Cristina López

Lo que no discutimos cuando hablamos de migración. De Cristina López

1 julio 2019 / EL DIARIO DE HOY

Es una sensación desgarradora cuando el nombre de nuestro país se relaciona más con tragedias fatales que con potencial humano, pero fue lo anterior precisamente la razón por la que El Salvador se mencionó de la manera más prominente en las portadas mediáticas de mayor circulación. La imagen de los cuerpos de Óscar Alberto y su hija de 23 meses, Angie Valeria, flotando sin vida tras un fracasado intento de cruzar el turbulento Río Bravo hacia Estados Unidos, se usó como accesorio argumentativo, reduciendo lo que eran vidas ricas en historias, anécdotas y potencial humano a amarillismo mediático y político.

El New York Times, respondiendo a las críticas válidas que muchos activistas pro-inmigración hicieron de que la decisión editorial de desplegar la foto desgarradora en la portada deshumanizaba y restaba dignidad a la memoria de las víctimas, justificó el amarillismo en que era un mal necesario para despertar conciencia sobre el costo humano del desastre que es la política migratoria estadounidense y la crisis humanitaria que se deriva de sus restrictivas políticas de asilo e inmigración autorizada. Claro; la restrictiva legislación existente no responde a la realidad actual para tantos, en la que los incentivos para arriesgarse a morir con tal de mejorar la calidad de vida (o simple y, llanamente, sobrevivir) continúan pareciendo más atractivos que los costos.

El problema es que el debate político alrededor de la inmigración en Estados Unidos se encuentra tan estancado por la polarización, el populismo nacionalista y el resentimiento a lo extranjero, que una foto, por trágica que sea, no hará que alguien cambie de opinión. El tema migratorio consistentemente aparece en encuestas (Gallup) como uno de los cinco temas que los votantes estadounidenses consideran más importantes en cada elección, por lo que el argumento de que fotos así son necesarias para “empezar una conversación al respecto”, carecen de substancia.

La conversación al respecto es constante, tanto por parte de la administración anti-inmigrante de Donald Trump que considera a los inmigrantes como la mayor amenaza a la salud, empleos, y recursos estadounidenses, como por parte de quienes abogan por los derechos humanos de las víctimas de esta crisis humanitaria moderna (sobra señalar que entre los opositores políticos de Trump, no todos son almas caritativas y también se encuentran oportunistas que buscan usar el tema migratorio como herramienta electoral).

Pero las discusiones generadas por la foto desafortunadamente carecieron de varios elementos importantísimos que no se pueden perder de vista si se piensa en la cadena de acontecimientos que han tenido que tener lugar para que los trágicos eventos que captura la imagen sucedieran: la deuda de décadas que los gobiernos del triángulo norte tienen para con su ciudadanía. Que la inmigración continúe siendo parte del ADN histórico de nuestras naciones no es un detalle menor; implica una falla estructural en la más básica razón de ser de nuestra República. Nuestra constitución arranca en su primer artículo definiendo a “la persona humana como origen y el fin de la actividad del Estado”.

Mientras existan personas en El Salvador a quienes les falte la justicia, la seguridad jurídica y el bien común (que son la razón constitucional de ser para la organización de nuestro Estado) a tal grado de que arriesguen la existencia para mejorar sus condiciones, nuestras autoridades están faltando a su solemne juramento de defender y hacer cumplir la Constitución. Es un problema serio, y siempre lo ha sido, pero nos hemos acostumbrado al grado de que lo consideramos normal. Quizás porque gobierno tras gobierno, se continúa hablando de la inmigración como un problema para el que la solución se encuentra en las decisiones de otros: en que en EE.UU. se elijan gobernantes decididos a volver la inmigración legal más accesible, que México deje de actuar como esbirro de la brutalidad policíaca anti-inmigrante de los estadounidenses, o que se construya o no una pared fronteriza entre EE.UU. y México —eso es el equivalente a esperar que la solución a un problema de goteras es que deje de llover—.

La solución debe encontrarse en casa, empezando con cumplir lo que la constitución declara como fines del Estado.

@crislopezg

Las noches oscuras del alma. De Cristina López

24 junio 2019 / EL DIARIO DE HOY

Se ha ido volviendo cada vez más difícil, en estas eras de autobiografías digitales filtradas y versiones Photoshop de la realidad, hablar de lo que pasa en los momentos que no compartimos. A través de la ventana digital enseñamos al mundo nuestras sonrisas más llenas de dientes, nuestros días más soleados, nuestros mejores atuendos, los días de triunfo personal y éxito profesional. Y no tiene nada de malo. Nuestras audiencias hacen lo mismo y disfrutamos de su contenido digital de la misma manera que esperamos disfruten del nuestro.

