Aunque el presidente de Estados Unidos, Donald Trump,
tiende a apoderarse de la mayoría de los titulares, no se trata de una
rareza en el ámbito global. Los autócratas populistas han disfrutado de
un impresionante ascenso al poder en países de todo el mundo, y en
ninguna parte la tendencia es más pronunciada que en América Latina tras
la elección de un presidente de izquierdas en México, Andrés Manuel
López Obrador (AMLO), y de otro de derechas en Brasil, Jair Bolsonaro.
Los estadounidenses tienen razón al quejarse de las tendencias
autocráticas de Trump, pero como les recordó en su momento el exministro
de Finanzas de Chile Andrés Velasco, Trump es un mero aprendiz en
comparación con los populistas de América Latina.
Esto no significa que las economías de México y Brasil compartan la misma suerte que la de Venezuela bajo Hugo Chávez
y su hombre fuerte actual, Nicolás Maduro. Chávez y Maduro convirtieron
al país más rico de América Latina —propietario de una cuarta parte de
las reservas mundiales probadas de petróleo— en un caso perdido, con una
inflación de más de 1.000.000% y una tasa de pobreza de más del 90%. Al
menos 4 millones de los 32 millones de habitantes de Venezuela han
salido del país, y las previsiones sugieren que este número podría
duplicarse este año si Maduro sigue en el cargo. Venezuela debe su
difícil situación no tanto a las sanciones económicas de la era Trump,
sino a sus propios líderes populistas. El país ha estado decayendo
durante años, y la mayor parte de la caída en sus indicadores sociales y
económicos es muy anterior al Gobierno de Trump.
AMLO, como el carismático Chávez hace dos décadas,
asumió el cargo el año pasado con la promesa de que mejoraría las vidas
de la gente común. Uno de sus primeros actos oficiales fue frenar la
construcción de un nuevo aeropuerto que se necesitaba desesperadamente
en la Ciudad de México —a pesar de que el proyecto ya estaba completo en
un 30%—, alegando que las aerolíneas son para los ricos. Luego lanzó un
nuevo proyecto de aeropuerto en un lugar montañoso, poco práctico, más
alejado, donde tiene menos posibilidades de terminarse.
Aunque AMLO prometió durante su campaña acabar con la corrupción, su
Gobierno ha rechazado licitaciones competitivas por más del 70% de los
contratos que ha adjudicado. Al igual que Trump, rechaza a los críticos
de los medios de comunicación con el pretexto de que difunden “noticias
falsas”, y advierte a los periodistas: “Compórtense bien o saben lo que
les sucederá”. Sin embargo, los inversores globales se sienten aliviados
por el hecho de que AMLO ha dejado trabajar al banco central, al menos
hasta ahora.
Pero incluso si el mercado no está evaluando el elevado “riesgo de
Venezuela” para México, muchas de las celebridades, escritores,
académicos y políticos de tendencia izquierdista que elogiaron a Chávez
se han mostrado notablemente reticentes a animar a AMLO. Después de
haber visto a Trump convertir la tragedia venezolana en su baza
política, los forasteros que pueden simpatizar con las ambiciones
socialistas de AMLO son prudentes. La única excepción, por supuesto, es
el líder de la extrema izquierda del Partido Laborista británico, Jeremy
Corbyn, un partidario del corrupto régimen chavista de Venezuela, quien
asistió a la toma de posesión de AMLO en diciembre de 2018.
Mientras que AMLO representa una amenaza para la segunda economía más
grande de América Latina, Bolsonaro está poniendo en peligro el
principal motor del continente. Como dice el viejo y triste refrán,
Brasil, con sus abundantes recursos naturales y su gente talentosa, “es
el país del futuro, y siempre lo será”. Su nuevo presidente, un
excapitán del Ejército que quiere armar a los ciudadanos y arrasar
grandes extensiones de la Amazonía (que aceleraría significativamente el
calentamiento global), se ha convertido en un pararrayo para protestas
estudiantiles, ambientalistas y activistas de los derechos de los
homosexuales. Anticipándose a las protestas masivas, recientemente
canceló un viaje a Nueva York después de recibir críticas mordaces de su
alcalde, Bill de Blasio. Las cosas no están mucho mejor en casa. Los
índices de aprobación de Bolsonaro se han reducido a la mitad desde que
asumió el cargo a principios de año. Los primeros escándalos dejan en
claro que no podrá limpiar la corrupción endémica que paraliza la
gobernanza de Brasil, y mucho menos demostrar las habilidades de
formación de coaliciones necesarias para implementar la ambiciosa agenda
de reformas económicas de su Gobierno.
Para empeorar las cosas, la tercera economía de América
Latina, Argentina, se enfrenta ahora a la perspectiva de un retorno de
un Gobierno socialista, corrupto y autocrático después de las elecciones
presidenciales de octubre. El actual presidente del país, Mauricio
Macri, asumió el cargo en 2015 prometiendo un retorno de la salud
económica después de que el expresidente Néstor Kirchner y su
sucesora/esposa, Cristina Fernández de Kirchner, despilfarraran los
beneficios de un auge de las exportaciones agrícolas a principios de la
década de los dos mil. Sin embargo, Macri, quien heredó una situación
extremadamente difícil —no solo un gran déficit presupuestario y una
capacidad de endeudamiento limitada—, también ha cometido algunos
errores críticos. Para reducir la inflación, el Gobierno de Macri trató
de reducir la tasa de crecimiento del dinero y encontrar fuentes
alternativas de financiación. Pero los funcionarios optaron por recurrir
a préstamos a corto plazo en dólares extranjeros (un error clásico), y
Argentina pronto se vio incapaz de pagar sus deudas. El tipo de cambio
ahora se ha derrumbado, la inflación ha llegado a superar el 50% y el
partido de los Kirchner está listo para recuperar el poder.
Si todos los líderes autocráticos fueran tan competentes como el
fallecido Lee Kuan Yew, el padre fundador de Singapur, los recientes
desarrollos políticos en las Américas podrían no ser tan preocupantes.
Lamentablemente, este no es el caso, particularmente cuando se trata de
los populistas en México, Brasil y Argentina. Tal como están las cosas,
parece que América Latina seguirá siendo la región del futuro por tiempo
indefinido.
No hay forma de saber a ciencia cierta cuál será el futuro del país
con el nuevo gobierno. Sin embargo, las probabilidades de que la gestión
de Nayib Bukele resulte ser la continuación de la corrupción sistémica,
el nepotismo, la preferencia por el autoritarismo y la ineficiencia en
las instituciones, son perturbadoramente altas. Esto por dos razones
fundamentales. Primero, porque en virtud del inmenso apoyo popular del
que goza, el presidente Bukele parece más orientado a conducirse como un
líder populista que como un gobernante consciente de la división de
poderes propia de un gobierno republicano. Y, segundo, porque las
instituciones políticas y partidarias que podrían hacerle contrapeso
están en una profunda crisis producto de sus propios fracasos y de la
corrupción crónica. En estas circunstancias, este gobierno puede
representar no solo el fin de los partidos políticos tradicionales, sino
también el fin de la democracia electoral de la posguerra.
Casi
1.5 millones de salvadoreños votaron por un cambio en la conducción del
país y para la gran mayoría ese cambio implica la promesa de resolver
los problemas viejos del país: la pobreza y la inseguridad. Luego de
casi tres décadas de paz política, los gobiernos no solo fueron
incapaces de cumplir con la promesa de resolver esos problemas, sino que
también hundieron en la desesperación a muchas personas. El Salvador no
solo sigue siendo inseguro y excluyente, sino que además es más
desesperanzador, porque las instituciones políticas destrozaron las
ilusiones que la mayoría de los ciudadanos se habían hecho con respecto a
la conducción política.
En las discusiones cotidianas en la calle
y en las redes sociales, la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas en
realidad no saben qué esperar del nuevo gobierno. Las opiniones sobre la
gestión entrante están llenas de prudencia, pero muchas están llenas de
esperanza, porque el nuevo presidente les ha explicado que él es
distinto. En buena parte porque no pertenece a los partidos
tradicionales que han defraudado y estafado al país.
“Nadie se interpondrá entre Dios y su pueblo para cambiar a El Salvador” Esta
frase, con la cual el nuevo presidente concluyó su discurso de
inauguración, resume muy bien el ethos populista de izquierdas y
derechas que ha recorrido las Américas en las últimas dos décadas.
Indica que, en la tarea de gobernar, el líder está investido de un
propósito divino que le permite responder directamente a los deseos de
su pueblo. Cualquier obstáculo y mediación a ese poder—“Nadie se
interpondrá”— es inaceptable.
Uno podría desestimar esa frase como
una expresión del entusiasmo que rodea la toma del poder. Pero
expresiones como esa llenan la biografía política de Bukele en su
ascenso a la silla presidencial. Más aún, como político y candidato,
este nuevo presidente se ha dado a conocer por sus tuits efectistas, por
mostrar muy poca tolerancia a la disensión pública y por mantenerse
rodeado de personajes cuestionables de la política, a pesar de su
discurso en contra de la corrupción. Todas esas son características de
líder populista. Así como también lo es la ausencia de planes de
gobierno concretos, originales, sostenibles y escrutables. El hecho de
que aún después del discurso inaugural no sepamos cuáles serán los ejes
de la política de seguridad pública, del combate a la pobreza y de la
reconstrucción del capital humano es solo una señal más de que el cambio
prometido puede resultar ser más de lo mismo.
La mayor amenaza Pero
la amenaza política más grande que enfrentará el país en los próximos
cinco años no es el populismo de Bukele. Es, más bien, la ausencia de
instituciones fuertes que le hagan contrapeso de forma efectiva. En un
país asediado por corrupción en las instituciones públicas, en el que la
independencia institucional es truncada para beneficiar los intereses
particulares del grupo en el poder, es muy poco probable que las pocas
instituciones que cumplen con su trabajo contralor resistan el embate de
un líder populista.
