Academia Real Española y al año siguiente adapta el Quijote como lectura escolar

2016

Publica Falcó y funda el sitio cultural Zenda sobre libros y escritores

2017

La agencia EFE le concede el Premio Don Quijote de Periodismo

El futuro

En septiembre publicará su segunda novela sobre Falcó; se estrenará la segunda parte de La Reina del Sur, en formato de serie y el film Oro, basado en su relato de la conquista de América

Pérez-Reverte: ‘La prensa libre es el único miedo de los poderosos’

Pérez-Reverte defiende un ‘periodismo crítico independiente’ como el de EL MUNDO frente el que ‘se pliega en España a la presión del poder’.

 De izquierda a derecha: Llanos de Luna, Álex Salmon, Safa Al-Ahmad, Verónica de Viguerie, Giampaolo Zambeletti, Soraya Sáenz de Santamaría, Antonio Fernández-Galiano, David Jiménez, Lynsey Addario y Arturo Pérez Reverte. ALBERTO DI LOLLI

De izquierda a derecha: Llanos de Luna, Álex Salmon, Safa Al-Ahmad, Verónica de Viguerie, Giampaolo Zambeletti, Soraya Sáenz de Santamaría, Antonio Fernández-Galiano, David Jiménez, Lynsey Addario y Arturo Pérez Reverte. ALBERTO DI LOLLI

23 sept. 2015 / ELMUNDO.ES

Este martes por al noche, la prensa cosechó un respaldo unánime a su independencia. En el Liceo de Barcelona, este diario, que cumple 20 años en su edición para Cataluña, celebraba además la entrega de los Premios Internacionales de Periodismo de EL MUNDO. Un cartagenero, una estadounidense de Connecticut, una francesa, una saudí y una veintena de venezolanos, todos ellos con incontables países registrados en sus retinas durante el ejercicio de la profesión, se envolvieron en la misma bandera, la de la libertad. «El único freno, la única medida que conocen el político, el financiero o el notable, cuando alcanzan cotas perversas de poder, es el miedo a la prensa libre», clamó Arturo Pérez-Reverte, tras recibir el Premio Columnistas del Mundo. Las reporteras Lynsey Addario y Veronique de Viguerie, así como la periodista árabe Safa al-Ahmad, compartieron por su parte el Premio Reporteros del Mundo, entregado por la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. La prensa opositora venezolana, representada en su discurso de agradecimiento por Miguel H. Otero, mereció una mención especial en esta XIV edición de los galardones. [Las mejores imágenes de la gala]

«Salvo muy nobles excepciones (y a EL MUNDO corresponde el honor de ser, a menudo, una de esas dignas excepciones), escasea el periodismo crítico independiente en España, el periodismo de iniciativa, que arroja asuntos al ruedo de la información y la vida», subrayó Pérez-Reverte, que recibió su premio de manos de David Jiménez, director de EL MUNDO. Éste rememoró el trabajo de los periodistas del diario que perdieron la vida por contar la verdad, Julio Fuentes, Julio A. Parrado y José Luis López de Lacalle, en cuya memoria se conceden los galardones. «Os premiamos a vosotros y a vuestro periodismo para que sigáis inspirándonos de la misma forma que lo hicieron nuestros compañeros caídos en Afganistán, Irak o en un sitio en el que nunca debió haber un conflicto, el País Vasco», manifestó Jiménez a los galardonados, «hechos, como ellos, de la pasta de los grandes reporteros».

Entre un buen puñado de reporteros internacionales más acostumbrados al trabajo sobre el terreno que a las galas de etiqueta, el director de EL MUNDO no fue el único en rendir homenaje a los queridos ausentes. «Cada vez más, estamos en el punto de mira, como consecuencia de nuestros esfuerzos por dar testimonio de las injusticias del mundo. Hemos sido secuestrados, golpeados y, en el peor de los casos, asesinados», recalcó entre lágrimas Addario, reportera gráfica norteamericana que ha cubierto 41 conflictos en los últimos tres lustros y ha sufrido dos secuestros, si bien nunca ha abandonado la profesión, hasta el punto de trabajar embarazada de siete meses. «El mundo no es blanco ni negro; es mucho más complejo. Nosotros nos movemos en la escala de grises», aseveró en castellano De Viguerie, en un análisis de la imagen extensivo al periodismo en su totalidad. La saudí al-Ahmad dedicó todo su discurso a las personas «valientes» que han combatido la opresión. Otero, presidente editor de ‘El Nacional’, afirmó: «Éste es un premio no sólo para nosotros, sino para todas las personas que están luchando por la libertad en Venezuela».

Junto con Sáenz de Santamaría, acudieron a la cita periodística Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior; José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores; María Llanos de Luna, delegada del Gobierno en Cataluña; José Luis Ayllón, secretario de Estado de Relaciones con las Cortes; y Josep Martí, secretario de Comunicación del Govern de Cataluña. En esta semana de elecciones, representantes de los medios, la empresa y la cultura coincidieron con las autoridades políticas con el objetivo de celebrar estos Premios y el XX aniversario de EL MUNDO Catalunya, «dos motivos aparentemente diferentes pero en los que hay un nexo común: la defensa de la libertad de prensa y de las esencias del periodismo», tal y como argumentó Antonio Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial.

Así, tras exponer cómo «desde un punto de vista histórico y jurídico no hay discusión posible sobre la españolidad de Cataluña», Fernández-Galiano quiso señalar la «deslealtad institucional» planteada por los representantes del pueblo catalán de cara a los comicios del 27S.

Álex Sàlmon, director de EL MUNDO Catalunya, plasmó una rotunda defensa del «baile de posturas contrapuestas, sano, democrático, interesante y divulgador» que ha diferenciado a EL MUNDO del resto de cabeceras, 20 años de «trabajo a contracorriente» no exento de «aislamiento institucional». En sintonía con esas palabras, Pérez-Reverte alertó sobre cómo «el periodismo se pliega en España a la presión del poder; en Cataluña y también en el resto de España». El académico, reportero, articulista, novelista y ahora también Premio Columnistas del Mundo aseguró: «Nunca en esta democracia se ha visto España sometida a un maltrato semejante del periodismo por parte del poder, lo detente quien lo detente, como se ha visto en los últimos 10 o 15 años».