Joschka Fischer

El regalo de Trump a China. De Joschka Fischer

Joschka Fischer

Joschka Fischer, dirigente del Partido Verde, fue ministro de Relaciones Exteriores y vice-jefe del gobierno de Alemania entre 1998 y 2005

22 junio 2018 / PROJECT SYNDICATE

BERLIN – Ya está claro que el siglo XXI trae consigo el inicio de un nuevo orden mundial. Mientras la incertidumbre y la inestabilidad asociadas con ese proceso se extienden por el globo, Occidente respondió con timidez, o con nostalgia de antiguas formas de nacionalismo que fracasaron en el pasado y que seguramente no funcionarán ahora. 

Hasta para el optimista más incorregible, la cumbre del G7 celebrada este mes en Quebec fue la prueba de que el Occidente geopolítico se está desintegrando y perdiendo peso global, y que el gran destructor de ese orden que fue creado y liderado por Estados Unidos no es otro que el presidente estadounidense. Es verdad que Donald Trump es más un síntoma que una causa de la desintegración de Occidente, pero él está acelerando el proceso en forma dramática.

Los orígenes del malestar occidental pueden rastrearse hasta el final de la Guerra Fría, cuando un orden mundial bipolar dio paso a la globalización económica, que permitió la aparición de nuevas potencias como China. En las décadas que siguieron, EE. UU. aparentemente se convenció de que sus viejas alianzas eran más una carga que un activo.

Esto se aplica no sólo a Europa, Japón y Corea del Sur, sino también a los vecinos inmediatos de EE. UU.: Canadá y México. La decisión de Trump de imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio dejó a EE. UU. y Canadá profundamente divididos en la cumbre de Quebec, y es seguro que el conflicto comercial entre ambos países tendrá consecuencias políticas mucho más amplias.

Europa y el Atlántico Norte dominaron la economía global por cuatro siglos. Eso se acabó. Y la nueva geografía de poder implícita en el traslado del centro de gravedad económico del mundo desde la región transatlántica hacia la región de Asia y el Pacífico no es compatible con el mapa conceptual de la geopolítica del siglo XX, mucho menos la del siglo XIX.

Aunque EE. UU. sigue siendo la principal superpotencia del mundo, China ha resurgido como una fuerza geopolítica que es nueva y muy antigua a la vez. Con una población de 1400 millones de personas y un mercado interno enorme, China está desafiando a EE. UU. por el papel de líder económico, político y tecnológico del mundo.

Cualquiera que haya visitado alguna vez los pasillos del poder en Beijing sabe que la dirigencia china tiene su propio mapa del mundo, en el que China (el “Reino del Medio”) aparece en el centro, mientras Europa y EE. UU. se caen por los costados izquierdo y derecho, respectivamente. Es decir, EE. UU. y Europa (esa extraña mescolanza de pequeños y medianos estados‑nación) ya se encuentran divididos y confinados a los márgenes.

Al principio, EE. UU. reaccionó intuitivamente a los cambios geopolíticos de este siglo con un “giro a Asia”. Pero EE. UU. tenía presencia en el Atlántico y en el Pacífico desde mucho antes, y en su carácter de última potencia global que queda, puede anticiparse a los cambios geopolíticos históricos de modo de proteger sus intereses.

Europa, en cambio, atravesó como en automático el actual interregno histórico, ocupada más que nada en la introspección, en viejas animosidades y en dulces sueños decimonónicos de cuando todavía gobernaba el mundo. Y acontecimientos como la victoria electoral de Trump y el referendo británico por el Brexit reforzaron esa visión estrecha.

Pero en vez de ahondar en las extrañas conductas de Trump, es mejor recordar que lo que está pasando en el mundo empezó antes de su presidencia. Al fin y al cabo, el “giro a Asia” lo inició el expresidente estadounidense Barack Obama; Trump solamente lo continuó con medidas de las que el ejemplo más reciente es la reunión con el líder norcoreano Kim Jong-un en Singapur.

Si las políticas de Trump plantean riesgos serios, no es porque representen una reorientación estratégica de EE. UU. (algo que ya estaba en marcha), sino porque son autocontradictorias e innecesariamente destructivas. Por ejemplo, cuando Trump pide una reducción de la presencia militar estadounidense en Medio Oriente, sólo repite lo que ya decía Obama.

Pero al abandonar el acuerdo nuclear con Irán, Trump hace más probable una guerra en la región. Y con sus esfuerzos exagerados para aliviar el aislamiento internacional de Corea del Norte, sin obtener casi nada a cambio, ha fortalecido la posición de China en Asia Oriental.

