Ya sea en Twitter o en papel bond, escribir sigue tratándose de lo mismo: hacerlo limpiamente, a idea por párrafo, defendiendo tus creencias sin irrespetar a las personas.
23 junio 2019 / LA PRENSA GRAFICA
Para disimular tus apetitos, sobre todo los más siniestros como el de la intolerancia y la destrucción, siempre escribe después de comer. Que no es lo mismo que escribir sin hambre porque si tus circunstancias no son comunes o peor aún, si simplemente no te gusta la gente, ¿a quién le escribes?
Inferiores a las originales por culpa de estas manos, ninguna de estas ideas es mía. Algunas son de T. P. Mechín, magistral ensayista de hace un siglo; otras, de José María Méndez, Flit de columnas invencibles en tiempos de Lemus y Osorio. Salvadoreños ambos, tan entrañables como el cuento del cuento que descuenteya y tan vigorosos como el Dalton de Taberna, no podría mencionarlos si no hubiese conocido a don Francisco Andrés Escobar.
Don Francisco fue uno de los lujos de mi formación. Si educarte sólo tus padres, formarte sólo un buen maestro. Y tal fue aquel hombre para cientos de estudiantes, un oasis en la peregrinación por la palabra, escritor versátil y genial de talento omnívoro y alma frugal.
Enseñar es una experiencia solitaria. Por eso, porque exige un corazón especial, es la madre de las vocaciones. Y eso lo entendí en Escobar, que sin importar lo profundo de sus cavilaciones siempre las interrumpía para escuchar a sus alumnos.
A don Francisco la gente verdaderamente le gustaba. Sospecho que la disfrutaba más que a los libros, condición indispensable para entregarte a la docencia. Y por eso su esfuerzo en conocer al estudiante a través de sus textos, de su discurso, de sus exposiciones, de la charla informal con un café de por medio. ¿Cómo ayudarle en esas cortas semanas en que estaría a su servicio? Intentaba saberlo conociéndote.
A don Paco le debo el mejor anaquel de mi biblioteca personal, autores que me recomendó de modo quirúrgico, con la certeza de que o me gustarían mucho o los odiaría profundamente. No salí ileso de ninguno. Los revisito cada tanto y cada una de esas veces es un regalo que le debo a mi maestro.
Tuve formidables profesores, valientes, generosos, geniales, un etcétera que va del eterno padre Ibáñez hasta irremediablemente desembocar en Argelia, que me consolaba de los pelotazos con dulces en un kíndercito que era el cielo. Cada uno de ellos fue como un color en mi cabeza y ahora, me es imposible saber adonde termina lo que me enseñó el uno y comienza lo que me enseñó el otro.
Les recuerdo hoy no porque sea el Día del Maestro, sino por los tiempos que corren, cuando el futuro tiene un tufillo a pasado, cuando el Estado renueva sus votos con el garrote, cuando la patria galantea con la represión, cuando la intolerancia es socialmente correcta.
Nuestra nación es esclava de una clase política mediocre y de un Estado incompleto; sobrellevarlos requiere carácter, para superarlos le urge inteligir; uno y otra sólo son posibles a largo plazo si El Salvador apuesta por la educación.
Invertir en mejores profesores, no en más policías, sería revolucionario. Un buen profesor es la primera trinchera contra el dogmatismo y el fanatismo. Los orfebres de El Salvador que queremos no están armados más que de tiza, paciencia y generosidad.
De una cátedra noble aprendes que el talento nunca es suficiente sin disciplina, y que sin compromiso ni rigor intelectual la técnica es mero artificio. Y cuando un país se cae a pedazos, que los más educados sean puro artificio es tan censurable como el crimen.