Rodolfo González

El hombre. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

12 febrero 2019 / EL DIARIO DE HOY

Un amigo abogado de amplia experiencia, muy respetado por su trayectoria ética como servidor público, me comentó una vez, a propósito de la tensa relación que comenzó a desarrollarse desde 2010 entre la Sala de lo Constitucional y el Presidente de la República, que seguramente a la base de esa situación estaba el hecho de que el Jefe del Ejecutivo no había entendido que él ya no era “el hombre”, como se denominaba a sus antecesores.

Mi amigo me relataba que, en la década de los sesenta y los setenta, cuando alguien tenía un problema en algún ministerio o autónoma, pero también en algún municipio o los tribunales de justicia, buscaba una audiencia con el Presidente de la República; si tenía la suerte de poder hablar con él gracias a la intervención de algún militar de alto rango, le planteaba su situación; y si recibía una respuesta positiva, se retiraba tranquilo, seguro de que el problema sería resuelto, porque ya había hablado con “el hombre”, quien se encargaría de dar las instrucciones donde fuera —literalmente, en cualquier dependencia de la estructura del Estado— para que fuera arreglado. Se daba por natural que el Presidente de la República era un cargo todopoderoso, ilimitado y omnipresente, de manera que su titular podía, sin ningún control, intervenir y dar órdenes en todas las instituciones estatales.

A estas alturas resultaría anacrónica dicha manera de resolver los problemas, no solo porque el Jefe del Ejecutivo puede ser tanto un hombre como una mujer —y en ambos casos, civil, es decir, alguien que no tiene la calidad de miembro activo de la Fuerza Armada— sino también porque la Constitución configura, y en la práctica institucional se ha intentado desarrollar, aunque con dificultades y retrocesos, un sistema republicano que incluye los frenos y contrapesos normales en toda democracia. Un sistema que permite a los diferentes órganos, en sus relaciones recíprocas, utilizar sus atribuciones y competencias para controlar las actuaciones de los demás.

Además, es de la esencia de una democracia una prensa libre, en que las opiniones editoriales de los diferentes medios no están condicionadas por coacciones estatales; también que los ciudadanos tengan reconocidos ciertos derechos fundamentales, como la libertad de expresión y el derecho de asociación, que les facilitan opinar, tener acceso a información, criticar, cuestionar y organizarse para incidir en la cosa pública desde la sociedad civil: desde las iglesias, sindicatos, oenegés, cámaras empresariales o asociaciones de todo tipo, y con ello controlar desde el ámbito “privado” a los funcionarios y entidades públicas.

Consecuencia de lo anterior es que, si bien el Ejecutivo tiene funciones importantísimas en la estructura del Estado de Derecho, pues diseña e implementa las políticas públicas, incluida la política exterior, ejecuta las leyes y concentra la fuerza pública —porque el Presidente de la República es comandante general de la Fuerza Armada, nombra al director del Organismo de Inteligencia del Estado, al Ministro de Seguridad y al Director de la Policía Nacional Civil— sus actuaciones también están sujetas a los típicos controles de los otros órganos. Acabamos de presenciar cómo un veto por inconstitucionalidad fue superado por la Asamblea Legislativa con mayoría calificada, el Jefe del Ejecutivo promovió la controversia prescrita por la Ley Suprema ante la Sala de lo Constitucional, y este tribunal terminó dando la razón a la Asamblea y mandando a publicar el decreto vetado.

“El hombre” todopoderoso, con capacidades omnímodas para decidir en todos los ámbitos que la Constitución ha repartido entre diferentes órganos estatales, es una figura de nuestra historia ya superada por la realidad institucional de nuestro Estado Constitucional.

Defensa ciudadana de la Constitución. De Rodofo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

11 diciembre 2018 / EL DIARIO DE HOY

Es muy conocida la frase de Lord Acton (cuyo nombre completo era John Emerich Edward Dalberg-Acton), quien fue miembro de la Cámara de los Comunes británica a mediados del siglo XIX y trabajó veinticinco años en escribir una Historia de la Libertad, que dejó inacabada. Al analizar la relación entre poder y libertad afirmó que “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Las democracias contemporáneas entienden muy claramente dicho riesgo, por lo cual en sus constituciones han incorporado previsiones orientadas a asegurar la plena vigencia de la democracia, el Estado de Derecho y los derechos fundamentales: por una parte, la formación de una conciencia constitucional en las nuevas generaciones, y en los ciudadanos en general, para el respeto a los valores constitucionales; por otra, la creación de mecanismos de control entre los órganos estatales orientados a evitar los abusos de poder y cumplir así con el postulado de Montesquieu de que, por la misma disposición de las cosas, el poder frene al poder.