La guerra comercial global de Trump es igualmente contraproducente. Al imponer aranceles a los aliados más cercanos de EE. UU., prácticamente los arroja a los brazos de China. Si los exportadores europeos y japoneses se encuentran con barreras proteccionistas en EE. UU., ¿qué pueden hacer sino recurrir al mercado chino? Y una Europa sin su respaldo noratlántico no tiene otra opción que virar en dirección a Eurasia, pese al militarismo del presidente ruso Vladimir Putin en Ucrania oriental y sus intentos de influir en el resultado de elecciones en Occidente.

Además, incluso sin el proteccionismo estadounidense, Japón iba a tener que adaptarse tarde o temprano al creciente poder económico de China. La última oportunidad de contener al gigante chino se perdió cuando Trump abandonó el Acuerdo Transpacífico, que hubiera alzado ante China un dique de contención liderado por EE. UU. en la cuenca del Pacífico.

De modo que el “giro a Asia” se desarrollará en formas muy diferentes a cada lado del Atlántico. Sin políticas conjuntas de EE. UU. y la Unión Europea para mantener la cohesión transatlántica, Occidente pronto será cosa del pasado. Con EE. UU. mirando hacia el oeste a través del Pacífico, y Europa mirando hacia el este en dirección a Eurasia, la única vencedora será China. El verdadero peligro estratégico de la era de Trump, entonces, no es simplemente que el orden mundial esté cambiando, sino que las políticas de Trump sólo lograrán “hacer a China grande otra vez”.

Traducción: Esteban Flamini

‘Pax Trumpia’. De Joschka Fischer

Una guerra comercial transatlántica de represalias mutuas causaría perdedores en todos lados. La UE no tiene otra opción que negociar, aunque sea a regañadientes.

La canciller alemana, Angela Merkel, junto al presidente francés, Emmanuel Macron (i) y al presidente de EE UU, Donald Trump (d), durante el G20 de Hamburgo, el pasado julio. AFP

Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, 30 marzo 2018 / EL PAIS

El desprecio del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, por el sistema internacional, es real y se está reflejando en políticas concretas. Su decisión de imponer 50.000 millones en gravámenes punitivos a la importación de muchos bienes chinos podría afectar seriamente el comercio global; y si bien eximó, a último minuto, los productos de la Unión Europea, todavía puede que Europa acabe en la línea de fuego.

Está claro que el enfoque “América, primero” no dejará intactas las reglas sobre las que se sustenta el orden internacional. EE UU desarrolló el orden de posguerra y por décadas hizo predominar sus reglas. Pero ya no es el caso. Las medidas recientes de Trump no giran solamente en torno al comercio, sino al abandono de la Pax Americana misma.

Pocos países están más conectados al orden de posguerra que Alemania que, al igual que Japón, debe su resurgimiento económico, a partir de 1945, al nuevo sistema comercial internacional. La economía alemana depende fuertemente de las exportaciones, lo que significa que es muy vulnerable a las barreras comerciales y a los gravámenes punitivos que impongan sus socios más importantes.

Además, las políticas proteccionistas de Trump retan el modelo económico alemán tal como ha existido desde la década de los cincuenta. No es un mero detalle el hecho de que Trump haya señalado una y otra vez a Alemania, uno de los más cercanos aliados de EE UU en Europa. Si bien los optimistas dirán que los ladridos de Trump son peores que su mordida —que sus declaraciones sobre el comercio, al igual que las amenazas a Corea del Norte, forman simplemente parte de una estrategia de negociación—, los pesimistas pueden responder con una pregunta razonable: ¿Qué pasa si Trump realmente cree en lo que dice?

Alemania no debería hacerse ilusiones frente a una guerra comercial transatlántica. A pesar de pertenecer a la UE y al Mercado Único, sería uno de los mayores perdedores, debido a su dependencia comercial y al estado actual de las relaciones transatlánticas.

Seguramente que los Estados miembros de la UE que han acusado a Alemania de arrogancia podrían ver este resultado con algo de schadenfreude (complacencia malsana), pero un debilitamiento de la mayor economía de la UE tendría de inmediato efectos negativos sobre todo el bloque. El retiro del Reino Unido de la UE ya está causando disonancias políticas entre los Estados miembros, y los populistas antieuropeos acaban de ganar la mayoría parlamentaria en Italia.

