Carlos Mayora Re

No es cuestión de fe. De Carlos Mayora Re

Carlos Mayora Re, 10 marzo 2018 / El Diario de Hoy

Es bien sabido que la concentración de poder y la ausencia de contrapesos en cualquier gobierno son receta ideal para generar no solo autoritarismo y corrupción, sino debilitamiento —hasta llegar incluso a la desaparición— de las instituciones del Estado.

Por otra parte, acabamos de ver cómo el total de votos nulos en la recién concluida elección de diputados creció en un 250 % con respecto a las votaciones del 2015; el partido en el gobierno obtuvo una drástica reducción del 44 % en el número de personas que votaron por sus propuestas para diputados; y también cómo el ausentismo de votantes aumentó en un 8 % con respecto al anterior sufragio para Asamblea Legislativa. Todo sumado podría interpretarse como que existe un descontento o disconformidad de los ciudadanos con los políticos en general, no solo contra un partido o modo de hacer gobierno en particular.

Una de las causas del malestar contra la clase política es, sin duda, esa especie de fe ciega que los electores parecemos tener en ella, mezclada con una memoria de cortísimo alcance, actitudes que nos habrían llevado una y otra vez a darles cheques en blanco tanto a los que salen elegidos, como a los que quedan en la oposición (que es también una forma de gobernar), y a no pedir rendición de cuentas ni exigir cumplimiento de promesas y obligaciones.

Demasiadas veces hemos visto políticos cobrando esos cheques en blanco en beneficio personal, tanto económicamente —en bienes y privilegios— como en cuotas de poder. Sin embargo, dadas las reacciones de algunos que no fueron elegidos, uno se pregunta si los que están instalados en la burbuja del gobierno son capaces de entender que la gente está hasta la coronilla de ellos y sus sinvergüenzadas.

Lo cierto es que lo está: lo ha demostrado en las urnas el pasado fin de semana. Estamos bastante cansados, y más que de la ineptitud (un político incapaz se sustituye por medio de las elecciones), quizá estamos saturados de corrupción.

En todo esto hay una lección para ganadores y perdedores de las elecciones: estamos hartos de gente a quien le dimos el beneficio de la duda, y terminó siendo procesada judicialmente por corrupción. No es posible culpar solo a las circunstancias: cultura de aprovecharse de los cargos, acumulación de poder en pocas manos, falta de controles, etc.: las personas tienen siempre responsabilidad de sus acciones y por ello no pedirles cuentas es, en cierto modo, avalar sus comportamientos.

No esperamos políticos sin pecado original… En el gobierno, como en cualquier actividad humana, todos nos movemos por beneficios. Sin embargo, en el servicio público, las decisiones, las actuaciones, las omisiones, no solo cambian las condiciones de vida del funcionario de turno, sino la de todos nosotros: para bien y para mal.

A partir de mayo, las conformaciones de la Asamblea Legislativa y la de muchos concejos serán diferentes. Habrá concentración de poder —en bastantes casos de signo contrario a la que había— por lo que ya no podemos ser ingenuos y seguir actuando como si solamente un partido político tuviera el monopolio de la corrupción; es importantísimo estar vigilantes para que funcionen las instituciones, los medios de comunicación, la iniciativa ciudadana.

Dadas esas condiciones, se entiende como imprescindible dejar de actuar por fe cuando se trata de los políticos, y empezar a exigirles resultados más por justicia que por esperanza. Los ciudadanos debemos dejar de tomar como garantizado que por el simple hecho de haberse postulado, o haber ganado las elecciones, los funcionarios saben hacer su trabajo.

En conclusión: paradójicamente, al dejar de ser cuestión de fe en los políticos o en el sistema, la actitud de los ciudadanos frente a los mandatarios y a los funcionarios públicos comenzará a ser lo que siempre debería haber sido: cuestión de política bien hecha.

@carlosmayorare

Estado y desigualdad. De Carlos Mayora Re

Carlos Mayora, Columnista de El Diario de Hoy.

