Michelangelo Bovero

El paraíso de los cobardes. De Michelangelo Bovero

Internet, la gran “red global” (el significado de las siglas www) no es la tierra prometida de la democracia, como podría parecer bajo una mirada ingenua o superficial.

Michelangelo Bovero

Michelangelo Bovero Filósofo. Catedrático de la Universidad de Turín. Coordinó el libro ¿Cuál libertad? Diccionario mínimo contra los falsos liberales

Michelangelo Bovero, 1 julio 2015 / NEXOS

La democracia requiere la confrontación abierta y equilibrada entre cada punto de vista sobre toda cuestión de interés público. Se podría pensar: ¿qué mejor oportunidad de efectivamente llevar a cabo esta confrontación democrática, si no aquella que ofrece la comunicación horizontal, capilar, y sin fronteras que puede desarrollarse —o mejor dicho, que se desarrolla todos los días— por medio de internet? Sin embargo, muchos estudiosos han observado cómo el vasto océano de la comunicación política 2.0 inevitablemente tiende a fragmentarse en una multitud de círculos cerrados, autorreferenciales, propensos a convertirse en grupos identitarios excluyentes y a menudo belicosos, entre los cuales los intercambios son limitados, esporádicos y difíciles, si no es que del todo ausentes. La trayectoria de varios movimientos y partidos nacidos en la red y activos sobre todo dentro de ella lo confirma.

Al fin y al cabo, ningún cibernauta, por más hábil e incansable, lograría seguir un número relevante de blogs, foros, discusiones y conversaciones que la red hospeda en cada momento; ninguno podría realmente asimilar la información y los estímulos que provienen de todas direcciones y reelaborarlas en una opinión crítica y bien pensada.

Lo he dicho desde hace mucho: la democracia necesita un espacio donde la discusión y la deliberación pública sea institucionalizada; y, por ende, efectiva y permanente, en vez de incidental y eventual. Sobre todo, necesita de un espacio donde dicha discusión no sea selectiva y casual, sino inclusiva de todas las opiniones alrededor de las cuales se haya formado un consenso significativo. Este espacio es el Parlamento; no es y no lo puede ser la red. La democracia es el Parlamento. Hablamos obviamente, de un Parlamento representativo, fundado sobre el sufragio universal y sobre el método proporcional, donde las opiniones políticas de todos puedan no sólo expresarse, sino, en efecto, ser escuchadas y ponderadas por todos.

Esto no significa que el bullicio infinito de la comunicación política en la red no tenga un lugar en la democracia; que le sea extraño o incluso dañino. Al contrario: puede y debe ser el campo más vasto en el cual germinan, se definen y se difunden datos, temas, cuestiones y perspectivas capaces de imponerse a la atención pública transversal y de condicionar, o incluso orientar, el proceso de decisión política. Este proceso, sin embargo, no puede agotarse en la red: la e-democracy, entendida como democracia directa, es una ilusión y un engaño. La voz de la red no es la voz del pueblo.

Y bien, en ciertas circunstancias, quizás podríamos admitir que sí lo ha sido, pero a menudo en un sentido deteriorado, y casi siempre en formas problemáticas e inquietantes. A veces, incluso, bastante peligrosas: cuando se manifiesta como la voz de una sola multitud homogénea, encabezada por demagogos más o menos diestros, y lista para exaltar o condenar, para aclamar o linchar.

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A veces: por fortuna, no siempre. La red y las TIC (Tecnologías de la Información y Comunicación) pueden ser medios muy eficaces para convocar multitudes o para organizar protestas, cuyo valor dependen del valor del objetivo buscado. A veces, el objetivo parece sumamente generalizado, y de hecho sostenido en un consenso casi universal. Pensemos, por ejemplo, en las llamadas primaveras árabes. Pero inmediatamente llega a la mente el enfriamiento islamista que les siguió. La red y las TIC quizás puedan servir, incluso, para desmantelar dictaduras: pero no bastan para fundar la democracia.

