David Rieff

«A veces, el recuerdo puede ser un arma de guerra y el olvido ayudar a la paz»: David Rieff

Analista político y cultural, vino al país a presentar su nuevo libro; afirma que la memoria colectiva «es mito» y que, en algunos casos, los pueblos deben elegir entre lograr la paz o la justicia.

David Rieff

Mariano Schuster, 3 septiembre 2017 / LA NACION

Screen Shot 2017-09-03 at 4.25.05 PM«Es polémico», me dijo un amigo antes del encuentro. «Claro», contesté. Busqué en mi biblioteca El oprobio del hambre, su poderoso ensayo crítico con el rol de las ONG, las asociaciones de caridad y los organismos internacionales. Y recordé que era cierto. Repasé las páginas de Contra la memoria, un trabajo dedicado a discutir el «imperativo moral» de eso que llamamos recuerdo colectivo. No hacía falta otra comprobación. Pero, por puro placer, la encontré en su último trabajo, Elogio del olvido (Debate), una obra llena de argumentos puestos sobre la mesa de la discusión de la memoria y la historia. Como todo polemista, genera acuerdos y desacuerdos. Hay sentimientos encontrados en quien lee su obra.

Él es David Rieff. Nacido en Boston en 1952, es uno de los ensayistas más punzantes de nuestra época. Analista político y cultural, es periodista y fue corresponsal de guerra en la ex Yugoslavia, varios países de África, Israel y Afganistán. Cargado de pensamientos y preguntas, llegó a Buenos Aires para presentar su último libro, y seguir polemizando.

Su libro parece estar atravesado por una idea fuerza según la cual, si bien el olvido puede constituir una injusticia con el pasado, la memoria también puede ser injusta con el presente. ¿Cómo se establecen, entonces, los parámetros de elección entre olvido y memoria?

Debo decirte que tengo una visión bastante pesimista tanto de la historia como del futuro. No soy progresista en el sentido filosófico. Creo que hay logros, pero que no podemos hablar de un progreso general en un sentido teleológico. El movimiento de derechos humanos es, fundamentalmente, un movimiento legalista y kantiano y, por ende, progresista en este sentido. No me refiero a los movimientos como los conocen aquí -tan atravesados por la política-, sino al movimiento de derechos humanos global, cuya concepción última es que hay un rumbo de la historia hacia la justicia. Yo no comparto esa idea de que existan marchas y contramarchas en la historia pero que, finalmente, nos espera un futuro luminoso. Por lo tanto, sí, hay que elegir y los parámetros de esas elecciones dependen del contexto específico.

Su crítica de la memoria apunta en esa dirección de oposición a la teleología y a la utopía del progreso.

Sí. Los diez libros que he escrito abordan temas muy diferentes pero tienen un punto en común: todos se lanzan contra las utopías. Y en eso incluyo a las utopías de la memoria. Mi tercer libro (The Exile, sobre el primer exilio cubano en Estados Unidos) lo expresa claramente. Allí critico esa memoria construida por los exiliados sobre una «época dorada» de una Cuba que, en rigor, nunca existió. Ellos reivindican una suerte de belle époque, una Cuba llena de cultura y libertad. Esa idealización no es seria. Esa construcción mitificada de la memoria es lo que quiero criticar. Porque, como dice Samuel Moyn, los derechos humanos son la «última utopía». Ha caído la utopía marxista y también se perdió la utopía de la democracia liberal en manos del neoliberalismo.

Si no hay utopías, ¿qué queda? ¿No hay ninguna posibilidad de transformación??

De transformación necesariamente positiva, no. De transformación, sí. Porque cada actualidad se presenta de manera diferente. Ahora se habla de la posverdad. Y la posverdad es Trump, la izquierda universitaria, y también, en otro sentido, la «memoria colectiva». La memoria colectiva hace un uso del pasado para los fines del presente. No es historia y no es memoria. Se sirve del trabajo de los historiadores y de las memorias individuales pero no es ninguna de ambas. Parte de esta discusión es la que sostuve con mi amigo Tzvetan Todorov. Aunque cada uno siguió con sus ideas, creo haberlo convencido de que su distinción entre uso y abuso de la memoria es insostenible.

¿Por qué todo uso es un abuso?