La ley primaria, por tanto, antes que encomendar toda la defensa democrática en la actuación de un Tribunal, Corte o Sala de lo Constitucional, prevé el involucramiento de los ciudadanos en el cumplimiento de la democracia y los derechos, de manera que todos seamos sus intérpretes y defensores; y establece un complejo sistema de mecanismos de control, propios del régimen republicano, para evitar los abusos de poder.

Para lo primero es fundamental el rol de la educación, la opinión pública, las universidades o los tanques de pensamiento. La misma Constitución ordena ser enseñada en todos los centros docentes, con lo cual se asegura que las nuevas generaciones, desde que comienzan su educación formal, entiendan y asimilen aspectos básicos de la convivencia ciudadana y democrática: igualdad y dignidad de todos, respeto al medio ambiente, convivencia pacífica e integración con los países vecinos, y entender que solo puede ejercer autoridad aquel a quien legítimamente hayamos elegido, ya se trate del representante de los alumnos en una escuela, o de un presidente de la República. Lo mismo se puede decir de una opinión pública o una academia que analiza la realidad desde los valores constitucionales. ¿Se ha trabajado suficientemente desde el sistema educativo en fomentar dicha conciencia constitucional? ¿Conocemos todos nuestros derechos y estamos dispuestos a defenderlos frente a los abusos?

En cuanto al sistema de frenos y contrapesos, la Constitución le atribuye a los órganos estatales la facultad de revisar o supervisar las actuaciones de los otros órganos, de manera que su actuación conjunta evite los abusos de poder, violaciones a los derechos de los ciudadanos o la corrupción.

En 35 años de vigencia de la actual Constitución ¿cuántas interpelaciones o comisiones especiales de investigación ha formado el Legislativo? ¿Qué funcionarios han sido interpelados y cuáles temas han interesado a los diputados para investigar vía comisiones especiales? ¿Cuán efectiva ha sido la potestad del Presidente de la República para ejercer control por vía de las observaciones y el veto? ¿Han evitado esas potestades ejecutivas la entrada en vigencia de leyes lesivas a los derechos ciudadanos o atentatorias contra la democracia y el Estado de Derecho? ¿Cuán efectivas han sido las actuaciones de la Corte de Cuentas para evitar la corrupción y proteger la Hacienda Pública?

Estas preguntas nos llaman a reflexionar sobre el rol que los ciudadanos y la sociedad civil hemos ejercido para asegurar la plena vigencia de la Constitución. Es un error esperar que el control del poder va a depender exclusivamente de la actuación de la justicia constitucional. Democracia, Estado de Derecho, Constitución y derechos fundamentales son temas que nos competen a todos.


La Corte Suprema y el Fiscal General que necesitamos. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

13 noviembre 2018 / EL DIARIO DE HOY

A mediados de 2015, la Corte Suprema de Justicia adoptó un acuerdo que, en perspectiva histórica, evidenció ser uno de los más importantes de los últimos años: entregar a un ciudadano solicitante la primera versión pública de la declaración de probidad de un funcionario, atendiendo una orden del Instituto de Acceso a la Información Pública. Lo que vino después era previsible: en el resto de ese año se tramitaron miles de solicitudes de acceso a la información en las que se pedían declaraciones de varios funcionarios, las más frecuentes referidas a los diputados y a los últimos presidentes de la República; como también era de esperar, se solicitó por los ciudadanos la realización del examen o auditorías de tales declaraciones, para determinar la existencia o no de enriquecimiento ilícito.

Nuevamente por intervención del IAIP, y luego de concluir que se trataba de una obligación impuesta por la Constitución, cuyo incumplimiento se daba por constatado, la Corte ordenó realizar las correspondientes auditorías y así, en el último trimestre comenzó el primer juicio de enriquecimiento ilícito de nuestra historia, relativo a un directivo de la Asamblea Legislativa. Luego vinieron más casos el año 2016, en que se realizaron más exámenes de cuentas y, como consecuencia de ello, se ordenó los respectivos juicios de enriquecimiento ilícito para dos presidentes de la República, diputados, titulares de instituciones autónomas, un ex-Fiscal General de la República, alcaldes y varios funcionarios judiciales, incluido un expresidente de la Corte Suprema.

El actual Fiscal General, Douglas Meléndez, decidió recién comenzaba sus funciones que ejercería la acción civil en todos los juicios de enriquecimiento ilícito ordenados por Corte Plena. Así, respecto del expresidente Francisco Flores, ejerció la acción de extinción de dominio, y en la mayoría de los otros casos, también la acción penal, como consecuencia de las cuales atribuyó al expresidente Saca haber desviado alrededor de 300 millones de dólares, y al expresidente Funes alrededor de 350 millones de dólares.