Los recientes retrocesos institucionales en
la Corte Suprema de Justicia y en la Fiscalía General de la República,
el esfuerzo decidido de los partidos políticos por perpetuar la
impunidad proveniente de la guerra civil, y el deterioro por el respeto
de los derechos humanos en la Policía Nacional Civil son ejemplos de lo
lejos que está el país de tener instituciones que garanticen el Estado
de derecho y la transparencia.
Es cierto que el actual presidente
se ha manifestado públicamente en contra de algunos de esos problemas.
Pero es cierto también que cualquier acción consecuente con esa posición
implicaría primero separar a personajes que forman parte de su círculo
más cercano. Los signos hasta ahora apuntan a que el nuevo presidente
tiende a no explicar lo que hace porque no necesariamente hace lo que
dice.
Arena y el Fmln hicieron muy poco por fortalecer el
entramado institucional del país y los problemas que siguen agobiando a
los ciudadanos y ciudadanas son producto de gestiones gubernamentales
que rayaron en la incapacidad y, muchas veces, en el delito. Pero a
final de cuentas sostuvieron las instituciones básicas para asegurar la
estabilidad nacional, porque su propia supervivencia dependía de ello.
La razón por la cual el Tribunal Supremo Electoral hizo relativamente
bien su trabajo en las últimas elecciones —a diferencia de lo sucedido
en países vecinos— es porque los partidos dependían del mismo para
seguir en el poder. Esos contrapesos son los que han permitido que, en
otras áreas, algunas instituciones lleguen a funcionar eficiente y
transparentemente, al menos por ciertos periodos.
En un sistema
sin los equilibrios adecuados y sin la necesidad de rendir cuentas, como
el que los líderes populistas promueven, las instituciones solo
funcionan para cumplir las órdenes del líder máximo. Este presidente
tendrá muy pocos incentivos para fortalecer las instituciones que pueden
cuestionar su poder y, en el actual contexto, tendrá muchas razones y
no pocos recursos para erosionarlas aún más. En la nueva configuración
política, con los partidos tradicionales en busca de salvavidas, el
nuevo gobierno tendrá incentivos para manipular o ignorar la
institucionalidad.
¿El futuro? El Salvador,
sin duda, necesita reformas fundamentales, pero esos cambios deben
llevar al fortalecimiento definitivo de las instituciones democráticas
del país. El Salvador necesita reactivar su economía y, para ello,
requiere de iniciativa privada, de inversión en innovación y de reforma
en el sistema tributario. Pero sobre todo necesita que toda la gente
esté debidamente protegida, reciba educación de calidad y se le
garantice celosamente su salud. El país necesita resolver el problema
de la violencia crónica, pero para ello requiere combatir la impunidad y
establecer mecanismos de transparencia, supervisión y control de la
policía, la fiscalía y los tribunales.
Todo lo anterior se logra
con instituciones fuertes y responsables. Son estas instituciones las
que producen planes estratégicos, metas claras y resultados sostenibles.
Y son esas instituciones las que pueden y deben rendir cuentas a la
población de forma habitual.
Nayib Bukele puede usar su capital
político para dos cosas diametralmente opuestas. Puede usarlo para
reformar las instituciones y convertirlas en entes responsivos a la
población sobre la base del Estado de derecho y los procedimientos
democráticos. O, bajo el pretexto de que el sistema heredado de la
posguerra es inherentemente corrupto, puede usar su carisma para
terminar de destruir los procedimientos institucionales que establecen
contrapesos y limitan la acumulación del poder. A juzgar por su forma de
actuar hasta ahora, parece más probable que se decidirá por lo segundo.
Ojalá me equivoque.
Bajo la formalidad de un modelo político con elecciones periódicas, asistimos a la degradación paulatina de la democracia, lo que no solo puede limitar nuestra libertad sino perjudicar nuestra convivencia.
Tal vez si todos fuésemos más conscientes de la fragilidad de la
democracia, del enorme sacrificio que ha costado alcanzarla y de la
facilidad con la que puede perderse si no la cuidamos, con hechos, no
con palabras, encontraríamos más entusiasmo para defenderla frente a los
oportunistas y demagogos que se aprovechan de un sistema político
basado en la tolerancia, incluso para quienes lo usan en su beneficio
personal, lo adulteran groseramente o tratan de destruirlo.
Hasta después de la II Guerra Mundial, hace poco más de 70 años, la
democracia era todavía una opción minoritaria en Europa frente al
predominio de las soluciones radicales, el nacionalismo, el fascismo y
el comunismo. España, Portugal y Grecia aún tardaron tres décadas más en
sumarse a esa corriente. Los países bajo el control de la Unión
Soviética tuvieron que esperar hasta los últimos años del siglo XX.
Es edificante, como digo, el trabajo de Berman, pero es al mismo
tiempo alarmante comprobar en qué brevísimo periodo de tiempo han vuelto
a florecer los síntomas del horror totalitario que creíamos haber
dejado atrás. Con qué rapidez han resurgido las soluciones extremistas,
las que dicen acudir al rescate del “pueblo”, de “la gente” o de “la
nación” frente a las injusticias del capitalismo o el asedio de culturas
o tradiciones extranjeras. Incluso los enormes logros de la
socialdemocracia europea, con su grandioso esfuerzo por humanizar la
economía de mercado, son ahora ignorados o minusvalorados por los nuevos
socialistas que prefieren competir por las supuestas esencias
ideológicas de la izquierda y que han acabado por perder la razón básica
de su existencia.
Resurgen soluciones extremistas que dicen acudir al rescate del “pueblo”, de “la gente” o de “la nación”
La confluencia en el nuevo siglo de la crisis económica y la
revolución tecnológica frenó el ciclo de prosperidad que siempre estuvo
unido al auge de la democracia liberal, e inmediatamente regresaron los
viejos demonios, seguramente agazapados en el fondo de la condición
humana: el miedo, el sectarismo, el fanatismo y el nacionalismo. “En la
medida en que este orden declinó y reaparecieron muchos de los problemas
que debía resolver —los conflictos y divisiones económicas y sociales,
la fabricación de enemigos externos y el extremismo—, volvieron a
aparecer voces en la izquierda y en la derecha que cuestionan la
viabilidad, incluso la deseabilidad, de la democracia liberal”, afirma
Sheri Berman. Un sistema político como el de China ya no despierta
ninguna clase de resistencia ni en la derecha ni en la izquierda. Buena
parte de la derecha no ve con malos ojos los modelos de Hungría y
Polonia, especialmente su política frente a la emigración. Hasta hace
bien poco, cierta izquierda mostraba simpatías con Venezuela o prefería
mirar para otro lado. Y el estilo autoritario de Putin tiene adeptos por
igual en la derecha, por su nacionalismo y firmeza, y en la izquierda,
que no pierde el instinto de mostrar afecto para quienquiera que se
oponga a Estados Unidos y a la Europa liberal.
¿Es reversible esta tendencia? ¿Caminamos hacia el precipicio del
totalitarismo o vivimos turbulencias a las que la democracia será capaz
de sobreponerse? Quizá sea conveniente anotar que la crisis de la
democracia liberal no tiene por qué desembocar en un sistema plenamente
totalitario o antidemocrático. Lo que la realidad nos va mostrando
apunta más bien al surgimiento de modelos no liberales y
semidemocráticos bajo la formalidad de una democracia con elecciones
periódicas. Asistimos, más que a un drástico cambio de sistema, a la
degradación paulatina de la democracia, lo que no solo puede limitar
nuestra libertad sino perjudicar gravemente nuestra convivencia.
El nacionalismo radical catalán ha hecho retroceder al conjunto del país y dañado su imagen internacional
Evitar esa degradación es una responsabilidad de todos. En una
democracia los ciudadanos tienen derechos y obligaciones. Uno de los
primeros es el de exigir a los gobernantes responsabilidades por el uso
del poder. Entre las últimas está la de respetar las ideas que no se
comparten, especialmente las que no se comparten, y respetarlas
significa no responder a ellas con insultos y descalificaciones.
“Democracia”, recuerda Berman, “no es meramente un sistema político que
elige a sus líderes de una forma particular, es también un sistema
político cuyos gobernantes y ciudadanos actúan de una forma particular.
Las democracias difieren de las dictaduras no solo en la forma en que
eligen a sus líderes, sino en la forma en que tratan a sus ciudadanos y
en que sus ciudadanos se tratan entre ellos”.
Por supuesto, Estados Unidos sigue siendo un sistema democrático,
pero su democracia se degrada cuando su presidente ataca la libertad de
prensa o hace mofa de sus rivales políticos. Nada ha degradado más la
democracia en España que el surgimiento de un nacionalismo radical en
Cataluña que, como en el caso de Trump, otro nacionalista, ha
menoscabado el valor de la verdad, ha ignorado la función crítica de los
medios de comunicación, ha dividido a la sociedad, ha menospreciado a
sus adversarios, ha señalado enemigos externos y se ha burlado de la
justicia y de las leyes. El presidente de esa comunidad autónoma
española decía recientemente que la voluntad de “la gente” está por
encima de las leyes. “Un fascista dice la gente y quiere decir alguna
gente, la que a él le conviene en ese momento”, recuerda Timothy Snyder
en su último libro, The Road to Unfreedom.
En el caso español, además, el nacionalismo radical catalán ha hecho
retroceder al conjunto del país, ha dañado gravemente su imagen
internacional, ha estresado al límite el sistema, ha hundido al Partido
Popular, ha dividido —y quizá también hundido— al Partido Socialista y,
como último y gran logro, ha resucitado al nacionalismo radical español
que había sido derrotado hace 40 años por una sociedad, por fin,
integradora, moderada, reformista y moderna. No se defiende la
democracia blanqueando a ninguno de estos nacionalismos con acuerdos
políticos, sino desvelando su verdadera naturaleza e impidiendo sus
propósitos.
En cada país el retroceso democrático adquiere rostros distintos, por
lo general, acorde con su tradición y su historia. La de España ha
flaqueado siempre por el lado de las divisiones territoriales. También
por el de un concepto monopolizador del poder en la derecha y el de una
gran confusión en la izquierda sobre la creación de un proyecto
nacional. Ahí están los puntos débiles de la democracia española y ahí
es donde surgen nuestros Brexits.
