José María Tojeira

Reflexiones sobre el terrorismo. De José María Tojeira

La reciente sentencia de la Sala de lo Constitucional ha entusiasmado a algunos políticos y medios. Los que han exclamado una especie de “¡por fin!” son especialmente aquellos que desde hace tiempo vienen diciendo que la mejor manera de contrarrestar y contener la criminalidad es con leyes más duras. Ellos y algunos más, convertidos recientemente a la misma doctrina.

José María Tojeira, ex-rector de la UCA

José María Tojeira, ex-rector de la UCA

Sin embargo, la apuesta por leyes más duras sin atender otros aspectos solo multiplica a largo plazo el malestar ciudadano. Por eso es necesario repetir e insistir, aunque a veces sea contra corriente, en los factores que deben ser tenidos en cuenta y trabajados a la hora de mantener la delincuencia en niveles aceptables. Dado que delincuencia siempre habrá, es prioritario combatir sus causas, en vez de optar por reprimirla cada vez con mayor dureza sin entrar a fondo en la corrección de lo que la origina. No se puede negar que en los tiempos que corren es importante tener una buena ley contra el terrorismo, pero otra cosa es que se considere un maravilloso instrumento para combatir a las maras.

En el caso del terrorismo, y siguiendo las ideas de la sentencia, sería posible en teoría, no en la práctica, que se metiera en la cárcel a entre 50 mil y 100 mil personas. En teoría es posible porque, según las autoridades, hay unos 50 mil mareros, y por supuesto mucha más gente que les apoya directa o indirectamente en diversas tareas. En la práctica, las instituciones no están preparadas para juzgar adecuadamente a tantas personas ni tienen criterios uniformes para hacerlo. Ni siquiera están obligadas por la opinión de la Sala, que, aunque en sus considerandos cataloga como terroristas a los miembros y colaboradores de las maras, no dice en su resolución final que todos tengan que ser perseguidos y juzgados como tales. Para añadirle imposibilidad al furor antipandillas, no hay espacio en las cárceles existentes ni dinero para construir prisiones adecuadas para recluir a tanta gente.

Mientras haya injusticia social, habrá violencia, decía monseñor Romero. Y mientras la injusticia social sea grave, como lo es en la actualidad, la violencia seguirá existiendo en niveles altos en El Salvador. Siempre se nos ha dicho que la violencia genera violencia. Y la injusticia existente en los campos económico, social y cultural es violencia estructural. Los niveles de desigualdad son muy altos tanto en el terreno de los salarios como en el de la educación, la salud, la vivienda y la seguridad. La desigualdad existe en todos los países, pero cuando es tan aguda que toca y ofende la igual dignidad humana, tiende inmediatamente a generar violencia. A esto hay que sumarle la debilidad de nuestras instituciones. No invertimos en coherencia con las necesidades ni en la Policía ni en la Fiscalía. No somos capaces de erradicar la corrupción del sistema judicial. Somos demasiado tolerantes con la falta de profesionalismo en el mundo de la justicia y de la persecución del delito. Construimos sistemas débiles en la persecución y sanción del delito, y pedimos leyes más duras. Como si las leyes duras contra el crimen resolvieran la debilidad, la floja coordinación e incluso la corrupción existente dentro de las instituciones mencionadas.

Es cierto que los niveles de brutalidad han llegado a extremos cada vez más difíciles de manejar racionalmente. Pero la solución no puede ser entrar en una especie de guerra cada vez más brutal o represiva hasta llegar a la ausencia de límites. Ya en los comentarios a las notas de los periódicos informáticos abunda, protegida por el anonimato, una literatura burda y delictiva, insultante, que pide simple y sencillamente asesinar a personas sin límites legales. En tiempos en los que cualquier excusa sirve para liberar pasiones y brutalidades, resulta indispensable recuperar la racionalidad, insistir en ella y buscar salidas inteligentes a la irracionalidad de la realidad. La gran mayoría de los salvadoreños es buena, se esfuerza y lucha, resiste en su búsqueda del bien en medio de la difícil situación en que vivimos, y se merece un futuro construido desde la razón. Es cierto que debemos tener el corazón caliente para defender a las víctimas. Pero la cabeza debe permanecer fría y trabajar, analizando racionalmente causas y procedimientos contra el crimen. Prevenir invirtiendo en educación y trabajo es imperativo. Mejorar las instituciones, depurarlas si es preciso, invertir en las mismas es indispensable. Se pueden comprender los gritos e incluso el endurecimiento de penas, pero gritando únicamente para pedir venganza, penas duras y exterminio no llegaremos muy lejos.

