principios

¿Fanático yo? De Carlos Mayora Re

Los autoritarismos, las ideologías y los esquemas de pensamiento “enlatado” nos han enseñado, por las malas, que cuando se sigue irreflexivamente a iluminados y mesías, el próximo paso es la catástrofe.

Carlos Mayora, Columnista de El Diario de Hoy.

Foto digital.Carlos Mayora Re, 15 Diciembre 2017 / El Diario de Hoy

La sensibilidad actual nos lleva, ordinariamente, a sentirnos cómodos en ambientes poco agresivos, condescendientes. En general aborrecemos los autoritarismos y los esquemas rígidos de pensamiento, damos gran valor a la autenticidad y rechazamos que otros quieran imponernos sus ideas, criterios o puntos de vista.

Los autoritarismos, las ideologías y los esquemas de pensamiento “enlatado” nos han enseñado, por las malas, que cuando se sigue irreflexivamente a iluminados y mesías, el próximo paso es la catástrofe, sin importar que el aglutinante del rebaño sea la hipervaloración de la raza, la nación, la religión, el partido, o el sistema socio económico.

Desconfiamos, con razón, de los exaltados. Rechazamos afirmaciones tajantes. Nos asustan las normas y las leyes rígidas. Preferimos la incertidumbre, el buen humor a tener razón y nos reímos de cosas serias mientras exaltamos las nimiedades… hasta que aparecen los fanáticos del antifanatismo: esos que reniegan de cualquier compromiso, sospechan de los hechos, solo confían en sus sentimientos y afirman únicamente lo que aprueban los de su misma cuerda.

EDH logEntre sus filas nacen manifestaciones públicas contra el fanatismo, que se llevarían la medalla del primer lugar en un concurso de fanáticos. También aquí escuchamos y leemos feroces críticas contra quienes —amparándose en el derecho humano de la libertad de expresión— dicen cosas que ellos consideran obscenas, porque —alegan— avivan el odio (el de ellos, generalmente) e introducen diferencias donde la aspiración es la plana igualdad… cuando en realidad solo se está manifestando un punto de vista u opinión más o menos documentada.

Paradójicamente, el declive del autoritarismo “formal”, “oficial”, ha producido otras dictaduras: exclusión por motivos políticos, ideologías de género, culto a personajes políticos, nacionalismos, relativismo como vehículo del imperio de la posverdad, etc.

Entonces si los que parecen no son y los que son no parecen, ¿cómo estar seguro de que uno ha dado con un fanático? Por sus afirmaciones apodícticas e impositivas, su carencia de argumentos, su tendencia a ofender, a menospreciar, su llamada al “diálogo” (un diálogo que consiste generalmente en decir sus ideas y acallar las del que piensa distinto, descalificándolas de entrada con etiquetas) para “resolver” los problemas, etc.

Como se ha escrito, para preservarse del fanatismo hace falta “guardarse de querer juzgarlo todo, como si se contemplara la realidad desde una atalaya privilegiada; hacer un esfuerzo para no caer en el simplismo, ni etiquetar los problemas para eludir su complejidad, o dar respuestas triviales a problemas insuficientemente planteados; adoptar una actitud positiva y abierta ante los nuevos modos de entender las cosas, los nuevos estilos de vida, y ante la evolución de la sociedad; huir de los tonos catastrofistas o apocalípticos, del talante de queja habitual, de la negación de los valores positivos que siempre surgen en los cambios históricos; y por último, no hacer juicios ni condenas precipitadas de mentalidades, actitudes o sistemas de pensamiento”.

La persona razonable propone, no impone. No teme contrastar su pensamiento con el de los demás, respeta el razonamiento del otro y procura no solo entender lo que dice, sino comprender por qué lo dice.

El que no es fanático tiene presente que lo verdadero es razonable, interesante; que lo bueno es amable y lo bello, seductor. Su manera de comunicar es incompatible con la agresividad y el lenguaje ofensivo, o despreciativo. Procura tener honestidad intelectual en su discurso y trata de presentar ideas, hechos, ejemplos, sin apoyarse exclusivamente en argumentos de autoridad, o apelar indebidamente a sentimientos, filias y fobias.

Para terminar ¿cómo distinguir entre personas de principios, y fanáticos? Primero, sopesando que todos tenemos derecho a tener principios y valores estables, a creer profundamente en nuestras ideas; y después constatando que al sensato, a diferencia del fanático, nunca se le ocurre eliminar al disidente.

