Javier Cercas

La épica y la política. De Javier Cercas

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Javier Cercas, escritor, filólogo y columnista español

Javier Cercas, escritor, filólogo y columnista español

Javier Cercas, 23 octubre 2016 / PRODAVINCI

A fines de diciembre de 1875, en una carta a George Sand, Gustave Flaubert escribió: “Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas y en detenerme en lo más común, y me he alejado a propósito de lo accidental y lo dramático. ¡Nada de monstruos ni de héroes!”. La exclamación final define gran parte de la mejor novela moderna, aquella que, convencida de la mediocridad de su tiempo y de su obligación de reflejarlo, huyó de la épica y optó por la grisura cotidiana del hombre común y corriente, por la mediocridad del antihéroe total; James Joyce, quizá el mejor discípulo de Flaubert, llevó ese designio a un delirio de perfección: Ulises es la irrisoria epopeya imposible de un día común y corriente en la vida de un hombre común y corriente. Fue una operación genial, pero también contra natura, porque la épica es inherente a la novela –no en vano Cervantes la consideraba épica en prosa–, y quizá por eso una parte de la mejor novela posterior a la novela moderna ha intentado recuperar el espíritu o los rasgos o ciertos rasgos de la épica, para devolverle a la novela su ímpetu originario. Por eso y también porque, ya nadie duda de ello, el siglo XX y el XXI nos han devuelto a los monstruos; nadie debería dudar tampoco de que, como no hay monstruos sin héroes, nos han devuelto asimismo a los héroes. Esto ha sido bueno para el novelista o para los buenos novelistas, que son pocos; pero ha sido malo para los hombres comunes y corrientes, que somos casi todos. Esto ha sido bueno para la literatura, pero malo para la política.

Hablo de la política democrática, claro está. En una entrevista veraniega, el simpático, bienintencionado e inteligente Íñigo Errejón, número dos e ideólogo de Podemos, sostenía que en las instituciones democráticas “hay espacio para la épica”. Yo creo que se equivoca. En las instituciones democráticas no debe haber ni el más mínimo espacio para la épica; de hecho, la principal obligación de la política democrática debe ser desterrar la épica de las instituciones en particular y de la vida pública en general. La última vez que la épica entró en las instituciones democráticas ­españolas fue el 23 de febrero de 1981, cuando un puñado de monstruos irrumpió a tiro limpio en el Parlamento y el país entero demostró que estaba hecho de hombres comunes y corrientes y que los héroes podían contarse con los dedos de una mano (y sobraban dedos). Si hubiese sido una novela, habría sido una obra maestra; pero no lo era, así que fue espeluznante. “Arma virumque cano”, dice Virgilio en el arranque memorable de la Eneida: la épica se hace con las armas; la política democrática, con las palabras. La política democrática no se parece a la épica arrebatada de Juego de tronos, donde héroes y monstruos pelean a muerte por el poder en dos continentes ficticios en medio de guerras, torturas, violaciones, secuestros de niños y asesinatos en masa; la política democrática se parece a la prosa serena y razonable de Borgen, donde hombres y mujeres comunes y corrientes, dotados de sueños, pasiones, deseos y debilidades mediocres de perfectos antihéroes, se esfuerzan por mejorar la vida de sus conciudadanos en una Dinamarca real, o por lo menos verosímil. No digo que en nuestro tiempo no haya espacio para la épica; lo hay a manos llenas, pero en Siria, en Irak y en muchos lugares de África, no en unas instituciones democráticas plausibles. Tampoco digo que no tengamos derecho a asaltar los cielos: tenemos todo el derecho del mundo a hacerlo; mejor dicho, tenemos casi la obligación (y quien no cumple con ella es un infeliz). Pero tenemos el derecho y casi la obligación de hacerlo en la vida privada –en el amor, en la literatura, en el cine, en la música–, no en la colectiva; el motivo es simple: igual que no hay dos personas iguales, no hay dos cielos iguales, así que tarde o temprano el cielo de una persona se convierte en el infierno de otra.

Lo que digo es que hay que desterrar la épica de la política y aspirar a una política prosaica, antidramática, de un tedio escandinavo. Lo que digo es que quien quiera épica que no haga política. Que lea novelas. O que las escriba.

Populismo bueno. De Javier Cercas

Javier Cercas es profesor de literatura española en la Universidad de Girona. Ha escrito varios libros de éxito, entre ellos ‘Soldados de Salamina’, que fue llevado a la gran pantalla por David Trueba.