Foto digital.Carlos Mayora Re, 3 febrero 2018 / El Diario de Hoy

La desigualdad es connatural a la condición humana. Pero también lo es la igualdad. Me explico: la naturaleza compartida nos hace iguales en dignidad, pero no iguales en posibilidades de desarrollo personal. La diferencia la marca la libertad: la capacidad de autodirigirse a las propias metas, y de responder por las consecuencias de las actuaciones personales.

De la libertad se ha dicho mucho. Con frecuencia se le teme y se la niega abiertamente, o se habla de ella como si fuéramos, exclusivamente, libertad ilimitada. Ni lo uno ni lo otro: la negación de la libertad, o al menos su puesta bajo sospecha, por aquellos que luchan por la “igualdad” a toda costa, produce —paradójicamente— los mismos efectos que la afirmación de la incondicionalidad de la libertad: los dos planteamientos terminan en tiranías.

EDH logPor otra parte, ante la innegable mejora de las condiciones de la humanidad —de salud, económicas, de educación, de calidad de vida, etc.— a partir de la segunda mitad del siglo pasado, hay quienes niegan que haya habido un verdadero progreso, alegando que la riqueza (en sentido amplio) del género humano se ha distribuido erróneamente, generando una enorme desigualdad. Pierden de vista que si bien los ricos son ahora inmensamente más ricos, los pobres son ahora menos, muchos menos que antes.

Para quienes ven más la desigualdad que la riqueza generada, la solución parte de la negación de la libertad, y por lo mismo de invocar un Estado fuerte que “reparta” riqueza entre todos, de manera que se reduzca la brecha de la desigualdad. Pero esto es un error. Simplemente porque confunden desigualdad con injusticia.

Tal como escribe el premio Nobel Angus Deaton: “la desigualdad no es lo mismo que la injusticia; y, en mi opinión, es la segunda la que ha suscitado tanta agitación política en el mundo rico de hoy. Algunos de los procesos que generan desigualdad son ampliamente vistos como justos. Pero otros son profundamente y obviamente injustos y se han vuelto una fuente legítima de furia y descontento”.

Entonces, si el problema de fondo es la injusticia, no la desigualdad, ni —por extensión— la libertad, habrá que definir la justicia para comprender su negación. Clásicamente se entiende por justicia el ánimo constante de dar a las personas aquello que les corresponde; y, consecuentemente, la injusticia se hará presente cuando una persona no obtiene lo que por derecho es suyo, o cuando se apropia de lo ajeno.

Un Estado populista atenta profundamente contra la justicia, pues otorga a los ciudadanos bienes y riqueza que no les corresponden. Un Estado mercantilista es también injusto por definición, pues impide que todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades, y permite grupúsculos que controlan y se benefician con exclusividad de los bienes, por medio de privilegios y proteccionismos. En ambos casos es el Estado el que escoge ganadores y perdedores, marca la cancha y selecciona los jugadores: oficializa la injusticia como modus operandi en la sociedad.

El problema, por tanto, no es la libertad, sino su negación o exacerbación. Tanto daño hace una represión de Estado contra las libertades inherentes a la condición humana, como la concepción tan difundida de una libertad ilimitada, a la que es impensable pedir cuentas.

Entonces, el remedio contra la desigualdad no es darle más protagonismo al Estado, sino más bien lo contrario: cuanto más interviene, más desigualdad provoca; pero también, cuanto más ausente se encuentra en una sociedad, la brecha de la desigualdad provocada por injusticia se hace más y más amplia.

El papel del Estado tiene que ver por tanto, más que con la supresión de las desigualdades en general, con la garantía de igualdad de todos ante la ley, condición sine qua non de la justicia.

@carlosmayorare

 

¿Fanático yo? De Carlos Mayora Re

Los autoritarismos, las ideologías y los esquemas de pensamiento “enlatado” nos han enseñado, por las malas, que cuando se sigue irreflexivamente a iluminados y mesías, el próximo paso es la catástrofe.

Carlos Mayora, Columnista de El Diario de Hoy.

