Antonio Cano

La democracia en peligro. De Antonio Caño

Bajo la formalidad de un modelo político con elecciones periódicas, asistimos a la degradación paulatina de la democracia, lo que no solo puede limitar nuestra libertad sino perjudicar nuestra convivencia.

Antonio Cano, ex director
de El País

16 febrero 2019 / EL PAIS

Tal vez si todos fuésemos más conscientes de la fragilidad de la democracia, del enorme sacrificio que ha costado alcanzarla y de la facilidad con la que puede perderse si no la cuidamos, con hechos, no con palabras, encontraríamos más entusiasmo para defenderla frente a los oportunistas y demagogos que se aprovechan de un sistema político basado en la tolerancia, incluso para quienes lo usan en su beneficio personal, lo adulteran groseramente o tratan de destruirlo.

Hasta después de la II Guerra Mundial, hace poco más de 70 años, la democracia era todavía una opción minoritaria en Europa frente al predominio de las soluciones radicales, el nacionalismo, el fascismo y el comunismo. España, Portugal y Grecia aún tardaron tres décadas más en sumarse a esa corriente. Los países bajo el control de la Unión Soviética tuvieron que esperar hasta los últimos años del siglo XX.

Es edificante, como digo, el trabajo de Berman, pero es al mismo tiempo alarmante comprobar en qué brevísimo periodo de tiempo han vuelto a florecer los síntomas del horror totalitario que creíamos haber dejado atrás. Con qué rapidez han resurgido las soluciones extremistas, las que dicen acudir al rescate del “pueblo”, de “la gente” o de “la nación” frente a las injusticias del capitalismo o el asedio de culturas o tradiciones extranjeras. Incluso los enormes logros de la socialdemocracia europea, con su grandioso esfuerzo por humanizar la economía de mercado, son ahora ignorados o minusvalorados por los nuevos socialistas que prefieren competir por las supuestas esencias ideológicas de la izquierda y que han acabado por perder la razón básica de su existencia.

Resurgen soluciones extremistas que dicen acudir al rescate del “pueblo”, de “la gente” o de “la nación”

La confluencia en el nuevo siglo de la crisis económica y la revolución tecnológica frenó el ciclo de prosperidad que siempre estuvo unido al auge de la democracia liberal, e inmediatamente regresaron los viejos demonios, seguramente agazapados en el fondo de la condición humana: el miedo, el sectarismo, el fanatismo y el nacionalismo. “En la medida en que este orden declinó y reaparecieron muchos de los problemas que debía resolver —los conflictos y divisiones económicas y sociales, la fabricación de enemigos externos y el extremismo—, volvieron a aparecer voces en la izquierda y en la derecha que cuestionan la viabilidad, incluso la deseabilidad, de la democracia liberal”, afirma Sheri Berman. Un sistema político como el de China ya no despierta ninguna clase de resistencia ni en la derecha ni en la izquierda. Buena parte de la derecha no ve con malos ojos los modelos de Hungría y Polonia, especialmente su política frente a la emigración. Hasta hace bien poco, cierta izquierda mostraba simpatías con Venezuela o prefería mirar para otro lado. Y el estilo autoritario de Putin tiene adeptos por igual en la derecha, por su nacionalismo y firmeza, y en la izquierda, que no pierde el instinto de mostrar afecto para quienquiera que se oponga a Estados Unidos y a la Europa liberal.

¿Es reversible esta tendencia? ¿Caminamos hacia el precipicio del totalitarismo o vivimos turbulencias a las que la democracia será capaz de sobreponerse? Quizá sea conveniente anotar que la crisis de la democracia liberal no tiene por qué desembocar en un sistema plenamente totalitario o antidemocrático. Lo que la realidad nos va mostrando apunta más bien al surgimiento de modelos no liberales y semidemocráticos bajo la formalidad de una democracia con elecciones periódicas. Asistimos, más que a un drástico cambio de sistema, a la degradación paulatina de la democracia, lo que no solo puede limitar nuestra libertad sino perjudicar gravemente nuestra convivencia.

El nacionalismo radical catalán ha hecho retroceder al conjunto del país y dañado su imagen internacional

Evitar esa degradación es una responsabilidad de todos. En una democracia los ciudadanos tienen derechos y obligaciones. Uno de los primeros es el de exigir a los gobernantes responsabilidades por el uso del poder. Entre las últimas está la de respetar las ideas que no se comparten, especialmente las que no se comparten, y respetarlas significa no responder a ellas con insultos y descalificaciones. “Democracia”, recuerda Berman, “no es meramente un sistema político que elige a sus líderes de una forma particular, es también un sistema político cuyos gobernantes y ciudadanos actúan de una forma particular. Las democracias difieren de las dictaduras no solo en la forma en que eligen a sus líderes, sino en la forma en que tratan a sus ciudadanos y en que sus ciudadanos se tratan entre ellos”.