@carlosmayorare

Una cuestión de principios. De Erika Saldaña

Erika Saldaña, colaboradora de la Sala de lo Constitucional

Erika Saldaña, colaboradora de la Sala de lo Constitucional

Erika Saldaña, 21 noviembre 2016 / EDH

En el proceso de determinar si realizamos o no una acción, generalmente lo primero que pensamos es si dicho acto es permitido, obligatorio o prohibido. Es así que, aunque no lo advirtamos, el Derecho está presente en la mayoría de ámbitos de nuestra vida. Cuando las decisiones a tomar inciden en el manejo de una institución estatal o quien toma la decisión es un funcionario, el grado de análisis de si el acto es acorde a las leyes aumenta, ya que las consecuencias pueden ser más graves. Sin embargo, cada vez es más común ver a funcionarios justificando decisiones controversiales en que “la ley no lo prohíbe”, “la ley lo permite” e, incluso, “vamos a cambiar la ley para que eso sea (o no) ilegal”.

diario hoyLa razón de existir del Derecho es (o debería ser) alcanzar el ideal de justicia; también, en otras palabras, combatir la injusticia. Sobre qué significa “justicia” se han utilizado ríos de tinta intentando explicarlo o llegar a una definición más o menos concreta, pero tratando de simplificar y excluir elementos de definición, sin duda dentro de ese término no se incluye el irrespeto a un mínimo ético que debemos tener como sociedad o el daño a los derechos de los demás.

En los sistemas contemporáneos la fuente principal del derecho es la Constitución, la cual no solo es el cuerpo jurídico que pretende regular la organización del Estado, los poderes de sus órganos, las relaciones de estos entre sí y sus relaciones con los ciudadanos; también se trata del cuerpo normativo que intenta construir un consenso entre el conjunto de valores, principios y derechos fundamentales con los cuales se llevan a cabo proyectos de vida de la sociedad. Lo anterior necesariamente permea en el resto de normas jurídicas que componen el sistema; así, las normas jurídicas más relevantes en su mayoría coinciden con las normas éticas básicas. Por ejemplo, la prohibición de matar a un semejante corresponde al principio fundamental de respetar la vida y dignidad del otro.

Sin embargo, el hecho de que una cuestión que afecte ese mínimo ético o los derechos de los demás no se encuentre expresamente establecida como prohibición o delito, con una consecuente sanción, no significa que debamos aceptar como válida esa conducta. Y si bien no es posible atribuir una sanción a esa actuación reprochable ni condenarlos a la hoguera, lo que sí podemos hacer es impedir que estas personas pretendan engañarnos y rasgarse las vestiduras sobre su pureza y honestidad.

En el año 2011 tuvimos un caso que puede clarificar las anteriores ideas. Ese año El Salvador tuvo conocimiento sobre arreglos realizados por jugadores de fútbol para los partidos en las eliminatorias mundialistas; recibieron dinero para perder juegos y así beneficiar a rivales o, algunos dicen, a las apuestas. Cuando se desató el escándalo, los amaños eran solamente una conducta éticamente reprochable pero sin ninguna sanción penal; fue hasta marzo del presente año que se aprobó por la Asamblea Legislativa el delito de “fraude deportivo”.

A veces la evolución de las sociedades y la actualización del Derecho no caminan a igual ritmo, o el derecho no alcanza a cubrir todos los supuestos que sí podemos analizar desde una perspectiva ética. Como sociedad no podemos permitir normalizar las conductas anti éticas, mucho menos cuando quienes lo realizan son funcionarios al servicio del Estado. En El Salvador pareciera que ya nos acostumbramos a que los funcionarios sean investigados o procesados judicialmente y que sigan “frescos” en los puestos, como si nada. También, ya normalizamos que funcionarios descaradamente digan que sí han hecho acciones cuestionables pero que no critiquemos porque no son delito.

Al final, un incentivo para hacer o dejar de hacer algo debe ser si esto es acorde a nuestro conjunto de valores o principios, no si dicha acción está reconocida como delito o si trae aparejada una sanción; la honestidad de un individuo (sobre todo de un funcionario) sí cuenta y es parámetro válido para permitirle optar a un cargo público. El modelo de sociedad que queremos también lo construimos sobre el tipo de funcionarios que permitimos que tomen decisiones trascendentales; con base en ello resulta imposible dejar pasar o normalizar las conductas antiéticas que se les atribuyen. Pensando en el libro de Ronald Dworkin, es una cuestión de principios.