Pero también a veces se vuelve fácil como audiencia pensar que la vida de los demás es sólo sonrisas llenas de dientes, días soleados, atuendos excelentes, triunfos y éxitos. Porque hay momentos, los que podrían describirse como “las noches oscuras del alma”, que no compartimos con el mundo. Quizás porque a través del rectángulo de nuestra ventana digital tan expertamente curada no caben las profundidades y complejidades de nuestro cerebro, tan parecido al de todo el mundo, pero tan único y específico en lo que a niveles y balances químicos se refiere. Donde una pluralidad de químicos influyendo incesantemente por dentro y por fuera de nuestras células nerviosas causan millones y miles de millones de reacciones químicas que terminan explicando nuestras percepciones, humores, y la manera en la que experimentamos la realidad. La vida, pues. O quizás porque a veces pensamos que como los trapos sucios que se lavan en casa, es de pésimos modales andar aireando lo íntimo y nos guardamos lo más oscuro, enterrándolo dentro por para que si

Pero ignorarlas no hace que desaparezcan. Y la acumulación de noches oscuras puede dañar irreversiblemente el alma hasta perder las ganas. Este junio se cumplió un año desde que la leyenda culinaria que era Anthony Bourdain decidió quitarse la vida. Bourdain era de todo: chef, reportero, aventurero, escritor. Fue su libro “Kitchen Confidential” lo que me convirtió en fanática del periodismo culinario y como tantos, su muerte me causó impresión. Nadie, más allá de su médico personal podrá con certeza decir si a Bourdain las noches oscuras del alma fueron lo que al final le empujaron a la decisión más triste y drástica de todas. Pero sabemos lo que Bourdain compartía con el mundo, a través de su propia autobiografía digital llena de aventuras internacionales y periodismo culinario. Y sabemos, porque algo de eso había compartido también, que incluso con esa vida que hasta él consideraba bendecida, a Bourdain la falta de salud mental le hacía sufrir muchísimo. Tim Carman, periodista culinario para Washington Post, compartió en una columna la semana pasada que fue el suicidio de Bourdain lo que lo motivó a él a compartir con sus audiencias y personas cercanas el diagnóstico de su propia depresión.

Cuenta Carman que Bourdain en un episodio de su serie de CNN “Partes Desconocidas” en el que visitó Argentina, compartió su experiencia con las espirales de depresión que duraban para él a veces días, diciendo “Nadie me va a extender sus simpatías, francamente. Tengo el mejor trabajo del mundo”. Su muerte prematura es evidencia de que ni el talento, ni la fortuna, ni el éxito profesional protegen de los tentáculos poderosísimos de la depresión. El sentimiento de desesperanza puede volverse a veces tan pesado que recuerda a los efectos que en las series de Harry Potter, tenían los dementores sobre quienes se encontraban a sus alrededores: la sensación de que no se volverá a ser feliz nunca. Me diagnosticaron depresión hace unos años y he tenido más de una noche oscura. La ayuda profesional y a veces medicamentos, nos sirven a quienes padecemos de este mal tan común pero tan poco discutido a que salga el sol otra vez. Pero como cualquier carga, es sólo cuando se comparte que se vuelve menos pesada. En honor a la memoria de Anthony Bourdain, ojalá que hagamos de la depresión menos un huésped silencioso del cerebro y más una condición común para la que existe ayuda.

@crislopezg

El fin del “buen vivir”. De Cristina López

3 junio 2019 / EL DIARIO DE HOY

El sábado se nos acabó el “Buen Vivir”. Por lo menos en lo que a la propaganda estatal respecta, porque el buen vivir de verdad, ese que se relaciona más con aquel dicho de “lo comido y lo bailado” que con el sloganismo de copy-paste del socialismo del Siglo 21, ese no lo quita nadie. Y merecida o no, si algo le heredó a punta de incompetencias y memes el “Buen Vivir” a la nueva administración es la enorme ventaja de la pobreza de expectativas.

La tendencia humana de analizar la realidad de manera relativa, es decir, interpretar hechos presentes usando el pasado inmediato como punto de comparación, favorecerá innegablemente a la administración de Nuevas Ideas. En el sentido de que el estándar de calidad ha quedado tan bajo después de la administración de Salvador Sánchez Cerén, que hasta lo poco (¡por mínimo que sea!) en materia de políticas públicas parecerá mucho en comparación. Y de este efecto deberíamos cuidarnos como ciudadanos participativos con ideales democráticos. Conformarnos con poco debería preocuparnos cuando son tantos los temas de país en los que urge el desarrollo y es vital una ciudadanía exigente y participativa para que audite y exija rendiciones de cuentas.

