Si EE UU avanza hacia el nacionalismo y el aislacionismo, solo será una gran potencia entre muchas.
Joschka Fischer, fundador de Los Verdes, fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.
Joschka Fischer, 5 febrero 2017 / EL PAIS
Donald Trump es hoy el presidente número 45 de Estados Unidos y, en su discurso de asunción, dejó en claro al establishment norteamericano allí reunido que su Administración no pretende hacer lo mismo que se viene haciendo. Su lema, Estados Unidos primero, marca el rechazo, y la posible destrucción, del orden mundial liderado por Estados Unidos que los presidentes demócratas y republicanos, empezando por Franklin D. Roosevelt, han construido y mantenido —aunque con diferentes grados de éxito— durante más de 70 años.
Si Estados Unidos abandona su rol de potencia económica y militar líder y avanza hacia el nacionalismo y el aislacionismo, precipitará un reordenamiento internacional, al mismo tiempo que cambiará al propio país. En lugar de ser una potencia hegemónica, Estados Unidos se convertirá en una gran potencia entre muchas.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha sido el motor del libre comercio global, de manera que una postura proteccionista, o un intento de revertir la globalización o utilizarla para intereses nacionales estrechos, tendrían enormes consecuencias económicas y políticas en todo el mundo. Las plenas implicaciones de un cambio de estas características son ampliamente impredecibles; pero todos sabemos —o deberíamos saber— lo que sucedió la última vez que las potencias líderes del mundo centraron la atención en sí mismas, en los años 1930.
Las alianzas, instituciones multilaterales, garantías de seguridad, acuerdos internacionales y valores compartidos que sustentan el orden global actual pronto podrían ponerse en tela de juicio, o directamente rechazarse. Si eso sucede, la antigua Pax Americana habrá sido innecesariamente destruida por el propio Estados Unidos. Y sin ningún marco alternativo obvio para reemplazarla, todos los indicadores apuntan a una situación de turbulencia y caos en el futuro cercano.
Los dos exenemigos de Estados Unidos, Alemania y Japón, están entre los principales perdedores si Estados Unidos abdica de su rol global con el Gobierno de Trump. Ambos países experimentaron una derrota total en 1945 y, desde entonces, han rechazado todas las formas del Machtstaat, o estado de poder. Al encontrarse su seguridad garantizada por Estados Unidos, se transformaron en socios comerciales y han seguido siendo participantes activos en el sistema internacional liderado por Estados Unidos.
«Estamos en el mismo bote que todos los demás
europeos con respecto a la seguridad»
Si Trump retira el paraguas de seguridad de Estados Unidos, estas dos potencias económicas líderes tendrán un serio problema de seguridad en sus manos. Mientras que la posición geopolítica periférica de Japón, en teoría, podría permitirle renacionalizar sus propias capacidades de defensa, ir detrás de esa opción podría aumentar significativamente la posibilidad de una confrontación militar en el este de Asia. Esta es una perspectiva alarmante, considerando que muchos países en la región tienen armas nucleares.
Alemania, por su parte, reside en el corazón de Europa y está rodeada por sus exenemigos de tiempos de guerra. Es el país más grande del continente en términos económicos y demográficos, pero le debe mucho de su potencia a la garantía de seguridad de Estados Unidos y a marcos institucionales multilaterales, transatlánticos y europeos basados en valores compartidos y en el libre comercio. El orden internacional existente ha hecho que el Machstaat y la esfera de influencia que lo rodea se volvieran innecesarios.
A diferencia de Japón, Alemania no puede renacionalizar su política de seguridad ni siquiera en teoría, porque una medida de esa naturaleza minaría el principio de defensa colectiva en Europa y desgarraría al continente. Para que no nos olvidemos, el objetivo del orden de posguerra global y regional fue integrar a las antiguas potencias enemigas de manera que no plantearan ningún peligro mutuo.