«Una guerra comercial transatlántica de represalias
mutuas causaría perdedores en todos lados y abriría
un nuevo periodo de aislacionismo y proteccionismo»

Para empeorar las cosas, ni Alemania ni la Comisión Europea, que trata los problemas comerciales en representación de los Estados miembros de la UE, se encuentran en una posición de solidez para enfrentarse a Trump. La insensatez de las autoridades alemanas, que escogieron ignorar las críticas sobre el persistentemente alto superávit acumulado en el balance en cuenta corriente del país, ha quedado al descubierto. Si el último Gobierno alemán hubiera reducido este superávit —que el año pasado batió un nuevo récord— al impulsar la inversión interna, Alemania estaría en mejor posición para responder a las amenazas de Trump.

Al pensar en la posibilidad de una guerra comercial transatlántica, deberíamos recordar el dicho, que se suele atribuir al Mahatma Gandhi: “ojo por ojo, y acabaremos todos ciegos”. Una guerra comercial transatlántica de represalias mutuas causaría perdedores en todos lados y abriría un nuevo periodo de aislacionismo y proteccionismo. Si va demasiado lejos, incluso podría llevar a un colapso de la economía global y a la desintegración de Occidente. Por esta razón, la UE no tiene otra opción que negociar, aunque sea a regañadientes.

Una consecuencia previsible de la revolución comercial de Trump es que empujará a Europa hacia China, que ya está alcanzando a la UE a través de su Iniciativa Belt and Road de inversiones y proyectos de infraestructura a lo largo de Eurasia. A medida que en los próximos años aumenten las alternativas al transatlanticismo orientadas hacía Oriente, Europa se verá ante el difícil reto de encontrar el equilibrio justo entre Oriente y Occidente. Los europeos ahora tienen que preocuparse no solo por Rusia, sino también por la nueva superpotencia: China.

«Cualquiera podría creer que el principal objetivo
de política exterior de Trump es ayudar a los chinos
en su lucha por la influencia global»

Ni Estados Unidos, ni Europa, tienen interés en destruir o perturbar las relaciones comerciales transatlánticas. Los dirigentes chinos estarán probablemente celebrando en privado la promesa de la administración Trump de “volver a hacer grande a Estados Unidos”, porque hasta ahora no ha hecho más que socavar los intereses estadounidenses y anunciar la próxima grandeza de China. De hecho, pese a los gravámenes aduaneros que Trump quiere imponer a China —en respuesta a sus supuestas violaciones a la propiedad intelectual— cualquiera podría creer que el principal objetivo de política exterior de Trump es ayudar a los chinos en su lucha por la influencia global.

Una de las primeras medidas de Trump tras asumir el cargo fue retirar a Estados Unidos de la Asociación Transpacífico, un acuerdo comercial que habría creado un dique de contención contra China en la región Asia-Pacífico. Hoy China tiene la posibilidad de fijar las reglas del comercio en un área que cubre cerca del 60% de la economía planetaria. De la misma manera, lo más probable es que los gravámenes a la importación de acero y aluminio ayuden a China y afecten negativamente a los aliados europeos de EE UU. No se puede culpar a los chinos por tratar de capitalizar esta oportunidad caída del cielo.

En los próximos meses, la debilidad fundamental de Europa se hará cada vez más evidente. La prosperidad europea depende de la voluntad de EE UU de dar garantías de seguridad y guiar el orden internacional liberal. Sin EE UU, encerrado en un nacionalismo atávico, los europeos se han quedado solos. Cabe esperar que sean capaces de actuar con rapidez para preservar su unidad y salvar el sistema internacional que, desde décadas, les ha proporcionado paz y prosperidad.

Joschka Fischer fue ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005 y líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

Atacar a Europa desde dentro. De Joschka Fischer

Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la Unión Europea entraría en una profunda crisis existencial. De hecho, se puede decir que en el caso catalán hoy se juega nada menos que su futuro.

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Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, 21 octubre 2017 / EL PAIS

Finalmente, Europa da señales de estar saliendo de su prolongada crisis económica, pero el continente sigue agitado. Por cada motivo de optimismo siempre parece haber una nueva causa de preocupación.

En junio de 2016 una escasa mayoría de votantes británicos eligió la nostalgia por el siglo XIX sobre lo que les pudiera prometer el siglo XXI. Decidieron saltar al precipicio en nombre de su “soberanía” y bastantes evidencias sugieren que les espera un aterrizaje forzoso. Los cínicos podrían hacer la observación de que será necesaria una “soberanía” en buenas condiciones para amortiguar el golpe.