En suma: el valor de la red y de las TIC es ambiguo. La red es una extraordinaria galaxia de oportunidades, y al mismo tiempo un terreno minado de engaños insidiosos. La red y las TIC son inmensos depósitos y multiplicadores potencialmente infinitos de recursos informativos: son la sabiduría al alcance del dedo. Pero muchos instrumentos con los cuales navegamos en la red favorecen formas de expresión abreviadas, comprimidas, más parecidas a eslóganes comerciales que a conversaciones racionales. Temo que el uso de Twitter invite a la desertificación de la sinapsis y a la desecación de las neuronas. Y parece afirmarse en un modo disimulado y superficial la idea de que la democracia es algo parecida a la suma algebraica del “me gusta” y “no me gusta”; un agregado público de idiosincrasias privadas, de pulsiones emotivas y extralógicas.

La democracia, según una de las definiciones célebres de Norberto Bobbio, es “el poder público en lo público”. Es lo opuesto al poder invisible, oculto, secreto. Una vez más, se podría pensar: ¿qué mejor oportunidad, si no aquella que ofrecen la red y las TIC a los navegadores hábiles de descubrir y volver públicos los secretos inconfesables de los poderosos? Y, en efecto, no podemos dejar de reconocer cierto valor democrático en la denuncia, por medio de la difusión en la red, de los abusos cometidos por instituciones poderosas como, por ejemplo, la NSA (National Security Agency) estadunidense.

Pero observemos con atención: justamente el caso de la NSA, y otros clamorosos casos similares de espionaje y vigilancia ilegal por medio de intercepciones abusivas y capilares de comunicación privada, pone de manifiesto el problema más general de los límites entre aquello que es visible y aquello que no debe serlo. Incluso la transparencia tiene límites. No es lícito volverlo todo público. No toda difusión de la información es un servicio democrático. Al contrario: en ciertos casos, la violación de los límites entre público y privado, la publicación de aspectos de la vida privada de las personas —más allá de ser en sí mismo un acto ilícito, una lesión a la libertad individual— puede también ser un atentado en contra de instituciones democráticas. Es precisamente el caso de emisarios del poder oculto que capturan momentos de la vida privada de personajes públicos, y salvaguardados en la sombra del anonimato que ofrecen las redes, los difunden para desacreditar su reputación. En estos casos uno debe preguntarse, antes que cualquier cosa: ¿cui prodest?, ¿a quién le favorece?

En Italia, en los últimos veinte años, este tipo de casos se ha multiplicado, sobre todo dañando a funcionarios públicos y magistrados al frente de puestos delicados, con poder de garantía y prevención contra los abusos de la clase política. Se ha hablado incluso de “máquinas del fango” hechas y derechas, secretamente predispuestas para captar imágenes o conversaciones privadas y ventilar al público aquellas con más potencial de generar “escándalo”; casi siempre mediante formatos que deforman en significado original. Así, a la horca mediática se le ofrece una víctima, mientras que el culpable de la violación ilícita de los límites entre lo público y lo privado se ríe desde su lugar seguro. En ciertos casos, la red se transforma en el paraíso de los astutos y los cobardes. En palabras de Hegel: “Ningún gran hombre lo es para un miserable que lo espía desde el agujero de la cerradura; pero no porque el primero no sea realmente un gran hombre, sino más bien porque el segundo es realmente un miserable”.

En un episodio reciente, no italiano, la víctima ha sido expuesta al oprobio público y a la masacre colectiva en YouTube por haber puesto en ridículo, en una conversación privada de tonos irónicos, la arrogancia de un personaje que había desplegado pretensiones absurdas e inaceptables para las instituciones democráticas. Me pregunto cuántos de los comentadores indignados por aquella conversación hayan suscrito, hace algunos meses, manifestaciones de solidaridad por Charlie Ebdo en favor de la libertad de sátira.

A mi juicio, uno de los aspectos más desconsoladores, en este y otros casos similares, es precisamente el del conformismo avasallador de los followers. A medio camino entre un rebaño de ovejas y una manada de lobos; rápidamente unidos en tropa y hábilmente encabezados por demagogos viejos y nuevos. Un gran demócrata italiano, Aldo Capitini, ha escrito: “Las multitudes siguen a quien da fuerza a sus propias perversiones”. A propósito: Capitini se refería a los fascistas.

La democracia es incompatible con la acción gregaria. La democracia (en su forma ideal, desde luego) es una asociación de espíritus libres. La red es un medio ambiguo: puede ser un campo de libertad o de gregarismo. Nos toca a nosotros escoger.

Traducción del italiano de Sara Hidalgo