Porque la memoria colectiva no es historia. Es mito. El trabajo serio de la historia es establecer la diferencia entre pasado y presente. La memoria histórica, en cambio, es una manera de hablar del pasado como si se tratase del presente. Esa deformación está en el ADN de la memoria colectiva. El problema del debate entre uso y abuso es simple: ¿quién va a decidir? La memoria colectiva se transforma en cada época. Tal vez sea necesario. Pero es innegable que es una deformación.

Por lo tanto, la única memoria real sería la individual.

Desde el punto de vista neurológico, eso es así. La memoria colectiva es mito, solidaridad, política. Alguien que vivió una guerra la recuerda realmente. Pero sus hijos, que no la vivieron, no la recuerdan: en todo caso aceptarán un consenso creado en torno a ella o adoptarán una versión disidente respecto del pasado. Esa memoria, como decía, ya es mito.

El libro plantea otra disyuntiva: la necesidad de elegir entre paz y justicia. ¿Por qué no pueden coexistir ambas?

Todo depende del caso. Mi gran desacuerdo con el movimiento de derechos humanos es que considera que no es posible la paz sin justicia. Eso es empíricamente falso. Yo estuve en Bosnia y vi cadáveres en las calles. No hubo justicia de forma legal. Pero hoy no hay guerra y los niños no son asesinados. Hay casos palpables como el de Irlanda del Norte, donde hubo que elegir entre opciones no muy agradables como el olvido o el silencio público. Cada cual se quedará con su versión de la historia. Allí era casi imposible reconciliar las memorias y el acuerdo sólo podía hacerse sobre el presente y el futuro. Entre paz y justicia se decidieron, creo que correctamente, por la paz. El caso sudafricano también es representativo. Justicia para los verdugos del apartheid hubiese sido la cárcel, pero Mandela y sus seguidores consideraron que para evitar una nueva guerra civil eso no era lo adecuado. También podríamos mencionar la situación de Colombia. El acuerdo de paz planteado el año pasado no logró convencer ni a la derecha de Uribe ni a los organismos de derechos humanos, que insistieron en que con impunidad sería imposible una paz verdadera. Yo no estoy de acuerdo con eso. Es decir, esto es caso por caso. Hay otros en los que puede prevalecer la justicia. Aquí, en la Argentina, por ejemplo. Hoy no hay un «partido de la dictadura». Por más problemas que tenga la democracia, hay consensos establecidos. Yo creo que el fin de la amnistía y los indultos en la Argentina fue una muy buena medida. Pero todo depende del momento. Tal vez, quienes los pusieron también pudieron tener razón en su tiempo. Lo que quiero transmitir es que con un consenso más importante, sí se puede pedir justicia, paz y verdad. Pero siempre dependerá de la situación.

Los casos más complejos suelen ser aquellos en los que hay dos bandos enfrentados con recuerdos completamente diferentes, ¿no es así?

Claro, volvamos a Irlanda del Norte. ¿Cómo van a reconciliar los mitos republicanos y protestantes? Son incompatibles. Por lo tanto, si quieren paz deben aceptar que cada lado tenía mitos propios que son incompatibles, o que hay que olvidar todo y recomenzar. Si el conflicto entre Israel y Palestina puede tener un día una solución de paz, no veo cómo pensarla sin el olvido o el silencio dada la incompatibilidad.

La oposición entre paz y justicia, sin embargo, puede no trazar una línea directa con el olvido. Pero usted hace un elogio del olvido que es una apuesta más contundente.

Sí, pero lo hago para algunos casos. No para todos. Sucede que a la editorial no le convencía, con toda lógica, poner un título como «Elogio del olvido en algunos casos y de la memoria en otros» (risas). Lo cierto es que hay momentos históricos y situaciones en el mundo, sobre todo las de guerras y crisis, en los cuales el recuerdo puede servir como arma de guerra y el olvido puede ayudar a construir la paz.

Si bien en cualquier caso la memoria colectiva es mitificación y, por tanto, distorsión, ¿puede ser útil en algunos casos?

Bueno, veamos el caso argentino. Creo que es un error discutir la cifra de desaparecidos. Es cierto que puede ser incorrecta, pero tiene sus usos positivos. Esto también se expresa en el caso de Europa. Cuando alguien afirma que no murieron seis millones de judíos sino cuatro millones, empieza el negacionismo. Decir algo así hoy es alimentar a esos negacionistas, que son fuertes en algunos países.