En contra de lo que podría pensarse hasta hace poco, no se ha quedado
España al margen del proceso casi universal de degradación democrática.
Simplemente ha llevado otro ritmo, ha sido diferente. Algunos han
querido pensar que solo ahora, con la aparición de un partido de extrema
derecha xenófobo en el ámbito del nacionalismo español, España se suma a
la plaga de esta década. Pero lo cierto es que el contagio llegó mucho
antes. Es en el campo del nacionalismo catalán donde se produjo el
terremoto que ha llevado a nuestra democracia a la peor crisis de su
historia. Todo lo demás y lo que quede por venir es consecuencia de ese
desastre.
El excandidato a la presidencia aseguró que la elección del próximo domingo tendrá características que no han estado presentes en los últimos 25 años.
Entrevista de Gabriel Campos Madrid, 30 enero 2019 / LA PRENSA GRAFICA
El politólogo Rubén Zamora aseguró que las elecciones del
próximo domingo se plantean en un escenario único y en el que el
populismo es un elemento que sobresale, junto a la crisis de los
partidos políticos y la ruptura de la gobernanza, la cual se mantenía
desde 1963. Además consideró al candidato de GANA, Nayib Bukele, como un
populista que se plantea como el salvador del país a pesar de tener un
irrespeto a la institucionalidad.
¿Qué análisis hace Rubén Zamora de la elección presidencial del próximo domingo?
Estamos en un contexto electoral único con características
peculiares que no se habían dado en los últimos 25 años. En primer
lugar, está quebrada la gobernabilidad histórica que se había dado desde
1963 y eso ha llevado a la crisis de los partidos políticos. Segundo,
la crisis de los partidos políticos se ha vuelto más palpable y ha
reventado al punto que hoy estamos en la eclosión de los partidos y que
se empareja con una crisis mundial de los partidos. Y un tercer elemento
es el populismo. Hay que distinguir entre un líder con rasgos del
populismo, que en El Salvador hemos tenido cuatro líderes: Arturo
Romero, Napoleón Duarte, Roberto d’Aubuisson y Nayib Bukele. Unos en
mayor medida y otros en menor medida tienen poco respeto a la
institucionalidad y en el caso de Bukele es que lo hemos visto con mayor
expresión por su propia carrera política; además ha sido alcalde de dos
poblaciones a las que dejó endeudadas porque simplemente no pagaba. Y
luego con su partido Nuevas Ideas que denunciaba y denunciaba fraude y
era que simplemente no cumplía con los plazos o cumplió y el TSE sí
cumplió con los plazos.
¿Es peligroso un líder populista?
No necesariamente, porque Duarte era un líder con rasgos
populistas muy claros y el rasgo central del populismo (es) que puede
establecer una relación muy emocional en las masas; y eso los Duarte,
Romero y D’ Aubuisson lo tenían y Bukele también lo tiene.
¿Con este contexto, cambia el escenario el paso de la campaña política y sus cierres?
Juzgar cómo va a quedar una elección solo por cómo se dieron los
cierres de campaña es riesgoso. Por lo general, las encuestas de
opinión en este país demuestran una característica y es que en el
periodo preelectoral y los resultados no hay mucha variación entre la
posición general. Eso ahora yo no lo doy como receta porque esta
elección es distinta a las demás, pero si todos los procesos electorales
no hacen cambiar mucho la inclinación de los votantes, mucho menos lo
hace un cierre de campaña. Recuerde que mi cierre de campaña de 1994 fue
el más grande de todos y yo no gané la elección. Y además hay que tomar
en cuenta las tácticas de campaña. La de Bukele, por ejemplo, fue de
muy poco acercamiento al votante porque es el que menos mítines ha hecho
con el público y los que hizo, lo hizo arreglado todo.
¿Han subido ARENA y el FMLN en preferencia?
Yo sí creo que han subido un poquito.
¿Vislumbra una segunda vuelta?
Yo la vislumbro.
¿Se atreve a vaticinar entre quiénes?
El único indicador que tenemos no es el que yo quisiera y son
las encuestas, pero ellas dicen que primero Bukele, segundo (Carlos)
Calleja y tercero el FMLN. Pero al mismo tiempo que lo cito digo ‘ojo’
no veamos las cosas tan fáciles, porque ya me han señalado dos fenómenos
y es que el FMLN perdió más de la tercera parte de su voto duro, pero
le basta con recuperar 300,000 votos para estar en una nueva situación y
esto no necesariamente se refleja en una encuesta. El otro dato es que
cuando Bukele fue candidato a alcalde de San Salvador arrasaba pero ganó
la alcaldía por 3,000 votos.
¿El FMLN ha ido a sus orígenes para buscar rescatar esos votos?
Ahora hay que ver diversos ángulos para responder eso, porque
antes de la Guerra Fría el que era de izquierda era comunista y el que
era de derecha era anticomunista y ya; y por eso cada uno no criticaba a
sus regímenes. Pero hoy en día los de izquierda podemos criticar a
regímenes de izquierda. Pero sí, el FMLN tiene mayor insistencia en
tratar de responder a demandas populares y eso históricamente se ha dado
y existe todavía. Es más, al ver la trayectoria de los dos gobiernos
por mucho que se critiquen lo que ha habido es una mayor atención por
los pobres.
¿Qué le parecieron los debates presidenciales?
Son pasos para la legitimidad del proceso. Incluso el hecho de
que cuando uno de los contendientes falló tuvo una reacción negativa muy
fuerte en redes sociales. En ese sentido, en ese campo ha habido un
cierto avance.
De los candidatos, a su criterio, ¿cuál sobresale por los demás?
Depende. En un esfuerzo de acercarse a la población yo diría que
Calleja ha hecho el mayor esfuerzo, y eso que era más fácil para Hugo.
Eso hay que reconocerlo, y en capacidad de gobernar Hugo es el que tiene
la mayor capacidad. La debilidad de Calleja es que nunca ha ejercido la
función pública. Y en el caso de Bukele, yo estoy en contra de todo
discurso populista, porque me parece que lo que hace es convertir a la
ciudadanía en niños con ese planteamiento de que es el salvador.
Entonces el espacio de participación se reduce, porque es el dirigente
el que va a tomar las decisiones y punto.
Antes de alarmistas llamamientos contra la extrema derecha es conveniente mirar en cada uno de los países donde ese fenómeno crece y preguntarse quién está sembrando la división y quién legitima el populismo.
El retorno del fascismo ha sido últimamente esgrimido con frecuencia tanto para describir la situación a la que hoy se enfrentan muchos países del mundo como para alertar sobre el peligro que acecha a nuestras democracias. Aunque es cierto el incremento del apoyo a partidos de extrema derecha y el auge de propuestas autoritarias y demagógicas, la recurrente alusión al fascismo, con la imagen de terror y espanto con la que está asociado, puede ser equivocada en la medida que distorsiona los problemas, confunde sobre sus soluciones y tiende a establecer el debate en el erróneo y sobrepasado campo de la derecha y la izquierda. En el caso particular de España, donde ese término viene utilizándose ya desde hace años con pretextos pueriles y propósitos intimidatorios, su uso es particularmente ineficaz.
No debe preocupar tanto el retorno del fascismo como la repetición de las circunstancias y las decisiones políticas que dieron lugar al fascismo. Es muy improbable la reproducción hoy del modelo de dictadura brutal que conocimos en el pasado. Pero existe un riesgo mucho mayor de que el descalabro de la política actual conduzca a la caída o la crisis de los sistemas democráticos. Lo que debe preocuparnos hoy no es el fascismo, sino la extrema polarización política, el ascenso de los mediocres y demagogos, la descomposición de los partidos políticos, el desprecio de la moderación, el sectarismo, el recurso constante a la toma de las calles, la explotación de los fallos del sistema democrático —corrupción, injusticia, inseguridad— para combatir el conjunto del sistema, los llamamientos a la división entre los ciudadanos, la guerra cultural entre las élites urbanas y el resto de la sociedad, la falta de horizonte de los jóvenes, la ausencia de líderes mundiales y el desprecio a la cooperación internacional. De ahí surgió el fascismo; eso es lo que tenemos que resolver ahora.
Pese a que se trata de un conflicto históricamente europeo, Estados
Unidos no es ajeno actualmente a este debate. También hay en EE UU
quienes ven próxima la amenaza del fascismo o incluso quienes ya lo ven
instaurado en la Casa Blanca. Pero, por lo general, el estilo más
académico y contenido del debate en este país permite extraer algunas
ideas que pueden ser válidas en cualquier parte del mundo, puesto que
así como la globalización nos ha igualado en los problemas, debería
también servir para igualarnos en las soluciones. Curiosamente, nunca
Estados Unidos y México, los dos grandes países fronterizos, tenían
presidentes tan opuestos ideológicamente y tan similares al mismo
tiempo.
«La división, el extremismo político es la respuesta falsa a los problemas que no se saben resolver»
Esto ocurre entre otras razones porque, como dice Dan Balz en The Washington Post,
«las líneas divisorias en este nuevo mundo de desorden no son ya
simplemente las de izquierda-derecha, con conservadores peleando contra
izquierdistas». «Esta línea todavía existe, pero de forma creciente las
fuerzas de la desestabilización vienen de otros ángulos y de otras
direcciones».
Jason Stanley, que es profesor de la Universidad de Yale e hijo de
refugiados europeos que huyeron del fascismo, ha escrito un libro de
éxito en EE UU, cuyo título es How Fascism Works, en el que
analiza las similitudes del mundo actual con el que conocieron sus
padres en Europa en los años treinta del siglo pasado y llega a la
conclusión de que la mayor coincidencia es la repetición hoy de las
políticas de «nosotros contra ellos». Es la explotación política por
parte de dirigentes mediocres de las divisiones normales en la sociedad o
acentuadas por la crisis económica la que conduce a un escenario en el
que acaban triunfando los radicales y los impostores, tanto de derechas
como de izquierdas.
