Siria

Prisión siria de Saydnaya, un ‘matadero humano’: Amnistía Internacional

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«Saydnaya es el fin de la vida, el fin de la humanidad”, recalca un exguardia de esa prisión siria, que se ha convertido en un auténtico «matadero humano». Según un informe publicado por Amnistía Internacional, entre 5.000 y 13.000 personas fueron ahorcadas allí en secreto en cinco años (2011-2015). Todo indica que la mayoría eran opositores civiles al Gobierno: manifestantes, disidentes, activistas de derechos humanos, periodistas, personal de ayuda humanitaria, estudiantes…

@ManuMediavilla, 7 febrero 2017 /amnistia internacional

A esas ejecuciones extrajudiciales se suma la imposición sistemática de condiciones inhumanas en el régimen carcelario, con torturas y privación de alimentos, agua, medicinas y atención sanitaria. Amnistía considera que esas prácticas, que encajan en la definición de «exterminio» incluida en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, constituyen crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.

Omar al-Shogre antes de entrar en la prisión de Saydnaya y poco después de ser liberado. © Private

El informe “Matadero humano: Ahorcamientos masivos y exterminio en la prisión siria de Saydnaya” confirma y amplía los espeluznantes testimonios sobre tortura, enfermedad y muerte en las cárceles sirias recogidos en otra investigación de AI publicada en agosto de 2016. Y aunque a la organización no le constan ejecuciones después de diciembre de 2015, hay razones de peso para creer que se siguen realizando. Amnistía pide que el Gobierno de Damasco abra las prisiones a observadores internacionales y que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU promueva una inmediata investigación independiente.

Los 84 testimonios exhaustivos y contrastados recogidos por AI durante un año (incluidos ex reclusos, ex guardias, ex jueces, abogados y médicos) componen una ‘galería de los horrores’ donde la justicia brilla por su ausencia.

Tortura, injusticia, barbarie

«Todos, sin excepción, hicieron la confesión bajo tortura», cuenta un exfuncionario de Saydnaya. Y «si la confesión es grave, te envían al Tribunal Militar de Campaña». Que, como apunta un ex juez, «no es un tribunal, porque está fuera de las normas» y «no tiene nada que ver con el Estado de derecho». Él mismo lo explica: «Los detenidos pasan muy poco tiempo allí, uno o dos minutos». Al acusado se le pregunta si ha «cometido el delito» que le atribuyen, pero «sea cual sea la respuesta, será declarado culpable».

Ziyad” –los nombres se han modificado para proteger la identidad de los testigos– lo sabe por experiencia: «Tienes los ojos vendados y estás esposado, así que no sabes quién es el juez ni qué has firmado. Esto no es justicia». Y también “Nader”: «Estuve un minuto delante del juez. No te dicen los cargos. No tienes derecho a un abogado ni a hablar por teléfono. No tienes derechos”.

Los presos conocen la condena solo minutos antes de su ahorcamiento. Engañados con un supuesto traslado a una prisión civil, son recogidos en sus celdas por la tarde y llevados a otra celda del sótano, donde reciben brutales palizas durante un par de horas. Lo cuenta un ex guardia: «En la sala de abajo tienen prohibido sentarse. Y empezamos a gritarles y pegarles. Ya sabemos que van a morir de todos modos, así que hacemos con ellos lo que queremos». Reclusos como “Nader” lo escuchaban por la noche: «Oíamos gritos y voces justo debajo. […] En Saydnaya, si guardabas silencio, te pegaban menos. Pero esta gente gritaba como si se hubieran vuelto locos, como si los estuvieran desollando vivos».

Ya de madrugada, les vendaban los ojos y los llevaban a la sala de ejecuciones, que fue ampliada en junio de 2012. Las autoridades penitenciarias llaman «la fiesta» a los ahorcamientos, que van precedidos de rutinas burocráticas como expresar sus últimos deseos –justo entonces se enteran de su condena a muerte– o marcar su huella digital en una declaración para el certificado de defunción. Lo relata un ex funcionario: «Algunos guardaron silencio después de poner su huella digital, y algunos simplemente se desmayaron. Pero no sabían cuándo ni cómo iba a ocurrir». Lo sabrían enseguida: «Los colocaban en fila y esperaban a que todos los sitios estuvieran ocupados para ponerles la soga. Inmediatamente los empujaban o los dejaban caer».

Un exjuez militar completa la espantosa escena: «Los tenían colgados 10 o 15 minutos. Algunos no morían porque pesaban poco. Los ayudantes de los funcionarios los bajaban y les rompían el cuello». Y también, como explica «Hamid«, podía escucharse desde la planta superior «cómo se asfixiaban hasta morir. Si ponías la oreja en el suelo podías oír una especie de borboteo. Duraba unos 10 minutos». 

Sucedía una o dos veces por semana, con 20 a 50 víctimas en cada ocasión. Después un camión se llevaba los cadáveres al hospital de Tishreen para inscribir la muerte y enterrarlos en fosas comunes en terrenos militares próximos a Damasco.