Foto digital.Carlos Mayora Re, 15 Diciembre 2017 / El Diario de Hoy

La sensibilidad actual nos lleva, ordinariamente, a sentirnos cómodos en ambientes poco agresivos, condescendientes. En general aborrecemos los autoritarismos y los esquemas rígidos de pensamiento, damos gran valor a la autenticidad y rechazamos que otros quieran imponernos sus ideas, criterios o puntos de vista.

Los autoritarismos, las ideologías y los esquemas de pensamiento “enlatado” nos han enseñado, por las malas, que cuando se sigue irreflexivamente a iluminados y mesías, el próximo paso es la catástrofe, sin importar que el aglutinante del rebaño sea la hipervaloración de la raza, la nación, la religión, el partido, o el sistema socio económico.

Desconfiamos, con razón, de los exaltados. Rechazamos afirmaciones tajantes. Nos asustan las normas y las leyes rígidas. Preferimos la incertidumbre, el buen humor a tener razón y nos reímos de cosas serias mientras exaltamos las nimiedades… hasta que aparecen los fanáticos del antifanatismo: esos que reniegan de cualquier compromiso, sospechan de los hechos, solo confían en sus sentimientos y afirman únicamente lo que aprueban los de su misma cuerda.

EDH logEntre sus filas nacen manifestaciones públicas contra el fanatismo, que se llevarían la medalla del primer lugar en un concurso de fanáticos. También aquí escuchamos y leemos feroces críticas contra quienes —amparándose en el derecho humano de la libertad de expresión— dicen cosas que ellos consideran obscenas, porque —alegan— avivan el odio (el de ellos, generalmente) e introducen diferencias donde la aspiración es la plana igualdad… cuando en realidad solo se está manifestando un punto de vista u opinión más o menos documentada.

Paradójicamente, el declive del autoritarismo “formal”, “oficial”, ha producido otras dictaduras: exclusión por motivos políticos, ideologías de género, culto a personajes políticos, nacionalismos, relativismo como vehículo del imperio de la posverdad, etc.

Entonces si los que parecen no son y los que son no parecen, ¿cómo estar seguro de que uno ha dado con un fanático? Por sus afirmaciones apodícticas e impositivas, su carencia de argumentos, su tendencia a ofender, a menospreciar, su llamada al “diálogo” (un diálogo que consiste generalmente en decir sus ideas y acallar las del que piensa distinto, descalificándolas de entrada con etiquetas) para “resolver” los problemas, etc.

Como se ha escrito, para preservarse del fanatismo hace falta “guardarse de querer juzgarlo todo, como si se contemplara la realidad desde una atalaya privilegiada; hacer un esfuerzo para no caer en el simplismo, ni etiquetar los problemas para eludir su complejidad, o dar respuestas triviales a problemas insuficientemente planteados; adoptar una actitud positiva y abierta ante los nuevos modos de entender las cosas, los nuevos estilos de vida, y ante la evolución de la sociedad; huir de los tonos catastrofistas o apocalípticos, del talante de queja habitual, de la negación de los valores positivos que siempre surgen en los cambios históricos; y por último, no hacer juicios ni condenas precipitadas de mentalidades, actitudes o sistemas de pensamiento”.

La persona razonable propone, no impone. No teme contrastar su pensamiento con el de los demás, respeta el razonamiento del otro y procura no solo entender lo que dice, sino comprender por qué lo dice.

El que no es fanático tiene presente que lo verdadero es razonable, interesante; que lo bueno es amable y lo bello, seductor. Su manera de comunicar es incompatible con la agresividad y el lenguaje ofensivo, o despreciativo. Procura tener honestidad intelectual en su discurso y trata de presentar ideas, hechos, ejemplos, sin apoyarse exclusivamente en argumentos de autoridad, o apelar indebidamente a sentimientos, filias y fobias.

Para terminar ¿cómo distinguir entre personas de principios, y fanáticos? Primero, sopesando que todos tenemos derecho a tener principios y valores estables, a creer profundamente en nuestras ideas; y después constatando que al sensato, a diferencia del fanático, nunca se le ocurre eliminar al disidente.