El diccionario define el terrorismo como “dominación por el terror” y como “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. Es evidente que las pandillas actúan tratando de dominar desde el miedo y el terror, y en algunos casos sus miembros podrían ser juzgados por delitos contenidos en la ley. Pero más allá de eso, las propias pandillas tienen que reflexionar sobre ese modo de comportamiento que no solo es delictivo, sino inhumano. De nuestra parte, generalizar el término terrorista para aplicárselo a todo pandillero y a su entorno sería un error garrafal. Lo mismo que es absurdo amenazar con considerar terroristas a quienes tratan de dialogar con las pandillas desde la religión o los derechos humanos, explorando las posibilidades de salidas racionales a la situación. La declaración de la Sala está ya dada. Ahora debe entrar en funcionamiento la racionalidad de las instituciones y la sensatez de saber que la violencia impide siempre la continuación del diálogo. El Estado no puede recurrir a la violencia en primera instancia, porque sus obligaciones fundamentales son otras. Basta con leer la Constitución. El ser humano, además, para desarrollar tanto su individualidad como su dimensión social, tiene que preguntarse sin descanso cómo resolver, pacíficamente y día a día, los problemas con los que se va encontrando. La violencia silencia la capacidad humana de cuestionar y preguntar.

El Monseñor Romero de todos

El candidato de ARENA, Edwin Zamora, propone un monumento a la memoria de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Hay una buena razón para no tomar esta propuesta con cinismo: la inseguridad en el país. El sociedad no puede superar la profunda crisis de violencia por la que atraviesa el país, si los bloques sociales que representa cada partido no reconcilian sus diferencias históricas ante la guerra civil. En esta entrevista, el padre jesuita José María Tojeira propone cuatro pasos para reconciliar al país sin necesidad de derogar la Ley de Amnistía, una acción que exigen diversos sectores de la sociedad civil pero a la que se han opuesto los gobiernos de ARENA y del FMLN.

José María TojeiraJorge Ávalos
@Avalorama

Todos conocemos la naturaleza de las promesas electorales: son tan frágiles que se las suele llevar el viento. ¿Pero qué debemos hacer si una promesa requiere, por sí misma, el peso de una piedra angular? La promesa de Edwin Zamora de construir un monumento a la memoria de Monseñor Romero en la plaza San Martín no puede ser tomado a la ligera, porque la promesa en sí constituye un poderoso desafío al sector ortodoxo del partido ARENA.

Toda la sociedad debería prestar atención y considerar la importancia de esta acción. Podría parecer una partida más en el juego electoral, y, de hecho, así ha sido interpretada incluso por algunos medios de prensa, como El Faro, que tituló su artículo sobre el tema: El candidato de ARENA intenta bailar con Monseñor Romero. Pero el cinismo no le quita brillo a la declaración del candidato de ARENA por la alcaldía de San Salvador, Edwin Zamora:

“Vamos a construir un monumento a Monseñor Romero en la plaza San Martín, la que gestionaremos que lleve su nombre. Monseñor, que dentro de muy poco será San Romero, nos pertenece a todos los salvadoreños y su figura no puede estar cautiva de ninguna ideología política. Monseñor fue un pastor que dedicó su vida a la paz y a la justicia, sin ninguna distinción por credo, clase o ideología”.

No deberíamos responder a esta propuesta con cinismo por una sencilla razón: para Zamora, el líder de la renovación en el partido de derecha, esta es una movida irreversible. Y lo mejor que puede hacer la sociedad y, sobre todo, los católicos y cristianos de San Salvador, es tomar provecho de lo que significa que un candidato, tan activo en el seno de la iglesia Católica como lo ha sido Zamora durante toda su vida, proclame su deseo de construir un monumento a Monseñor Romero en nombre de la reconciliación nacional y en desafío a la derecha más tradicional.

Ahora bien, ¿qué signfica para un candidato de ARENA invocar el nombre de Monseñor Romero? A mediados de octubre de 2007, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) llevó a cabo audiencias en Washington DC, Estados Unidos, con el fin de evaluar el cumplimiento de las recomendaciones que le hiciera al Estado salvadoreño en relación al caso de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Una de esas recomendaciones fue la derogación de la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, de 1993, que protege a las personas que cometieron crímenes políticos antes del 1 de enero de 1992. Para sorpresa de muchos sectores de la sociedad civil, una vez que Mauricio Funes asumió el poder presidencial, el FMLN también se opuso con vehemencia a considerar siquiera analizar la derogación de la Ley de Amnistía, una postura que Salvador Sánchez Cerén ha mantenido hasta la fecha.

Pero el problema real no radica en la derogatoria de la Ley de Amnistía, sino en la aplicación de la justicia en los más graves casos de derechos humanos, y para eso la Sala de lo Constitucional ya afirmó hace más de una década, en el 2002, que para esos casos la Ley de Amnistía no cumple ningún efecto, puesto que no protege a los violadores de derechos humanos. Durante muchos años, el rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, José María Tojeira, mantuvo una férrea oposición a esa ley, pero durante una entrevista que yo le hice en el 2007, cambió de opinión.