Por supuesto, Estados Unidos sigue siendo un sistema democrático, pero su democracia se degrada cuando su presidente ataca la libertad de prensa o hace mofa de sus rivales políticos. Nada ha degradado más la democracia en España que el surgimiento de un nacionalismo radical en Cataluña que, como en el caso de Trump, otro nacionalista, ha menoscabado el valor de la verdad, ha ignorado la función crítica de los medios de comunicación, ha dividido a la sociedad, ha menospreciado a sus adversarios, ha señalado enemigos externos y se ha burlado de la justicia y de las leyes. El presidente de esa comunidad autónoma española decía recientemente que la voluntad de “la gente” está por encima de las leyes. “Un fascista dice la gente y quiere decir alguna gente, la que a él le conviene en ese momento”, recuerda Timothy Snyder en su último libro, The Road to Unfreedom.

En el caso español, además, el nacionalismo radical catalán ha hecho retroceder al conjunto del país, ha dañado gravemente su imagen internacional, ha estresado al límite el sistema, ha hundido al Partido Popular, ha dividido —y quizá también hundido— al Partido Socialista y, como último y gran logro, ha resucitado al nacionalismo radical español que había sido derrotado hace 40 años por una sociedad, por fin, integradora, moderada, reformista y moderna. No se defiende la democracia blanqueando a ninguno de estos nacionalismos con acuerdos políticos, sino desvelando su verdadera naturaleza e impidiendo sus propósitos.

En cada país el retroceso democrático adquiere rostros distintos, por lo general, acorde con su tradición y su historia. La de España ha flaqueado siempre por el lado de las divisiones territoriales. También por el de un concepto monopolizador del poder en la derecha y el de una gran confusión en la izquierda sobre la creación de un proyecto nacional. Ahí están los puntos débiles de la democracia española y ahí es donde surgen nuestros Brexits.

En contra de lo que podría pensarse hasta hace poco, no se ha quedado España al margen del proceso casi universal de degradación democrática. Simplemente ha llevado otro ritmo, ha sido diferente. Algunos han querido pensar que solo ahora, con la aparición de un partido de extrema derecha xenófobo en el ámbito del nacionalismo español, España se suma a la plaga de esta década. Pero lo cierto es que el contagio llegó mucho antes. Es en el campo del nacionalismo catalán donde se produjo el terremoto que ha llevado a nuestra democracia a la peor crisis de su historia. Todo lo demás y lo que quede por venir es consecuencia de ese desastre.

A vueltas con el fascismo. De Antonio Caño

Antes de alarmistas llamamientos contra la extrema derecha es conveniente mirar en cada uno de los países donde ese fenómeno crece y preguntarse quién está sembrando la división y quién legitima el populismo.

Antonio Cano,
ex director de El País

25 diciembre 2018 / EL PAIS

El retorno del fascismo ha sido últimamente esgrimido con frecuencia tanto para describir la situación a la que hoy se enfrentan muchos países del mundo como para alertar sobre el peligro que acecha a nuestras democracias. Aunque es cierto el incremento del apoyo a partidos de extrema derecha y el auge de propuestas autoritarias y demagógicas, la recurrente alusión al fascismo, con la imagen de terror y espanto con la que está asociado, puede ser equivocada en la medida que distorsiona los problemas, confunde sobre sus soluciones y tiende a establecer el debate en el erróneo y sobrepasado campo de la derecha y la izquierda. En el caso particular de España, donde ese término viene utilizándose ya desde hace años con pretextos pueriles y propósitos intimidatorios, su uso es particularmente ineficaz.

No debe preocupar tanto el retorno del fascismo como la repetición de las circunstancias y las decisiones políticas que dieron lugar al fascismo. Es muy improbable la reproducción hoy del modelo de dictadura brutal que conocimos en el pasado. Pero existe un riesgo mucho mayor de que el descalabro de la política actual conduzca a la caída o la crisis de los sistemas democráticos. Lo que debe preocuparnos hoy no es el fascismo, sino la extrema polarización política, el ascenso de los mediocres y demagogos, la descomposición de los partidos políticos, el desprecio de la moderación, el sectarismo, el recurso constante a la toma de las calles, la explotación de los fallos del sistema democrático —corrupción, injusticia, inseguridad— para combatir el conjunto del sistema, los llamamientos a la división entre los ciudadanos, la guerra cultural entre las élites urbanas y el resto de la sociedad, la falta de horizonte de los jóvenes, la ausencia de líderes mundiales y el desprecio a la cooperación internacional. De ahí surgió el fascismo; eso es lo que tenemos que resolver ahora.

Pese a que se trata de un conflicto históricamente europeo, Estados Unidos no es ajeno actualmente a este debate. También hay en EE UU quienes ven próxima la amenaza del fascismo o incluso quienes ya lo ven instaurado en la Casa Blanca. Pero, por lo general, el estilo más académico y contenido del debate en este país permite extraer algunas ideas que pueden ser válidas en cualquier parte del mundo, puesto que así como la globalización nos ha igualado en los problemas, debería también servir para igualarnos en las soluciones. Curiosamente, nunca Estados Unidos y México, los dos grandes países fronterizos, tenían presidentes tan opuestos ideológicamente y tan similares al mismo tiempo.

