Bernard-Henri Levy

¿Qué es el populismo? De Bernard-Henri Lévy

Al populista le gustaría reemplazar las elecciones por los sondeos (o por un plebiscito) el concepto de República por el de concurso televisivo y al pueblo por la plebe. Se trata de una enfermedad senil de las democracias.

Bernard-Henri Lévy, filósofo francés

Bernard-Henri Lévy, filósofo francés

Bernard-Henri Lévy, 1 diciembre 2016 / EL PAIS

Según el populismo (primer teorema), el pueblo sabe lo que quiere. Y, cuando quiere algo (segundo teorema), siempre tiene razón. Falta (postulado) que realmente sea él quien lo quiere. Falta también (corolario) que nada obstaculice esa legítima pretensión.

En otros términos, el populismo dice al mismo tiempo: confianza ilimitada en los recursos y en la capacidad del pueblo, y desconfianza hacia todo aquello que podría interpretar, desvirtuar, diferir la justa expresión de ese pueblo que, librado a sí mismo, libre de obstáculos, tiene buen criterio por naturaleza.

¿Interpretar? Los intelectuales, las élites. Y por eso el populismo es siempre un antintelectualismo, una reacción contra las élites.

¿Desvirtuar? La maledicencia. La hipocresía política. Y por eso, de Tsipras a Le Pen, de Trump a Mélenchon, el populismo siempre recurre al lenguaje vivo contra el lenguaje vacío, al lenguaje crudo, truculento, contra la lengua supuestamente muerta, constreñida por los tabúes, de lo políticamente correcto.

el pais¿Diferir? Las leyes. El derecho. Las instituciones. La razón en el puesto de mando. La política. Todos esos ornamentos, esos suplementos redundantes e inútiles, esas formas vacías, cuyo único efecto será siempre, dicen y repiten los populistas, ahondar un poco más en la diferencia, un filósofo del siglo XX habría dicho la différance o, simplemente, la distancia entre el pueblo y sí mismo, entre su sana y santa voluntad y su expresión desvirtuada.

Hay políticos buenos y malos, dicen.

«El populista será implacable a la hora de fabricar
alteridad y de generar enemigos»

Están los que actúan de común acuerdo con el mundo del vacío y los que han sabido desvincularse de él.

Y lo propio de quien ha sabido hacer tal cosa es haber conjurado esa enfermedad que lo distancia del cuerpo social; es estar en contacto directo con los rencores, y también las esperanzas, de lo que los romanos llamaban, no el populus, sino la turba; es estar en contacto directo, también, con las fluctuaciones de esa turba tal y como se expresan, día tras día, a través de la enfermedad de los sondeos.

Ah, los sondeos…

Cuando aparecieron los sondeos, algunos dijeron: un instrumento más en manos de los poderosos que van a escudriñarnos, a evaluarnos, a manipularnos.

Pero los más lúcidos —¿y por desgracia, los populistas estaban entre ellos?— respondieron: al contrario, es la opinión pública la que triunfa; ella la que, en adelante, llevará la voz cantante; ¿qué Gobierno podría ignorarla?, ¿cómo no tener en cuenta una voluntad popular tan sabia, constante e incesantemente medida?

Y he aquí que los roles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado; la Opinión en los graderíos, el Príncipe en el estadio; el Pueblo rey, pues es él quien presiona, acosa y atemoriza al Príncipe, y el Príncipe recientemente rebajado.

Otro filósofo de la misma época, Michel Foucault, describió los mecanismos del poder tomando como modelo el panóptico de Bentham, ese centro invisible a partir del cual un amo, ausente, escudriña el cuerpo social: nadie lo ve, pero él ve a todo el mundo; es estructuralmente invisible, pero esa misma invisibilidad hace visible a la sociedad; y es esta visibilidad la que, al final, nos hace tan totalmente controlables.

El populismo ha dado la vuelta al dispositivo: pueblo invisible, poder visible; un pueblo que se escabulle, un poder conminado a mostrarse; ya nadie ve al pueblo, pero él ve todo el tiempo a sus amos (en los periódicos, en Twitter y en Facebook, en los programas de la señora Le Marchand, en los falsos debates, ajenos a toda voluntad de veracidad, que se organizan en nuestros días); de forma que, si el secreto del poder está en la mirada, el populismo es una de las fórmulas más elaboradas del poder en la Edad Moderna.