Políticas de exterminio

La galería de los horrores de Saydnaya incluye condiciones carcelarias tan inhumanas que pueden ser consideradas políticas de exterminio. Como destaca el informe de Amnistía, «los reclusos del edificio rojo de Saydnaya» –con mayoría de presos civiles detenidos desde 2011–  «son sometidos a un programa establecido» de abusos y torturas. «Se les niegan alimentos, agua, medicinas, atención médica e instalaciones sanitarias adecuadas, lo que ha causado la propagación incontrolada de infecciones y enfermedades». Un maltrato que «parece concebido para infligir el máximo sufrimiento físico y psicológico», con el aparente objetivo de «humillar, degradar, deshumanizar y destruir cualquier atisbo de dignidad o esperanza». 

Omar, entonces estudiante de secundaria, califica todo de «muy humillante”, aunque «ni siquiera sé qué palabra usar para describir lo que vi«. Vio a un guardia pedir «a todos que se desnudasen y fueran al cuarto de baño de uno en uno«. Vio que «escogían a un muchacho menudo, joven o de piel clara», y que «le ordenaban que se pusiera cara a la puerta y cerrase los ojos». Y vio que «luego ordenaban a un preso más grande que lo violara». Negarse suponía una paliza o ser violado a su vez con algún objeto. También vio que «a veces el dolor psicológico es peor que el físico», y que «la gente a la que obligaban a hacer esto no volvía a ser la misma. Algunos murieron porque se deprimieron tanto que dejaron de comer la poca comida que les daban».

Imagen de Anas Hamido, antes y después de pasar por la prisión de Saydnaya. © Private

La comida, un bien escaso en Saydnaya. «Hassan» cuenta que «en enero de 2013 comenzaron a matarnos. Empezamos a perder cada vez más peso. Parecíamos niños vestidos con la ropa de nuestros padres». Y «Jamal«, que pasó de 90 a 50 kilos, añade otros problemas: anemia, enfermedades de piel, diarreas «más severas que cualquier diarrea que he visto». Cuando cayó un pedazo del techo, «un compañero de celda corrió hacia él y comenzó a comer. Pensó que era pan».

De puro hambrientos, acabaron comiendo lo que fuera. Lo narra «Kareem«: «En el suelo tenemos costras y pus de la sarna, pelo, sangre de piojos. Pero es donde ponen la comida. […] El primer día no comemos, solo el pan. Luego llega el segundo, el tercer día… Necesitamos sobrevivir. Al final, por supuesto, comemos. Cogemos el limpiador de la ducha, lo rascamos todo en una pila, y comemos.

También el agua es un bien escaso en Saydnaya. Omar habla de «sed indescriptible» cuando cortaron el agua en verano, y de cómo «probaron a beber» el agua con productos de limpieza usada contra el mal olor en la celda. «Al noveno día, la gente comenzó a beber su propia orina». «Hosam» añade que el «castigo más común era cortar el agua» y que estuvieron «cinco días sin agua para beber, limpiar o usar el inodoro». Llegaron a «arrojar la comida por el respiradero para no tener que vivir con nuestros desechos». 

Muriendo lentamente cada día

Otro maltrato es exponer a los reclusos al frío extremo en invierno. Como explica «Adnan«, «en el primer invierno teníamos ropa y mantas. En el segundo llegó la nieve, y abrieron todas las ventanas y puertas exteriores. Se llevaron nuestra ropa y mantas, y nos mantuvieron solo en ropa interior. Cuando vinieron a darnos comida, nos tiraron agua». Ese invierno murieron cuatro en su celda y 19 en su galería.

También se les priva de duchas y saneamiento adecuado. Cuenta el agricultor Anas que «un terrible olor provenía del inodoro, pero era mejor que el de las personas con sarna». Cuando su compañero de celda fue golpeado en los dedos de los pies y desarrolló gangrena,  «todo el pasillo podía olerlo. Los guardias dejaron de venir por el olor. El doctor ni siquiera podía mirarlo. Dijo que las piernas tendrían que ser amputadas. Murió delante de mí».

Y las brutales palizas como la sufrida por “Sameer”: «Era como si tuvieras un clavo y tratases de clavarlo una y otra vez en una roca. Era imposible, pero seguían y seguían. Deseaba que me amputaran las piernas de una vez para que no siguieran golpeándolas». Un estudiante sometido a electrocución siente aún que «fue como si una parte de mi alma muriese. Después de aquello, no me queda alegría, ni risa». Y un ex recluso remacha que «cuando me metieron allí, no vi personas, vi gusanos retorciéndose y entremezclados. No podía apoyar los dos pies en el suelo, no había suficiente espacio”.

Por eso “Hamid”, cuando veía llegar a nuevos presos, sabía que «estaban siendo llevados al matadero», pero a la vez se sentía «feliz de que su sufrimiento llegara a su fin». En realidad, recalca, «no estábamos tristes de morir, porque eso es lo que estábamos haciendo en la prisión. Estábamos muriendo todos los días, lentamente».