Luego de tal acción coordinada de las instituciones encargadas de asegurar la transparencia y probidad, y combatir la corrupción, ahora hay un expresidente de la República condenado en vía penal y otro en vía civil, este último también siendo objeto de procesamiento penal. Y mientras en la Asamblea Legislativa se entrampa la renovación de un tercio de la Corte Suprema de Justicia, que involucra casi la totalidad de la Sala de lo Constitucional, se ha abierto el proceso para definir si se reelige al actual titular o se elige un nuevo titular en la Fiscalía General de la República.

La corrupción ha provocado graves perjuicios a la economía nacional y es una forma de violar derechos fundamentales, pues distrae recursos que permitirían afrontar las carencias en salud, educación, medio ambiente, seguridad pública, etc. Una institucionalidad fuerte, a cargo de titulares conscientes de las atribuciones y competencias atribuidas por el ordenamiento y dispuestos a asumir el reto histórico que tienen entre manos, puede hacer la diferencia para superar dicha situación.

El proceso de elección de los titulares de las instituciones encargadas de garantizar la probidad, transparencia y combate a la corrupción no es solo de interés para los diputados, quienes realizan formalmente la elección; también es de interés de los ciudadanos, pues al proteger la hacienda pública al final se protege el patrimonio de todos.

Si vemos el rol de tales instituciones solo desde la perspectiva del combate a la corrupción se concluye que de la buena o mala elección de la Corte Suprema y de la renovación o reelección del actual titular en la FGR depende que los ciudadanos ganemos o perdamos en la lucha contra la corrupción.

Los guardianes de las esencias. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

30 octubre 2918 / EL DIARIO DE HOY

En los años ochenta del siglo pasado, en el debate sobre la confirmación de Robert Bork, nominado por Reagan para la Suprema Corte, se calcula que la movilización de los grupos sociales en favor y en contra de su ratificación por el Senado implicó un gasto total de 20 millones de dólares. La cifra refleja la amplitud del debate y la importancia que le dieron ciertos actores relevantes, pues algunos consideraban que las posiciones excesivamente conservadoras del candidato harían retroceder los derechos alcanzados en las décadas anteriores gracias a la jurisprudencia del dicho tribunal, mientras que otros, quienes eran parte de la ola conservadora que había llevado al poder al presidente proponente, consideraban que era necesario poner límites a la Suprema Corte.

Unos años después, cuando en 1990 el presidente Bush nominó a David Souter para dicho tribunal, el tema fue la nota principal de los periódicos más importantes del país, y el resultado final, su confirmación, fue primera plana del Chicago Tribune, mientras que la noticia del nombramiento del antecesor de Souter, en 1956 –William Brennan–, apenas llamó la atención del mismo periódico, quien publicó la nota en su sección 3, “debajo de las historietas”, como reseña Lawrence Baum.

La Suprema Corte estadounidense es hoy por hoy uno de los tribunales más influyentes del mundo, junto con el Tribunal Constitucional Federal alemán y la Corte Constitucional italiana, aunque no tiene una Sala especializada en su interior, y tampoco dispone de un proceso especialmente creado para la protección de los derechos constitucionales, llámese amparo, acción de tutela o de otra manera.

Sin embargo, es difícil creer que en los orígenes de la historia estadounidense se dieron casos de personas que rechazaron ser nombradas como jueces –incluso presidente–, por considerarla una institución carente de relevancia, o la abandonaron para hacer actividad puramente política, o incluso solicitaron pasar a un puesto judicial en un tribunal inferior.

Es generalmente reconocido el papel de su presidente John Marshall, a inicios del siglo XIX, para hacer que el tercer “departamento” del gobierno llegara a ser un órgano relevante, en condiciones de igualdad con el Legislativo y el Ejecutivo; y lo hizo sentando las bases jurisprudenciales para el control de constitucionalidad de las leyes, definiendo la distribución de competencias entre la federación y los estados, y sentando algunas reglas sobre interpretación de la constitución que aún son utilizadas, más de dos siglos después, por la academia y la jurisdicción.

La relevancia de un tribunal constitucional depende de las competencias que le asigna la propia Constitución, básicamente la protección de los derechos fundamentales y de los principios de la democracia y el Estado de Derecho; pero también depende de que sus titulares se tomen el cargo en serio, y estén conscientes del papel que desempeña la institución a la cual pertenecen.

Un amigo diplomático califica a los jueces constitucionales como “guardianes de las esencias de la democracia”, y en los países en que se ha consolidado la justicia constitucional, los ciudadanos en general saben de la relevancia para mantener el cumplimiento de la Ley Fundamental.