Y como ciudadanía tenemos complicado el tema de la rendición de cuentas. Nuestro nuevo presidente tiene un récord de antagonismo con la prensa y poca tolerancia a la crítica mediática. Aparte, invirtió tiempo y dinero en crear una estructura de medios de propaganda ensordecedora y en crear una burbuja de aislamiento en la que, para sus simpatizantes, solo existe una realidad de photoshop en la que el nuevo presidente no merece crítica alguna, pues sus constantes ataques a la prensa han buscado restar legitimidad y nublar con desconfianza cualquier reportaje que no le pinte en su mejor ángulo. Su tendencia a caracterizar a quienes le critican como enemigos de los intereses de El Salvador, en pocas palabras, busca anular la buena fe de quien, como cualquier salvadoreño, solo aspira por un país mejor.

Y claro que no la tiene fácil el gobierno entrante. No la habrían tenido más fácil los candidatos que perdieron en la última elección presidencial. La inseguridad y criminalidad que carcomen a la sociedad son la mayor deuda que nuestros gobernantes tienen con la población salvadoreña. Tampoco es menor lo mucho que falta por avanzar en mejorar la calidad de nuestro sistema educativo, para volver la educación una verdadera herramienta de movilidad social y no una simple consecuencia de las capacidades económicas. Las soluciones, por supuesto, no llegarán de la noche a la mañana, ni llegarán solo porque cambiamos de administración. La omnipresencia y protagonismo del nuevo presidente vuelven fácil perder de vista que al final, el órgano ejecutivo es sólo uno más entre los tres que como república, tenemos para garantizar el cumplimiento de nuestra Constitución. Las soluciones para los grandes problemas de nuestra nación no vendrán de decretos ejecutivos, sino de políticas públicas con visión de largo plazo, que trasciendan períodos presidenciales y surjan de coaliciones y consensos.

Lo problemático es que sabemos muy poco sobre los específicos que Nuevas Ideas implementará para corregir el rumbo, y cabe preguntarse cuán efectiva será la administración entrante en traducir su artificial campaña de mercadeo en políticas públicas sustanciales. Por el momento, la nueva administración merece lo mismo que cualquier otra: la justa aplicación del beneficio de la duda, pero limitada por el escepticismo de sentido común derivado de las irregularidades, demagogias, nepotismos, juegos sucios y matonerías que el presidente entrante usó para llegar adonde está.

@crislopezg

Legado de irrelevancia. De Cristina López

27 mayo 2019 / EL DIARIO DE HOY

Se acabó. Con más penas que glorias, a Salvador Sánchez Cerén se le terminó su gestión como presidente de la República. Según quienes le escriben los discursos, le deberíamos estar agradeciendo por la disminución en la cantidad de homicidios, o por haberle dado un golpe al narcotráfico con los “cientos de toneladas de drogas incautadas” durante su administración. Desafortunadamente, las cifras del discurso de despedida de Sánchez Cerén no coinciden con las estadísticas oficiales disponibles, y cualquiera con la buena intención de escrutar la propaganda y llegar a la verdad podría darse cuenta.

Y haber llenado el discurso final en el que defendía su legado con mentiras comprobables —que debería ser un escándalo por la audacia de mentir tan descaradamente— será algo prontamente olvidado, de la misma manera que el legado irrelevante de Sánchez Cerén.

La que podría ser una inspiradora historia del profesor con padres artesanos que llegó a ser presidente es en vez la historia del educador que no hizo nada por mejorar tangiblemente la educación pública en el país. Lo que se podría decir de la valentía de un comandante guerrillero que se lanzó al combate para desmontar las injusticias de un Estado autoritario queda más bien opacado por la realidad de un burócrata que se apoltronó de manera inerte en el poder, cuyo coraje asemeja la débil y airosa consistencia del carbohidrato dulce que la opinión popular para siempre conectará con su imagen.

¿O no es demostrar un carácter con resistencia comparable a la de un nuégado ser incapaz de pronunciarse con independencia para condenar las violaciones a los derechos humanos llevadas a cabo por los regímenes de Venezuela y Cuba? No, Sánchez Cerén jamás se atrevió a levantar la voz contra las corruptelas y atrocidades autoritarias de sus compadres: más bien, las trató de endulzar con mensajes solidarios y de traducir al sistema salvadoreño disfrazándolas de un buen vivir que solo disfrutó la dirigencia del Frente y la oligarquía de ALBA, pero no el salvadoreño de a pie por quien, en teoría, se alzó en armas el comandante Leonel.