Desde hace muchos años, el padre Tojeira insiste en la necesidad de generar un diálogo, señalando que «las recomendaciones de la CIDH no buscan meter presos a quienes violaron los derechos humanos, sino favorecer un verdadero proceso de reconciliación» para todo El Salvador. Por eso es tan significativa la postura de Edwin Zamora, porque al fin reclama para el país al Monseñor Romero de todos los salvadoreños: el de la reconciliación, la justicia y la paz. He aquí el pensamiento y la propuesta de José María Tojeira para reconciliar a la sociedad salvadoreña.

El Estado no parece dispuesto a derogar la Ley de Amnistía, ¿cree que hay espacio para discutir otras propuestas de reconciliación y reparación con las partes ofendidas?

El Gobierno debería mostrar un interés serio en dialogar con las partes ofendidas. En el caso Jesuitas jamás hubo un acercamiento de diálogo al respecto. En el caso Monseñor Romero lo está tratando de tener por la propia presión y grandeza del arzobispo martirialmente asesinado. Pero de todos modos creo que el diálogo sobre las recomendaciones de la CIDH no sólo puede darse sino que debe darse. El diálogo lo debe pedir el Gobierno y debe ser aceptado por los ofendidos, no para escamotear las recomendaciones de la CIDH, sino para realizar lo que con ellas se pretende, que es crear un verdadero camino de reconciliación.

¿Qué hay que hacer para crear ese «camino de reconciliación»?

Después de toda guerra civil debe haber procesos de reconciliación que contemplen: a) el establecimiento de la verdad respecto a las graves violaciones de los derechos humanos; b) algún tipo de mecanismo de lo que llamamos justicia, que no tiene que depender exclusivamente del poder judicial, sino que puede establecerse de diferentes formas, como se dio en Sudáfrica; c) la reparación de las víctimas, que debe ser moral y/o material según los casos; y d) mecanismos de perdón legal, que sobre todo deben tender a perdonar penas carcelarias. La reconciliación que brota del perdón es mucho más fácil.

¿No fue suficiente el esfuerzo de la Comisión de la Verdad?

En El Salvador se inició este proceso de reconciliación con la firma de los Acuerdos de Paz, con las distintas comisiones «ad hoc» y de la Verdad. Pero la amnistía concreta que se dio en El Salvador interrumpió el proceso en los cuatro puntos que mencionábamos. Incluso, el Gobierno de ese entonces no quiso darle efectos prácticos al informe de la Comisión de la Verdad y trató a través de agentes del Estado de desautorizarlo totalmente.

¿Cree que la Ley de Amnistía frenó investigaciones que podrían haber tenido repercusiones judiciales?

Para mí en este momento el problema no es tanto llevar a juicio a los autores de delitos graves, cuanto la negativa a dejar que salga a luz la verdad, y la imposibilidad que se deduce de ello de que los culpables de delitos tengan que pedir perdón y se repare adecuadamente a las víctimas. La Compañía de Jesús abrió un juicio en El Salvador contra siete personas implicadas en la autoría intelectual del asesinato de los jesuitas pero nunca lo hubiera hecho si los representantes del Estado hubieran pedido perdón en nombre del mismo Estado por dicho crimen, cometido, amparado y encubierto desde las más altas esferas de Gobiernos anteriores.

¿El FMLN no tiene también que admitir sus crímenes o reparar a las víctimas?

El FMLN pidió perdón por sus crímenes pero no ha aclarado ni las responsabilidades institucionales ni personales tras un buen número de delitos muy graves cometidos desde sus filas. En ese sentido está en deuda con un proceso de reconciliación verdadero.

¿Qué tenemos que hacer, como nación, para cerrar este capítulo?

Las heridas de la guerra no se curan tapándolas. En Argentina la petición de perdón de parte del ejército llegó tras más de 20 años. En Chile, casi 30. En nuestro país se tiene un concepto falso del honor; se piensa que pedir perdón rebaja la dignidad, cuando en realidad es al revés. En ninguna sociedad se puede construir la convivencia pacífica sobre injusticias cometidas contra sus miembros que no sólo quedan impunes, sino que además son ocultadas y tratadas como una realidad sin importancia. Creo que un proceso de mayor humildad, reconocimiento de los propios errores, esclarecimiento de los hechos y, especialmente, de esfuerzos reales por compensar moral y materialmente a las víctimas es el único camino racional y humano para sanar las heridas de la guerra. El olvido de las víctimas lleva a una desnaturalización de lo humano y a la construcción de una sociedad poco sensible ante el dolor. especialmente de los más débiles. Y eso siempre es peligroso para una convivencia social armónica.