La división, el extremismo político es la respuesta falsa a los
problemas que no se saben resolver. El extremismo político es el
reconocimiento del fracaso de la verdadera política, que por definición
ha de buscar el punto medio, donde está la mayoría de la sociedad a la
que los políticos deben representar y defender. La radicalización
política es especialmente peligrosa cuando se produce dentro de los
partidos tradicionales, o bien cuando estos se implican en alianzas con
partidos radicales y anticonstitucionales. «Cuando el miedo, el
oportunismo o el cálculo erróneo conduce a los partidos establecidos a
permitir la entrada de los radicales en el escenario principal, la
democracia está en peligro», aseguran Steven Levitsky y Daniel Ziblatt
en su libro How Democracies Die.
Los dos profesores de Harvard han estudiado a fondo lo que
consideran la mayor amenaza para las democracias actuales: la
desaparición del papel de los partidos políticos como vigilantes y
gestores del sistema. Desde la Segunda Guerra Mundial —más recientemente
en el caso de España—, la democracia se ha sostenido sobre la base de
que «los líderes de dos principales partidos aceptaban al contrario como
legítimo y resistían la tentación de usar su control temporal de las
instituciones para maximizar su rentabilidad partidista».
«Son las decisiones políticas de ayer y de hoy las que azuzan el monstruo populista y autoritario»
Pedirle a un político sacrificar sus intereses personales o
partidistas en beneficio de la democracia puede parecer absurdo. Desde
luego lo es con la actual clase política, incluso en momentos tan
delicados como los presentes. Pero es necesario recordar el peligro que
representa la legitimación, el blanqueo por parte de los partidos
tradicionales de las fuerzas antisistema mediante alianzas políticas
coyunturales. Levitsky y Ziblatt recuerdan que ni Alemania ni Italia en
los años treinta ni Venezuela en los noventa, por mencionar un
totalitarismo de otro signo, dieron mayoritariamente el respaldo a
Gobiernos autoritarios: «A pesar de sus grandes diferencias, Hitler
Mussolini y Chávez siguieron similares rutas hacia el poder. No solo
eran outsiders con capacidad de captar la atención, sino que
cada uno de ellos alcanzó el poder porque los políticos establecidos
desoyeron las señales de advertencia, les entregaron el poder o les
abrieron las puertas para obtenerlo». En el caso de Venezuela, los dos
autores mencionan el apoyo de Rafael Caldera a Hugo Chávez —al que
indultó cuando cumplía condena por participar en un golpe de Estado—, lo
que permitió a Caldera resurgir de su irrelevancia política y ser
elegido presidente en 1993, solo para allanar el camino al propio
Chávez, que ganó las siguientes elecciones e impuso el sistema que hoy
ha arruinado económica, política y moralmente al país.
El fascismo no es un fantasma que se nos aparece de repente en medio
de la noche. Son las decisiones políticas de ayer y de hoy las que
azuzan el monstruo populista y autoritario. Como dice Dan Balz, «el
mundo ya estaba siendo crecientemente desordenado antes de que Trump
fuera presidente y fue elegido precisamente por ese desorden». «La
inestabilidad y el desorden son ahora moneda común en el mundo, poniendo
a prueba la capacidad de los líderes de crear territorio fértil en el
que reaccionar».
La reacción que se requiere no es contra el fascismo. Es mucho más
urgente y mucho más sencillo identificar a los verdaderos saboteadores
de nuestra democracia a día de hoy, los que se saltan a diario las
normas de la convivencia y violan la Constitución, y los que lo toleran
con indiferencia para no perder el poder. Antes de alarmistas
llamamientos contra la extrema derecha es conveniente mirar a nuestro
lado en cada uno de los países donde ese fenómeno crece y preguntarse
quién está sembrando la división, quién está legitimando el populismo y
el nacionalismo ya, en este momento, desde las instituciones
establecidas, quién está ya utilizando el poder en beneficio personal,
quién está sembrando la semilla para la quiebra del sistema. «Nadie que
esté dispuesto a hacer cualquier cosa por ser presidente merecería ser
nunca presidente», dice George Will en The New York Times como consejo al Partido Demócrata, en busca del candidato presidencial más adecuado frente a la extrema derecha en EE UU.
El ascenso del nuevo populismo celeste va a costa del FMLN. Muchos que durante toda la posguerra han votado por el Frente, hoy anuncian en encuestas su intención de votar por Nayib Bukele.
¿A qué se debe este fenómeno? No es que estos votantes hayan dejado de sentirse identificados con la izquierda. Pero se sienten frustrados con el partido que representa a la izquierda.
Hablando con ex militantes de FMLN que ahora apuestan a Bukele, uno recibe una respuesta simple: “Bukele y Nuevas Ideas representan la ‘nueva izquierda’, que va a corregir los errores del Frente. Se trata de ‘refundar’ la izquierda.” Ellos no tienen ninguna afinidad con GANA, más bien detestan la cultura de corrupción y chanchullos que representa este partido. El pacto de Bukele con GANA no lo ven como traición, sino como movida táctica, que se va a corregir luego de las elecciones. Tienen fe que Bukele y Nuevas Ideas son la solución a la crisis de la izquierda, la cual muchos de ellos viven como crisis personal.
Digo “fe”, porque apostar a Bukele y Cía. para refundar la izquierda solo puede ser un acto de fe. No está basado en una trayectoria de izquierda de los líderes de Nuevas Ideas. Mucho menos de sus operadores políticos y propagandísticos, que casi todos provienen de la derecha más mafiosa.
Entiendo la frustración con el FMLN y sus actitudes conservadoras y oportunistas.
¿Pero en qué se transforma esta frustración? Lo lógico sería luchar por la renovación del Frente, o por construir una nueva izquierda: moderna, democrática, abierta al debate.
Pero pensar que un demagogo con actitudes de playboy hijo de papi puede salvar la izquierda y convertirse en el heredero de tanta lucha y tantos sacrificios, es absurdo y ofensivo. Este hombre nunca ha sido de izquierda, se metió al Frente por oportunismo, y así salió. Obviamente tiene la habilidad de apropiarse de consignas y banderas históricas de la izquierda, pero esto no lo convierte en luchador social. También un militar golpista y corrupto como Hugo Chávez tuvo esta habilidad – y ya sabemos que el régimen que estableció no tiene nada de izquierda.
El primer requisito para alguien que proclama querer renovar la izquierda, es vocación democrática. La segunda: tener una estrategia para empoderar a la sociedad, sobre todo los sectores marginados. Cosa que es excluyente con empoderase como líder que representa a las masas y las convierte en instrumento para preservar su poder. Bukele no cumple ninguno de estos dos requisitos. Construye un partido a la medida de su líder. Se vanagloria que este partido es un movimiento sin cúpulas. Este ha sido siempre el truco de los movimientos autoritarios, incluyendo los fascistas al estilo de Mussolini, Perón y, otra vez, Hugo Chávez: No quieren gobernar con instituciones, sino mediante la conexión directa entre líder y movimiento. Terminan con un déspota que no rinde cuentas a ninguna instancia, ni del partido ni de Estado, sino directamente “al pueblo”, o sea a todos y a nadie.
Esto es lo contrario a izquierda, porque es contrario a los principios de libertad, democracia y emancipación. Por esto no solo el Frente se distanció (a fin) de Bukele, sino también se desmarcan de él figuras históricas de la izquierda democrática como Rubén Zamora, Salvador Samayoa, Roberto Rubio. Les da pena, igual que a mi, que un oportunista y ególatra pueda tener éxito navegando con banderas usurpadas de izquierda. Les inspira desconfianza, igual que a mi, que Bukele y Ulloa despotrican contra el sistema pluralista construido por los Acuerdos de Paz y hablan de una Constituyente para construir una “Segunda República”. El país necesita estabilidad institucional, no experimentos de anti-política que encubre nuevos autoritarismos.
Compañeros, pónganse serios. Si quieren preservar la izquierda como fuerza relevante, no abandonen al Frente en el momento que al fin comienza a renovarse. Si ya no creen en esta renovación, voten por Calleja para que medio levante el país y dedíquense a construir una nueva izquierda. Si ambas opciones les parecen imposibles, registren su protesta votando por Josué Alvarado, quien es un hombre correcto con gran compromiso social. Pero no caigan en la trampa del nuevo populismo.
El 3 de febrero los votantes tendrán que decidir entre dos propuestas
de cambio. La primera se enfoca en cambiar las personas que han
detentado el poder. La segunda se enfoca en cambiar las realidades que
detienen el progreso de las familias salvadoreñas.
La lógica de la primera propuesta es ridículamente simple. El que la
sostiene dice que otros de izquierda y de derecha ya han ejercido el
poder presidencial y que ahora le toca a él. Es una propuesta de poder,
puramente personal, orientada a cambiar la situación del candidato de no
ser nada a ser Presidente de la República.
Ese cambio solo tiene sentido en la segunda propuesta, que debe
centrarse en el ciudadano y sus problemas, en sus noches de desvelo
preocupado de cómo va a hacer para pagar sus deudas, para que le alcance
el dinero para mandar a tus hijos a la escuela, para que su familia
tenga acceso a una buena salud, en un país seguro y con oportunidades.
Y es aquí, al examinar estos problemas, que se puede ver claramente
que tomar la decisión de votar solo para cambiar a la persona en el
poder, razonando que hay que darle una oportunidad, no solo es
inconsecuente sino realmente dañina, porque esa es la manera en la que
se ha votado en El Salvador con mucha frecuencia y esa es la razón por
la que hemos terminado con gobiernos que son muy buenos para gritar
insultos contra “los ricos” y muy incompetentes y desinteresados en la
mejoría de la familia salvadoreña. Para lograr sus objetivos personales,
estos políticos han negado toda evidencia de progreso en el país, han
inyectado odio y han llamado al conflicto, sin presentar planes de
progreso, sin dar ideas para mejorar el país… enfocado solo en dar la
impresión de que las tienen, sin importarles más que la manera de
apropiarse del poder.