En El Salvador también los ciudadanos han ido adquiriendo cada vez más conciencia de esa relevancia, se involucran más en el análisis de la jurisprudencia, siendo orientados por la comunidad de especialistas; saben distinguir los pronunciamientos que implican avances en la democracia, de los que implican un retroceso; y en la actualidad se mantienen vigilantes de la Asamblea cumpla su papel de elegir a los más idóneos para esa importante tarea.

Solo corresponda esperar que los diputados también tomen conciencia de la importancia de la tarea que tienen entre manos.

El respeto a las libertades de expresión e información. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

3 octubre 2018 / EL DIARIO DE HOY

Todas las constituciones incluyen en sus catálogos de derechos, las libertades de expresión e información. En la teoría general de los derechos fundamentales se analizan los límites tolerables para ellas desde la perspectiva constitucional, así como la manera en que deben ser resueltos los casos en que colisionan con otros bienes igualmente importantes en el régimen democrático: el honor, la intimidad, la propia imagen, la presunción de inocencia, o la igualdad entre hombres y mujeres, entre grupos étnicos o religiosos, y la paz interna e internacional.

En la sentencia de 11-I-2013, pronunciada en el proceso de Inc. 41-2005, la Sala falló sobre la demanda presentada por un grupo de ciudadanos que pedían la declaratoria de inconstitucionalidad del Reglamento para Teatros, Cines, Radioteatros, Circos y demás Espectáculos Públicos, emitida por un decreto ejecutivo de 1948. La impugnación se basó en el vicio formal consistente en que una materia reservada a la ley estaba siendo regulada por un reglamento.

Para determinar si la materia regulada estaba efectivamente reservada a ley, el tribunal analizó el tema de la censura de los espectáculos públicos, y en sintonía con la jurisprudencia de diversos tribunales internacionales y constitucionales, concluyó que, en el ámbito del art. 6 de la Constitución, solo es posible impedir tales espectáculos, para la protección moral de la infancia y la adolescencia, exigencia derivada del artículo 35 de la Constitución. También especificó que, dentro del orden público –que en el mismo artículo 6 opera como límite para la libertad de expresión–, se comprende el combate a la discriminación, la defensa del pacifismo y el respeto a los símbolos que representan al pueblo en su identidad cívica y en su diversidad religiosa; esto último habilita acciones estatales para contrarrestar la apología del odio racial o a la mujer, de la guerra o la ofensa a los símbolos patrios, así como las expresiones de intolerancia religiosa.

Sin embargo, en la misma sentencia se aclara que las causas que habilitan a la censura previa de espectáculos públicos deben interpretarse de manera restrictiva, de forma que la prohibición de contenidos sea la excepción, y la difusión de las ideas, la regla general. La sentencia concluyó declarando la inconstitucionalidad por vicio de forma del reglamento impugnado, por regular una materia reservada a ley.

Recientemente se ha presentado iniciativa del Presidente de la República por medio del ministro de Gobernación y Desarrollo Territorial, para la aprobación de una Ley de espectáculos públicos, cinematografía, medios de comunicación y publicidad, que tendría por supuesta finalidad proteger la integridad moral y la dignidad humana, así como difundir una cultura de paz, y que entre otras cosas, crea un observatorio de medios para medir el cumplimiento de los indicadores que permitirán evaluar y clasificar los contenidos transmitidos en los espectáculos públicos, medios de comunicación y medios de publicidad: violencia, sustancias que generan adicción, situaciones sexuales y lenguaje inadecuado; además dispone que la publicidad y los contenidos comunicados al público, a través de espectáculos públicos, radio, televisión, la industria cinematográfica y publicitaria, deberán estar acordes a la política nacional de contenidos configurada por el Estado.

La aprobación de un decreto legislativo superaría las deficiencias formales identificadas en la citada sentencia de la Inc. 41-2005; sin embargo, la iniciativa también es susceptible de análisis para determinar si se está cumpliendo con los estándares materiales o de contenido ordenados por la Ley Suprema sobre libertades de expresión e información, tal como han sido explicitados en la jurisprudencia de la Sala. La constitucionalidad de la regulación de tales derechos no se satisface solamente cumpliendo los requisitos formales, sino también los de contenido.

 

Michael Schumacher taxista. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

22 agosto 2018 / EL DIARIO DE HOY

El siete veces campeón mundial de Fórmula 1 iba hace algunos años en taxi al aeropuerto con el tiempo justo, arriesgándose a perder su avión. Le pidió al conductor que le permitiera manejar; lo hizo y llegó al destino diez minutos antes. La policía inició una investigación para determinar si había cometido una infracción, y es curioso lo que contestó el taxista al ser entrevistado: la manera de conducir de Schumacher fue increíble, no sabía que su vehículo podía hacer todas esas cosas.