@carlosmayorare

La madre de todos los odios. Carlos Mayora Re

Los ajusticiamientos extrajudiciales de pandilleros han conducido al asesinato de policías. Los últimos, a más muerte de pandilleros y esto al asesinato de los familiares de los agentes de seguridad. A su vez parece que esto ha llevado al homicidio de parientes de pandilleros.

Carlos Mayora, Columnista de El Diario de Hoy.

Foto digital.

Carlos Mayora Re, 2 septiembre 2017 / EL DIARIO DE HOY

Que la violencia engendra violencia no es noticia para nadie. Sin embargo, la tentación de terminar de una vez por todas con los problemas hace olvidar que desde que el hombre es hombre, las “pacificaciones” sociales a las que se llega por medio de la violencia no son efectivas y que siempre que se abusa de la fuerza para imponer lo que sea, el remedio resulta peor que la enfermedad.

EDH logTodas las sociedades que después de siglos de conflictos irresolubles lograron vivir en paz, no lo alcanzaron por la violencia. Europa es el mejor ejemplo. Mientras otros pueblos que viven sumergidos en la violencia e intentan salir de la situación por medio de ella, se sumergen en una espiral de sangre y dolor que profundiza y encona el rencor. Ya se sabe: lo que se consigue violentamente no se puede conservar sino con violencia.

La violencia —último recurso del incompetente, decía Asimov— nos ha llevado a una situación crítica. Los ajusticiamientos extrajudiciales de pandilleros han conducido al asesinato de policías. Los últimos, a más muerte de pandilleros y esto al asesinato de los familiares de los agentes de seguridad. A su vez parece que esto ha llevado al homicidio de parientes de pandilleros… ¿hasta dónde va a llegar?

Se ha escrito con razón que la muerte de agentes de seguridad a manos de pandilleros, no solo hace que perdamos policías, sino que se ha causado un modo de operar que hace que estemos perdiendo la Policía misma: tomarse la justicia por mano particular no solo no es justicia, sino que diluye la justicia.

Al leer algunas declaraciones de funcionarios públicos del más alto nivel, que por medio de juegos de palabras parecen justificar la muerte de pandilleros a manos de grupos de exterminio, al leer los comentarios que la gente en general hace en las redes sociales, al ver la apatía ante denuncias de periodistas, columnistas y generadores de opinión con respecto al tema, uno no puede no quedarse preocupado. Como si los asesinatos fueran justos porque quienes mueren se lo “merecen” por sus delitos.

A estas alturas, pido al lector no confundirse: no pretendo defender pandilleros o justificar grupos de exterminio (en todo caso, si hay algo que urge defender, es el Estado de Derecho). Simplemente pretendo invitar a pensar. Pensar, y no juzgar. Pensar y no condenar. Pensar y sacar consecuencias.

Para ello traigo a cuento dos Artículos de la Constitución (el subrayado es mío): “Art. 1. El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común (…); y “Art. 2.- Toda persona tiene derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad, a la seguridad, al trabajo, a la propiedad y posesión y a ser protegida en la conservación y defensa de los mismos (…)”. Es decir: mientras haya salvadoreños tipo A (cuya vida debe respetarse) y tipo B (cuya vida está a disposición de las autoridades de seguridad), seguiremos alimentando con el odio el monstruo de la violencia.

Lo que está pasando no es asunto de eficacia, no se trata de ser “práctico”. No es, ni siquiera, cuestión ideológica. Tiene que ver con las raíces éticas y morales de nuestra sociedad: si las perdemos, nos quedamos sin salvación. Si buscas venganza —dice un sabio proverbio— prepara dos tumbas.

La “rabia” del odio no se acaba con la muerte del perro… el odio, y peor aún el rencor engendrado por la violencia, son indestructibles. Pasan de generación en generación, quedan a disposición de manipuladores políticos o de turbios intereses, se enquistan en las almas y deshumanizan todo lo que tocan.