«Con los sondeos los papeles se invierten:
la Opinión arrogante, el Príncipe humillado»

¡Ah, si pudiéramos reemplazar de una vez las elecciones por los sondeos!, piensa el populista.

Si pudiéramos transformar la república en concurso televisivo; las elecciones, en plebiscito; la audiencia, en audímetro; si pudiéramos terminar con el pueblo y coronar al “gran animal” de Platón o a esa plebe que, según los sofistas, debía reemplazar al demos.

¿La plebe? El verdadero pueblo.

¿El audímetro? ¿El plebiscito? Modos de una única sustancia: la sociedad concebida como un cuerpo pleno, deslumbrado por el espectáculo de su propia presencia.

Hay una psicología del populismo: el narcisismo de los individuos, ebrios de sí mismos y de su suficiencia.

Una fisiología: ese no sé qué abotargado, autosatisfecho, ahíto que encontramos en todos los Trump, Berlusconi y Le Pen varios (padre e hija).

Una metafísica: la idea de una voluntad general causa sui, anterior a toda palabra y, más aún, a todo contrato, una voluntad natural, soberana y naturalmente buena con la que volver a conectar a poco que se sepa eliminar los filtros y mediaciones que la oscurecen.

El populista será inevitablemente nacionalista: ¿el nacionalismo no es el camino más corto para ir hacia una comunidad libre de todo filtro o mediación?

El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar esa presencia en sí? Si no se dota de una exterioridad masiva y obsesivamente denunciada, ¿cuál sería el medio para reunir su propio cuerpo en una identidad recuperada?

El populismo es una propedéutica del odio, de la exclusión y, en definitiva, del racismo: véase el discurso antinmigrantes de Hungría a Estados Unidos, de Polonia a Rusia.

¿El populismo? La enfermedad senil de las democracias.

Decimos “populismo”. Y es el nombre, finalmente único, de la reacción de las democracias al pánico que les gana y a la desbandada que las amenaza.

Sálvese quien pueda: la última palabra de los populistas.

 

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¿Gernika? ¿Sarajevo? Alepo. De Bernard Henri-Levy

Hay que parar la carnicería y el crimen a gran escala
que azota la ciudad siria.

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Heridos tras el ataque a un hospital en Alepo. SANA

Bernard-Henri Lévy, filósofo francés

Bernard-Henri Lévy, filósofo francés

Bernard Henri-Levy, 6 octubre 2016 / EL PAIS

Debemos acabar a toda costa con los bombardeos masivos, ciegos e indiscriminados —o, peor aún, discriminados, dirigidos sobre todo contra la población civil, los convoyes humanitarios y los hospitales— que se han reanudado con más fuerza que nunca en Alepo. Debemos exigir que, en los próximos días (en las próximas horas, los próximos minutos), cesen la lluvia de acero, las bombas de racimo y de fósforo, los barriles de cloro arrojados a baja altura sobre los últimos barrios de la ciudad en manos de los moderados; que el mundo, empezando por las democracias, reaccione ante esas imágenes terribles, transmitidas por los escasos testigos que siguen allí, de niños con el cuerpo destrozado y retorcido; heridos con miembros amputados sin anestesia por médicos desesperados que también mueren; mujeres abatidas por un obús mientras, como en Sarajevo hace 23 años, hacían cola para comprar yogur o pan; voluntarios alcanzados mientras recorren los escombros en busca de supervivientes; seres sin fuerzas, rodeados de basuras y deshechos, que dicen adiós a la vida.

Debemos sofocar las columnas de fuego y humo. Debemos disipar las nubes de gas inflamado procedentes de las sofisticadas armas de los asesinos. Debemos hacerlo, porque podemos.

el paisY podemos porque esta carnicería, estos crímenes de guerra a gran escala, este urbicidio deliberado de la que fue segunda ciudad de Siria, la más cosmopolita y maravillosamente viva, estos posibles crímenes contra la humanidad a los que se suma la destrucción de unos sitios culturales y conmemorativos que forman parte del patrimonio mundial, tienen unos culpables claramente identificados y que ni siquiera intentan ocultarse.