A propósito de esa noticia, comentamos con algunos amigos que en la estructura del Estado salvadoreño tenemos varias instituciones, creadas en diversos momentos de nuestra historia, con fines específicos, todos ellos importantes para la democracia, el Estado de Derecho o la vigencia de los derechos fundamentales; instituciones que, si fueran efectivas, facilitarían adoptar y ejecutar decisiones capaces de resolver problemas concretos de la población, combatir la corrupción o garantizar la mínima seguridad pública que los individuos necesitamos.

Ellas están dotadas de leyes que, aunque imperfectas y siempre mejorables, ya establecen suficientes competencias para que sus titulares alcances los fines que se buscaron al crearlas, además de procedimientos para tomar decisiones y hacerlas cumplir; y aunque no siempre disponen de un presupuesto adecuado, en ocasiones han demostrado que pueden producir resultados satisfactorios.

¿Cómo sería nuestro país si la Corte Suprema de Justicia y las Salas en ella, la Fiscalía General de la República, la Corte de Cuentas de la República, el Instituto de Acceso a la Información y el Tribunal de Ética Gubernamental funcionaran plenamente dentro de sus competencias y cumplieran coordinadamente sus fines? Seguramente no tendríamos los escandalosos casos de gran corrupción que ahora vamos conociendo, cometidos en gobiernos de todos los colores partidarios, ni la impunidad que todavía padecemos desde que concluyó el conflicto armado. No sabemos todavía la velocidad a la que pueden correr todos estos vehículos.

Sin embargo, uno puede imaginarlo a partir de ciertas constataciones. Por mencionar tres ejemplos, en El Salvador está vigente una Ley de Enriquecimiento Ilícito de Funcionarios y Empleados Públicos que data de 1959, y una Ley de Procedimientos Constitucionales que viene de 1960. En aplicación de tal normativa, el país ha visto en los últimos años que la Corte Suprema de Justicia, institución encargada de aplicar la primera y la Sala de lo Constitucional, quien actúa con base en la segunda, acudieron a técnicas de integración del ordenamiento y a criterios de interpretación evolutiva o progresiva para producir resultados que marcaron una diferencia respecto de años anteriores, con una normativa de hace casi seis décadas.

De igual manera, la Fiscalía General de la República ha procesado y ejercido la acción de extinción de dominio respecto de uno de los últimos Presidentes de la República, y la penal respecto de otros dos, así como del último titular de la misma Fiscalía; todo ello sin que haya tenido siempre la colaboración requerida ni dispuesto de un presupuesto adecuado.

¿La deficiente institucionalidad, por tanto, es solo un problema de reformas legales y presupuesto, o es de titulares? Es válido conjeturar que, más bien los problemas históricos de funcionamiento dependen de si se elige o no a personas idóneas para ejercer los cargos, conscientes de su responsabilidad, con la capacidad, visión de país y voluntad de hacer que las instituciones a ellos encomendadas cumplan su cometido.

Hay una clara diferencia entre instituciones a cargo de titulares expertos y éticos, que pueden lograr que las instituciones den todo de sí, o a cargo de titulares que, sin méritos, conocimiento ni trayectoria, son colocados en sus cargos nada más como cómplices de la corrupción y los abusos de poder de otros.

Estado de Derecho y seguridad jurídica. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

14 agosto 2018 / EL DIARIO DE HOY

A diferencia de otras leyes fundamentales, como la colombiana, la española o la alemana, la nuestra no contiene una definición del estado salvadoreño como Estado de Derecho. Existen varias teorías sobre la Constitución, y una de ellas la ve como la suma de las decisiones políticas fundamentales que adopta un pueblo; entre tales decisiones, a veces denominadas “principios estructurales”, se suele incluir, junto a la del Estado social, Estado laico, Estado democrático, Estado pluricultural, etc., la del Estado de Derecho. Sus elementos esenciales son la seguridad jurídica, la limitación y el control del poder, esto último conseguido mediante los correspondientes frenos y contrapesos.

La idea básica es la de un Estado racional, que respeta ciertos límites en sus actuaciones, empezando por los que le imponen los derechos fundamentales. Las Constituciones contemporáneas ya no se limitan a fijar las atribuciones y competencias de los órganos estatales y sus relaciones recíprocas, sino que enuncian valores –como la justicia, la dignidad humana, la libertad, la igualdad, el bien común–, así como principios rectores del orden económico, del sistema de fuentes o de las relaciones de las Administraciones públicas con los ciudadanos. La presencia de contenidos materiales en las leyes supremas, permite constatar un cambio de Estado formal a estado material de Derecho.