Lo que deja, luego de su irrelevante permanencia de una década en el Órgano Ejecutivo (¿o se les olvidó que fue el vice de Mauricio Funes, aparentemente durmiendo en feliz ignorancia del saqueo sistemático de las arcas del Estado?) y otros lustros más como diputado, es un país donde se asesina a más gente que en cualquiera de las tres administraciones anteriores, donde el crecimiento económico se ha estancado y donde gran parte de la población prefiere aventurarse a emigrar que buscar la movilidad social dentro del territorio.

Será tristemente más recordado por medir el agua en kilovatios que por resolver la crisis hídrica, por inspirar más memes virales que por avanzar el acceso a internet para el mayor número posible de salvadoreños, por parecerse más a un postre típico que a un prócer de la Patria. Un legado de irrelevancia, cuando se considera la cantidad de tiempo que dedicó al servicio público y lo poco que tiene para adjudicarse en la historia del progreso de nuestro país. Adiós, y que le aproveche.

@crislopezg

La realidad distorsionada. De Cristina López

20 mayo 2019 / EL DIARIO DE HOY

Es innegable que Twitter, en comparación con las demás plataformas sociales existentes, es la más influyente. No solo porque es el medio a través del que muchísimas figuras poderosas alrededor del globo se expresan, sino porque es también el medio en el que muchos de los más prestigiosos periodistas del mundo usan para recibir e intercambiar información: muchas de las personas de las que dependemos para las noticias reciben sus noticias en Twitter. Para bien o para mal.

El diputado Portillo Cuadra decía el otro día, en una entrevista, que le correspondía al presidente entrante “desmontar” el odio que se percibe en las redes sociales. No le falta razón: el ruido y los ataques que resultan cuando uno dirige cualquier crítica (mayor o menor) a quienes tienen el poder de desatar la furia de todos sus seguidores en contra del que osa criticar es una de las herramientas que más le han servido al presidente electo. Pero a veces es fácil perder de vista que Twitter y otras redes sociales distan mucho de ser un reflejo transparente y auténtico de la realidad.

Sí, a veces lo que se discute en Twitter termina volviéndose parte del ciclo noticioso. Es fácil que la plataforma termine afectando nuestras percepciones al asumir que una mayoría tiene una manera de pensar cuando quizás las posturas que más suenan en Twitter no sean ni las más democráticas, ni las más populares, sino las que más provocan, para volverse virales. Y si ver el mundo con el filtro de Twitter es un peligro para la distorsión que puede causar en el periodismo, es incluso peor si quienes nos gobiernan también ven la red social como un termómetro ideal de la realidad para definir sus prioridades.

Como señalaba un estudio reciente en la revista The Atlantic, Twitter dista mucho de ser una plataforma representativa del ciudadano promedio. En lo que conversaciones políticas se refiere, las posturas que llaman más la atención (y la atención es la moneda en la economía de las redes sociales) son posturas radicales. Las limitantes del medio, como su brevedad, incentivan a que, para ganar en la economía de la atención, sean las posturas provocadoras e intransigentes las que resaltan. La conversación mesurada y empática atrae menos atención, requiere más cuidado y tiempo, por lo que una plataforma cuyos principales elementos son brevedad y eficiencia, no es el mejor lugar para la búsqueda de consenso o la discusión de temas en los que hay más tonos de grises que blancos y negros.

Como mencionó Yasha Mounk en su reportaje para The Atlantic, las ciencias sociales han notado que los ciudadanos más activos en temas políticos no son representativos de las poblaciones generales. En promedio, quienes más se involucran en temas políticos tienden a ser más económicamente afluentes, más educados, y por ende, más poderosos que el promedio. Y este tipo de usuario es específicamente el que pulula en Twitter (sin contar a las redes cuentas de conducta inauténtica, pagadas por los inescrupulosos para distorsionar la opinión pública). Estos grupos que no representan a la mayoría de la población tienen una influencia desproporcionada en Twitter. Porque en teoría la red permite que “cualquiera” tenga una voz, líderes culturales y políticos tienden a pensar que la opinión de “el pueblo” o “el público en general” puede encontrarse en Twitter. Y porque tantas de las personas encargadas de describir la realidad (periodistas) y tomar decisiones al respecto (políticos) viven pegados a Twitter, leyendo opiniones, críticas, ataques, y demás manipulaciones, es imposible que esta realidad distorsionada no nos esté pasando la factura. Lo anterior no es un llamado a la desconexión, sino a agregarle mayor intencionalidad y raciocinio a las maneras en las que nos conectamos.

