René Fortín Magaña

La dignidad de la magistratura. De René Fortín Magaña

René Fortín Magaña, ex magistrado de la Corte Suprema de Justicia

René Fortín Magaña, 8 abril 2018 / El Diario de Hoy

Con un resplandor de grandeza, que sin embargo no debe envanecer a nadie, está situada la magistratura en la cúspide del escalafón judicial o profesional. Ser Magistrado de la Corte Suprema de Justicia es la máxima posición a que pueden aspirar los profesionales del derecho por la sencilla razón de que a ella están llamados los más probos y los más capaces, para administrar con sabiduría y rectitud la “pronta y cumplida justicia” de que habla con imperio la Constitución de la República.

En ningún lugar como en el campo de la justicia cabe la trepidante frase de José Ingenieros: “Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del mérito; o por ninguna”. Y agrega: “La vanidad empuja al hombre vulgar a perseguir un empleo en la administración del Estado, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El hombre excelente, por el contrario, se reconoce porque es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad”.

La historia del Órgano Judicial de nuestro país conforma un claroscuro en el cual se alternan las luces y las sombras. Algunas de ellas están reflejadas en la “Historia de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador”, escrita por el profesor Gilberto Aguilar Avilés.

Frente a las sombras, diremos que para los tiranos y los déspotas que han abundado en nuestro Continente, el Órgano Judicial ha sido su presa más codiciada, porque bajo el ropaje de justicia que muestran las sentencias judiciales, (verdaderas pieles de cordero) se han cometido las mayores atrocidades. ¿Qué respeto nos merece la Corte Suprema de Justicia de Venezuela, por ejemplo? ¿Y la de Bolivia, que con “sesudos” argumentos le otorga un cuarto periodo de gobierno al ínclito presidente de aquel país? ¿Son ellas representantes del derecho? ¿O amanuenses del absolutismo?

En nuestro, país, estamos por elegir a cinco nuevos magistrados: cuatro de la Sala de lo Constitucional, la cual ha jugado un distinguido papel histórico, y uno de las otras Salas.

De todos ellos esperamos lucidez, independencia, coraje, sabiduría y probidad, cualidades que no siempre han estado presentes entre tan altos dignatarios. De lucidez esperamos el amplio conocimiento no solo de las leyes sino del Derecho en general que está axiológicamente iluminado por los valores de justicia, libertad y seguridad. De independencia, que es la cualidad fundamental, esperamos que sepan leer a cabalidad el artículo 172 de la Constitución que la establece: “Los magistrados y jueces, en lo referente al ejercicio de la función jurisdiccional, son independientes y están sometidos exclusivamente a la Constitución y a las leyes” Ojo: no son independientes para hacer lo que les dicta su albedrío, sino que están sometidos. ¿Sometidos a qué? A la Constitución y a las leyes. Sin embargo, hemos visto a largo de la historia, magistrados que envanecidos con la toga virtual que los distingue, han creído más que en la Constitución y las leyes, en su propio criterio, en su sabiduría y en su interés personal, cayendo fácilmente en el perjurio y el prevaricato.

Corre ya el segundo cuarto del siglo XXI, y en muchos aspectos, la civilización todavía está en sus inicios, si no la destruye Kim Jong –Un, supremo líder de Corea del Norte. Poco podemos hacer los abogados de la generación sub-90. Pero los jóvenes, la nueva generación de diputados y diputadas a quienes tocará elegir a los funcionarios de segundo grado, entre ellos a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, corresponde dar un paso más en el camino del progreso, no solo material, sino en el de nuestras instituciones, para que la caravana de la vida siga el rumbo de la vida ascendente.

Dejemos atrás los contubernios, los combos, los cambalaches, los pactos bajo la mesa, los toma y daca a que nos tenían maniatados los diputados del pasado en un perenne quid pro quo que para nada tenía en cuenta el interés general. Existe un rayo de luz para los magistrados probos y competentes: sus sentencias deben estar tan bien fundamentadas, lógica y éticamente, que por su elocuencia estén llamadas a ser modélicas, a sentar jurisprudencia y a convertirse en doctrina legal. Lo demás es rutinario, escrito sin convicción o mala fe, en una hoja de papel que no abona la confianza popular en la justicia pública. En algún momento tiene que llegar la hora de que avancemos en la superación de nuestras instituciones. Y esa hora es la actual. La sociedad civil en cuya vanguardia florece la juventud, está despierta y dispuesta a tomar su lugar en la historia. No esperemos más. Y actuemos como deben hacerlo los ciudadanos de un país libre, soberano e independiente, pues, como dice Will Durant, en su libro “Filosofía, cultura y vida”: “Tras muchos errores y muchas dudas, llegaremos a comprender que, aunque en escala pequeña, también nosotros participamos en la actividad del mundo y que, si lo deseamos, podemos escribir con imaginación y saber, algunas líneas del misterioso drama que vivimos”.