También le es inherente la idea de que cada órgano actúe “conforme a derecho”. En la actualidad el criterio más importante para justificar el ejercicio del poder es justamente aquel por el cual se sustituye el arbitrario gobierno de los funcionarios de turno por el racional gobierno de las leyes. Cuando se producen abusos porque los titulares de los entes públicos exceden sus atribuciones y competencias, se activan los correspondientes mecanismos de control de legalidad –jurisdicción contencioso-administrativa– o de constitucionalidad –jurisdicción constitucional–.

En el Estado de Derecho, la determinación última sobre la titularidad y garantía de los derechos, así como sobre el cumplimiento de las respectivas obligaciones legales, corresponde a los tribunales. En los juicios que promueven las partes para determinar si un derecho ha sido respetado o si una obligación ha sido incumplida, siempre habrá un juez perteneciente al Judicial que pronunciará la última palabra. Ese fallo, cuando ya no admite recurso, es de obligatorio cumplimiento, y su desconocimiento genera inseguridad jurídica. Una forma de medir el grado de respeto al Estado de Derecho es medir el cumplimiento de las decisiones judiciales.

A su vez, la seguridad jurídica implica la idea básica de razonable previsibilidad, lo cual se logra regulando de manera previa los ámbitos de licitud e ilicitud. Además, impone a los órganos con potestades normativas, la exigencia de que las leyes sean aprobadas con la debida anticipación y sin efecto retroactivo, que sean claras, sin dejar vacíos y utilizando un lenguaje claro y preciso. Ello es más fuertemente exigible cuando se trata de leyes que establecen delitos e infracciones administrativas con sus correspondientes sanciones, o leyes tributarias en que se habilita a los entes públicos a imponer contribuciones a los ciudadanos, o leyes que limitan los derechos fundamentales que la Constitución garantiza a toda persona.

Pero también se garantiza el Estado de Derecho y la seguridad jurídica cuando se establecen procedimientos administrativos o judiciales, autoridades competentes para dar validez a un determinado acto jurídico –sentencia, acto administrativo, acto normativo, plazos, medios de prueba, recursos, etc.

El Estado de Derecho y la seguridad jurídica establecen las condiciones para que los individuos desarrollen libremente sus propios proyectos de vida y permiten a los individuos “saber a qué atenerse” en lo lícito o ilícito. Esas condiciones generan estabilidad y contribuyen a que la sociedad se desarrolle y pueda coordinar los esfuerzos de los distintos individuos hacia metas comunes.

Recobrar territorios. De Rodolfo González

Rodolfo González, ex magistrado de la Sala de lo Constitucional

25 julio 2018 / El Diario de Hoy

Desde que hablamos de Estado hacemos referencia a un ente investido de un poder soberano que se impone a todas las personas, naturales y jurídicas, públicas y privadas, dentro de su territorio. En ese orden de ideas, Max Weber sostuvo hace casi cien años que Estado es “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama con éxito para sí el monopolio de la fuerza física legítima”.

La primaria manifestación de la soberanía interna es la capacidad del Estado para imponer el cumplimiento de las leyes a todos los que se encuentren en su territorio. Incluso quienes sostienen la idea de Estado mínimo aceptan que la garantía del cumplimiento de la ley es una de las exigencias básicas que se le plantean a los poderes públicos, y que la seguridad ciudadana y jurídica es condición indispensable para que los particulares desarrollen libremente sus propios proyectos de vida.

Los Estados actuales enfrentan problema de todo tipo, y no es raro que se encuentren con situaciones en que ciertos grupos —una guerrilla, un cartel de narcotraficantes, una pandilla— les disputen el control territorial. Pero cuando nos detenemos en el mencionado planteamiento weberiano llegamos rápidamente a una conclusión: los miembros de esa guerrilla, cartel de la droga o pandilla pueden estar mejor entrenados y equipados que la policía y el ejército regular del Estado, pero nunca serán poderes legítimos. Siempre los funcionarios que derivan su autoridad del voto directo o indirecto de los ciudadanos, tendrán legitimidad para perseguir a quienes, situándose al margen de la ley, pretendan disputarle al Estado la capacidad de imponer sus leyes.

Por eso resulta tan chocante a la conciencia ciudadana constatar que, por imposibilidad fáctica o por desidia de algunas autoridades, existan ciertas zonas del territorio donde no pueden ingresar ni siquiera las autoridades representantes del Estado: policía, fiscales, jueces o la fuerza armada, y que sus residentes estén a merced de los delincuentes, en total desprotección de las autoridades.

