Horacio Castellanos Moya

La memoria, una diáspora migrante: Horacio Castellanos Moya

Provocadora, impúdica, sarcástica. No cabe duda que la prosa del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) ha sabido inspeccionar la realidad social centroamericana de los últimos tiempos. Obras como El asco, Insensatez, La sirvienta y el luchador y El arma en el hombre nos escupen en la cara los esperpentos más macabros de la violencia que ha destrozado países como El Salvador y Guatemala, sin dejar de registrar con precisión de cirujano el inacabable dolor que ahí se vive.

CATERINA MORBIATO, 4 marzo 2017 / EL UNIVERSAL.MX

Para el novelista salvadoreño, famoso por su mirada radicalmente cínica, el reto de la literatura es saber trascender las visiones maniqueas. Quien escribe ficción debe tratar de tocar el corazón de cada uno de sus personajes sin juzgarlos; no importa que éstos sean asesinos o torturadores: la literatura es una llamada a sondear en lo invisible, en las motivaciones más secretas que mueven al ser humano.

En esta entrevista, en la que habla sobre el momento actual desde Estados Unidos, donde ahora reside, Castellanos Moya se confiesa descorazonado. Nos espera un éxodo caótico dice y muchos países latinoamericanos no dejarán de hundirse en un grave deterioro social: el futuro es una bomba de tiempo y sólo ve callejones sin salida.

En la actualidad vemos a miles de personas levantarse contra la oleada de racismo, misoginia, homofobia, xenofobia, islamofobia que desde Estados Unidos amenaza con replicarse en el resto del mundo. Como novelista que ha registrado la violencia en Centroamérica y que ha vivido en Estados Unidos durante años, ¿en dónde estamos parados?

Estados Unidos es un país muy complejo. No se puede perder de vista que más del 50% de la población votó en contra del actual presidente y no cabe duda de que hay alrededor de un 48% de la población que lo apoyó [a Donald Trump]. Pero no necesariamente todos comparten sus valores. La gente ha votado por él por distintos puntos de vistas. Ahora hay un núcleo duro de ultraderecha con todas estas características que usted menciona y como es el país más poderoso del mundo, influye en todos lados. Yo creo que el gran reto es la resistencia de las instituciones, hasta dónde la institucionalidad democrática, los poderes del Estado, podrán hacer frente a una situación inédita. Ese es el gran dilema que se vive. Hasta ahora ha habido resistencia, pero es una situación muy nueva y conflictiva. Apenas ha transcurrido un mes y medio desde la llegada del nuevo gobierno y ya han pasado muchísimas cosas: renuncias, manifestaciones, gente que no acepta los cargos, pleitos jurídicos, vetos judiciales contra la ley antiinmigrantes. Entonces es un momento muy arriesgado para dar una opinión con certeza de lo que viene. Es en un momento de ebullición, de confrontación. Como extranjero, veo esto desde la barda porque no puedo participar en política interna; pero como latinoamericano me siento conmocionado. La preocupación es general, no sólo acá sino que en todos los países, ¿no? Y es por la subversión de ciertos valores que habían estado rigiendo esta sociedad por décadas.

En México observamos que se fortalece la retórica nacionalista y la aplicación de medidas como la militarización de la frontera sur para, entre otros objetivos, dificultar el paso de migrantes que vienen de Centroamérica y otros países. Usted, que ha vivido en este país, ¿cómo mira a México en esta dinámica migratoria y esta “retórica nacionalista”?

Yo viví en México hace 13-14 años, seguramente ha cambiado muchísimo. Creo que este rol de control de la frontera sur para evitar el paso de los inmigrantes centroamericanos no es nuevo. Es algo que ha estado ahí desde la época de las guerras civiles en Centroamérica; lo que ha variado mucho son las formas y los niveles de involucramiento tanto del Estado como de otros agentes (grupos de narcotraficantes o de mafiosos). Hace poco leí una novela que refleja bastante bien este fenómeno, se llama Las tierras arrasadas, del escritor Emiliano Monge. Es una novela dura, muy fuerte y trata precisamente de estos grupos vinculados al Estado que se dedican a interceptar a los refugiados y a hacer con ellos cosas horribles. Me parece tremendo eso. Los testimonios de las víctimas revelan que las cosas llegan a niveles terribles y no sólo en la frontera sur. Pensemos en lo que pasó en aquel rancho en Tamaulipas. Entonces yo creo que lo que estamos viendo en Latinoamérica es una gran descomposición del tejido social y de las instituciones dedicadas a la seguridad y a la justicia, que ya estaban mal pero ahora los niveles de deterioro son impresionantes. Habrá excepciones, pero la mayor parte de países latinoamericanos sufren esto: en Guatemala, El Salvador, Honduras, la cosa es tremenda. La contradicción que vive México, entre su discurso nacionalista y su rol de gendarme de Estados Unidos es muy fuerte. En la época de las guerras civiles, México jugó un papel más de mediador. Detenía el flujo migratorio pero mediaba más entre las partes que estaban en conflicto en Centroamérica. Ahora que los conflictos no son políticos, sino que tienen que ver con crimen y corrupción, las cosas han sido modificadas. Desde su Revolución, México siempre había sido una especie de retaguardia para los movimientos progresistas, los movimientos de cambio en Centroamérica, era un lugar seguro para los dirigentes y los intelectuales que eran expulsados y que huían de las dictaduras militares. Todo eso se acabó a principios de los 90 con el Tratado de Libre Comercio, que no sólo implicó un aspecto económico sino incluyó una reingeniería estratégica del papel político de México.