Y mientras se dedican ya en la presidencia a gritar, insultar y
quejarse, han dejado que las familias tengan que pagar tres veces los
costos de la salud porque con sus impuestos se pagan los hospitales
públicos, porque además les descuentan la cuota del Seguro Social, y,
como estos no funcionan, tienen que pagar médicos y clínicas privadas
para garantizar la salud de su familia. Igual pasa con la educación, que
pagan dos veces, veces, porque la calidad de la educación estatal deja
mucho que desear. Además, tienen que pagar impuestos para pagar la
seguridad estatal aunque ésta no funciona. Con el dinero de las familias
se subsidia el transporte público que es tan malo que los usuarios
tienen que ir amontonados en unidades inseguras y mal mantenidas.
Pero aunque estos problemas se arreglaran, los ingresos de la familia
no les alcanzan como para darle una vida digna a sus hijos porque los
gobiernos recientes han ahuyentado la inversión con sus odios y
victimizaciones, limitando las oportunidades de empleo.
Es decir, estas preocupaciones las tienen las familias salvadoreñas
porque creyeron en otros cuentos similares a los que les están contando
hoy, que se enfocan solo en las quejas y no en las soluciones a los
problemas de los ciudadanos y sus familias. Lo que el país necesita no
es una persona que sea excelente para insultar y echar culpas, sino
personas que tengan propuestas realistas para que los ciudadanos puedan
mandar a sus niños a una buena escuela pública y a buenas unidades de
salud y hospitales públicos, y que puedan vivir en comunidades seguras,
en las que los niños puedan crecer en un ambiente sano y libre de
violencia.
Tenemos que terminar con los cuentos de los populistas, que quieren
hacernos creer que la salvación está en que ellos estén en el poder,
cuentos que crearon nuestro estancamiento, y nuestros desencuentros y
nuestros odios. Tenemos que pasar del odio a la armonía y del
estancamiento al crecimiento, para que todos nosotros tengamos las
oportunidades que nos merecemos y vivamos en un país seguro y próspero.
For
hundreds of years, modern societies have depended on something that is
so ubiquitous, so ordinary, that we scarcely ever stop to notice it:
trust. The fact that millions of people are able to believe the same
things about reality is a remarkable achievement, but one that is more
fragile than is often recognised.
At times when public institutions – including the media, government
departments and professions – command widespread trust, we rarely
question how they achieve this. And yet at the heart of successful
liberal democracies lies a remarkable collective leap of faith: that
when public officials, reporters, experts and politicians share a piece
of information, they are presumed to be doing so in an honest fashion.
The notion that public figures and professionals are
basically trustworthy has been integral to the health of representative
democracies. After all, the very core of liberal democracy is the idea
that a small group of people – politicians – can represent millions of
others. If this system is to work, there must be a basic modicum of
trust that the small group will act on behalf of the much larger one, at
least some of the time. As the past decade has made clear, nothing
turns voters against liberalism more rapidly than the appearance of
corruption: the suspicion, valid or otherwise, that politicians are
exploiting their power for their own private interest.
This isn’t just about politics. In fact, much of what we believe to
be true about the world is actually taken on trust, via newspapers,
experts, officials and broadcasters. While each of us sometimes
witnesses events with our own eyes, there are plenty of apparently
reasonable truths that we all accept without seeing. In order to believe
that the economy has grown by 1%, or to find out about latest medical
advances, we take various things on trust; we don’t automatically doubt
the moral character of the researchers or reporters involved.
Much of the time, the edifice that we refer to as “truth” is really
an investment of trust. Consider how we come to know the facts about climate change:
scientists carefully collect and analyse data, before drafting a paper
for anonymous review by other scientists, who assume that the data is
authentic. If published, the findings are shared with journalists in
press releases, drafted by university press offices. We expect that
these findings are then reported honestly and without distortion by
broadcasters and newspapers. Civil servants draft ministerial speeches
that respond to these facts, including details on what the government
has achieved to date.
A modern liberal society is a complex web of trust relations, held
together by reports, accounts, records and testimonies. Such systems
have always faced political risks and threats. The template of modern
expertise can be traced back to the second half of the 17th century,
when scientists and merchants first established techniques for recording
and sharing facts and figures. These were soon adopted by governments,
for purposes of tax collection and rudimentary public finance. But from
the start, strict codes of conduct had to be established to ensure that
officials and experts were not seeking personal gain or glory (for
instance through exaggerating their scientific discoveries), and were
bound by strict norms of honesty.
But regardless of how honest parties may be in their dealings with
one another, the cultural homogeneity and social intimacy of these
gentlemanly networks and clubs has always been grounds for suspicion.
Right back to the mid-17th century, the bodies tasked with handling
public knowledge have always privileged white male graduates, living in
global cities and university towns. This does not discredit the
knowledge they produce – but where things get trickier is when that
homogeneity starts to appear to be a political identity, with a shared
set of political goals. This is what is implied by the concept of
“elites”: that purportedly separate domains of power – media, business,
politics, law, academia – are acting in unison.
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further threat comes from individuals taking advantage of their
authority for personal gain. Systems that rely on trust are always open
to abuse by those seeking to exploit them. It is a key feature of modern
administrations that they use written documents to verify things – but
there will always be scope for records to be manipulated, suppressed or
fabricated. There is no escaping that possibility altogether. This
applies to many fields: at a certain point, the willingness to trust
that a newspaper is honestly reporting what a police officer claims to
have been told by a credible witness, for example, relies on a leap of
faith.
A trend of declining trust has been underway across the western world
for many years, even decades, as copious survey evidence attests.
Trust, and its absence, became a preoccupation for policymakers and
business leaders during the 1990s and early 2000s. They feared that
shrinking trust led to higher rates of crime and less cohesive
communities, producing costs that would be picked up by the state.
«What nobody foresaw was that, when trust sinks beneath a certain point, many people may come to view the entire spectacle of politics and public life as a sham.»
What nobody foresaw was that, when trust sinks beneath a certain
point, many people may come to view the entire spectacle of politics and
public life as a sham. This happens not because trust in general
declines, but because key public figures – notably politicians and
journalists – are perceived as untrustworthy. It is those figures
specifically tasked with representing society, either as elected
representatives or as professional reporters, who have lost credibility.
To understand the crisis liberal democracy faces today – whether we
identify this primarily in terms of “populism” or “post-truth” – it’s
not enough to simply bemoan the rising cynicism of the public. We need
also to consider some of the reasons why trust has been withdrawn. The
infrastructure of fact has been undermined in part by a combination of
technology and market forces – but we must seriously reckon with the
underlying truth of the populists’ charge against the establishment
today. Too often, the rise of insurgent political parties and demagogues
is viewed as the source of liberalism’s problems, rather than as a
symptom. But by focusing on trust, and the failure of liberal
institutions to sustain it, we get a clearer sense of why this is
happening now.
The problem today is that, across a number of crucial areas of public
life, the basic intuitions of populists have been repeatedly verified.
One of the main contributors to this has been the spread of digital
technology, creating vast data trails with the latent potential to
contradict public statements, and even undermine entire public
institutions. Whereas it is impossible to conclusively prove that a
politician is morally innocent or that a news report is undistorted, it
is far easier to demonstrate the opposite. Scandals, leaks,
whistleblowing and revelations of fraud all serve to confirm our worst
suspicions. While trust relies on a leap of faith, distrust is supported
by ever-mounting piles of evidence. And in Britain, this pile has been
expanding much faster than many of us have been prepared to admit.
Confronted
by the rise of populist parties and leaders, some commentators have
described the crisis facing liberalism in largely economic terms – as a
revolt among those “left behind” by inequality and globalisation.
Another camp sees it primarily as the expression of cultural anxieties
surrounding identity and immigration. There is some truth in both, of
course – but neither gets to the heart of the trust crisis that
populists exploit so ruthlessly. A crucial reason liberalism is in
danger right now is that the basic honesty of mainstream politicians,
journalists and senior officials is no longer taken for granted.
There are copious explanations for Trump, Brexit and so on, but
insufficient attention to what populists are actually saying, which
focuses relentlessly on the idea of self-serving “elites” maintaining a
status quo that primarily benefits them. On the right, Nigel Farage has
accused individual civil servants of seeking to sabotage Brexit for
their own private ends. On the left, Jeremy Corbyn repeatedly refers to Britain’s “rigged” economic system.
The promise to crack down on corruption and private lobbying is
integral to the pitch made by figures such as Donald Trump, Jair
Bolsonaro or Viktor Orbán.
One of the great political riddles of recent years is that declining
trust in “elites” is often encouraged and exploited by figures of far
more dubious moral character – not to mention far greater wealth – than
the technocrats and politicians being ousted. On the face of it, it
would seem odd that a sense of “elite” corruption would play into the
hands of hucksters and blaggards such as Donald Trump
or Arron Banks. But the authority of these figures owes nothing to
their moral character, and everything to their perceived willingness to
blow the whistle on corrupt “insiders” dominating the state and media.
Liberals – including those who occupy “elite” positions – may comfort
themselves with the belief that these charges are ill-founded or
exaggerated, or else that the populists offer no solutions to the
failures they identify. After all, Trump has not “drained the swamp” of
Washington lobbying. But this is to miss the point of how such rhetoric
works, which is to chip away at the core faith on which liberalism
depends, namely that power is being used in ways that represent the
public interest, and that the facts published by the mainstream media
are valid representations of reality.
«Populists target various centres of power, including dominant political parties, mainstream media, big business and the institutions of the state, including the judiciary.»
Populists target various centres of power, including dominant
political parties, mainstream media, big business and the institutions
of the state, including the judiciary. The chilling phrase “enemies of the people”
has recently been employed by Donald Trump to describe those
broadcasters and newspapers he dislikes (such as CNN and the New York
Times), and by the Daily Mail to describe high court judges, following
their 2016 ruling that Brexit would require parliamentary consent. But
on a deeper level, whether it is the judiciary, the media or the
independent civil service that is being attacked is secondary to a more
important allegation: that public life in general has become fraudulent.