En su concepción subyace un escepticismo que excede a la memoria y apunta a la condición humana. Usted supone que por saber qué sucedió en determinados acontecimientos trágicos, no se evitará que eso ocurra nuevamente. ¿No queda, sin embargo, aun si no hay aprendizaje, cierta memoria y una idea sobre el «mal»?

Todorov me dijo algo muy parecido en un mail que me envió, criticando este libro unos seis meses antes de su muerte. Él tenía la idea de que ciertos eventos trágicos y de crímenes deben ser recordados para tener un punto de referencia absoluto. Simplemente, soy más escéptico. Parto -como dijo un comentarista de mi libro- de un pesimismo mórbido. Porque un día todo será olvidado. Y eso sí es la condición humana. No lo digo con placer, pero es inevitable. ¿En diez mil años van a discutir la Shoah? Es imposible. Y, aun así, veo el problema que mencionas. Es el peligro del nihilismo trágico. Tristemente, no veo cómo evitarlo. Nosotros hemos visto el olvido. No recordamos acontecimientos terribles de siglos pasados. No aprendemos de ellos. Y también hemos olvidado ideas de otros tiempos. Toda idea va finalmente a morir. De una manera u otra, la filosofía moderna del progreso lleva a la idea del juicio final. Es la idea de que, como antes éramos juzgados por Dios, ahora lo somos por la historia. La verdad es que preferiría acordar con los optimistas pero no puedo.

Ése sí que es un pesimismo radical.

Sí. Y para colmo creo que la tecnología no va a rescatarnos y que no va a llegar la revolución.

Usted pone también el dedo en la llaga cuando discute la idea de que las víctimas deban ser los árbitros de la memoria.

Claro. En Ruanda aprendí que las víctimas de ayer pueden ser los victimarios futuros. Los tutsis entraron para salvar a los miembros de su comunidad y mataron a cientos de miles de personas.

También menciona el caso de Israel, un Estado fundado, al menos parcialmente, como modo de reparación a las víctimas tras los crímenes de la Shoah.

Sí, el caso del Estado de Israel tiene una clara vinculación con esto. Y no sólo por el rol de la derecha. Hay un sionismo liberal que pretende que el problema es Netanyahu, pero está en el ADN de Israel el hecho de que -al ser los judíos unos de los grandes pueblos víctimas en la historia- eso les permite hacer cosas absolutamente reprobables. Sucede como decía el poeta W. H Auden: aquellos a quienes se les hace el mal hacen el mal a cambio. Y, tal vez, las víctimas son particularmente peligrosas. No creo que el sionismo sea históricamente dependiente de la Shoah. Como sabemos, la precede. Sin embargo, el discurso sionista de nuestra época tiene a la Shoah como centro y esto causa un problema enorme.

Quisiera saber qué opina de los monumentos y espacios de memoria. Recuerdo, y usted lo menciona, que el historiador Tony Judt alertaba sobre los peligros de los monumentos conmemorativos, afirmando que el siglo pasado podía convertirse en una «cámara de los horrores históricos» con estaciones llamadas «Múnich», «Auschwitz», «Bosnia» o «Gulag». Su tesis era que memorializar el pasado en edificios era una forma de desentenderse de él.

Claro. Y creo que Judt tenía razón. Ahora se ve con claridad. Y con ello hay otras situaciones que apuntar. Para los jóvenes de la migración musulmana que llegan a Europa, insistir sobre la Shoah es una forma más de discriminación. Es un gran problema. Conozco a profesores y maestros en Alemania que dicen que no saben cómo enseñar sobre esto. Una placa no construirá nada así. Pasa también en Londres, atestada de placas azules con inscripciones que dicen «Aquí vivió Bertrand Russell» o «Aquí vivió Karl Marx». La gran mayoría de personas no sabe quiénes son. ¿De qué memoria se habla? No lo sé: quizás estemos en un momento de olvido.

Biografía

David Rieff nació en Boston en 1952. Hijo de Susan Sontag, estudió Historia en la Universidad de Princeton. Es ensayista, periodista y fue corresponsal de guerra en diferentes conflictos armados y guerras civiles. Es autor de diez libros, entre ellos El oprobio del hambre, Contra la memoria y Elogio del olvido.