«La división, el extremismo político es la respuesta falsa a los problemas que no se saben resolver»

Esto ocurre entre otras razones porque, como dice Dan Balz en The Washington Post, «las líneas divisorias en este nuevo mundo de desorden no son ya simplemente las de izquierda-derecha, con conservadores peleando contra izquierdistas». «Esta línea todavía existe, pero de forma creciente las fuerzas de la desestabilización vienen de otros ángulos y de otras direcciones».

Jason Stanley, que es profesor de la Universidad de Yale e hijo de refugiados europeos que huyeron del fascismo, ha escrito un libro de éxito en EE UU, cuyo título es How Fascism Works, en el que analiza las similitudes del mundo actual con el que conocieron sus padres en Europa en los años treinta del siglo pasado y llega a la conclusión de que la mayor coincidencia es la repetición hoy de las políticas de «nosotros contra ellos». Es la explotación política por parte de dirigentes mediocres de las divisiones normales en la sociedad o acentuadas por la crisis económica la que conduce a un escenario en el que acaban triunfando los radicales y los impostores, tanto de derechas como de izquierdas.

La división, el extremismo político es la respuesta falsa a los problemas que no se saben resolver. El extremismo político es el reconocimiento del fracaso de la verdadera política, que por definición ha de buscar el punto medio, donde está la mayoría de la sociedad a la que los políticos deben representar y defender. La radicalización política es especialmente peligrosa cuando se produce dentro de los partidos tradicionales, o bien cuando estos se implican en alianzas con partidos radicales y anticonstitucionales. «Cuando el miedo, el oportunismo o el cálculo erróneo conduce a los partidos establecidos a permitir la entrada de los radicales en el escenario principal, la democracia está en peligro», aseguran Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro How Democracies Die.

Los dos profesores de Harvard han estudiado a fondo lo que consideran la mayor amenaza para las democracias actuales: la desaparición del papel de los partidos políticos como vigilantes y gestores del sistema. Desde la Segunda Guerra Mundial —más recientemente en el caso de España—, la democracia se ha sostenido sobre la base de que «los líderes de dos principales partidos aceptaban al contrario como legítimo y resistían la tentación de usar su control temporal de las instituciones para maximizar su rentabilidad partidista».

«Son las decisiones políticas de ayer y de hoy las que azuzan el monstruo populista y autoritario»

Pedirle a un político sacrificar sus intereses personales o partidistas en beneficio de la democracia puede parecer absurdo. Desde luego lo es con la actual clase política, incluso en momentos tan delicados como los presentes. Pero es necesario recordar el peligro que representa la legitimación, el blanqueo por parte de los partidos tradicionales de las fuerzas antisistema mediante alianzas políticas coyunturales. Levitsky y Ziblatt recuerdan que ni Alemania ni Italia en los años treinta ni Venezuela en los noventa, por mencionar un totalitarismo de otro signo, dieron mayoritariamente el respaldo a Gobiernos autoritarios: «A pesar de sus grandes diferencias, Hitler Mussolini y Chávez siguieron similares rutas hacia el poder. No solo eran outsiders con capacidad de captar la atención, sino que cada uno de ellos alcanzó el poder porque los políticos establecidos desoyeron las señales de advertencia, les entregaron el poder o les abrieron las puertas para obtenerlo». En el caso de Venezuela, los dos autores mencionan el apoyo de Rafael Caldera a Hugo Chávez —al que indultó cuando cumplía condena por participar en un golpe de Estado—, lo que permitió a Caldera resurgir de su irrelevancia política y ser elegido presidente en 1993, solo para allanar el camino al propio Chávez, que ganó las siguientes elecciones e impuso el sistema que hoy ha arruinado económica, política y moralmente al país.

El fascismo no es un fantasma que se nos aparece de repente en medio de la noche. Son las decisiones políticas de ayer y de hoy las que azuzan el monstruo populista y autoritario. Como dice Dan Balz, «el mundo ya estaba siendo crecientemente desordenado antes de que Trump fuera presidente y fue elegido precisamente por ese desorden». «La inestabilidad y el desorden son ahora moneda común en el mundo, poniendo a prueba la capacidad de los líderes de crear territorio fértil en el que reaccionar».

La reacción que se requiere no es contra el fascismo. Es mucho más urgente y mucho más sencillo identificar a los verdaderos saboteadores de nuestra democracia a día de hoy, los que se saltan a diario las normas de la convivencia y violan la Constitución, y los que lo toleran con indiferencia para no perder el poder. Antes de alarmistas llamamientos contra la extrema derecha es conveniente mirar a nuestro lado en cada uno de los países donde ese fenómeno crece y preguntarse quién está sembrando la división, quién está legitimando el populismo y el nacionalismo ya, en este momento, desde las instituciones establecidas, quién está ya utilizando el poder en beneficio personal, quién está sembrando la semilla para la quiebra del sistema. «Nadie que esté dispuesto a hacer cualquier cosa por ser presidente merecería ser nunca presidente», dice George Will en The New York Times como consejo al Partido Demócrata, en busca del candidato presidencial más adecuado frente a la extrema derecha en EE UU.