@crislopezg

Cultura anti-maternidad. De Cristina López

10 mayo 2019 / EL DIARIO DE HOY

Celebramos en nuestro país el Día de la Madre. Lo hacemos como siempre: algunos con detalles de agradecimiento a las figuras maternas en nuestras vidas; los centros educativos con “shows” que en muchos casos se vuelven un recuerdo palpable de la paciencia y amor infinito de quienes ejercen la labor de cuido, al forzar a quienes agasajan a atragantarse con las coreografías bien intencionadas de todito el plantel estudiantil, todo por disfrutar el par de minutos que su criatura aparece en el escenario; el comercio con ofertas de regalos, flores, y restaurantes.

Por el énfasis (por lo menos a nivel de apariencias) que en teoría se le da a la celebración del Día de la Madre, cualquiera pensaría que en nuestro país facilitar la maternidad para quienes desean ejercerla (con independencia de su nivel económico) es una prioridad cultural. Y tristemente cualquiera que así pensara estaría profundamente equivocado. La realidad, por lo menos la que puede medirse a través de indicadores estadísticos de desarrollo y la que puede observarse de manera anecdótica en nuestro país, ilustra una cultura en la que la maternidad se castiga.

Según datos del PNUD, la tasa de participación en la fuerza laboral para las mujeres es del 47% mientras que la de los hombres es del 78%. En muchos casos, según estudios académicos, este tipo de diferencias en el mercado laboral entre la participación de mujeres y hombres refleja varias cosas. Entre ellas, la imposibilidad de volver compatible un trabajo bien remunerado y el demandante rol de cuido que implica la crianza. Igual de significativa es la expectativa social y cultural de género de esperar que sean las madres las que ejerzan la gran mayoría de obligaciones en el rol de cuido, mientras que el rol del padre se delega (por razones inminentemente machistas y limitantes para los hombres) a obligaciones casi periferales y secundarias.

Esta expectativa en nuestro país se tradujo en ley en 2013, cuando la Asamblea Legislativa decidió otorgar solo tres días de asueto remunerado por paternidad a aquellos que la ejerzan (incluidos los padres adoptivos). Una ley que no toma en consideración a las familias que necesitan equilibrar los roles de cuido de manera más balanceada por razones de salud de la madre, o que pone las necesidades del empleador por encima de las familiares, volviendo plenamente transparente la prioridad de las políticas legislativas (y la cultura que las inspira).

Esa misma cultura tóxica es también la que juzga de manera negativa las capacidades maternales y emocionales de las mamás con empleos inflexibles cuando no pueden participar tan activamente como otras mamás en las actividades de sus hijos, enviando el mensaje absurdo de que solo hay una manera de ser mamá y que la dedicación tiempo completo al rol de cuido es la única manera de demostrar amor en la maternidad, como si la necesidad económica de mantener un empleo estable para proveer para la familia no demostrara lo mismo.

Estas mismas actitudes culturales, esas que juzgan a la mamá ausente cuyo empleador inflexible prefiere ignorar su responsabilidad en perpetuar nuestra cultura anti-maternidad, son también las que ignoran e invisibilizan a sectores enteros de mamás cuando pertenecen a sectores económicos distintos, como el sector de empleadas domésticas, que se ven obligadas a proveer para sus hijos desde lejos mientras ayudan a criar hijos ajenos. O a las mamás a quienes leyes penales arcaicas que deberían reformarse, han condenado a ver a sus hijos crecer sin ellas mientras se pudren abandonadas tras las rejas. Pero preferimos ignorar estos temas, por incómodos. Y año tras año saturamos por un día el ambiente con celebraciones a las madrecitas, mientras nuestra cultura y legislación parecieran castigar la maternidad para quienes más ayuda necesitan.


@crislopezg

Cuando el deber llama. De Cristina López

5 mayo 2019 / EL DIARIO DE HOY

Aún no hay mucho que discutir sobre el gabinete entrante del presidente electo. Quizás sea por silencio intencional estratégico para evitar la auditoría necesaria a la que debería ser sujeto cualquier servidor público en una posición de liderazgo nacional. Los comentarios que el presidente electo (¡siempre tan reacio a la cobertura periodística crítica!) se dignó a darle a la prensa mientras atendía a Gavin Newsome parecen indicar lo anterior. Puede que el silencio se deba a alguna inclinación a la improvisación y que nuestro futuro presidente quiera deleitar a sus seguidores con la versión gabinete de una fiesta sorpresa el 1 de junio.