Me refiero, por supuesto, al régimen de Damasco, al que hace mucho que deberíamos haber empezado a tratar como hicimos en su momento con el de Gadafi. Pero también a sus padrinos iraníes y rusos, que llevan cinco años bloqueando todos los intentos de resolución de Naciones Unidas; cuyos aviones han contribuido, en varias ocasiones documentadas, a esta guerra masiva contra la población civil; y que cada vez parecen más decididos a aplicar a Siria el lema ensayado en Chechenia: “Acorralar hasta el fin” a quienes el ministro de Exteriores Lavrov llama ahora “terroristas”.

A partir de ahí, el dilema es sencillo. Desde que, hace tres años, Barack Obama decidiera misteriosamente no sancionar a Bachar el Asad por haber traspasado la “línea roja” que él mismo había trazado y que prohibía el empleo de armas químicas, es de temer que la decisión recaiga especialmente, o por completo, sobre Europa.

«Deberíamos hace mucho tiempo haber empezado a tratar
a Damasco como hicimos en su momento con el de Gadafi»

Podemos actuar, definir nuestra propia línea roja, prever, en caso de infracción, un endurecimiento de las sanciones contra una Rusia responsable de los crímenes de su vasallo sirio. Podemos tomar de inmediato la iniciativa de un espacio de negociación y presión similar al “formato Normandía” que el presidente Hollande y la canciller Merkel concibieron hace dos años para contener la guerra en Ucrania y que, de hecho, la contuvo; así obligaríamos al agresor a ceder.

O podemos no hacer nada; consentir, como dijo el embajador francés ante la ONU, François Delattre, un nuevo Sarajevo; correr el riesgo de que haya una Gernika árabe, con las escuadrillas rusas en el papel que desempeñó la Legión Cóndor en el cielo de la España republicana de 1936. Y eso no solo sería indigno, sino que agudizaría hasta el extremo todos los peligros actuales, empezando por el dramático aumento de la ola de refugiados, de los que nunca recordamos que vienen en su inmensa mayoría de Siria y son resultado directo de la no intervención de la comunidad internacional en una guerra total, sin precedentes cercanos y que hiere las conciencias.

Así estamos. Alepo asediada, rota, sin rendirse, muriendo de pie. Alepo exhausta, ultrajada, arrinconada y abandonada por el mundo. Alepo, que es nuestra vergüenza, nuestro crimen de omisión, nuestra degradación, nuestra capitulación ante la fuerza bruta, nuestra resignación ante lo peor del ser humano. Alepo, que ha dejado de pedir ayuda. Alepo, que muere y nos maldice.

Y una Europa en primera línea que, aunque solo sea por la presión de un pueblo al que no ha sabido proteger y que llama a sus puertas para que lo acoja, se juega su futuro y una parte de su identidad. ¿Entregará esa Europa en Alepo lo que le queda de alma? ¿O sabrá recuperarse, engrandecerse y revivir? Esa es la cuestión fundamental.

Grecia merece algo mejor. De Bernard-Henri Levy

No se lleva a un pueblo al precipicio para escapar del callejón en el que uno se ha metido.

Bernard-Henri Lévy,  filósofo francés

Bernard-Henri Lévy, filósofo francés

Bernard-Henri Levy, 6 julio 2015 / EL PAIS

He hablado bastante de la cólera que me inspira la Europa sin alma de nuestros días, la Europa sin un proyecto digno de tal nombre e infiel tanto a sus valores como a sus padres y momentos fundadores; he denunciado bastante la ceguera de la mayoría de los actores de entonces (con algunas notables excepciones, como Jacques Delors) hacia las artimañas que, quince años atrás, hicieron posible la entrada precipitada de Grecia en la eurozona; como para callarme ahora los sentimientos que me inspira la actitud del señor Tsipras en los últimos tiempos.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué le pedían en este punto de la historia los representantes de eso que, utilizando una retórica similar a la de la extrema derecha griega, él insiste en llamar “las instituciones”?

Un esfuerzo fiscal mínimo, en un país en el que ya va siendo hora de entender que disponer de una Administración sólida, capaz de recaudar impuestos y de redistribuirlos equitativamente es, en los términos del artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, un principio elemental sin el que no hay democracia viable.