La tarea cívica más urgente. De René Fortín Magaña

Fortín Magaña

René Fortín Magaña, ex-magistrado de la Corte Suprema de Justicia

 

René Fortín Magaña, 7 febrero 2018 / El Diario de Hoy

Recuerdo muy bien cuando, lejos de la ciudad, recibí las primeras noticias acerca de las nuevas disposiciones constitucionales relativas a la elección de los funcionarios de segundo grado, en especial de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Cuando las leí “me saltó de gozo el corazón” (como dice Rubén Darío en carta a Don Francisco Gavidia) pues, con ellas, dábamos un salto de calidad más que significativo en nuestra organización institucional. El nuevo procedimiento para elegir a los señores magistrados, mediante la convergencia del Consejo Nacional de la Judicatura y la Federación de Asociaciones de Abogados en la fase propositiva, resultaba más que benéfico.

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Antes, queridos jóvenes, concentrado al poder en el Presidente de la República, tenía él en sus manos prácticamente a la Asamblea Legislativa y al Órgano Judicial. Y tamañas facultades no había quien dejara de utilizarlas convirtiendo al sistema de gobierno en una dictadura. La soberanía, en efecto, radicaba en el dedo del gobernante, y la separación de poderes preconizada por Locke y Montesquieu se convertía en uno solo, explosionando el orden republicano de gobierno.

Frente a semejante escenario, no pueden negarse las bondades teóricas del nuevo sistema. Por una parte el Consejo Nacional de la Judicatura, y por otra la Federación de Asociaciones de Abogados configuran, en paridad, un listado de treinta aspirantes a la magistratura entre las cuales la Asamblea Legislativa elige a los nuevos magistrados de las diferentes salas. De ese listado, además, la Asamblea Legislativa elige directamente a los magistrados de la Sala de lo Constitucional (cuatro en el presente caso) cuya actuación, en general, no puede menos que calificarse de plausible.

Las condiciones para ser magistrado están expresamente señaladas en el artículo 176 de la Constitución y no voy a trascribirlas. Solo diré dos cosas:
Una, el requisito de moralidad y competencia notorias que es una norma abierta, antes se daba por sentada. Ahora, admite su indagación mediante los trámites de una normativa infraconstitucional.

Y, dos, la enumeración de las condiciones expresadas en la disposición arriba mencionada no incluye la palabra independencia que es, por cierto, el más importante de los requisitos. El artículo 172 lo afirma categóricamente: “Los magistrados y jueces, en lo referente al ejercicio de la función jurisdiccional son independientes y están sometidos exclusivamente a la Constitución y a las leyes”. En efecto, ¿de qué serviría un talentoso magistrado sin carácter, que postra sus decisiones a fuerzas ajenas? De nada. O, peor aún, mancha su alta investidura, corrompe la justicia, ocasiona un grave daño nacional y provocar la vindicta privada. Con cuánta razón dijo alguna vez José Martí: “El talento sin probidad es un azote”.

Pues bien, tenemos para el caso un buen régimen constitucional. Pero, como dondequiera destila su veneno la serpiente, debemos tener sumo cuidado para que en la práctica se cumplan los nobles propósitos de la Constitución.

Dado el estado casi fallido en que se encuentra la Nación por el brutal estallido de la violencia y la imparable corrupción, se hace necesario esforzarse por llevar a la Asamblea Legislativa y a los consejos municipales a los mejores ciudadanos. No queremos magistrados como los de Venezuela que actúan en nombre de una revolución retrógrada comandada por un déspota sanguinario que mancha el nombre de Bolívar; ni como los de Bolivia que pretenden eternizar a un gobernante que se siente tocado por los dioses y las voces secretas de la madre tierra; ni como los de Nicaragua que han convertido a su país en una satrapía; ni como los de Honduras que, volviendo a prácticas reeleccionistas ya condenadas por la historia, han provocado una severa crisis social en su pueblo.

No. Queremos funcionarios patrióticos que sepan actuar con pundonor pensando en el bien común y el interés general, y no para favorecer los intereses personales, de partido o de padrinos ocultos.

Cuidar el sufragio en todas sus facetas, se constituye, por consiguiente, en la más apremiante tarea cívica.

Queridos jóvenes: más que la esperanza del futuro ustedes forman el batallón de la rectitud del presente que necesita nuestra Patria ¡Unámonos en una cruzada decidida y audaz para salvarla! Avancemos. El reloj de la historia no camina hacia atrás.