En España, el Gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña ahora pide soberanía también, aunque el actual Ejecutivo nacional no está enjuiciando, encarcelando, torturando ni ejecutando al pueblo catalán, como lo hiciera la dictadura del generalísimo Francisco Franco. España es una democracia estable y miembro de la Unión Europea, la eurozona y la OTAN. Durante décadas ha mantenido el Estado de derecho de acuerdo con una Constitución democrática negociada por todas las partes y regiones, incluida Cataluña.

el paisEl 1 de octubre, el Gobierno catalán celebró un referéndum de independencia en el que participó menos de la mitad (algunas estimaciones señalan que un tercio) de la población de esta comunidad. Según los estándares de la UE y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, la votación jamás habría podido aceptarse como “justa y libre”. Además de ser ilegal según la Constitución española, el referéndum ni siquiera contó con un padrón de votantes para determinar quién tenía derecho a votar.

El referéndum “alternativo” catalán causó medidas drásticas del Gobierno del primer ministro español Mariano Rajoy, que intervino para cerrar mesas electorales y evitar que la gente votara. Fue una tontería política mayúscula, porque las imágenes de la policía reprimiendo con porras a manifestantes catalanes desarmados otorgó una engañosa legitimidad a los secesionistas. Ninguna democracia puede ganar en este tipo de conflicto. Y en el caso de España la represión conjuró imágenes de la Guerra Civil de 1936-1939, su más profundo trauma histórico hasta la fecha.

«La UE no puede permitir la desintegración de sus Estados miembros porque son su cimiento»

Si Cataluña lograra la independencia, tendría que encontrar un camino hacia adelante sin España ni la UE. Con el apoyo de muchos otros Estados miembros preocupados por sus propios movimientos secesionistas, España bloquearía cualquier apuesta catalana por ser miembro de la eurozona o la UE. Y sin ser parte del mercado único europeo, Cataluña se enfrentaría a la oscura perspectiva de pasar rápidamente de ser un motor económico a un país pobre y aislado.

1508350313_648066_1508435464_noticia_normal_recorte1.jpgAdemás, la independencia de Cataluña plantearía un problema fundamental para Europa. Para comenzar, nadie quiere repetir una ruptura como la de Yugoslavia, por obvias razones. Pero, más concretamente, la UE no puede permitir la desintegración de sus Estados miembros, porque estos componen los cimientos mismos sobre los que está formada.

La UE es una asociación de naciones-Estado, no de regiones. Si bien estas pueden desempeñar un papel importante no pueden participar como alternativa a los Estados. Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la UE entraría en una profunda crisis existencial. De hecho, se puede decir que en el caso de Cataluña hoy se juega nada menos que el futuro de la Unión Europea.

Más aún, el propósito original de la UE fue superar las deficiencias de las naciones-Estado mediante la integración, lo opuesto a la secesión. Se diseñó para trascender el sistema de Estados que tan desastroso demostró ser en la primera mitad del siglo XX.

Piénsese en Irlanda del Norte, que ha acabado por ser un ejemplo perfecto de cómo la integración dentro de la UE puede superar las fronteras nacionales, salvar divisiones históricas y asegurar la paz y la estabilidad. Por cierto, lo mismo se puede decir de Cataluña, que después de todo debe la mayor parte de su éxito económico a la entrada de España a la UE en 1986.

«Cabe la esperanza de que la razón prevalezca en Barcelona, pero también en Madrid»

Sería absurdo desde el punto de vista histórico entrar en una fase de secesión y desintegración en el siglo XXI. El gran tamaño de otros actores globales (como China, India y Estados Unidos) ha convertido en urgentes una mayor integración europea y relaciones intracomunitarias más sólidas.

Solo cabe esperar que la razón prevalezca, en particular en Barcelona, pero también en Madrid. Una España democrática e intacta es demasiado importante como para quedar en riesgo por disputas sobre la asignación de ingresos fiscales entre las regiones del país. No existen alternativas a que ambos bandos abandonen las trincheras que se han cavado, salgan a negociar y encuentren una solución mutuamente satisfactoria que esté en línea con la Constitución, los principios democráticos y el Estado de derecho españoles.

Las experiencias de los amigos y aliados de España podrían servir de ayuda. Alemania, a diferencia de España, se organiza como una federación. Pero incluso allí nada es tan engorroso y complicado como las inacabables negociaciones sobre las transferencias fiscales entre el Gobierno federal y los Estados, es decir, entre las regiones más ricas y las más pobres. En todo caso, siempre se llega a un acuerdo que se mantiene hasta que surge otra disputa y se reinician las negociaciones.