Discutir las formas y olvidar el fondo. De Federico Hernández Aguilar

Federico Hernandez, escritor y director ejecutivo de la Cámara de Comercio

Federico Hernandez, escritor y director ejecutivo de la Cámara de Comercio

Federico Hernández Aguilar, 6 abril 2016 / EDH

En estos tiempos de confusiones, simplismos y ansiedades, defender principios se ha convertido en una de las tareas humanas más arduas e incomprendidas. Y no es que en otras épocas haya sido distinto, pero hoy se ha otorgado a la superficialidad y a las deducciones emocionales, tal vez como nunca antes, un estatus de primera relevancia en la opinión pública.

Si en los días de Miguel de Cervantes alguien le hubiera dicho que para “visibilizar a las mujeres” había que escribir libros plagados de desdoblamientos gramaticales —en sustantivos, artículos y participios—, el autor del Quijote se habría reído de semejante locura (o se la habría endilgado al ya perturbado Alonso Quijano). Sin embargo, de vivir en nuestro tiempo, el propio Cervantes tendría que probar que su célebre novela no pretendió nunca “discriminar a la mujer” y que él mismo jamás quiso ser “misógino”, “sexista” o manejar el lenguaje como un “machista alienado por el pensamiento patriarcal y androcéntrico”. (Suplico al lector que no se ría. Estos calificativos los extraigo de un manual de ideología de género publicado en España).

diario hoyPues bien, así como defender el castellano de quienes lo destrozan en nombre de la “igualdad” es tarea ingrata y no desprovista de malestares, preservar nuestro sistema de libertades protegiendo los pocos pero decisivos pilares que lo sostienen comporta riesgos, agravios e incomprensiones. De hecho, si por comodidad se evita el trabajo de profundizar en nuestra historia reciente, es bastante fácil desacreditar la labor realizada por los gremios empresariales o las organizaciones cívicas que han asumido la salvaguardia de nuestra institucionalidad democrática, en momentos en que la hostilidad del oficialismo contra el equilibrio de poderes ha sido no solo real sino activa, manifiesta y sistemática.

El caso de ANEP, como instancia política (no partidaria) del empresariado salvadoreño, ilustra a la perfección lo que pretendo decir. Gracias a que existe esta cúpula de los gremios productivos, la deliberación de los asuntos sectoriales queda en manos de las entidades que representan legítimamente a parcelas muy concretas de la economía, mientras que la discusión y análisis de aquellos aspectos políticos que brindan soporte y garantías a las diversas actividades empresariales —institucionalidad, Estado de Derecho, reglas democráticas, etc.— queda en manos de la asociación creada para ese fin.

Si bien a veces estas tareas pueden (e incluso deben) cruzarse o alimentarse mutuamente, lo cierto es que resulta impropio exigir a ANEP que trabaje exclusivamente para procurarle estabilidad a ciertos sectores, como inconveniente resulta pedirle a las gremiales que se dediquen a denunciar las arbitrariedades de los sucesivos gobiernos en materias tan disímiles como seguridad pública, libertad de expresión, sistema laboral, plataformas salariales o fiscalidad.

Sin embargo, más allá de las diferencias, los empresarios organizados saben perfectamente que existe una unidad de principios sobre la que descansan sus actividades diarias. La defensa de estos principios no es discutible ni está sometida a vaivenes de ningún tipo. Frente a un gobierno, por ejemplo, que atente contra la libre iniciativa o imponga injustificados controles al intercambio de bienes y servicios, los empresarios están en el deber de oponerse. Y ANEP es la instancia encargada de hacerlo.

¿Hay formas “inteligentes” para enfrentar a un gobierno que muestra actitudes contrarias a las libertades empresariales? Puede ser. Pero la discusión de las formas jamás debe arriesgar el fondo, y ese fondo se pone en peligro cuando un aspirante a la presidencia de ANEP ventila públicamente sus discrepancias con la actual cúpula —de la cual, por cierto, él ha formado parte— y se olvida de la unidad gremial. O cuando pide votaciones secretas en procesos de elección que siempre han sido a mano alzada, precisamente para cuidar que los representantes gremiales no vayan a votar en contra de lo decidido por sus juntas directivas.

Bastantes incongruencias tiene ya el país con sus políticos como para que los sectores productivos vengan a caer ahora en estas ambigüedades. Repito: ¡defendamos principios!