 

Lea también sobre el tema:

Elogio del olvido/EL PAIS-Babelia

David Rieff contra la memoria histórica/LETRAS LIBRES

David Rieff contra la dictadura de la memoria/EL PAIS

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Cumplir con el deber de olvidar. De David Rieff

La salvaguarda de la memoria histórica se ha convertido en una obligación moral de nuestra época. Pero en ocasiones los recuerdos cometen grandes injusticias con el presente.

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Reloj encontrado, en diciembre de 2014, en una fosa común en el cementerio de San Roque de Puerto Real (Cádiz). Daniel Ochoa de Olza AP

110437-ldDavid Rieff, 19 marzo 2017 / EL PAIS

La mayoría de la gente decente en España, como en casi todas partes, convendría con el célebre precepto de George Santayana: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. La consecuencia de esto es que hoy la memoria se ha convertido en una de las devociones más inatacables. Se nos ha inculcado que el recuerdo del pasado y su corolario, la conmemoración de la memoria histórica colectiva, es una de las más elevadas obligaciones morales de la humanidad.

Sin embargo, ¿qué ocurre si, no siempre pero con mucha frecuencia, esto es una equivocación? ¿Qué ocurre si la memoria histórica colectiva, tal como la emplean las comunidades y las naciones, ha conducido demasiadas veces a la guerra más que a la paz, al rencor y al resentimiento más que a la reconciliación y a la determinación de vengarse por los agravios reales e imaginarios en lugar de comprometerse con la ardua tarea del perdón? En suma, ¿no hay épocas en que es mejor olvidar algunas cosas?

Es lo que pasó en el sur de EE UU después de 1865, cuando tras la guerra de Secesión, otra modalidad de batalla se libró sobre la versión del conflicto que prevalecería: la victoria de la Unión o la derrota de la Confederación. Esa batalla por la memoria, aunque atemperada, continúa, como quedó demostrado en el reciente debate sobre la bandera confederada. Y así como la memoria histórica colectiva arrasó a la exYugoslavia en los años noventa, lo mismo ocurre hoy con Israel-Palestina, en Irak y en Siria, con el populismo nacionalista hindú del partido Bharatiya Janata de India y entre yihadistas e islamistas, tanto en el mundo musulmán como en la diáspora musulmana en Europa occidental, Norteamérica y Australia.

No hay una solución sencilla. Al contrario, es probable que el ansia de comunidad de los seres humanos, ya imperiosa en tiempos de paz y abundancia, llegue a sentirse como una urgencia psíquica y moral en tiempos difíciles. Pero, al menos, no se ha de hacer la vista gorda al tremendo sacrificio que las sociedades han de asumir y siguen asumiendo en aras del consuelo de la rememoración.

Que la memoria histórica colectiva no respeta el pasado debería ser evidente. Y para que quede claro, no se trata solo de inexactitud, voluntaria o involuntaria, como la que abunda en las actuales series de televisión que pretenden recrear un periodo histórico —como Los Tudor o Roma—. Cuando los Estados, los partidos políticos y los grupos sociales hacen un llamamiento a la memoria histórica, sus motivos no son triviales. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, el objetivo de dichos llamamientos, casi invariablemente, era alentar la unidad nacional. Resultaría reconfortante creer que los regímenes reprobables han sido más propensos a esta práctica que los decentes, pero la realidad es que casi todos se han empeñado en la movilización y manipulación de la memoria o en su creación.

Así como el recuerdo colectivo arrasó a la ex Yugoslavia en los años noventa, lo mismo ocurre hoy en Israel-Palestina, en Irak y en Siria

Incluso movimientos políticos rivales han llegado a disputarse la propiedad de una figura histórica particular, que supuestamente encarna a la nación, como ocurrió con Juana de Arco en la Francia del siglo XIX. La derecha la tenía por emblema de la determinación francesa que rechazó a los invasores extranjeros; en cambio, para la izquierda, mayoritariamente anticlerical, fue una víctima de la Iglesia católica que la condenó a morir en la hoguera. Cuando fue beatificada en 1909 (y canonizada en 1920), la izquierda no pudo reclamarla como propia. Pero la memoria de Juana de Arco continuó en el centro de la controversia; fue un referente para la derecha, primero para el extremista movimiento conservador católico, Action Française, y el Gobierno de Vichy y, en los ochenta, para el ultraderechista Frente Nacional, que conmemora a Juana de Arco cada 1 de mayo, coincidiendo no por casualidad con la fiesta anual más importante de la izquierda.