No hay duda de que el dinero es importante, pero no tanto como el compromiso común de los europeos con la libertad, la democracia y el Estado de derecho. La prosperidad de Europa depende de la paz y la estabilidad, y la paz y la estabilidad dependen, primero de todo, de si los europeos están dispuestos a luchar por ellas.

Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.

Un mundo infeliz en Alemania. De Joschka Fischer

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Joschka Fischer, ex-líder de Los Verdes, fue entre 1998 y 2005 ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Gerhard Schröder

Joschka Fischer, 26 septiembre 2017 / PROJECT SYNDICATE

BERLÍN – El resultado de las elecciones federales alemanas del domingo fue inesperado y preocupante, al menos para los estándares del país. Los dos partidos principales, el Socialdemócrata (SPD) y la Unión Demócrata Cristiana (CDU), junto a su partido hermano bávaro, la Unión Social Cristiana (CSU), recibieron el castigo de las urnas después de haber gobernado durante los últimos cuatro años como una gran coalición liderada por la canciller Ángela Merkel.

El SPD obtuvo su peor resultado en unas elecciones federales desde las primeras efectuadas en  la República Federal en 1949. De igual modo, la alianza CDU/CSU tuvo su segundo peor desempeño desde 1949, y la CSU sufrió la peor derrota electoral de su historia. Esto reviste especial importancia, dado que Baviera celebrará elecciones estatales el próximo año.

Screen Shot 2017-09-27 at 10.39.47 AMA fin de cuentas las elecciones resultaron ser una avalancha contra la gran coalición de Merkel y, en gran medida, pueden considerarse un voto de protesta contra ella. A nivel internacional se la valora como una estadista efectiva y como la garante de la estabilidad y la autoridad moral en Occidente. Pero claramente esto ya no ocurre en casa.

El mayor error de Merkel en estas elecciones fue ampararse en la misma estrategia defensiva que usó en las dos anteriores, en las que ganó rotundamente. Parece haber dado por sentado que evitar las controversias y mantener el silencio sobre las cuestiones fundamentales que afronta Europa volvería a funcionar. Esto demostró un error de juicio, teniendo en cuenta la crisis de los refugiados de 2015 y sus implicaciones para Alemania, por no hablar del ascenso de la extrema derecha con Alternativa para Alemania (AfD), que obtuvo alrededor del 13% de la votación.

Muchos alemanes han estado preguntándose sobre el futuro del país y de la identidad nacional alemana. Merkel no dio suficientes respuestas a estas reflexiones. Y mientras ella guardaba silencio, populistas como Alexander Gauland (vicepresidente del AfD) saturaron el espacio público con fuertes apelaciones a la nostalgia étnica y nacionalista.

En realidad, el gran ganador de estas elecciones fue el AfD, cuyos miembros incluyen a neonazis y otros extremistas. Su éxito es una desgracia para Alemania. La extrema derecha regresa al Bundestag después de 72 años, y lo hace como el tercer bloque más fuerte. Y ahora es el segundo mayor partido de los Länder (estados federales) que formaban parte de la antigua Alemania Oriental.

Alemania no es el único país europeo en el que la derecha populista ha logrado avances electorales en los últimos años. Pero, debido a su particular historia, en ningún lugar el resurgimiento de la extrema derecha resulta más desconcertante. Los partidos que aún defienden los valores democráticos deben tomarse en serio su responsabilidad de formar un nuevo gobierno para evitar que la derecha cause daños irreparables a la democracia alemana.

Es casi seguro que Merkel permanecerá como canciller en el próximo gobierno. A medida que los miembros de la CDU y la CSU debatan sobre ello en los próximos días, no encontrarán ninguna otra alternativa creíble o igualmente popular. Con o sin pérdidas electorales, no se puede deponer a la canciller sin contar con un sustituto convincente. Merkel tiene suerte: los cuchillos aún no han aparecido, e incluso si lo hacen, probablemente no harán correr sangre (al menos por ahora).

Otra consecuencia inesperada de las elecciones es que los líderes del SPD están discutiendo unirse a la oposición, como si participar en el gobierno fuera una maldición que deben evitar a toda costa. Esto hará que el proceso para formar el próximo gobierno resulte largo y arduo, lo que es inusual en la política alemana.