La situación actual es bastante complicada. No se le ve salida: los centroamericanos seguirán saliendo de sus países porque las condiciones de vida ahí son asfixiantes –por la violencia y la pobreza, básicamente–, y muchos mexicanos también seguirán saliendo de sus estados por lo mismo. El éxodo caótico crecerá.

¿Qué le preocupa a futuro en la relación Estados Unidos-México-Centroamérica?

Es muy difícil ver hacia adelante. Ya estoy viejo y probablemente me muera antes de la gran explosión (Ríe). Pero sólo se ven callejones sin salida. No veo soluciones: por todos lados la situación se deteriora. Es decir, no va a parar el flujo migratorio porque las condiciones de violencia, pobreza y crimen son cada vez más altas. Y el flujo es tan alto que aquí seguirán con las medidas represivas para tratar de controlarlo. Entonces, esta situación se alargará por bastantes años. ¿En que desembocará? No puedo hacer predicciones.

Usted suele decir que escribe desde la rabia. ¿Esta violencia que se vive en Estados Unidos le ha generado la furia suficiente para escribir a partir de ella?

La violencia es un término bastante amplio. Yo en realidad no tengo experiencia personal de violencia antiinmigrantes. Vivo en una pequeña ciudad universitaria de 80 mil habitantes, en el medio oeste, pero muy al norte, donde no soy testigo de esta violencia que seguramente se vive en otras poblaciones hacia el lado fronterizo con México o en las grandes ciudades. Y si yo no tengo una experiencia directa, es muy difícil que esto me motive como para transformarlo en ficción. Escribir ficción a partir de puras referencias no es mi cosa. La ficción necesita añejamiento, distancia. La inmediatez pertenece al periodismo.

El éxodo y la diáspora son temas recurrentes en la obra de Castellanos Moya; él mismo ha almacenado múltiples andanzas por países del mundo tan distintos como Guatemala, Alemania o Japón. Sin embargo es El Salvador, país en donde transcurrió su juventud, la mecha de la mayoría de sus creaciones literarias.

A menudo usted se ha definido como apátrida, un autor que escribe desde el destierro. Su patria, dice, es más bien el territorio de la memoria. ¿De qué se conforma este territorio de la memoria y porque preferirlo a un país?

La memoria está marcada por el país. Es decir, la memoria está hecha de todos los entornos en los que se mueve el ser humano: desde el entorno más íntimo que es la familia, hasta el entorno más grande que es el entorno social del país. La memoria no está afuera de eso, no está afuera de la historia. En este sentido, para mí es mucho más importante trabajar desde eso, desde mi experiencia, desde mis vivencias, desde las cosas que me han afectado porque creo que ahí puedo encontrar historias que reflejarán problemas que pueden ser universales. La verdad es que con la distancia y con los años (Ríe) la memoria comienza a pagar. ¡Uno comienza a tener pedazos en blanco! Pero hay que hacer una salvedad y es que yo trabajo la memoria desde la ficción y cuando se trabaja la memoria desde la ficción la relación entre memoria y verdad no es la misma de quien la trabaja desde otros ámbitos. La memoria que se desarrolla en las ficciones, si bien está enraizada en la historia, tiene una gran libertad y puede en buena medida no encajar exactamente en cómo ciertos grupos sociales ven los hechos. Eso porque la ficción es esencialmente subjetiva, es producto de la imaginación de un escritor que vive en situaciones históricas concretas pero que reacciona de forma personal y no necesariamente como lo hacen grupos con intereses. Entonces, por eso digo yo que es el territorio personal de la memoria, desde donde uno lo ve, como lo vive uno. Es decir, en un libro como Insensatez –en donde se describe el contexto guatemalteco de violencia y de recuperación de la memoria de las víctimas del conflicto–, el personaje de la novela tiene una visión completamente subjetiva, tiene una visión marcada por sus necesidades, por su forma de ver el mundo, que no coincide con la bondad de una causa histórica. Es decir, la literatura no se puede encajonar en los parámetros de la verdad histórica. El escritor de ficción trata de construir un mundo en que pueda ir más allá, en que pueda contar los hechos de una manera nueva y basada en las motivaciones profundas del ser humano. La literatura trabaja en buena medida con las emociones, con el mundo invisible y secreto del ser humano.