En la mayoría de los casos al menos, el olvido comete una injusticia con el pasado. El problema se agrava cuando al recordar se incurre en una injusticia con el presente. En este caso, cuando la memoria colectiva condena a las comunidades a sentir el dolor de sus heridas históricas y el enconamiento de sus agravios, no es preciso cumplir con el deber de recordar, sino con el deber de olvidar. En este tipo de situaciones, ¿se puede decir qué es peor, el recuerdo o el olvido?

No existe una respuesta categórica. Pero dadas las tendencias agresivas de la humanidad, es posible como mínimo que el olvido, a pesar de todos los sacrificios que impone, sea la única respuesta prudente; y en ese sentido debería ofrecer cierto consuelo más que causar consternación. Sobran los ejemplos históricos en que dicho olvido se produce más pronto de lo que razonablemente cabría esperar. Sirva para ilustrar esto el momento en que el general De Gaulle decidió que Francia tendría que aceptar la independencia de Argelia; se cuenta que uno de sus asesores protestó exclamando: “Se ha derramado demasiada sangre”. De Gaulle respondió: “Nada se seca tan pronto como la sangre”.

Una mujer es abucheada en Chartres (cerca de París) tras haber sido rapada por haber tenido un hijo con un soldado alemán, en agosto de 1944.

Una mujer es abucheada en Chartres (cerca de París) tras haber sido rapada por haber tenido un hijo con un soldado alemán, en agosto de 1944. Robert Capa Magnum

 

Con lo anterior no estoy prescribiendo una amnesia moral. Estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo. Tampoco se discute la decisión de los colectivos de recordar a sus muertos o exigir el reconocimiento a los sufrimientos causados, sobre todo por los estados nacionales. Hacerlo sería recomendar una suerte de mutilación moral y psicológica de proporciones trágicas. Por otra parte, el exceso de olvido no es con mucho el único riesgo. También lo es el exceso de recuerdo, y a comienzos del siglo XXI, cuando en todo el mundo la gente está, en palabras del difunto Tzvetan Todorov, “obsesionada con un culto nuevo, el de la memoria”, lo último parece haberse convertido en un riesgo mucho mayor que la primero.

Para presentar el dilema de forma más cruda: la conmemoración puede ser aliada de la justicia, pero no es una amiga fiable de la paz, y el olvido sí puede serlo. Un ejemplo de ello es el llamado pacto del olvido en España entre la derecha y la izquierda que, si bien nunca se formalizó, resultó esencial para el acuerdo político que restauró la democracia tras la dictadura de Franco. La transición democrática aterrizó sobre las alas de la reescritura y del olvido. La mayoría de avenidas y paseos —aunque por supuesto no todos los miles de calles— que tras la victoria fascista de 1939 ostentaban el nombre de Franco y otros subordinados suyos fueron rebautizados. En lugar de sustituirlos con los nombres de héroes y mártires republicanos, se eligieron denominaciones que se remontaban más atrás.

Los defensores de los derechos humanos, como Garzón, restan importancia a las consecuencias políticas y sociales negativas

El pacto del olvido pretendía apaciguar a los leales a Franco en una época en que la disposición de la derecha a consentir siquiera la transición no estaba garantizada. Desde un principio el pacto tuvo numerosos detractores, no sólo de la izquierda. Incluso una parte importante de los que no se opusieron de entrada pensaban que no tendría éxito a menos que fuera acompañado de una comisión de la verdad parecida a la sudafricana o a la argentina. Pero finalmente le tocó a un magistrado intentar iniciar por medio de procesos judiciales lo que los políticos se habían negado categóricamente a plantearse. En 2008, el juez Baltasar Garzón emprendió la investigación de la muerte de las 114.000 personas que se estima fueron asesinadas por el bando fascista durante la guerra y en las décadas posteriores. Se ordenó la exhumación de 19 fosas comunes.