O quizás —y no hay manera de saber — no sabemos quiénes formarán parte del gabinete porque le está costando encontrar candidatos potables. Y lo anterior no es en lo absoluto indicador de que en nuestro país falte el talento, o de que tengamos un desierto de potencial, talento, preparación académica, o compromiso con la patria. Lo anterior tiene más que ver con las circunstancias específicas que facilitaron la victoria del presidente electo. En un país en el que el bipartidismo parecía monolítico y permanente, imaginar cómo se verá un gobierno de una tercera fuerza partidista es un reto para muchos ciudadanos. Tanto para los recalcitrantemente partidistas como para los independientes. La incertidumbre surgida de las inconsistencias ideológicas y políticas del presidente electo y del partido que eligió como vehículo no es menor e implica un riesgo político y profesional para bastantes criterios independientes.

Hay quienes sostienen que de este gobierno, simplemente con base en la corruptela con la que la figura central de la campaña se alió para ganar, no puede salir nada bueno. Hay quienes ven como una cuestión de moralidad el negarse a cooperar con alguien que miente, ataca, difama y desinforma para explotar el hartazgo de la población sin ofrecer reformas concretas y sustanciales a cambio. Y algo de mérito tiene este argumento. Demuestra rectitud de principios, sirve como línea en la arena para separar a quienes tienen compromisos serios con una filosofía política y social definida, de los oportunistas que se agarran de la pita de cualquiera que sea el globo que prometa agarrar más altura. Sin embargo, este argumento llevado a su extremo lógico implicaría abandonar principios y valores de gobernabilidad, de tecnocracia, de acuerdos de país, políticas de Estado y de independencia partidista. Implicaría el privilegio y la comodidad de perder cinco años de posible progreso en espera del candidato ideal y preferido. Sería, en políticas públicas, el equivalente a quemar el autobús donde vamos todos con tal de demostrar las imperfecciones del conductor.

Y la verdad es que en un país como el nuestro, en el que a menos que se cuente con suerte y con el limitado acceso a una educación de calidad, a servicios de salud dignos y a un empleo que permite la movilidad social, hay poquísimas opciones fuera de sobrevivir, emigrar, o morir, ya sea en manos de la criminalidad pandilleril o de la violencia doméstica. Y la misión principal de cualquier gobierno debería ser que la prosperidad de su gente no dependa de la suerte.

Ante la situación, si las personas preparadas, comprometidas, independientes y decentes a las que se les ofrece una posición para la que están calificadas no aceptan el reto, el autobús va a chocar de todos modos y a oscuras, sin la posibilidad de tener una auditoría independiente de las motivaciones del nuevo gobierno. Claro, hará falta la discusión de reformas que permitan compensar al mejor talento de manera competitiva con el mercado laboral para que aceptar un puesto de servicio público no sea un lujo que solo quienes no necesitan el ingreso puedan darse. Y será necesario que quienes acepten una posición tengan el compromiso y la valentía de denunciar malas prácticas cuando sea necesario y de renunciar si las malas prácticas se vuelven el modus operandi. Lo importante no es quién sea el conductor con tal que el autobús avance.

Vea también «Carta a Cristina y otros: Cuidadito con los conductores.» De Paolo Luers


Assange y la libertad de prensa. De Cristina López

15 abril 2019 / EL DIARIO DE HOY

No me simpatiza Julian Assange. No sé si es por su actitud de patán petulante, o por los repetidos rumores reportados en varios medios de comunicación de que el Gobierno del Ecuador tuvo que enviarle repetidas peticiones escritas de que por favor cumpliera con un mínimo de hábitos higiénicos mientras se encontraba refugiado en la embajada de dicho país en Londres. No sé si son las cifras (cerca de 6 millones de dólares) que según el Ecuador le costó al gobierno tenerlo de mal agradecido huésped por obra y gracia de los caprichos de Rafael Correa. O será el aspecto pálido y grasiento, de estatua de cera a dos pelos de derretirse por completo. O quizás el hecho de que se escurrió de ser llevado a la justicia en Suecia por las acusaciones de abuso sexual en su contra. Quizá sea una combinación de todo.

Y a pesar de mi desdén contra el tipo y de lo incómodo que se siente escribir en su defensa, en nombre de la libertad, del acceso a la información y de la rendición de cuentas, espero que no sea castigado por haber expuesto secretos gubernamentales. Por el momento, la justicia estadounidense está luchando a brazo partido porque se logre una extradición rápida, para poder procesarlo por su participación en publicar información gubernamental secreta. Se le acusa específicamente de violentar una ley contra el Abuso y Fraude Computacional y de haber conspirado con una ex-analista de inteligencia militar, ayudándole a violentar una contraseña del Departamento de Defensa estadounidense, clasificada como confidencial.