En el caso de El Salvador hubo una guerra civil, luego hubo una resolución exitosa del conflicto a nivel político y una ausencia de resolución de los conflictos económicos, sociales y culturales. El país sigue postrado en todas estas áreas. Lo que pasa es que el pleito de la memoria que se da a nivel político responde a los intereses particulares, y los intereses están determinados por el momento que vive el actor político y, si el actor político está en el gobierno, ya no ve el problema de la memoria como lo miraba cuando era oposición (Ríe). Hay una gran relatividad, y se juega a partir de intereses y tomas de posición dentro del juego del poder. Pero la literatura no participa de este juego de intereses. El escritor trata de tocar el corazón de cada uno de sus personajes y estos personajes pueden estar en el lado oscuro –un torturador o un asesino, por ejemplo–, pero el escritor no los puede prejuzgar. El reto es meterse en el personaje y ver cómo funciona su mente y su corazón, sin hacer juicio; sino que se evidencien por sí mismos.

En un pasaje de La luna y las fogatas de Cesare Pavese. El protagonista, de regreso a su pueblo después de haber recorrido el mundo, reflexiona: “Nos hace falta un país, aunque sólo fuera por el placer de abandonarlo. Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”. ¿Qué le provocan estas palabras? ¿Qué valor pueden tener si las leemos desde El Salvador, un país cuya población vive una diáspora sin tregua?

¡Hace tantos años que yo leí esas novelas de Pavese! La playa, La luna y las fogatas, ¡cómo pasa el tiempo! Todavía tengo su Diario en una edición de Bruguera… son muy lindas esas palabras. Pero la cosa es ésta: todo está en realidad en la memoria, porque el país que uno deja, inmediatamente cambia. Entonces cuando uno regresa, regresa a otro país. Ahora, estas palabras de Pavese, si uno las aplica a El Salvador, lo que sucede es que entre más tiempo pasa, cuando se regresa es un caos mayor. Esto es tremendo: usted sale huyendo de la violencia y de la pobreza, pero cuando vuelve hay más pobreza y más violencia. Entonces es una contradicción permanente, porque el ser humano no puede quedarse sin este sentido de pertenencia: lo necesita como los árboles necesitan de la tierra. El sentido de pertenencia se lo da básicamente el país, y a partir de ahí construye su identidad. Pero cuando este sentido de pertenencia lo remite a una situación de caos, de violencia, de pobreza, de valores negativos, se vive en un estado muy esquizofrénico. Porque por un lado el ser humano ama lo que significa su país, recuerda con mucha nostalgia las cosas buenas del lugar, pero cuando regresa casi no hay nada de eso, lo que encuentra es lo duro, lo violento, lo sangriento, lo absurdo… Pues evidentemente la mayoría no estamos bien de la cabeza.

Ha pasado un cuarto de siglo de la firma de los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la larga guerra civil salvadoreña. Hoy en día El Salvador sigue profundamente polarizado, con exigencias para la aplicación de la pena de muerte, el salario mínimo que ronda el dólar por hora y la impunidad para los crímenes cometidos durante la guerra sigue gozando una salud de hierro.

En 2017 se conmemoran los 25 años de los Acuerdos de Paz con que se decretó el fin del conflicto armado en El Salvador, ¿cómo podemos dimensionar los Acuerdos de Paz?; ¿hay algo qué celebrar?

Los Acuerdos de Paz fueron exitosos en términos políticos porque desarmaron una guerra y lograron que se construyera una institucionalidad democrática que, mal que bien, funciona. Entonces eso es lo que hay que celebrar, que se terminó una guerra de carácter político y que se logró construir una institucionalidad democrática que, con todas sus taras y todas sus imperfecciones, ha logrado sobrevivir veinticinco años. Ahora, no hay nada que celebrar en otros niveles, en lo que respecta las condiciones de vida del salvadoreño: ¡nada! Porque todo se invirtió en lo político, la maldición de este país es lo político. Nada se invirtió en lo social, en los mecanismos económicos para que la gente se pudiera reinsertar. Esto se dejó a un lado. Lo que hay que lamentar es esta oportunidad perdida, y que el país siguió siendo el mismo, o más bien peor, precisamente por la tara económica y social.