Casi sobra recordar a los lectores españoles la controversia desatada por los empeños de Garzón, y no sólo porque muchos aún estaban convencidos de que el pacto del olvido había sido eficaz, sino también porque la Ley de Amnistía de 1977 mantenía que los asesinatos y atrocidades cometidos por cualquiera de los dos bandos, con “intención política”, estaban protegidos de la acción judicial. Garzón argumentó que “toda ley de amnistía que busca encubrir un crimen de lesa humanidad es inválida ante la ley”. Sus partidarios, los más apasionados de los cuales pertenecían a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, estaban de acuerdo. Y, aunque a la postre el Tribunal Supremo no sólo desautorizó a Garzón, sino que se empeñó en suspenderlo de la judicatura (en 2014 fue uno de los principales abogados defensores que representó al fundador de Wikileaks, Julian Assange), sus partidarios siempre han estado convencidos de que sus acciones representan la única respuesta ética lícita. Lo anterior quedaba compendiado en la pregunta retórica que se publica de forma intermitente en la parte superior de la web de esa asociación: “¿Por qué los padres de la Constitución dejaron a mi abuelo en una cuneta?”.

Los defensores de los derechos humanos, entre ellos algunos miembros de la judicatura, como Garzón, en general han presentado la ley y la moral como inseparables, al menos en los casos en que el asunto examinado compete con toda claridad al ámbito jurisdiccional de un tribunal. Y puesto que la mayoría de ellos supone que la justicia es el requisito esencial de una paz duradera, tienden a restar importancia al riesgo de que sus acciones tengan consecuencias políticas y sociales negativas. Cuando estas consecuencias se han hecho efectivas, su postura ha solido ser declarar que la responsabilidad de solucionarlas es de los políticos, no suya.

No sería honrado limitarse a señalar las ocasiones en que el recuerdo todavía no es útil (para la paz o la reconciliación), o en que ha dejado de ser provechoso, sin reconocer también los abundantes casos en los que el olvido también tiene fecha de caducidad, a veces muy cercana. Otro tanto reiteró la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en su campaña de apoyo a lo que intentaba lograr Garzón. Desde un punto de vista analítico, además, el grupo tenía razón cuando sostenía que “la Ley de Amnistía fue clave para avanzar hacia la democracia tras una dictadura atroz y gozó durante años de un gran apoyo social. Pero a finales de esta década [la primera del siglo XXI], las víctimas empujaban a un Gobierno de izquierdas para que los crímenes de lesa humanidad [cometidos en la Guerra Civil y bajo la dictadura de Franco] no siguieran gozando de impunidad”.

Ni en la política ni en la guerra, los seres humanos están dispuestos a la ambivalencia; responden a la lealtad y a la certeza

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica probablemente estaba en lo cierto cuando sostenía que la España del siglo XXI ya no necesita el pacto del olvido; una situación semejante a la de Francia cuando, tras la emisión televisiva de Le Chagrin et la pitié, pronto quedó claro que el país había cambiado lo suficiente para que la verdad sobre lo ocurrido durante la Ocupación no causara un daño tan grave a la ecología moral o histórica del país.

Incluso en el supuesto de que lo dicho sea ahora el caso en España, es demostrablemente falso en otros lugares. En los Balcanes, en Israel-Palestina (y gran parte del resto del Medio Oriente), hasta hace poco en Irlanda del Norte, no es tanto una cuestión de “olvidar ahora” como de darse cuenta de que en algún momento del futuro, independientemente de si el momento llega más o menos pronto o se aplaza mucho tiempo, sería mejor abandonar las victorias, las derrotas, las heridas y los rencores que se conmemoran.

Ese listado incluiría a Sri Lanka, Colombia y Ucrania. También a EE UU y el recuerdo de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Pese a que los estadounidenses aún no están preparados para afrontar aquello, la llamada guerra mundial contra el terror terminará algún día, al igual que la II Guerra Mundial, y tarde o temprano el 11-S no tendrá más resonancia que el ataque japonés contra la flota estadounidense en Pearl Harbor en 1941.

El crítico social estadounidense Leon Wieseltier advirtió en una ocasión que la política nacionalista fundada en la memoria colectiva puede “destruir la actitud empírica necesaria para el responsable ejercicio del poder”. Los acontecimientos en Oriente Próximo —campo de pruebas del uso irresponsable del poder— parecen confirmar esa afirmación todos los días. Para citar un solo ejemplo, cuando las fuerzas israelíes rodearon Beirut en 1982, el primer ministro israelí, Menahem Begin, anunció que tenían a los “nazis rodeados en su búnker”, aunque los que estaban atrapados en la capital libanesa eran Yasser Arafat y los combatientes de Fatah. Se trata de un ejemplo paradigmático de lo que ocurre cuando la memoria colectiva nacida del trauma encuentra una expresión política y sobre todo militar.