Quienes quieren procesarlo consideran que a Assange no le protege la libertad de prensa, pues en teoría no era periodista. Se consideraba a sí mismo un “hacktivista”, la combinación de un hacker y un activista. Quienes quieren que los secretos del gobierno permanezcan herméticos y libres de que una ciudadanía crítica exija rendición de cuentas, consideran que al hackear esa contraseña Assange abandonó la zona de la libertad de expresión, entrando en la de pura criminalidad.

Y, sin embargo, como dijo la columnista del Washington Post Margaret Sullivan, a Assange se le está acusando con términos que hacen parecer mucho de lo que hacen los mejores periodistas del mundo como conspiración criminal. Es perfectamente normal (y de hecho, éticamente correcto) que los periodistas tengan interés en ocultar sus fuentes y protegerlas con anonimato, sobre todo cuando divulgar la información que han hecho del conocimiento del periodista podría acarrearles consecuencias negativas. No es extraño que el gobierno estadounidense esté empeñado en procesar a Assange: juega a su favor que sea un personaje tan impopular, puesto que como dijo el director de la Fundación para la Libertad de Prensa Trevor Timm, “cuando los gobiernos tratan de restringir el acceso a la prensa, de la manera que sea, la inclinación no es ir tras la persona más popular”,

La intención de la justicia estadounidense es clara. Están buscando desincentivar a los futuros Assanges de publicar información auténtica que el gobierno quiere mantener en secreto. La historia ha enseñado la corrupción que se destapa cuando se publica la información que los gobiernos no quieren que veamos. Desde los archivos del Pentágono que revelaron la corrupción detrás de la guerra de Vietnam hasta el escándalo de Watergate que le costó la presidencia a Nixon, varios episodios históricos demuestran que en situaciones de secretismo, la luz y transparencia es el mejor desinfectante. Para evitar crear un precedente en el que se lo que se criminaliza es incomodar al gobierno, lo mejor sería que no procesaran a Assange.

@crislopezg

Escoger las batallas. De Cristina López

Con los demagogos sobran las batallas, hay que saber escoger las que valen la pena. No todas las provocaciones ameritan histeria al nivel 100…

8 abril 2019 / EL DIARIO DE HOY

Una cosa que saben hacer bien los demagogos es provocar. A veces con las políticas que deciden priorizar, a veces a través de Twitter, a veces a través de criticar a los medios de comunicación cuando resienten cobertura crítica o negativa que maltrecha sus egos. Provocar es el fin y no el medio, porque la motivación de la provocación es surfear en la ola de histeria crítica de sus oponentes y energizar a su base de fanáticos para mantener la polarización en la opinión pública permanentemente en estado de ebullición.

Y este ciclo permanece de provocación – cobertura mediática de la provocación – reacción histérica de la oposición y sus simpatizantes – contra-reacción defensiva de los fanáticos – cobertura propagandística por parte de medios aliados – burla del provocador ante la reacción que califica como desproporcionada por parte de los medios, termina resultando en una ciudadanía exhausta y con ciclos de atención cada vez más cortos, en medios de comunicación con credibilidad reducida y en oposiciones partidarias desgañitadas de tanto gritar. La bomba de humo perfecta para que cada vez se vuelva más difícil prestar atención a las cosas que importan: la lucha contra la corrupción y el nepotismo, violaciones a la Constitución, enriquecimiento ilícito, el combate a la pobreza, las brechas de desigualdad estructural y las injusticias escandalosas del sistema de justicia, etc.

Porque con los demagogos sobran las batallas, hay que saber escoger las que valen la pena. No todas las provocaciones ameritan histeria al nivel 100. Algunas no son más que bravuconadas en Twitter, propias de alguien que ha pagado con dinero familiar la gran mayoría de oportunidades que le han llevado al lugar inmerecido que tiene. La gran mayoría de estas bravuconadas denota un ego maltrecho, una soberbia exacerbada, una inteligencia emocional inexistente y un círculo de lambiscones que jamás le han sugerido que lea lo que le permite hacer la Constitución antes de andarse con amenazas, promesas y ambiciones de dictadorzuelo, típicas de quien, sin saber, opina lo que asume son el tipo de ideas que tendría un genio (sin haberse en su vida cruzado con las ideas de un genio por la mediocre alergia académica que le caracteriza). Cuando se comienzan a entender las provocaciones como lo que son, los berrinches de un niño consentido en plena borrachera de poder, se va volviendo más fácil calibrar cuáles merecen indiferencia y cuáles merecen histeria nivel uno, cinco, o cien.