En su libro Breves palabras impúdicas utiliza la idea de la “democratización” del crimen como un importante rasgo de la violencia de la posguerra salvadoreña, junto con la pérdida de referentes. ¿A qué se refiere con esta “democratización”?

Durante la guerra el crimen tenía una función política y era controlado por las élites políticas: ellas decidían a quién matar y cómo. Pero una vez que se desarmó el conflicto, quedó un caldo de cultivo de violencia gracias al cual ahora se sigue matando con la misma intensidad. A eso me refiero. No hubo inversión social, y tampoco se combatió la impunidad, entonces el crimen rebalsó: se salió del ámbito de lo político y se derramó a toda la sociedad. Y ahí está: desde las pandillas, hasta los funcionarios corruptos, los violadores… Todo lo que sucede en ese país, que es increíble. ¡Es un país de página roja! Lo cual es triste.

Para Horacio Castellanos Moya la violencia puede ser entendida como una constante cultural, un prisma a través del cual podemos entender las relaciones de poder que atraviesan El Salvador. En una sociedad regida por el terror -advierte- no solamente disminuye el espacio público, sino que el espacio mental y emocional sufre profundos trastornos.

En su novela El asco, hay un pasaje en donde el protagonista dice no reconocer a su misma casa, a su ciudad ya totalmente amurallada: “a causa del terror cada casa se ha convertido en un pequeño cuartel y cada persona en un pequeño sargento”. ¿Qué tipo de violencia genera este amurallamiento, junto con la carencia de espacios públicos que se experimenta en El Salvador?

En El Salvador, el terror es la forma de dominación por excelencia, y lo ha sido por muchas décadas, desde antes de la guerra. Se puede ver a través de la prensa, de los medios: el culto a la violencia y el culto al terror fueron siempre una forma de dominio. He revisado prensa de la década de los 60, la época del gobierno del coronel Rivera, un tiempo bastante pacífico, en que no había crímenes políticos y las fuerzas tenían una convivencia más o menos civilizada. Pero si se lee los periódicos de la época, cada día los titulares son crímenes. Eso me permitió comprender que el fenómeno de la violencia en El Salvador no es producto de la guerra, sino que ha sido una forma de dominación que la oligarquía y el ejército han utilizado por más de un siglo, y que ahora utiliza el FMLN [Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, partido en el poder], fomentando un determinado mensaje de miedo y terror: “ustedes aquí están inseguros, se pueden morir en cualquier momento, no tienen ninguna garantía”.

Ahora lo que tenemos es esta situación llevada al delirio, porque se le fue de las manos a todo el mundo. No es solamente que la gente tenga que vivir encerrada, aterrorizada y sólo sale a los lugares donde se pueda encerrar y que le garanticen seguridad. No se trata sólo de la pérdida del espacio público, sino de la pérdida del espacio mental y emocional que en cualquier otra sociedad se tiene. La gente sólo piensa y habla de la violencia. ¡Y si uno sólo se la pasa pensando en eso, evidentemente otras partes del cerebro se le atrofian! Entonces es muy difícil desarrollar una conversación sobre otros aspectos de la vida humana. Esta situación no influye solamente en la población común y corriente, sino en la élite intelectual llamada a entender y dar salidas al país: toda su energía mental está dedicada a hablar, escribir y discutir sobre el crimen y la corrupción. No hay otro tema y esto es tremendo.

En sus libros están primariamente retratados la violencia, la impunidad y el odio que desgarran a la región ístmica, pero entre líneas también se asoma el profundo dolor que la carcome. Pienso, por ejemplo, en los testimonios indígenas que salpican su novela Insensatez como heridas que nunca secan: ¿las sociedades centroamericanas se están dejando devorar?