How does this allegation work? One aspect of it is to dispute the
very possibility that a judge, reporter or expert might act in a
disinterested, objective fashion. For those whose authority depends on
separating their public duties from their personal feelings, having
their private views or identities publicised serves as an attack on
their credibility. But another aspect is to gradually blur the
distinctions between different varieties of expertise and authority,
with the implication that politicians, journalists, judges, regulators
and officials are effectively all working together.
It is easy for rival professions to argue that they have little in
common with each other, and are often antagonistic to each other.
Ostensibly, these disparate centres of expertise and power hold each
other in check in various ways, producing a pluralist system of checks
and balances. Twentieth-century defenders of liberalism, such as the
American political scientist Robert Dahl, often argued that it didn’t
matter how much power was concentrated in the hands of individual
authorities, as long as no single political entity was able to
monopolise power. The famous liberal ideal of a “separation of powers”
(distinguishing executive, legislative and judicial branches of
government), so influential in the framing of the US constitution, could
persist so long as different domains of society hold one another up to
critical scrutiny.
But one thing that these diverse professions and authorities do have
in common is that they trade primarily in words and symbols. By lumping
together journalists, judges, experts and politicians as a single
homogeneous “liberal elite”, it is possible to treat them all as
indulging in a babble of jargon, political correctness and, ultimately,
lies. Their status as public servants is demolished once their claim to
speak honestly is thrown into doubt. One way in which this is done is by
bringing their private opinions and tastes before the public, something
that social media and email render far easier. Tensions and
contradictions between the public face of, say, a BBC reporter, and
their private opinions and feelings, are much easier to discover in the
age of Twitter.
«Whether in the media, politics or academia, liberal professions suffer a vulnerability that a figure such as Trump doesn’t, in that their authority hangs on their claim to speak the truth.»
Whether in the media, politics or academia, liberal professions
suffer a vulnerability that a figure such as Trump doesn’t, in that
their authority hangs on their claim to speak the truth. A recent
sociological paper called The Authentic Appeal of the Lying Demagogue,
by US academics Oliver Hahl, Minjae Kim and Ezra Zuckerman Sivan, draws
a distinction between two types of lies. The first, “special access
lies”, may be better termed “insider lies”. This is dishonesty from
those trusted to truthfully report facts, who abuse that trust by
failing to state what they privately know to be true. (The authors give
the example of Bill Clinton’s infamous claim that he “did not have
sexual relations with that woman”.)
The second, which they refer to as “common knowledge lies”, are the
kinds of lies told by Donald Trump about the size of his election
victory or the crowds at his inauguration, or the Vote Leave campaign’s
false claims about sending “£350m a week to the EU”. These lies do not
pretend to be bound by the norm of honesty in the first place, and the
listener can make up their own mind what to make of them.
What the paper shows is that, where politics comes to be viewed as
the domain of “insider” liars, there is a seductive authenticity, even a
strange kind of honesty, about the “common knowledge” liar. The rise of
highly polished, professional politicians such as Tony Blair and Bill
Clinton exacerbated the sense that politics is all about strategic
concealment of the truth, something that the Iraq war seemed to confirm
as much as anything. Trump or Farage may have a reputation for
fabricating things, but they don’t (rightly or wrongly) have a
reputation for concealing things, which grants them a form of credibility not available to technocrats or professional politicians.
At the same time, and even more corrosively, when elected
representatives come to be viewed as “insider liars”, it turns out that
other professions whose job it is to report the truth – journalists,
experts, officials – also suffer a slump in trust. Indeed, the
distinctions between all these fact-peddlers start to look irrelevant in
the eyes of those who’ve given up on the establishment altogether. It
is this type of all-encompassing disbelief that creates the opportunity
for rightwing populism in particular. Trump voters are more than twice
as likely to distrust the media as those who voted for Clinton in 2016,
according to the annual Edelman Trust Barometer, which adds that the
four countries currently suffering the most “extreme trust losses” are
Italy, Brazil, South Africa and the US.
It’s one thing to measure public attitudes, but quite another to
understand what shapes them. Alienation and disillusionment develop
slowly, and without any single provocation. No doubt economic stagnation
and soaring inequality have played a role – but we should not discount
the growing significance of scandals that appear to discredit the
honesty and objectivity of “liberal elites”. The misbehaviour of elites
did not “cause” Brexit,
but it is striking, in hindsight, how little attention was paid to the
accumulation of scandal and its consequences for trust in the
establishment.
The
2010 edition of the annual British Social Attitudes survey included an
ominous finding. Trust in politicians, already low, had suffered a fresh
slump, with a majority of people saying politicians never tell the
truth. But at the same time, interest in politics had mysteriously
risen.
To whom would this newly engaged section of the electorate turn if
they had lost trust in “politicians”? One answer was clearly Ukip, who
experienced their greatest electoral gains in the years that followed,
to the point of winning the most seats in the 2014 elections for the
European parliament. Ukip’s surge, which initially appeared to threaten
the Conservative party, was integral to David Cameron’s decision to hold
a referendum on EU membership. One of the decisive (and unexpected)
factors in the referendum result was the number of voters who went to
the polls for the first time, specifically to vote leave.
What might have prompted the combination of angry disillusionment and
intensifying interest that was visible in the 2010 survey? It clearly
predated the toughest years of austerity. But there was clearly one
event that did more than any other to weaken trust in politicians: the
MPs’ expenses scandal, which blew up in May 2009 thanks to a drip-feed
of revelations published by the Daily Telegraph.
Following as it did so soon after a disaster of world-historic
proportions – the financial crisis – the full significance of the
expenses scandal may have been forgotten. But its ramifications were
vast. For one thing, it engulfed many of the highest reaches of power in
Westminster: the Speaker of the House of Commons, the home secretary,
the secretary of state for communities and local government and the
chief secretary to the treasury all resigned. Not only that, but the rot
appeared to have infected all parties equally, validating the feeling
that politicians had more in common with each other (regardless of party
loyalties) than they did with decent, ordinary people.
Many of the issues that “elites” deal with are complex, concerning
law, regulation and economic analysis. We can all see the fallout of the
financial crisis, for instance, but the precise causes are disputed and
hard to fathom. By contrast, everybody understands expense claims, and
everybody knows lying and exaggerating are among the most basic moral
failings; even a child understands they are wrong. This may be unfair to
the hundreds of honest MPs and to the dozens whose misdemeanours fell
into a murky area around the “spirit” of the rules. But the sense of a
mass stitch-up was deeply – and understandably – entrenched.
The other significant thing about the expenses scandal was the way it
set a template for a decade of elite scandals – most of which also
involved lies, leaks and dishonest denials. One year later, there was
another leak from a vast archive of government data: in 2010, WikiLeaks
released hundreds of thousands of US military field reports from Iraqand Afghanistan.
With the assistance of newspapers including the New York Times, Der
Spiegel, the Guardian and Le Monde, these “war logs” disclosed
horrifying details about the conduct of US forces and revealed the
Pentagon had falsely denied knowledge of various abuses. While some
politicians expressed moral revulsion with what had been exposed, the US
and British governments blamed WikiLeaks for endangering their troops,
and the leaker, Chelsea Manning, was jailed for espionage.
In 2011, the phone-hacking
scandal put the press itself under the spotlight. It was revealed that
senior figures in News International and the Metropolitan police had
long been aware of the extent of phone-hacking practices – and they had lied
about how much they knew. Among those implicated was the prime
minister’s communications director, former News of the World editor Andy
Coulson, who was forced to resign his post and later jailed. By the end
of 2011, the News of the World had been closed down, the Leveson
inquiry was underway, and the entire Murdoch empire was shaking.
The biggest scandal of 2012 was a different beast altogether, involving unknown men manipulating a number
that very few people had even heard of. The number in question, the
London interbank offered rate, or Libor, is meant to represent the rate
at which banks are willing to loan to each other. What was surreal, in
an age of complex derivatives and high-frequency trading algorithms, was
that this number was calculated on the basis of estimates declared by
each bank on a daily basis, and accepted purely on trust. The revelation
that a handful of brokers had conspired to alter Libor for private gain
(with possible costs to around 250,000 UK mortgage-holders, among
others) may have been difficult to fully comprehend, but it gave the not
unreasonable impression of an industry enriching itself in a criminal
fashion at the public’s expense. Bob Diamond, the CEO of Barclays, the
bank at the centre of the conspiracy, resigned in July 2012.
Towards the end of that year, the media was caught in another
prolonged crisis, this time at the BBC. Horror greeted the broadcast of
the ITV documentary The Other Side of Jimmy Savile in October 2012. How
many people had known about his predatory sexual behaviour, and for how
long? Why had the police abandoned earlier investigations? And why had
BBC Newsnight dropped its own film about Savile, due to be broadcast
shortly after his death in 2011? The police swiftly established
Operation Yewtree to investigate historic sexual abuse allegations,
while the BBC established independent commissions into what had gone
wrong. But a sense lingered that neither the BBC nor the police had
really wanted to know the truth of these matters for the previous 40
years.
It wasn’t long before it was the turn of the corporate world. In September 2014, a whistleblower revealed that Tesco had exaggerated
its half-yearly profits by £250m, increasing the figure by around a
third. An accounting fiddle on this scale clearly had roots at a senior
managerial level. Sure enough, four senior executives were suspended the
same month and three were charged with fraud two years later. A year
later, it emerged that Volkswagen had systematically and deliberately tinkered with emissions controls
in their vehicles, so as to dupe regulators in tests, but then pollute
liberally the rest of the time. The CEO, Martin Winterkorn, resigned.
“We didn’t really learn anything from WikiLeaks we didn’t already presume to be true,” the philosopher Slavoj Žižek observed in 2014.
“But it is one thing to know it in general and another to get concrete
data.” The nature of all these scandals suggests the emergence of a new
form of “facts”, in the shape of a leaked archive – one that, crucially,
does not depend on trusting the secondhand report of a journalist or
official. These revelations are powerful and consequential precisely
because they appear to directly confirm our fears and suspicions.