Con la negativa del SPD a participar en una gran coalición, la única opción matemáticamente viable que queda es una alianza “Jamaica” (llamada así por la bandera negra, amarilla y verde de este país), que comprende la CDU/CSU, el Partido Liberal y los Verdes. Pero no será tarea fácil: si bien no tendrán muchos problemas para llegar a los compromisos políticos necesarios, difieren notoriamente en mentalidad de gobierno y estilo de liderazgo.

Además, es muy probable que el calendario político interno prolongue las conversaciones de la coalición. Los líderes de los partidos se darán tono e intentarán mantener la credibilidad frente a sus electores, y no ocurrirá demasiado hasta después de las elecciones estatales en Baja Sajonia el 15 de octubre. E incluso entonces, no se formará un nuevo gobierno con rapidez.

Las únicas alternativas a la coalición Jamaica son un gobierno minoritario de la CDU/CSU o unas nuevas elecciones en la próxima primavera, lo que probablemente solo fortalecería la posición del AfD. Ambos desenlaces serían malos para Alemania, que ampliamente se percibe y cuenta como un ancla de estabilidad en Europa.

Lo anterior significa que el futuro de la democracia alemana y de la estabilidad europea dependerá de si prevalece la razón entre los restantes partidos más pequeños. Los partidos Jamaica tienen la responsabilidad de respaldar a Merkel y de comprometerse a formar gobierno cuando sea necesario. Esperamos que sus líderes sean lo suficientemente inteligentes como para trabajar juntos de buena fe, en lugar de limitarse a buscar una estrecha ventaja partidista. Pueden comenzar definiendo que los tres pilares de un nuevo tipo de coalición sean la seguridad, la reforma económica y la modernización ecológica y digital.

En cuanto a Merkel, no ser capaz capaz de formar un gobierno mayoritario estable probablemente marcaría el fin de su cancillería. En líneas más generales, podría abrir las puertas a un nuevo período de caos político. Nadie debería desearlo para Alemania ni para Europa.

Posdata de Segunda Vuelta:

En cuanto al título, hay un problema de traducción. El título en el original alemán es: Die Zeit nach Angela Merkel hat begonnen (Comenzó la era post Merkel). Para la versión en inglés, Project Syndicate puso un título muy atinado: «Germany’s Grave New World», jugando con el título de la famoso novela de Aldous Huxley: Brave New Word. En la traducción al español, desde el inglés, nació con «Un mundo infeliz en Alemania» un título… infeliz.

Lea el original en alemán: Die Zeit nach Angela Merkel hat begonnen

Alemania en la era de Trump. De Joschka Fischer

Si EE UU avanza hacia el nacionalismo y el aislacionismo, solo será una gran potencia entre muchas.

Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, fundador de Los Verdes, fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, 5 febrero 2017 / EL PAIS

Donald Trump es hoy el presidente número 45 de Estados Unidos y, en su discurso de asunción, dejó en claro al establishment norteamericano allí reunido que su Administración no pretende hacer lo mismo que se viene haciendo. Su lema, Estados Unidos primero, marca el rechazo, y la posible destrucción, del orden mundial liderado por Estados Unidos que los presidentes demócratas y republicanos, empezando por Franklin D. Roosevelt, han construido y mantenido —aunque con diferentes grados de éxito— durante más de 70 años.

Si Estados Unidos abandona su rol de potencia económica y militar líder y avanza hacia el nacionalismo y el aislacionismo, precipitará un reordenamiento internacional, al mismo tiempo que cambiará al propio país. En lugar de ser una potencia hegemónica, Estados Unidos se convertirá en una gran potencia entre muchas.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha sido el motor del libre comercio global, de manera que una postura proteccionista, o un intento de revertir la globalización o utilizarla para intereses nacionales estrechos, tendrían enormes consecuencias económicas y políticas en todo el mundo. Las plenas implicaciones de un cambio de estas características son ampliamente impredecibles; pero todos sabemos —o deberíamos saber— lo que sucedió la última vez que las potencias líderes del mundo centraron la atención en sí mismas, en los años 1930.

el paisLas alianzas, instituciones multilaterales, garantías de seguridad, acuerdos internacionales y valores compartidos que sustentan el orden global actual pronto podrían ponerse en tela de juicio, o directamente rechazarse. Si eso sucede, la antigua Pax Americana habrá sido innecesariamente destruida por el propio Estados Unidos. Y sin ningún marco alternativo obvio para reemplazarla, todos los indicadores apuntan a una situación de turbulencia y caos en el futuro cercano.