Debido a su peso geopolítico, la perspectiva de Alemania hoy es sinónimo de la de la Unión Europea. Y el panorama de la UE no es el de una potencia hegemónica; más bien, tiene que ver con el régimen de derecho, la integración y la reconciliación pacífica de los intereses de los Estados que la componen. La sola ubicación de Alemania hace que el nacionalismo sea una mala idea; y, además, sus intereses políticos y económicos más fundamentales dependen de una UE fuerte y exitosa, especialmente en la era de Trump.
Alemania está en el mismo bote que todos los demás europeos con respecto a la seguridad. De la misma manera que no puede haber seguridad francesa sin Alemania, no puede haber seguridad alemana sin Polonia. Eso es porque Alemania y todos los demás países europeos ahora deben hacer todo lo posible para impulsar sus aportaciones a la seguridad colectiva dentro de la UE y de la OTAN.
La fortaleza de Alemania se basa en su poder financiero y económico, y ahora tendrá que apalancar esa fortaleza en nombre de la UE y de la OTAN. Desafortunadamente, ya no puede contar con el llamado «dividendo de la paz» del que gozó en el pasado (e inclusive, durante la crisis del euro). El ahorro es sin duda una virtud; pero otras consideraciones deberían tener prioridad cuando nuestra casa se está incendiando y a punto de venirse abajo.
Más allá de la seguridad, el segundo interés fundamental de Alemania es el libre comercio global. El comercio intraeuropeo seguirá siendo extremadamente importante, porque así es como Alemania se gana la vida; pero el comercio con Estados Unidos también será vital. No será un buen presagio para Alemania si China y Estados Unidos —sus dos mercados exportadores más importantes fuera de la UE— entran en una guerra comercial. El proteccionismo en alguna parte del mundo puede tener repercusiones globales.
Y, sin embargo, junto con todos los peligros que plantea la presidencia de Trump para los europeos, también ofrece oportunidades. La retórica proteccionista de Trump por sí sola ya ha derivado en un acercamiento entre China y Europa. Más importante, la nueva Administración le ha brindado finalmente a los alemanes una posibilidad de cerrar filas, crecer y reforzar su poder y posición geopolítica.
Pero si los europeos finalmente se juntan, deberían evitar el antinorteamericanismo. Trump es el presidente de Estados Unidos, pero no es Estados Unidos. Los países del Atlántico norte seguirán teniendo una historia común y valores compartidos —incluso bajo una presidencia de Trump—, aunque sean muchas cosas las que cambiarán en los próximos años.
Hasta para el optimista más incorregible, la cumbre del G7 celebrada este mes en Quebec fue la prueba de que el Occidente geopolítico se está desintegrando y perdiendo peso global, y que el gran destructor de ese orden que fue creado y liderado por Estados Unidos no es otro que el presidente estadounidense. Es verdad que Donald Trump es más un síntoma que una causa de la desintegración de Occidente, pero él está acelerando el proceso en forma dramática.
Los orígenes del malestar occidental pueden rastrearse hasta el final de la Guerra Fría, cuando un orden mundial bipolar dio paso a la globalización económica, que permitió la aparición de nuevas potencias como China. En las décadas que siguieron, EE. UU. aparentemente se convenció de que sus viejas alianzas eran más una carga que un activo.
Esto se aplica no sólo a Europa, Japón y Corea del Sur, sino también a los vecinos inmediatos de EE. UU.: Canadá y México. La decisión de Trump de imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio dejó a EE. UU. y Canadá profundamente divididos en la cumbre de Quebec, y es seguro que el conflicto comercial entre ambos países tendrá consecuencias políticas mucho más amplias.
Europa y el Atlántico Norte dominaron la economía global por cuatro siglos. Eso se acabó. Y la nueva geografía de poder implícita en el traslado del centro de gravedad económico del mundo desde la región transatlántica hacia la región de Asia y el Pacífico no es compatible con el mapa conceptual de la geopolítica del siglo XX, mucho menos la del siglo XIX.