Resentment towards “liberal elites” would no doubt brew even in the
absence of supporting evidence. But when that evidence arises, things
become far angrier, even when the data – such as Hillary Clinton’s
emails – isn’t actually very shocking.
This
is by no means an exhaustive list of the scandals of the past decade,
nor are they all of equal significance. But viewing them together
provides a better sense of how the suspicions of populists cut through.
Whether or not we continue to trust in politicians, journalists or
officials, we have grown increasingly used to this pattern in which a
curtain is dramatically pulled back, to reveal those who have been lying
to or defrauding the public.
Another pattern also begins to emerge. It’s not just that isolated
individuals are unmasked as corrupt or self-interested (something that
is as old as politics), but that the establishment itself starts to
appear deceitful and dubious. The distinctive scandals of the 21st
century are a combination of some very basic and timeless moral failings
(greed and dishonesty) with technologies of exposure that expose
malpractice on an unprecedented scale, and with far more dramatic
results.
Perhaps the most important feature of all these revelations was that
they were definitely scandals, and not merely failures: they involved
deliberate efforts to defraud or mislead. Several involved sustained
cover-ups, delaying the moment of truth for as long as possible.
Several of the scandals ended with high profile figures behind bars.
Jail terms satisfy some of the public demand that the “elites” pay for
their dishonesty, but they don’t repair the trust that has been damaged.
On the contrary, there’s a risk that they affirm the cry for
retribution, after which the quest for punishment is only ramped up
further. Chants of “lock her up” continue to reverberate around Trump
rallies.
In addition to their conscious and deliberate nature, a second
striking feature of these scandals was the ambiguous role played by the
media. On the one hand, the reputation of the media has taken a
pummelling over the past decade, egged on by populists and conspiracy
theorists who accuse the “mainstream media” of being allied to
professional political leaders, and who now have the benefit of social
media through which to spread this message.
The moral authority of newspapers may never have been high, but the grisly revelations that journalists hacked the phone
of murdered schoolgirl Milly Dowler represented a new low in the public
standing of the press. The Leveson inquiry, followed soon after by the
Savile revelations and Operation Yewtree, generated a sense of a media
class who were adept at exposing others, but equally expert at
concealing the truth of their own behaviours.
On the other hand, it was newspapers and broadcasters that enabled
all of this to come to light at all. The extent of phone hacking was
eventually exposed by the Guardian, the MPs’ expenses by the Telegraph,
Jimmy Savile by ITV, and the “war logs” reported with the aid of several
newspapers around the world simultaneously.
But the media was playing a different kind of role from the one
traditionally played by journalists and newspapers, with very different
implications for the status of truth in society. A backlog of data and
allegations had built up in secret, until eventually a whistle was
blown. An archive existed that the authorities refused to acknowledge,
until they couldn’t resist the pressure to do so any longer. Journalists
and whistleblowers were instrumental in removing the pressure valve,
but from that point on, truth poured out unpredictably. While such
torrents are underway, there is no way of knowing how far they may
spread or how long they may last.
The era of “big data” is also the era of “leaks”. Where traditional
“sleaze” could topple a minister, several of the defining scandals of
the past decade have been on a scale so vast that they exceed any
individual’s responsibility. The Edward Snowden revelations of 2013, the Panama Papers leak of 2015 and the HSBC files
(revealing organised tax evasion) all involved the release of tens of
thousands or even millions of documents. Paper-based bureaucracies never
faced threats to their legitimacy on this scale.
The power of commissions and inquiries to make sense of so much data
is not to be understated, nor is the integrity of those newspapers and
whistleblowers that helped bring misdemeanours to light. In cases such
as MPs’ expenses, some newspapers even invited their readers to help
search these vast archives for treasure troves, like human algorithms
sorting through data. But it is hard to imagine that the net effect of
so many revelations was to build trust in any publicly visible
institutions. On the contrary, the discovery that “elites” have been
blocking access to a mine of incriminating data is perfect fodder for
conspiracy theories. In his 2010 memoir, A Journey, Tony Blair confessed
that legislating for freedom of information was one of his biggest regrets, which gave a glimpse of how transparency is viewed from the centre of power.
Following the release of the war logs by WikiLeaks,
nobody in any position of power claimed that the data wasn’t accurate
(it was, after all, the data, and not a journalistic report). Nor did
they offer any moral justification for what was revealed. Defence
departments were left making the flimsiest of arguments – that it was
better for everyone if they didn’t know how war was conducted. It may
well be that the House of Commons was not fairly represented by the MPs’
expenses scandal, that most City brokers are honest, or that the VW
emissions scam was a one-off within the car industry. But scandals don’t
work through producing fair or representative pictures of the world;
they do so by blowing the lid on hidden truths and lies. Where
whistleblowing and leaking become the dominant form of truth-telling,
the authority of professional truth-tellers – reporters, experts,
professionals, broadcasters – is thrown into question.
The
term “illiberal democracy” is now frequently invoked to describe states
such as Hungary under Viktor Orbán or Turkey under Recep Tayyip
Erdoğan. In contrast to liberal democracy, this model of authoritarian
populism targets the independence of the judiciary and the media,
ostensibly on behalf of “the people”.
Brexit has been caused partly by distrust in “liberal elites”, but
the anxiety is that it is also accelerating a drift towards
“illiberalism”. There is a feeling at large, albeit among outspoken
remainers, that the BBC has treated the leave campaign and Brexit itself
with kid gloves, for fear of provoking animosity. More worrying was the
discovery by openDemocracy in October
that the Metropolitan police were delaying their investigation into
alleged breaches of electoral law by the leave campaign due to what a
Met spokesperson called “political sensitivities”. The risk at the
present juncture is that key civic institutions will seek to avoid
exercising scrutiny and due process, for fear of upsetting their
opponents.
Britain is not an “illiberal democracy”, but the credibility of our
elites is still in trouble, and efforts to placate their populist
opponents may only make matters worse. At the more extreme end of the
spectrum, the far-right activist Stephen Yaxley-Lennon, also known as Tommy Robinson, has used his celebrity and social media reach to cast doubt on the judiciary and the BBC at once.
Yaxley-Lennon has positioned himself as a freedom fighter, revealing
“the truth” about Muslim men accused of grooming underage girls by
violating legal rules that restrict reporting details of ongoing trials.
Yaxley-Lennon was found guilty of contempt of court and jailed (he was
later released after the court of appeal ordered a retrial, and the case
has been referred to the attorney general), but this only deepened his
appeal for those who believed the establishment was complicit in a
cover-up, and ordinary people were being deliberately duped.
The political concern right now is that suspicions of this nature –
that the truth is being deliberately hidden by an alliance of “elites” –
are no longer the preserve of conspiracy theorists, but becoming
increasingly common. Our current crisis has too many causes to enumerate
here, and it is impossible to apportion blame for a collective collapse
of trust – which is as much a symptom of changes in media technologies
as it is of any moral failings on the part of elites.
But what is emerging now is what the social theorist Michel Foucault
would have called a new “regime of truth” – a different way of
organising knowledge and trust in society. The advent of experts and
government administrators in the 17th century created the platform for a
distinctive liberal solution to this problem, which rested on the
assumption that knowledge would reside in public records, newspapers,
government files and journals. But once the integrity of these people
and these instruments is cast into doubt, an opportunity arises for a
new class of political figures and technologies to demand trust instead.
The project that was launched over three centuries ago, of trusting
elite individuals to know, report and judge things on our behalf, may
not be viable in the long term, at least not in its existing form. It is
tempting to indulge the fantasy that we can reverse the forces that
have undermined it, or else batter them into retreat with an even bigger
arsenal of facts. But this is to ignore the more fundamental ways in
which the nature of trust is changing.
The main feature of the emerging regime is that truth is now assumed
to reside in hidden archives of data, rather than in publicly available
facts. This is what is affirmed by scandals such as MPs’ expenses and
the leak of the Iraq war logs – and more recently in the #MeToo
movement, which also occurred through a sudden and voluminous series of
revelations, generating a crisis of trust. The truth was out there, just
not in the public domain. In the age of email, social media and
cameraphones, it is now common sense to assume that virtually all social
activity is generating raw data, which exists out there somewhere.
Truth becomes like the lava below the earth’s crust, which periodically
bursts through as a volcano.
What role does this leave for the traditional, analogue purveyors of
facts and figures? What does it mean to “report” the news in an age of
reflexive disbelief? Newspapers have been grappling with this question
for some time now; some have decided to refashion themselves as portals
to the raw data, or curators of other people’s content. But it is no
longer intuitively obvious to the public why they should be prepared to
take a journalist’s word for something, when they can witness the thing
itself in digital form. There may be good answers to these questions,
but they are not obvious ones.
Instead, a new type of heroic truth-teller has emerged in tandem with
these trends. This is the individual who appears brave enough to call
bullshit on the rest of the establishment – whether that be government
agencies, newspapers, business, political parties or anything else. Some
are whistleblowers, others are political leaders, and others are more
like conspiracy theorists or trolls. The problem is that everyone has a
different heroic truth-teller, because we’re all preoccupied by
different bullshit. There is no political alignment between figures such
as Chelsea Manning and Nigel Farage; what they share is only a
willingness to defy the establishment and break consensus.
If a world where everyone has their own truth-tellers sounds
dangerously like relativism, that’s because it is. But the roots of this
new and often unsettling “regime of truth” don’t only lie with the rise
of populism or the age of big data. Elites have largely failed to
understand that this crisis is about trust rather than facts – which may
be why they did not detect the rapid erosion of their own credibility.
Unless liberal institutions and their defenders are willing to reckon
with their own inability to sustain trust, the events of the past
decade will remain opaque to them. And unless those institutions can
rediscover aspects of the original liberal impulse – to keep different
domains of power separate, and put the disinterested pursuit of
knowledge before the pursuit of profit – then the present trends will
only intensify, and no quantity of facts will be sufficient to resist.