Los dos exenemigos de Estados Unidos, Alemania y Japón, están entre los principales perdedores si Estados Unidos abdica de su rol global con el Gobierno de Trump. Ambos países experimentaron una derrota total en 1945 y, desde entonces, han rechazado todas las formas del Machtstaat, o estado de poder. Al encontrarse su seguridad garantizada por Estados Unidos, se transformaron en socios comerciales y han seguido siendo participantes activos en el sistema internacional liderado por Estados Unidos.

«Estamos en el mismo bote que todos los demás
europeos con respecto a la seguridad»

Si Trump retira el paraguas de seguridad de Estados Unidos, estas dos potencias económicas líderes tendrán un serio problema de seguridad en sus manos. Mientras que la posición geopolítica periférica de Japón, en teoría, podría permitirle renacionalizar sus propias capacidades de defensa, ir detrás de esa opción podría aumentar significativamente la posibilidad de una confrontación militar en el este de Asia. Esta es una perspectiva alarmante, considerando que muchos países en la región tienen armas nucleares.

Alemania, por su parte, reside en el corazón de Europa y está rodeada por sus exenemigos de tiempos de guerra. Es el país más grande del continente en términos económicos y demográficos, pero le debe mucho de su potencia a la garantía de seguridad de Estados Unidos y a marcos institucionales multilaterales, transatlánticos y europeos basados en valores compartidos y en el libre comercio. El orden internacional existente ha hecho que el Machstaat y la esfera de influencia que lo rodea se volvieran innecesarios.

A diferencia de Japón, Alemania no puede renacionalizar su política de seguridad ni siquiera en teoría, porque una medida de esa naturaleza minaría el principio de defensa colectiva en Europa y desgarraría al continente. Para que no nos olvidemos, el objetivo del orden de posguerra global y regional fue integrar a las antiguas potencias enemigas de manera que no plantearan ningún peligro mutuo.

Debido a su peso geopolítico, la perspectiva de Alemania hoy es sinónimo de la de la Unión Europea. Y el panorama de la UE no es el de una potencia hegemónica; más bien, tiene que ver con el régimen de derecho, la integración y la reconciliación pacífica de los intereses de los Estados que la componen. La sola ubicación de Alemania hace que el nacionalismo sea una mala idea; y, además, sus intereses políticos y económicos más fundamentales dependen de una UE fuerte y exitosa, especialmente en la era de Trump.

Alemania está en el mismo bote que todos los demás europeos con respecto a la seguridad. De la misma manera que no puede haber seguridad francesa sin Alemania, no puede haber seguridad alemana sin Polonia. Eso es porque Alemania y todos los demás países europeos ahora deben hacer todo lo posible para impulsar sus aportaciones a la seguridad colectiva dentro de la UE y de la OTAN.

La fortaleza de Alemania se basa en su poder financiero y económico, y ahora tendrá que apalancar esa fortaleza en nombre de la UE y de la OTAN. Desafortunadamente, ya no puede contar con el llamado «dividendo de la paz» del que gozó en el pasado (e inclusive, durante la crisis del euro). El ahorro es sin duda una virtud; pero otras consideraciones deberían tener prioridad cuando nuestra casa se está incendiando y a punto de venirse abajo.

Más allá de la seguridad, el segundo interés fundamental de Alemania es el libre comercio global. El comercio intraeuropeo seguirá siendo extremadamente importante, porque así es como Alemania se gana la vida; pero el comercio con Estados Unidos también será vital. No será un buen presagio para Alemania si China y Estados Unidos —sus dos mercados exportadores más importantes fuera de la UE— entran en una guerra comercial. El proteccionismo en alguna parte del mundo puede tener repercusiones globales.

Y, sin embargo, junto con todos los peligros que plantea la presidencia de Trump para los europeos, también ofrece oportunidades. La retórica proteccionista de Trump por sí sola ya ha derivado en un acercamiento entre China y Europa. Más importante, la nueva Administración le ha brindado finalmente a los alemanes una posibilidad de cerrar filas, crecer y reforzar su poder y posición geopolítica.

Pero si los europeos finalmente se juntan, deberían evitar el antinorteamericanismo. Trump es el presidente de Estados Unidos, pero no es Estados Unidos. Los países del Atlántico norte seguirán teniendo una historia común y valores compartidos —incluso bajo una presidencia de Trump—,  aunque sean muchas cosas las que cambiarán en los próximos años.

Bienvenidos al siglo XXI. De Joschka Fischer

Un nuevo orden mundial parece inevitable, pero no se distinguen aún sus fundamentos.

Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, 7 febrero 2016 / EL PAIS

El inicio de 2016 fue de todo menos tranquilo. La caída de las Bolsas en China desestabilizó los mercados de todo el mundo. Las economías emergentes parecen paralizadas. El precio del petróleo se derrumbó y puso en crisis a los productores. Corea del Norte exhibe su poder nuclear. Y en Europa, la crisis de los refugiados fomenta una ola tóxica de nacionalismo, que amenaza con despedazar a la Unión Europea. Sumemos las ambiciones neoimperiales de Rusia y la amenaza del terrorismo islámico, y lo único que faltaría para completar un año con visos de maldición profética sería que aparezca un cometa en el cielo.

Allí donde uno mire verá caos creciente. Parece que el orden internacional que se forjó en la fragua del siglo XX se está acabando y no tenemos el menor atisbo de lo que vendrá a reemplazarlo.

Los desafíos a los que nos enfrentamos son conocidos: globalización, digitalización, cambio climático, etcétera. Lo que no está claro es el contexto en el que surgirá la respuesta (si es que surge). ¿En qué estructuras políticas, por iniciativa de quién y según qué reglas se negociarán (o dirimirán por la fuerza, si negociar fuera imposible) estas cuestiones? El orden político y económico no surge simplemente del consenso pacífico o de la imposición no discutida del más poderoso. Siempre ha sido resultado de una lucha por el dominio (a menudo brutal, sangrienta y prolongada) entre potencias rivales. Solo a través del conflicto se establecen los pilares, las instituciones y los actores de un nuevo orden.

El orden occidental liberal que ha regido desde el fin de la II Guerra Mundial se basó en la hegemonía de Estados Unidos. Como auténtica potencia global, fue dominante no solo en el campo del poder duro militar (además de económica y financieramente), sino en casi todas las dimensiones del poder blando (la cultura, el idioma, los medios de comunicación masivos, la tecnología y la moda).

La aciaga posibilidad del suicidio de Europa ya no es impensable

La Pax Americana que aseguró un alto grado de estabilidad global comenzó a flaquear (sobre todo, en Medio Oriente y la península coreana). Aunque Estados Unidos siga siendo la primera potencia planetaria, ya no tiene capacidad o voluntad de ser el policía del mundo o hacer los sacrificios necesarios para garantizar el orden. Por su propia naturaleza, un mundo globalizado rehúye la imposición del orden del siglo XXI.

Y aunque el surgimiento de un nuevo orden mundial puede ser inevitable, todavía no se distinguen sus fundamentos. Parece improbable que sea uno liderado por China; esta se mantendrá ensimismada y concentrada en la estabilidad interna y el desarrollo, y es probable que sus ambiciones se limiten al control de su vecindario inmediato y los mares que la rodean. Además, le falta (en casi todo) el poder blando indispensable para tratar de convertirse en una fuerza de orden mundial.

Tampoco parece que estos tiempos de transición turbulenta vayan a terminar con el surgimiento de una segunda Pax Americana. La resistencia de potencias regionales y posibles contraalianzas sería excesiva. De hecho, es probable que el principal desafío de los años venideros sea manejar la pérdida de influencia de Estados Unidos. No hay un marco establecido para la retirada de un conductor global. Una potencia dominante puede caer como resultado de una lucha por el dominio, pero no por retirada voluntaria, porque el vacío de poder resultante pondría en peligro la estabilidad de todo el sistema. Es de prever que el próximo presidente estadounidense, quienquiera que sea, se pase su mandato supervisando el fin de la Pax Americana.

Para Europa, esto supone un problema igualmente difícil. ¿Será la decadencia de la Pax Americana antesala de una crisis o un conflicto inevitables? El ascenso del neonacionalismo por todo el continente parece apuntar en esa dirección, y las implicaciones son desalentadoras.

La aciaga posibilidad del suicidio de Europa ya no es impensable. ¿Qué pasará si la política de la canciller alemana Angela Merkel hacia los refugiados supone el fin de su Gobierno, si Reino Unido abandona la Unión Europea o si la populista francesa Marine Le Pen se hace con la presidencia? Un descenso hacia los abismos es el resultado más peligroso que uno pueda imaginar, si acaso no es el más probable. Claro que el suicidio es evitable. Pero quienes alegremente cincelan la posición de Merkel, la identidad europea de Reino Unido y los valores iluministas de Francia amenazan con socavar la cornisa en la que hoy todos estamos parados.