La última sentencia de Amparo emitida por la Sala de lo Constitucional aborda la problemática del desplazamiento forzado interno. Da por establecido que los demandantes y sus grupos familiares han sido víctimas de tal fenómeno, como consecuencia del acoso y de graves atentados que miembros de una pandilla efectuaron en su contra, pero además por hechos de violencia no investigados ni esclarecidos que involucraron a agentes de la policía.

Concluye que los desplazamientos internos se llevan a cabo en espacios urbanos y rurales controlados por las pandillas, en los que no se advierte la presencia del Estado. Destaca que, además de la ausencia de la fuerza pública en dichos territorios, también están ausentes las instituciones públicas encargadas de ejecutar las políticas sociales que podrían coadyuvar a reconstituir los tejidos sociales deteriorados por la violencia. “El vacío que en los territorios controlados por las pandillas ha dejado la deficitaria presencia de las diversas instituciones del Estado —afirma— ha sido ocupado por las agrupaciones delictivas que, con estos desplazamientos, confirman que la ausencia de poderes públicos da lugar a que los más fuertes impongan su voluntad a los más débiles”.

Como consecuencia de ello, afirma que los poderes públicos están obligados a implementar acciones orientadas a recobrar progresivamente y de forma permanente los territorios bajo control de las pandillas. No se trata del simple ejercicio de la fuerza, porque también se resalta el imperativo de aplicar políticas sociales que permitan la integración e inclusión de los sectores abandonados y vulnerables.

Sin embargo, sí se resalta la necesidad de que el Estado se comporte como tal: que controle el territorio y haga cumplir la ley a todos por igual, garantizando con ello seguridad ciudadana y jurídica a todos los habitantes.

La justicia en serio. De Rodolfo González

La libertad es un bien constitucional tan importante que la intervención estatal en dicho ámbito debe ser mínima, razonable, justificada en los derechos de terceros o bienes colectivos, y en todo caso garantizando la legalidad y proporcionalidad en las medidas tomadas.

Rodolfo González, magistrado de la Sala de lo Constitucional

27 junio 2018 / El Diario de Hoy

Tomo prestado el nombre de un famoso libro del iusfilósofo estadounidense Ronald Dworkin —“Los derechos en serio”— para referirme, no a la actividad de administración de justicia que realizan los tribunales, sino a lo que en nuestro sistema legal es considerado el primer valor que orienta la actividad del Estado.

Descartada la fórmula tradicional (“dar a cada uno lo suyo”), tomarnos la justicia en serio implica partir de los artículos 3 y 4 de la Constitución, según los cuales “todas las personas son iguales ante la ley” y “toda persona es libre en la República”, así como del artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el cual afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Con ello confluimos con quienes ven a la justicia como un valor comprensivo de otros dos de rango constitucional: la libertad y la igualdad. Ahora nos ocuparemos brevemente del primero.

El núcleo de la libertad es la esfera íntima de la persona, que comprende un ámbito irreductible tradicionalmente denominado fuero interno, donde radican pensamientos, ideas, emociones, deseos, etc., exentos de la intervención gubernamental pues son esenciales para la autodeterminación del individuo. Que el fuero interno no puede ser afectado por tal intervención lo podemos ver claramente en el caso de los presos de conciencia, a quienes arbitrariamente se restringe su libertad de desplazamiento, pero nunca su libertad ideológica.

Solo los Estados totalitarios pretenden controlar toda la vida de los ciudadanos, incluyendo el núcleo de su libertad, ordenando que se profese un determinado credo religioso o una ideología política “oficial”, excluyendo a otras.

En una democracia solo pueden ser objeto de regulación por el Derecho las conductas externas, susceptibles de afectar derechos de terceros o bienes colectivos, y solo cuando se juzga tales conductas externas es válido indagar cuál fue la intención de alguien, por ejemplo al cometer un delito —si hubo dolo o no— o al firmar un contrato —si hubo o no consentimiento libre.

Pero aun así, incluso aquellas conductas que producen efectos en el mismo sujeto que realiza la acción —las llamadas “autorreferentes”— están protegidas por la libertad, en el sentido que no pueden ser objeto de intervención por el Estado, porque aunque son externas, no producen efectos sociales entre los individuos, no se traducen en un posible daño para otros. Es el caso del consumo de alcohol o drogas, la promiscuidad o la falta de cuidado de la salud por el propio titular de este derecho.