La verdad es que tras un dolor viene otro, y esto es parte de la lógica de dominación de la que hablaba. Por ejemplo, usted menciona a los sobrevivientes de las masacres en Guatemala que pasaron por un dolor tremendo porque no tuvieron la posibilidad de luto; la mayoría de ellos no supieron nunca dónde quedaron los cadáveres de sus familiares. A este luto se suma ahora el día a día donde hay otra violencia. El hecho de haber podido afrontar las 442 masacres y documentarlas pudo haber servido para que el país diera un salto histórico, pero ¡no! Mataron al obispo que estaba a cargo de eso [se refiere al obispo Juan José Gerardi, asesinado el 26 de abril de 1998 a pocas horas de presentar el Informe sobre crímenes de guerra Guatemala: nunca más]. Y no sólo es eso: la gente tiene ahora que lidiar con la memoria de lo perdido y con el día a día de lo que va perdiendo. Es una situación realmente asfixiante. La pregunta es cómo detener este deterioro. Bueno, no es labor para un escritor de ficciones, pero los que se dedican a ello no le han atinado, y no sólo no le han atinado, sino que han propiciado una situación peor. Es decir, ahora se dice que hay tantas decenas de miles de personas [en El Salvador] vinculadas con la mara, como las que durante la guerra estuvieron vinculadas con el FMLN. Entonces, ¿qué tipo de sociedad es ésta que nada más recicló la exclusión? Porque estamos hablando de lo mismo: la gente estaba excluida política, social y económicamente en la década de los 80. Con el fin de la guerra, ya no hay exclusión política, pero la exclusión social y económica sólo se recicló y se convirtió en el fenómeno de violencia que se tiene ahora. La impunidad sigue, a las víctimas de la guerra no se les ha hecho justicia. Si usted tiene un país en donde puede matar a su pastor, a su líder religioso máximo [se refiere a Monseñor Óscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba misa en una capilla de San Salvador] y seguir como si nada, pues es muy difícil emprender algo: ¿qué clase de ejemplo tenemos? ¿A partir de qué regeneramos esto, si los que ordenaron el asesinato del líder espiritual de este pueblo siguen ahí, disfrutando de su dinero? Algunos han muerto de viejos, ¡pero nadie ha pagado nada! ¿De dónde sacar la energía espiritual, la energía moral para dar un ejemplo que permita hacerle creer a la gente que se puede ser mejor.

Horacio Castellanos: He Sees Through Left and Right

No es todos los días que un autor salvadoreño es sujeto de una recención en el New York Review of Books. En el número correspondiente a enero 2016, esta sacrosanta publicación literaria publica sobre la más reciente novela de Horacio Castellanos Moya, El sueño del retorno, traducida  al inglés bajo el título The Dream of My Return).

Segunda Vuelta

The Dream of My Return (El sueño del retorno)

by Horacio Castellanos Moya, translated from the Spanish by Katherine Silver
New Directions, 136 pp., $15.95 (paper)
Horacio Castellanos Moya, 2015. Photo: Gunter Gluecklich/Iaif/Redu

Horacio Castellanos Moya, 2015. Photo: Gunter Gluecklich/Iaif/Redu

Norman Rush, edición enero 2016 de The New York Review of Books

Screen Shot 2015-12-26 at 11.57.55 PMHow to place the savage fictions of Horacio Castellanos Moya? Now fifty-seven, Castellanos Moya is a stellar fixture in the still-running second boom in Latin American literature, whose leading artist is the late Roberto Bolaño. The booms (the first, in the Sixties and Seventies, and the second, late Eighties and ongoing) are porous constructs with writers like Mario Vargas Llosa and Luisa Valenzuela starring in both of them. Compared to the works of Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, and Julio Cortázar, to mention just the best-known names, the works of the second boom are bleaker, a little less operatic, and differ more among themselves—but perhaps the most different among them are those of Horacio Castellanos Moya.

A main thing that sets Castellanos Moya apart is his intense concentration on his home country of El Salvador and the US-sponsored counterinsurgency wars and terror afflicting that region in the 1970s.* His eleven novels and five collections of short stories descend directly or indirectly from the enormities of this time and place. He goes over the same ground from different angles, reuses characters at varying stages of their fates, follows entire families, all with an eye to the damage done to these—mostly—peripheral players in the tragedy of El Salvador. Moya’s instinct for the jocular also demarcates his work: he captures the noir absurdities that arise in the most mordant or unlikely settings. His latest novel, The Dream of My Return, presents in compact and indelible form his tricks, his daring, his disgust, his humor.

Erasmo Aragon, a Salvadoran exile in his forties, the narrator of The Dream of My Return, has been working as a journalist in Mexico City for the last five years. He is married and has a young daughter. It’s 1992 and the civil war in El Salvador is ending. A peace treaty is imminent. He has a month to complete the preparations for his return. He ought to be happy. However, he is suffering from obscure pains in his liver, and his regular doctor, a homeopath, has abruptly and permanently returned to Spain.