Un aumento de la edad de la jubilación a los 67 años -salvo en el caso de los oficios más duros-, como ocurrirá en un plazo más o menos breve en los Países Bajos, Dinamarca, Gran Bretaña y Alemania; en otros términos: en gran parte de los países cuya solidaridad ciudadana está siendo solicitada (por no mencionar a los Estados Unidos, donde actualmente se debate retrasarla de los 67 a… ¡los 70 años!).

Una reducción -aunque no inmediata- de un presupuesto de defensa que, teniendo en cuenta la posición geoestratégica del país, tal vez no sea absurdo, pero que no deja de ser el más elevado de la Unión Europea en términos porcentuales y que sitúa a la Grecia de Syriza en el quinto puesto de los grandes importadores de armas, por detrás de la India, China, Corea y Pakistán.

A cambio de lo cual el señor Tsipras habría recibido un nuevo paquete de ayudas por parte del FMI -que, por más que él tienda a olvidarlo, no es su “caballo de finanzas” particular, como hubiera podido decir Alfred Jarry, sino un fondo que se supone debe ayudar también a Bangladesh, Ucrania o los países africanos devastados por la miseria, la guerra y el intercambio desigual-, así como una reducción-reestructuración de las ayudas anteriores a 2011, que, como todos sabemos, en realidad nunca serán reembolsadas.

Puede que la señora Lagarde, su bestia negra junto con la señora Merkel, no haya sabido comunicarlo adecuadamente.

Pero ese era el estado real de las negociaciones cuando él decidió romperlas unilateralmente el viernes 26 de junio.

Y, teniendo en cuenta el pasivo y los errores del pasado, era lo mejor que podía ofrecer un Fondo Monetario Internacional que, en ese mismo momento, debía decidir el penúltimo desembolso de la ayuda prometida a Túnez, el mantenimiento o no de las facilidades ampliadas de crédito a Burundi y la revisión de los planes de ayuda a los sistemas sanitarios de los países más afectados por el virus del ébola.

El señor Tsipras optó por responder recurriendo una vez más a la retórica de la extrema derecha sobre la supuesta “humillación griega”.

En lugar de señalar a los verdaderos responsables de la crisis, que son, entre otros, los armadores con cuentas en los paraísos fiscales o el clero exento de impuestos, ha preferido reiterar hasta la saciedad el antiguo sonsonete nacional-populista sobre el malvado euro que estrangula a la democracia ejemplar.

Y, falto de argumentos y entre dos visitas a Putin, ha terminado gestando la idea del referéndum que, teniendo en cuenta el contexto, los plazos y el esmero con el que se han enmarañado los términos de la pregunta, recuerda menos a una justa y sana consulta popular que a un chantaje a Occidente en toda regla.

Pero ¿acaso su predecesor socialdemócrata, Yorgos Papandreu, no hizo lo mismo durante la crisis financiera, hace cinco años?

Pues no.

En el caso de Papandreu se trababa de someter a la aprobación de sus conciudadanos un plan de rescate que él había estudiado, discutido y validado.

Mientras que en el de Tsipras se trata de endosarles la corresponsabilidad de un naufragio cuyo riesgo ha asumido él y solo él, en una combinación de irresponsabilidad, espíritu de sistema y, probablemente, incapacidad para decidir.

Detrás de la operación, se intuye la deplorable lucha de corrientes en el seno de Syriza.

Detrás de este farol que probablemente le pareció hábil, se adivina al político con un ojo puesto en el ala radical de su partido y otro en su propia imagen, su futuro personal y en protegerse las espaldas.

Pero ¿es así como se gobierna un gran país?

¿Grecia no merece nada mejor que este demagogo pirómano que se ha aliado con los neonazis de Amanecer Dorado para imponerle al Parlamento su proyecto de plebiscito?

Fue el mismo Alexis Tsipras quien replicó “la pobreza de un pueblo no es un juego” cuando, durante las últimas fases de la negociación, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, afirmó “the game is over”.

Pues bien, dan ganas de devolverle el cumplido y de recordarle que la pobreza de un país tampoco se la juega uno al póker ni a la ruleta griega, y que no se lleva a un pueblo al borde del precipicio para escapar del callejón sin salida en el que uno mismo se ha metido.

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