Aunque EE. UU. sigue siendo la principal superpotencia del mundo, China ha resurgido como una fuerza geopolítica que es nueva y muy antigua a la vez. Con una población de 1400 millones de personas y un mercado interno enorme, China está desafiando a EE. UU. por el papel de líder económico, político y tecnológico del mundo.
Cualquiera que haya visitado alguna vez los pasillos del poder en Beijing sabe que la dirigencia china tiene su propio mapa del mundo, en el que China (el “Reino del Medio”) aparece en el centro, mientras Europa y EE. UU. se caen por los costados izquierdo y derecho, respectivamente. Es decir, EE. UU. y Europa (esa extraña mescolanza de pequeños y medianos estados‑nación) ya se encuentran divididos y confinados a los márgenes.
Al principio, EE. UU. reaccionó intuitivamente a los cambios geopolíticos de este siglo con un “giro a Asia”. Pero EE. UU. tenía presencia en el Atlántico y en el Pacífico desde mucho antes, y en su carácter de última potencia global que queda, puede anticiparse a los cambios geopolíticos históricos de modo de proteger sus intereses.
Europa, en cambio, atravesó como en automático el actual interregno histórico, ocupada más que nada en la introspección, en viejas animosidades y en dulces sueños decimonónicos de cuando todavía gobernaba el mundo. Y acontecimientos como la victoria electoral de Trump y el referendo británico por el Brexit reforzaron esa visión estrecha.
Pero en vez de ahondar en las extrañas conductas de Trump, es mejor recordar que lo que está pasando en el mundo empezó antes de su presidencia. Al fin y al cabo, el “giro a Asia” lo inició el expresidente estadounidense Barack Obama; Trump solamente lo continuó con medidas de las que el ejemplo más reciente es la reunión con el líder norcoreano Kim Jong-un en Singapur.
Si las políticas de Trump plantean riesgos serios, no es porque representen una reorientación estratégica de EE. UU. (algo que ya estaba en marcha), sino porque son autocontradictorias e innecesariamente destructivas. Por ejemplo, cuando Trump pide una reducción de la presencia militar estadounidense en Medio Oriente, sólo repite lo que ya decía Obama.
Pero al abandonar el acuerdo nuclear con Irán, Trump hace más probable una guerra en la región. Y con sus esfuerzos exagerados para aliviar el aislamiento internacional de Corea del Norte, sin obtener casi nada a cambio, ha fortalecido la posición de China en Asia Oriental.
La guerra comercial global de Trump es igualmente contraproducente. Al imponer aranceles a los aliados más cercanos de EE. UU., prácticamente los arroja a los brazos de China. Si los exportadores europeos y japoneses se encuentran con barreras proteccionistas en EE. UU., ¿qué pueden hacer sino recurrir al mercado chino? Y una Europa sin su respaldo noratlántico no tiene otra opción que virar en dirección a Eurasia, pese al militarismo del presidente ruso Vladimir Putin en Ucrania oriental y sus intentos de influir en el resultado de elecciones en Occidente.
Además, incluso sin el proteccionismo estadounidense, Japón iba a tener que adaptarse tarde o temprano al creciente poder económico de China. La última oportunidad de contener al gigante chino se perdió cuando Trump abandonó el Acuerdo Transpacífico, que hubiera alzado ante China un dique de contención liderado por EE. UU. en la cuenca del Pacífico.
De modo que el “giro a Asia” se desarrollará en formas muy diferentes a cada lado del Atlántico. Sin políticas conjuntas de EE. UU. y la Unión Europea para mantener la cohesión transatlántica, Occidente pronto será cosa del pasado. Con EE. UU. mirando hacia el oeste a través del Pacífico, y Europa mirando hacia el este en dirección a Eurasia, la única vencedora será China. El verdadero peligro estratégico de la era de Trump, entonces, no es simplemente que el orden mundial esté cambiando, sino que las políticas de Trump sólo lograrán “hacer a China grande otra vez”.
Traducción: Esteban Flamini