Erasmo finds another doctor, one Don Chente, an odd duck. This doctor first treats his pain with acupuncture, but decides that a cure will require therapy by hypnosis. He proposes various contradictory etiologies for Erasmo’s distress. One of them is this:

When humans took shelter in caves and were forced to live a sedentary life, they discovered that they did not like to defecate or urinate where they slept…. This was also the first time a human being experienced the emotion we now call anxiety, which consists of having to choose between two options: either he satisfies his instinct to empty himself wherever he happens to be, which means he’d have excrement next to his bed,…or…elsewhere…. Anxiety and bowel control are closely related…. This is the cause of Irritable Bowel Syndrome…. This is your ailment.

Although he is quite taken by this theory, Erasmo reminds Don Chente that it is his liver and not his colon that is hurting. Don Chente immediately produces a different diagnosis, one that will require hypnotherapy focusing on Erasmo’s maternal grandmother:

She had devoted her life to crushing my image of my father with the greatest possible cruelty, and it was precisely this damage to my father figure that was undoubtedly the main cause of my ailments.

Erasmo goes for it. He comes from an old conservative Salvadoran family associated with the formerly powerful National Party. He has vague memories of traumas in his boyhood, including his father’s assassination by an unknown killer and seeing the front of his grandmother’s home blown up. Radicalized, he worked briefly for a rebel periodical before going into exile. He is pretty much an homme moyen of his social class. His mental furniture is ordinary, much of it consisting of items from American popular culture. He is no longer concerned with political ideas in any substantive way. His own concerns and ailments interest him, but he has no strong feelings for his wife and daughter, who are to be left behind when he returns to El Salvador.

The hypnotherapy sessions commence. Erasmo is counting on the success of this process to heal his liver pains. The memories he is supplying as raw material to enable Don Chente to create in him a new self-understanding seem increasingly specious to Erasmo. While in a trance state, he free-associates about his life. He awakens from these trances with no memory of what he has said. He never sees the record of his sessions that is kept by Don Chente in a notebook that ultimately disappears—as, for a while, does Don Chente.

Erasmo’s marriage is further weakened by sudden reciprocal confessions of cheating. Oddly, he is annoyed enough about it to arrange for an exile friend of his—a hit man and gun runner for the Farabundo Martí National Liberation Front—to kill Antolin, his wife Eva’s lover. The hit man, whose nom de guerre is Mr. Rabbit, is to tail Antolin in order to get his address. Erasmo waits in the car while Mr. Rabbit is ascertaining Antolin’s apartment number, and is horrified when Mr. Rabbit returns and tells him that he has found Antolin at home and expeditiously killed him. Erasmo concludes that he must himself have been bluffing when he commissioned this hit. In any case, Mr. Rabbit placates him by utterly changing his story: he has only shot up a flower pot outside Antolin’s door, as a warning. Mr. Rabbit presents his pistol, still warm and smelling of gunpowder. The actual truth of what has taken place is never revealed.

Erasmo is desperate for his liver pains to subside (although not desperate enough, one notices, to curtail his episodic blackout drinking binges). As the hypnotic sessions continue, he experiences deepening mistrust in the accuracy of the memories that he believes he’s supplying to Don Chente—at least the ones he’s thinking about as he goes into the therapeutic trance. And he is realizing that not only are these memories suspect but the only ways he can think of to verify or refute them are chimerical:

I had been certain that my first childhood memory,…the point at which I would have to begin to tell the story of my life, was of the bomb that destroyed the façade of my maternal grandparents’ house…, and my memory consists of one precise image: my grandmother Lena carrying me in her arms across the dark courtyard…. That was the image I returned to with a certain amount of pride whenever I was called upon to explain how violence had taken root in me at the very beginning of my life…. The truth is, I suddenly found myself wondering,…how this almost cinematic image had lodged itself in my memory, considering the fact that if I was in my grandmother Lena’s arms, it wouldn’t have been possible for me to have seen myself from the outside…. I was doubting the veracity of my first memory.

The only way to confirm what my memory was telling me was to travel to Honduras to ask my grandmother Lena,…but I soon thought better of it, it would be utterly senseless to go visit my grandmother Lena, who, at eighty years old, was suffering small strokes that would soon leave her in a state of limbo, and perhaps my memory had been shaped precisely by what she had repeated to me over and over again, whenever her buttons got pressed and she’d begin to rant against the Liberals, whom she never distinguished from the Communists, blaming all of them for whatever was wrong with her country; moreover, I had absolutely no interest in traveling to Honduras….