Solo es posible la intervención estatal cuando estamos en presencia de conductas intersubjetivas, es decir las externas que producen efectos en los derechos de terceros o bienes colectivos. Nuestra Constitución reconoce muchas libertades (de expresión, de asociación, de tránsito, de culto, de contratación, de disposición de bienes, etc.), las cuales pueden ser limitadas por las leyes en la medida en que sea necesario hacer compatible el goce de tales derechos, con los deberes de cada uno respecto de sus semejantes. Esta limitación será legítima siempre que se haga con base en la ley formal —reserva de ley— y se respete el principio de proporcionalidad, el cual básicamente significa que, de entre las varias alternativas posibles para limitar un derecho, debe escogerse la que implique el menor sacrificio.

La libertad es un bien constitucional tan importante que la intervención estatal en dicho ámbito debe ser mínima, razonable, justificada en los derechos de terceros o bienes colectivos, y en todo caso garantizando la legalidad y proporcionalidad en las medidas tomadas. La libertad es uno de los valores constitucionales integrantes de la justicia, y los derechos derivados de ella son esenciales en todos los sistemas políticos que merezcan el nombre de democracias.

¿Tres órganos fundamentales? De Rodolfo González

Rodolfo Ganzález, magistrado de la Sala de lo Constitucional

13 junio 2018 / El Diario de Hoy

Tanto los Diputados como el Presidente de la República son funcionarios de elección popular. Los órganos Legislativo y Ejecutivo gozan de autonomía normativa, pues el primero recibe de la Constitución habilitación para aprobar su reglamento interior, mientras que, respecto del segundo, el Consejo de Ministros está facultado para emitir su reglamento interno, sin que uno de tales órganos pueda incidir en la organización del otro. Y ambos configuran positivamente la política estatal, en sus diversos ámbitos —económico, educativo, ambiental, de seguridad pública, etc.— pues uno aprueba las leyes y el presupuesto, mientras el otro ejecuta las políticas públicas.

No sucede así con el Judicial, pues ninguno de los jueces proviene del voto popular; la normativa que rige su organización y funcionamiento es aportado por los otros órganos, quienes aprueban la Ley Orgánica Judicial y las respectivas leyes procesales; y tampoco incide en la configuración positiva de la política estatal, pues no es responsable directo del diseño y ejecución de las políticas públicas.

Sin embargo, el artículo 86 inc. 2° Cn. afirma que “los órganos fundamentales del Gobierno son el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial”. Dicha cláusula constitucional podría verse como un simple tributo a la teoría tradicional que, planteada en su forma más elaborada por Montesquieu, fue puesta en práctica exitosamente con las primeras constituciones escritas —la estadounidense de 1787, la francesa de 1791 y la de Cádiz de 1812, muy influyente en el constitucionalismo latinoamericano— o como una decisión básica del poder constituyente, que obliga a preguntarse cuál es el sentido que, aquí y ahora, tiene la fundamentalidad del Judicial.

Desde la resolución de 3-XI-1997, Inc. 6-93, la jurisprudencia constitucional hizo suya la propuesta teórica según la cual el control es un elemento inseparable del concepto de Constitución. Asumiendo que los riesgos de abuso de poder están siempre presentes y que por tanto es necesario hacer efectivos los límites que a los órganos y entes públicos imponen la Constitución y las leyes, se ha configurado en nuestro país un sistema de controles recíprocos entre los órganos; frenos y contrapesos que encuentran su máxima expresión en el control de constitucionalidad.

Y por aquí encontramos el camino que nos lleva a determinar la fundamentalidad del Judicial. No puede desconocerse la función, que en toda la historia han tenido los jueces, de resolver disputas entre particulares, o entre éstos y el Estado, mediante sentencias que en algún momento adquieren firmeza y deciden definitivamente sobre los derechos y obligaciones recíprocos. Pero a esa función se le ha sumado recientemente la de controlar las actuaciones de los órganos políticos mediante la inaplicabilidad ejercida por todos los tribunales —control difuso— o mediante el control que la Sala de lo Constitucional realiza de todos los actos normativos, administrativos y jurisdiccionales en los procesos constitucionales —control concentrado.

Es precisamente la función de control, ejercida por todos los tribunales de la República, la que legitima desde la perspectiva política al Judicial. Cuando se ha propuesto como solución al supuesto déficit de legitimidad democrática de los jueces, su elección por el voto popular, se parte de una concepción reducida de la democracia. El diseño que desde nuestra Ley Suprema se proyecta a toda la institucionalidad del Estado es el de una democracia constitucional, en el cual todos los órganos reciben su autoridad de la Constitución, y realizan las funciones que ella les encomienda.

Que los jueces no provengan del voto popular, que estén sometidos solo al ordenamiento jurídico y configuren negativamente la política estatal, con su función de control; que en el Judicial siempre haya un tribunal que pronuncie “la última palabra” sobre los controles constitucionales, es parte de ese diseño, y hace del tercer órgano, uno fundamental.