Porque en el ciclo presidencial del demagogo habrá batallas por las que habrá que apostarlo todo y dejar la piel como ciudadanos comprometidos. Por ejemplo, las que se refieran a defender nuestra Constitución, aquellas en las que hay que cuidar el patrimonio del Estado, o aquellas en las que se trate de proteger a los más vulnerables entre nosotros de abusos de poder. Y para hacerle ganas a estas, hace falta que la prensa mantenga su credibilidad para que la ciudadanía continúe teniéndole confianza (si a las provocaciones de Twitter reaccionan con histeria 100, nadie pondrá atención cuando lo que peligre sea el estado de derecho o la continuidad de la República) y que la oposición sepa hacer oposición de manera estratégica y planeada y no como mera reacción.

Y aunque este tipo de análisis pareciera de mero sentido común en un país con tanto adulto sensato y mesurado, Donald Trump continúa controlando el ciclo mediático a base de estupideces tuiteadas, creando conmoción y caos y destrozando la capacidad de muchos medios de comunicación de enfocarse en exigir cuentas por lo verdaderamente importante. Porque estoy hablando de Trump. Si pensaron en otro, es pura coincidencia.

@crislopezg

Epicuros de a pie. De Cristina López

1 abril 2019 / EL DIARIO DE HOY

Escribo a menudo de las redes sociales porque más allá de transformar la manera en la que compartimos información, han transformado para muchas generaciones las maneras en las que disfrutamos (¡o sufrimos!) la vida. Y entre esos componentes de la vida, la comida. Basta abrir una cuenta en Instagram (una red social fotográfica) para notar la democratización de la crítica gastronómica. Si antes la crítica gastronómica era una arena limitadísima en la que solo participaban restaurantes impagables y paladares caprichosos con acceso a una plataforma mediática, ahora todas las opiniones cuentan y se aplican a cualquier comida.

Como toda tendencia influida por los medios visuales, esta democratización viene con incentivos perversos que ya la industria de la comida comienza a explotar para intentar “viralizar” platillos en las redes sociales. La viralidad de un plato (y por ende, su popularidad en un mercado tan saturado como es el de la industria de la comida) depende tanto de su potencial fotogénico (que se vea delicioso) como de su potencial de causar envidia (que vean que estoy comiendo algo delicioso). Un término popularizado en inglés es el del FOMO o “fear of missing out”, que se traduce en “miedo a perderse algo”. En pocas palabras, la sensación de ser excluidos de algo que parece popular, es un poderosísimo mecanismo que el mercadeo explota para vender. El incentivo perverso para la industria es empezar a poner más énfasis en la presentación y el potencial fotogénico de la comida que en la frescura, originalidad, y armonía de sus ingredientes.

Pero no todo es perverso. Algo bueno ha traído este despertar generalizado en la curiosidad gastronómica y es que ha venido a crear “Epicuros” de a pie. Epicuro fue el filósofo griego cuya escuela de pensamiento surgió en respuesta al estoicismo. Los estoicos invitaban a buscar la felicidad en aceptar el presente y sus circunstancias tal y como eran (sin dejar que el deseo de buscar el placer o el miedo al dolor fueran incentivo alguno a cambiar las circunstancias del presente). En pocas palabras, la mera virtud era suficiente para la felicidad, por lo que la resiliencia a la desventura era en sí misma, felicidad. El epicureanismo, por el otro lado, ponía la política a un lado para buscar la felicidad guiada por los placeres de la vida (sin confundir con el hedonismo, pues Epicuro sugería que la prudencia debía guiar esta búsqueda). Estos placeres sin duda incluyen la comida, pues si su fin fuera únicamente darle gasolina al cuerpo, habríamos nacido sin papilas gustativas.

Y la coyuntura indica que sobran las razones para alegrarnos de que haya cada vez más Epicuros de a pie. Si, es de buenos ciudadanos priorizar algún interés en la política. Pero es de humanos interesarnos en buscar la felicidad y si esta, por pequeña que sea, es accesible con un par de mordiscos en la búsqueda de sabores nuevos, bienvenida sea. Con la fragilidad de nuestro Estado de derecho, la corrupción dentro de la política, la falta de desarrollo y demás males que aquejan a nuestros tiempos, no está de más encontrar paz en la forma que venga. Empacada en los sabores milenarios que nuestros antepasados fraguaron de maíz, frijol, y otros granos, o en nuevos sabores que fusionan culturas en geografías radicalmente diferentes a la nuestra. En platillos accesibles a cambio de centavos al lado de un carretón o a la luz de candelas en mantelería fina. Sea como sea, que si lo que nos deviene son peores tiempos, que nos encuentren con la boca llena.

@crislopezg