Javier Cercas es profesor de literatura española en la Universidad de Girona. Ha escrito varios libros de éxito, entre ellos ‘Soldados de Salamina’, que fue llevado a la gran pantalla por David Trueba.

Javier Cercas, 28 agosto 2016 / EL PAIS SEMANAL

EN SU ÚLTIMO libro, Who Rules the World?, Noam Chomsky afirma que para la Administración norteamericana su terrorismo, “aunque sea terrorismo, es benigno”, mientras que el terrorismo ajeno es maligno. El libro de Chomsky, uno de los referentes de Podemos, constituye una denuncia de la inconsistencia y la hipocresía que rigen la política exterior estadounidense, pero lo cierto es que también los ideólogos de Podemos parecen pensar que existe un populismo malo y otro bueno. No sé si esta creencia es hipócrita; me parece inconsistente, equivocada

El populismo es un concepto difuso. Tradicionalmente designaba una ideología caracterizada por la hostilidad a las élites y la devoción al pueblo: según ella, lo que define a las élites es, además de sus privilegios, su egoísmo, su carácter corrupto y su desprecio de la gente común, mientras que lo que define al pueblo es su condición de víctima de las élites y su naturaleza virtuosa; el populismo tradicional también se caracterizaba por su rechazo de la división entre izquierda y derecha, su desconfianza del pluralismo político y su fe en un caudillo capaz de encarnar por sí solo al pueblo y expresar sus deseos. Todos estos rasgos, típicos de los fascismos, han sido lógicamente vistos con desconfianza por la izquierda democrática. En los últimos años, sin embargo, algunos pensadores de izquierda los han reivindicado; es el caso de Ernesto Laclau, inspirador ideológico del principal teórico de Podemos: Íñigo Errejón. Según Screen Shot 2016-08-28 at 11.20.30 AMLaclau, el populismo es una ideología hueca, sin contenido, pero ahí reside su principal virtud, porque en determinado momento es capaz de alojar toda la frustración y la justa rabia de los oprimidos contra unas instituciones democráticas insuficientes, incapaces de dar respuesta a las demandas de la gente común. Ese momento es el momento populista, como lo llama Chantal Mouffe, y los populistas deben aprovecharlo para provocar el cambio social con el carburante de la frustración y la rabia y las insuficiencias democráticas. Es lo que ha intentado Podemos. Ahora bien, como los propios populistas reconocen, ese carburante sirve lo mismo para impulsar a Trump o a Le Pen que a Podemos: la única diferencia es que, según Podemos, su populismo es benigno mientras que el de Trump o Le Pen es maligno. Ahí radica la equivocación o la inconsistencia, si no la hipocresía. Dejemos de lado ahora la desconfianza de la democracia que el populismo moderno ha heredado, igual que su querencia por el carisma de los hombres fuertes (como Trump o Le Pen, Iglesias es menos un político que un caudillo, y es mil veces preferible el peor político que el mejor caudillo, porque el político está hecho para la paz y el caudillo para la guerra); la pregunta es: ¿cómo sabemos que el populismo de Podemos es bueno y el de Trump no? ¿Sólo porque Trump es de derechas y Podemos no? Pero ¿no habíamos quedado en que ya no existen la derecha ni la izquierda sino sólo los de arriba y los de abajo? Y sobre todo: ¿basta cambiar a los de arriba por los de abajo o a la élite por la gente común para que desaparezca la corrupción y un país sea más justo y más próspero? Dado que nadie con dos dedos de frente se cree la pamema de que el pueblo es esencialmente virtuoso, ¿no ocurrirá más pronto que tarde que, convertidos en la nueva élite, los de abajo se vuelvan tan egoístas, corruptos y privilegiados como los de arriba, la nueva casta como la vieja? ¿Qué habremos arreglado, entonces? ¿No será que, como decía la vieja izquierda, lo que hay que cambiar no son las personas sino el sistema?

No: igual que no hay terrorismo bueno y terrorismo malo, no hay populismo bueno y populismo malo. Igual que todo terrorismo es malo porque apela a la violencia, todo populismo es malo porque apela a la frustración y la rabia (aunque sean justas, o precisamente porque lo son); también porque apela al pueblo, que es una abstracción de trilero, y no a los ciudadanos, que son realidades tangibles, sujetos de derechos y deberes, hombres y mujeres responsables de su destino. A ellos apelaba la vieja izquierda; a ellos, creo yo, debería seguir apelando la nueva.