Erasmo’s problems with his own power of recall are not helped by a critical feature of the Mexico City exile milieu he inhabits: his associates chronically dissemble, revise past roles, plead amnesia. People seem to recall his doctor Don Chente as both a suspected Communist and a CIA agent. At a social gathering, Erasmo’s uncle Munecon faces accusations of involvement in a nasty collaboration between Communists and right-wing death squads. Munecon denies it and begins to tell the story of the murder of his own son by death squads, but Erasmo derails and distracts him: the story is too long for Erasmo, and he has heard it too many times.

We take leave of Erasmo as he approaches the departure gate at the Mexico City airport. There is a bathetic conclusion in keeping with the fantasia of misconception leading up to this moment:

I would board the airplane that would carry me to a new phase in my life, to confront the challenge of reinventing myself under conditions of constant, daily danger, where I would be forced to remain lucid and would learn to have control over how I spent my energy, which I was looking forward to; to achieve this, I counted on meeting, at least once more, Don Chente….

New recruits to the El Salvadoran army learning to assemble and disassemble US-made M16 assault rifles, San Miguel, El Salvador, 1988
Larry Towell/Magnum Photos

New recruits to the El Salvadoran army learning to assemble and disassemble US-made M16 assault rifles, San Miguel, El Salvador, 1988

Horacio Castellanos Moya was born in 1957 in Honduras, where he lived with his Honduran mother and Salvadoran father for four years. Thereafter, the family lived in El Salvador. In 1969 Castellanos Moya left El Salvador to attend York University in Toronto. On a return visit to El Salvador, he witnessed the massacre by government snipers of twenty-one unarmed students and workers. He dropped out of college and left El Salvador to work in Mexico as a journalist. His sympathy with the rebel cause was destroyed by the spectacle of internecine conflict that became the curse of the movement. He returned to El Salvador in 1991, on the eve of the peace treaty that ended the conflict (like Erasmo in The Dream of My Return).

From 1991 to 1997, Castellanos Moya worked for literary periodicals and wrote four volumes of short stories, as well as the novels Baile con Serpentes (1996) and El Asco, Thomas Bernhard en San Salvador (1997), which resulted in death threats against Moya’s family. This unpleasantness led to a renewed exile of ten years, again in Mexico City. He continued to write short stories and novels and strengthened his bonds with other writers in exile, including Roberto Bolaño, who called him “the only writer of my generation who knows how to narrate the horror, the secret Vietnam that Latin America was for a long time.” Castellanos Moya was a writer in residence at various colleges during this period. Currently he teaches at the University of Iowa.

Moya is a bold and accomplished craftsman. The Dream of My Return is told in the first-person past tense. The vocabulary and phrasing fit Erasmo perfectly, just as the rambling, pages-long paragraphs accord with the obsessive sequences of self-questioning and out-of-control mental wandering he succumbs to in his reflections. Everything is clear. Those who criticized some of the first-boom writers for modernist self-consciousness (hence elitism) will have no complaints here. Castellanos Moya is a vernacular writer.

From novel to novel, Castellanos Moya varies his mode of attack. The She-Devil in the Mirror consists of nine separate unbroken paragraphs in the voice of an upper-class Salvadoran woman discussing, with a confidante, her version of a mysterious death. Tyrant Memory has another female narrator, present in a bricolage made from diary entries, standard past-tense narrative segments, and very long passages of naked dialogue. (Among contemporary male Latin American writers, Castellanos Moya is distinguished in the facility with which he writes about women.) Revulsion: Thomas Bernhard in San Salvador is a continuous, howling monologue about the fallen condition of El Salvador today, delivered to Castellanos Moya by a friend whose outrage resembles that of the great Thomas Bernhard.

The Dream of My Return was translated from the Spanish by the renowned Katherine Silver. When asked in an interview “What do you think should be the most important criteria in choosing books to translate into English?,” Silver replied, “Maybe that it be astonishing and that nobody is or could be writing anything like it in English.”

You can get out of breath reading Moya, who seems to have some occult command over the relationship between subject matter and the kinetics of the language chosen to present it in. There are no longueurs in his books.

Erasmo Aragon is not a superfluous man in the canonical mold of Turgenev’s hero in The Diary of a Superfluous Man. The literary woods are of course as full of superfluous men as they are of unreliable narrators and, these days, really rebarbative antiheroes. Superfluous men make up an illustrious lineage: Goncharov’s Oblomov, Dostoevsky’s Underground Man, Melville’s Bartleby, Robert Musil’s Man Without Qualities, all the way down through Sartre’s Roquentin and the hero of Ben Lerner’s debut novel, Leaving the Atocha Station. Superfluous men respond with disaffection, dysfunction, or withdrawal when they are unhorsed or irritated by the changing fortunes that the social machine spits out. It can be anything—plunging status, national disgrace, political or religious disillusion, extreme boredom.