Israel es un ejemplo del desastroso modo en que la memoria colectiva puede deformar una sociedad. El movimiento de los colonos recurre rutinariamente a una versión de la historia bíblica cuya distorsión de lo ocurrido en realidad es flagrante. En la entrada del asentamiento de Givat Assaf, en Cisjordania, hay un letrero en le que se lee: “Hemos vuelto a casa”. Benny Gal, uno de los dirigentes de los colonos, en una entrevista reciente reiteraba que “en este lugar exacto, hace 3.800 años, la tierra de Israel fue prometida al pueblo hebreo”. ¡Tres mil años de historia! ¿Cómo puede rivalizar con ello la actitud empírica necesaria para el ejercicio responsable del poder? Y las fantasías en el lado árabe del conflicto son tan históricamente absurdas como para que los yihadistas se refieran a los cruzados y comparen Israel con el reino de Jerusalén del siglo XII.

Pero nada de lo anterior debería sorprendernos. Si la historia algo nos enseña es que, ni en la política ni en la guerra, los seres humanos están dispuestos a la ambivalencia; responden a la lealtad y a la certeza. Y como sostenía el historiador francés del siglo XIX Ernest Renan, en la medida en que puedan ser fortalecidos por la memoria colectiva, no importa si los recuerdos son históricamente fieles.

Si dedicáramos al olvido una parte mínima de la energía que dedicamos a recordar, ¿la paz en algunos lugares del mundo podría estar más cerca?

El gran historiador y filósofo judío Yosef Yerushalmi pensaba que el problema fundamental de la edad moderna es que sin alguna forma de autoridad dominante, o ley moral, la gente ya no sabe lo que necesita ser recordado y lo que sería posible olvidar sin percances. Pero si los temores de Yerushalmi están justificados y toda continuidad real entre el pasado, el presente y el futuro ha sido sustituida por memorias colectivas del pasado que no son más reales que las tradiciones inventadas, entonces sin duda ha llegado el momento de escudriñar nuestras heredados devociones sobre la rememoración y el olvido.

Un buen precedente podría ser el edicto de Nantes, proclamado por Enrique IV en 1598 con el propósito de poner fin a las guerras de religión en Francia. El monarca se limitó a prohibirle a sus súbditos, tanto católicos como protestantes, que revivieran sus recuerdos. “Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros, tras el comienzo del mes de marzo de 1585 —decretaba el edicto— y durante los convulsos precedentes de los mismos, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida”. ¿Habría podido funcionar? ¿Habría logrado atemperar semejante resentimiento la orden real? Como Enrique fue asesinado en 1610 por un católico fanático opuesto al edicto, revocado al poco tiempo, nunca lo sabremos. Sin embargo, ¿no sería concebible que si nuestras sociedades dedicaran al olvido una parte mínima de la energía que ahora dedican a recordar, la paz en algunos de los peores lugares del mundo podría estar más cerca?

Presencié la guerra de Bosnia entre 1992 y 1995, que fue sobre todo una masacre avivada por la memoria colectiva o, más concretamente, por la incapacidad para olvidar. Allí siempre llevaba conmigo dos poemas de la poeta polaca Wislawa Szymborska. En ellos —‘Fin y principio’ y ‘La realidad exige’— la más antidogmática y humanitaria de los poetas, una mujer que dijo que su frase predilecta es “no sé”, entendía el imperativo moral del olvido. Nacida en 1923, vivió el desesperado sufrimiento de Polonia bajo los nazis y los rusos. Y, sin embargo, escribe:

La realidad exige

que también se diga:

la vida sigue.

Sigue en Cannas y en Borodino

y en Kosovo Polje y en Guernica.

Szymborska expresa el imperativo ético del olvido, si la vida ha de continuar, como corresponde. Y tiene razón. Porque todo debe llegar a su fin, incluso el duelo. Si no la sangre nunca se seca, el fin de un gran amor se convierte en el fin del amor mismo y, como solían decir en Irlanda, mucho después de que la disputa haya dejado de tener sentido, perdura el recuerdo del rencor.

David Rieff es periodista estadounidense. Esta semana presenta en España su libro ‘Elogio del olvido’ (Debate).