@carlosmayorare

Economía popular. De Carlos Mayora Re

Todos los ciudadanos deberíamos ser capaces de entender que el nivel de endeudamiento está en relación directa con el pésimo manejo de las finanzas públicas.

Carlos Mayora, Columnista de El Diario de Hoy.

Foto digital.Carlos Mayora Re, 29 julio 2017 / El Diario de Hoy

Los que entienden de economía están muy preocupados porque la calificación de la deuda salvadoreña está en su posición más baja nunca obtenida. Porque nuestro crecimiento económico es la mitad de lo que crece la región centroamericana, porque el nivel de endeudamiento del país haya llegado a cotas jamás alcanzadas, porque el interés que paga el gobierno a los ahorrantes del sistema previsional sea una miseria comparado con las tasas que se pagan en fondos similares, etc.

Preocupa a los entendidos. Pero, ¿el galimatías de cifras que manejan los economistas y financieros le dice algo a la gente común y corriente? Pienso que no. Todo parece indicar que las preocupaciones de los ciudadanos van por otros rumbos.

EDH logDesde siempre la economía y sus tecnicismos han sido campo de expertos, entre los que lamentablemente —por lo que vemos todos los días— se encuentran pocos políticos, líderes sociales o funcionarios de alto nivel del gobierno. Al menos, por ahora, ningún político ni experto ha logrado traducir a lenguaje común y corriente la jerga económica, de modo que todos los ciudadanos puedan comprender la gravedad de los indicadores económicos que presenta el país.

Es curioso. En temas que nos afectan a todos, solo un puñado de expertos sabe qué está sucediendo en realidad. Al mismo tiempo que es patética la unívoca manera en que bastantes de los políticos —los que están en el poder y los que forman la oposición— tienen para tratar estos asuntos: echar culpas y prometer quimeras. Como también es muy preocupante que nadie hable de soluciones, ni de proyecciones, ni de mejorar condiciones, etc.

A fin de cuentas, la prueba de que materias tan importantes y con implicaciones tan serias son casi indiferentes para la gente es que la inseguridad, el costo de la vida, en algunas ocasiones temas de empleo y poco más, ocupan recurrentemente los primeros puestos en las encuestas de opinión cuando se pregunta acerca de los problemas del país.

El político que logre aterrizar conceptos claves de economía, que sea capaz de sensibilizar a los electores en temas vitales para el futuro, tendrá muchos puntos a favor para lograr los votos de la gente pensante, que para decir lo que es, son todos los electores.

De lo contrario, el centro de los debates preelectorales será el discurso socio-moralista, con encarnizadas y apasionadas discusiones en temas como el aborto, el estatus de la unión civil entre personas del mismo sexo, la lucha contra la corrupción, etc. Si no es que se quedan en acres recriminaciones y personalizaciones (para no decir simples insultos y berrinches), que llevan a que los electores voten por disciplina partidaria, caras bonitas, ingenios chistosos y poco más.

Todos los ciudadanos deberíamos ser capaces de entender que el nivel de endeudamiento está en relación directa con el pésimo manejo de las finanzas públicas. Comprender que los subsidios terminamos pagándolos (¿o debiéndolos?) todos, que los criterios que el gobierno aplica para sus gastos están en función electoral-populista-clientelista (si no de enriquecimiento privado) y no del mayor bien para el mayor número de ciudadanos, que la pésima calificación de riesgo de nuestra capacidad de crédito es gravísima, etc.

Pero, principalmente, todos deberíamos ser capaces de responder a la sencilla pregunta acerca de qué es mejor para todos: un Estado mastodóntico y proteccionista, como plantea la izquierda, o uno pequeño y austero, eficaz, que permita a todos salir adelante por su trabajo, y no por beneficencia y/o clientelismo.

Ojalá no tengamos que esperar a tener un país con colas, sin empresas, con un gobierno tirano y controlador, para entender “por las malas”, que el modo como se maneja la economía no debería, no debe ser un debate de pocos.

@carlosmayorare