Erasmo Aragon is his own variant on the type. He doesn’t keep going back to bed like Oblomov or turning down jobs like Bartleby. The concatenation of the specific events in his personal history has resulted in a dazed, feverish doggedness, in which state he systematically creates his own certain defeat. His critical consciousness is highly intermittent, you might say.

Do we need another superfluous man manqué? I think so. It’s always interesting to pick at the question of why these guys are the way they are. Sometimes the answer is on the surface and sometimes it’s complex and not on the surface at all. First of all, it’s fun to read about superfluous men. I don’t know exactly why. Maybe they offer to overworked and overbooked readers a dream of letting go, enjoying regression. There is learning and pleasure to be got from reading about them. (There is to my knowledge no parallel tradition of applying that nineteenth-century coinage to female characters: there is no category of “superfluous woman.”)

Erasmo’s characterological symptoms are typical in survivors of political terror and the post-traumatic stress it produces. Castellanos Moya knows that the characters in this book—which he takes from the more privileged sectors of Salvadoran society—have, for the most part, been spared the worst of the horrors that have occurred in their country. They may endure imprisonment—brief or not—and the perils of flight are real enough, and the experience of exile is often very rough. But they have escaped torture, rape, and death—they have money to get them out of town, money for false papers, friends in Miami, etc. They suffer nonetheless, and their lives bear the marks of that suffering. (Among the many formative memories in Erasmo’s life that are replays of Moya’s own is the blowing up of the front porch of his grandmother’s house.)

The new novel is a character study of one of the demoralized and still half-obtuse victims of past turbulence. Erasmo is unusually screwed up. What animates him is a sourceless conviction that going home again will remake him. He has just enough life force to continue putting one foot in front of the other as he prepares his return. But what is most alive in him is his sense of disconnection and disillusion and his utter rejection of the idea that a renovated left will make a difference in his future. The left is wholly deglamorized in Moya’s works. Here Erasmo is recalling Héctor, “a man who left Che in the dust as far as revolutionary adventures are concerned”:

Immediately after the triumph of that [Sandinista] revolution,…while the commandantes were still singing the refrain “implacables en el combate y generosos en la victoria,” “implacable in battle and generous in victory,” he, on his own initiative, paid a visit to several prisons and expeditiously executed all the officers and noncommissioned officers in the dictator Somoza’s defeated National Guard—only by terminating them immediately could a counterrevolution be prevented….

Moya is not simpleminded in the presentation of his characters, many of them casualties of American interventionism, some of them guilty beneficiaries of it. His scorn goes where it is deserved, to the left as in the vignette of Hector above—and as for the right, asked about the origins of “the curse of violence” in Latin America, this was his response in a 2008 interview:

The answer to this question is material for a book. I have no doubts that the politics of domination and plundering of the United States toward Latin America has played an important role in the recycling of violence, but it is not the only element nor do I think it is the historical origin of it…. The phenomenon was more complex, at least in the case of El Salvador: while the government of Reagan was giving millions of dollars in guns per day to the Salvadoran militaries so that they could commit the massacres against the population, it was within the United States itself that the biggest movement in solidarity with the revolutionary forces of El Salvador developed, a movement that contributed a lot of money. In literature things aren’t black or white; shades and paradox are almost always at the base of great art.

At the end of The Dream of My Return, the reader understands that Erasmo Aragon’s misadventures are fated to continue. His struggles to function in a medium of fear, paranoia, and deceit have led him into a novel kind of active passivity—passivity disguised as action.

Five novels as well as five collections of short stories by Horacio Castellanos Moya have not yet been translated into English. They should be.

  1. *A useful inclusion in any study guide for Moya’s oeuvre would be Douglas V. Porpora’s How Holocausts Happen: The United States in Central America (Temple University Press, 1990). The interlinked civil wars-cum-counterinsurgency massacres overseen and quartermastered by the United States in 1970s Guatemala, El Salvador, and Nicaragua have never been adequately recognized as what they truly were—a prolonged ethnocidal exercise in which an estimated 200,000 Indian peasants were killed or disappeared. Porpora makes the point that mass murder by the state was only one wing of this para-Holocaust, the other being the cruelly imbalanced agricultural systems enforced on the peasant populations by the overprivileged elites of these countries. There was a huge difference between upper and lower classes in the statistics for public health, infant mortality, and adult longevity. 

El original en español:
El sueño del retorno
Horacio Castellanos Moya
Editorial TusQuets