Power and authority will accrue to a combination of decreasingly liberal
states and digital platforms – interrupted only by the occasional
outcry as whistles are blown and outrages exposed.
Alberto Barrera Tyszka, como venezolano, conoce de propia experiencia cómo comienzan las aventuras populistas. Y en qué terminan: en autocracias. Su biografa «Hugo Chávez sin uniforme» (2005) es el libro de referencia sobre este tema. Escritor, guionista y columnista, hoy vive y trabaja en México. Mucho de lo que dice, puede ser importante para nuestro país.
CIUDAD
DE MÉXICO — La polarización es un método eficaz para la consolidación
de los caudillos modernos. Los medios de comunicación y las redes
sociales se convierten en plataformas inflamables, en extraordinarios
combustibles para alimentar a quienes veneran y a quienes odian al
líder. Más allá de la pasión narcisista, un ejercicio de repolarización
constante permite suprimir los debates y promover la idea de que solo
hay un único núcleo, todopoderoso y omnipresente, en la sociedad. Pero,
al igual que el carisma, el poder no reside solamente en una persona o
en un espacio. El poder es un vínculo, una relación.
Aunque
todavía no se ha juramentado, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ya ha
demostrado que no le gustan algunas reglas del juego, que el sistema que
le permitió llegar a la presidencia
no es suficientemente bueno. En el transcurso de estos meses, ha
comenzado a asomarse lo que podría ser un nuevo Estado, con distintas
maneras de participación, con otros procedimientos y con otras
ceremonias. En el centro de todo está AMLO, como un eje que polariza
cada vez más al país. Su idea de democracia es otra cosa. Es un asunto
personal.
Todo
populismo es un encantamiento. Por eso mismo, se trata de una
experiencia tan tentadora como peligrosa. Supone que el hechizo del
carisma puede sustituir a las formas. A medida que se acerca el 1 de
diciembre, México parece hundirse más en una marea de este tipo. Es un
proceso que puede detallarse con claridad en algunas de las recientes
polémicas que tienen como centro al próximo presidente.
En el caso de la consulta popular sobre el nuevo aeropuerto,
ante las críticas de diversos sectores de la sociedad, ante la denuncia
de la ausencia de un organismo independiente que funcione como árbitro
de la elección, ante el cuestionamiento de la manera sesgada en que se
organizó la votación, la respuesta de AMLO fue AMLO mismo. Frente a
cualquier debate o invitación al discernimiento, el poder propone un
argumento emotivo: la fe, la lealtad. “Nosotros no somos corruptos,
nunca hemos hecho un fraude, tenemos autoridad moral”, dice López Obrador.
Como si la sola presencia fuera una garantía insuperable. En el fondo,
es una versión melodramática de la política: el corazón vale más que las
instituciones.
Lo mismo podría señalarse con respecto al caso de los “superdelegados”,
su plan para designar a coordinadores en cada estado y supervisar los
programas de desarrollo. Visto desde una óptica no partidaria, se trata
de la conformación de una suerte de Estado paralelo: la creación de un
cuerpo de funcionarios que mantienen relación directa con el jefe de
Estado y se encargarán de actividades de desarrollo en el mismo
territorio que los gobernadores que fueron elegidos democráticamente.
Todos estos nuevos delegados son miembros del partido político de AMLO,
Morena, o forman parte de su entorno cercano. Pero AMLO dice que no, que
no está creando dualidades ni poderes alternos. Y para demostrarlo
acude a la devoción, ofrece un razonamiento inapelable: la humildad. Los
superdelegados, dijo, van a trabajar “sin protagonismos, con humildad. ¿Qué es el poder? El poder es humildad”.
Es
la misma lógica mágica que empuja la certeza de que la simple llegada
de AMLO al poder acabará con la corrupción en el país. O la devoción
ciega, capaz de defender que un presidente, cualquier presidente, pueda
tener mando directo sobre una nueva fuerza militar y policial
de cincuenta mil elementos. Remplazar la institucionalidad por una
personalidad conlleva riesgos enormes. La sensatez y el poder ciudadanos
pierden terreno. Por eso las señales de alarma se encienden, las
histerias se disparan. Cuando hace unos días, en Yucatán, AMLO dijo:
“Yo ya no me pertenezco, estoy al servicio de la nación”, por un
momento podía pensarse que solo seguía un guion, que estaba queriendo
terminar en alto un espectáculo, promoviendo él mismo ahora una asociación con Hugo Chávez,
deseando ser percibido como una amenaza. Es una línea demasiado obvia y
directa. Es, en cualquier caso, una fascinación ya conocida. AMLO puede
aspirar a ser un Mesías Tropical. Pero no lo puede lograr solo. Necesita derrotar a la sociedad.
Ya
se sabe cómo es la democracia según AMLO. También entonces es necesario
que se comience a saber claramente cómo es la democracia según los
ciudadanos, según aquellos que no votaron por él o que, incluso habiendo
votado por él, quieren y buscan un cambio, no un salvador.
Para
eso, es necesario desactivar el esquema polarizante. Hay que evitar que
solo los radicales tomen las calles y el lenguaje, pero también hay que
dejar de jugar a la defensiva, como si solo fuera posible pactar y
someterse. Hay que salir de la rentabilidad mediática y emocional que
refuerza al líder como único foco de la acción y de la decisión
política. En un contexto de partidos políticos derrotados y sin legitimidad,
es aun más urgente promover y desarrollar nuevos movimientos y espacios
de liderazgo y de trabajo, no dedicados al rechazo irracional del
líder, sino articulados a las luchas concretas de la población. El mejor
enemigo del populismo es la política. El ejercicio real y plural de la
política. Es el momento de demostrarle a AMLO que no es cierto, que
realmente él solo se pertenece a sí mismo. Que a partir del 1 de
diciembre tiene un nuevo trabajo y que la nación estará ahí para
exigirle que lo haga bien. Para controlarlo.
Debo admitir que llegué a medio siglo de edad, no de sabiduría, sin
saber verdaderamente qué era el populismo. Había leído sobre el
peronismo argentino y el fascismo italiano liderado por Mussolini, pero
nunca había vivido y observado de cerca una experiencia que pudiera
calificarse así. Y en estos temas no es lo mismo vivirlo a que te lo
cuenten. Finalmente me llegó el turno durante 3 años en Venezuela
(2004-2006) cuando Chávez consolidó el poder después de «ganar» el
referendo revocatorio. Desde entonces el precio del barril de petróleo
continuó subiendo hasta superar los $100, subsidiando a los pobres,
comprando desde políticos de la oposición hasta la política exterior de
varios países de Latinoamérica y el Caribe, con la corrupción
generalizada más grande de la historia latinoamericana.
Pero el populismo en Venezuela fue parte de un proyecto más
amplio latinoamericano y del Caribe liderado por los Castro en Cuba y
financiado con recursos extraordinarios por Chávez en y desde Venezuela,
donde la llamada Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América (ALBA) intentaría disputarle la hegemonía a gobiernos más o
menos democráticos respaldados por Estados Unidos y Europa Occidental.
Debo admitir que la experiencia y desastre del chavismo me inocularon
para siempre de populismos.
Históricamente, El Salvador nunca conoció ni gobiernos de
izquierda ni gobiernos populistas. Aquí lo que tuvimos siempre fue la
dictadura militar vinculada a la llamada oligarquía, que ejerció una
gran disciplina fiscal y monetaria e impulsó en algunos períodos la
modernización capitalista e institucional. Con la llegada de ARENA al
poder (1989) lo que conocimos fue la hegemonía de la derecha durante dos
décadas, aún más estrechamente vinculada al gran capital de lo que lo
estuvieron los gobiernos militares de siempre que disponían de cierta
«autonomía relativa».
Si bien los dos gobiernos del FMLN son catalogados de izquierda,
más por la trayectoria y alianzas internacionales de su partido que por
sus políticas, no es menos cierto que sin los contrapesos y contención
de la derecha, del sector privado, de los medios de comunicación social y
del poder de Washington, sus políticas hubieran tenido un corte
populista mucho más pronunciado. Aun así, las contrataciones de nuevos
empleados públicos superan los 40 mil, el gasto público creció
sostenidamente, el déficit fiscal promedió 3.8 % del PIB y la deuda
pública se duplicó aumentando $10 mil millones aproximadamente, llegando
al 75 % del PIB al concluir una década de gobiernos del FMLN.
La transformación del modelo de crecimiento y distribución que
debió haber dado inicio en el tercer gobierno de ARENA nunca comenzó, ni
tampoco en los dos gobiernos del FMLN que concluyen con el más bajo
crecimiento, el más alto endeudamiento y calificación de riesgo, y la
menor competitividad de Centroamérica. La vieja política y la corrupción
no han tenido alteración en el cuarto de siglo de posguerra, lo que
aunado con el estancamiento económico y social se convirtieron en el
caldo de cultivo y en los parteros de este populismo liderado por un
joven político muy efectivo para capitalizar el hartazgo.
La situación político-institucional y económico-social de El
Salvador es tan frágil que el país no soportaría mucho tiempo un
presidente populista: que confrontando y denunciando a sus adversarios
quiera capitalizar su eventual triunfo electoral en las presidenciales
para impulsar en las siguientes elecciones legislativas la conformación
de una asamblea constituyente. Para tal objetivo recurriría
clientelarmente al aumento del gasto público y del déficit fiscal,
financiados por más deuda pública o por emisión inorgánica, en colones,
para lo cual no necesitaría reformar la mal llamada ley de integración
monetaria.
Paralelamente, caerían la inversión, la producción y las
exportaciones; el aumento del desempleo y del subempleo; y la fuga de
capitales, acompañada de la devaluación del colón y de una inflación
galopante que golpearía a los más pobres. La caída del PIB, de las
exportaciones y de las reservas internacionales, del consumo y de la
inversión, y el alza generalizada de precios, colapsarían la economía y
deteriorarían aceleradamente la situación social.
Con la falta de recursos para financiarlo y un deterioro social
acelerado, un proyecto populista no tendría larga vida. Pero las
consecuencias de su intento serían nefastas para El Salvador.