Un vecino me escribe indignado. Mientras
leo su correo puedo percibir, debajo de las esdrújulas y detrás de los
acentos, sus jadeos entrecortados, el ruido de la rabia instalado en su
respiración. Él esperaba que Michelle Bachelet le
metiera –por lo menos- un dedo en el ojo a alguien, a cualquiera, aunque
fuera a un ex ministro, a adulador de turno, a un oficial de la guardia
presidencial. Y no lo decía metafóricamente. Esperaba algo contundente.
Había imaginado una escena donde la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU
se paraba ante las cámaras y, sin sonreír, le decía a todos los
venezolanos que Tarek Williams Saab es un farsante, un sicario al
servicio de los poderosos y –además- un pésimo poeta. En el fondo de
sus sueños, existía la imagen vaporosa donde esta señora chilena
agarraba por las greñas a Cilia Flores y la llevaba a rastras desde el
patio hasta la puerta del Palacio de Miraflores: ¡pa´fuera! No podía
tolerar la foto de la chilena, con media sonrisa de circunstancia
atrapada sobre los labios, junto a Maduro o junto al General Padrino
López “¿Acaso no sabe que son unos torturadores, que son unos
asesinos?”, se preguntaba con genuina exasperación.
Uno de los elementos esenciales de la antipolítica es el dominio del afecto sobre las formas. Así se construye el clima ideal para el desarrollo del populismo.
La experiencia sentimental se impone sobre cualquier protocolo, sobre
cualquier ceremonia, saboteando incluso la idea de que el acuerdo y las
negociaciones son un vínculo fundamental para la vida en común. Hugo
Chávez destruyó la institucionalidad del país basándose
en sentimientos. Lo único importante era lo que los ciudadanos
sintieran por él. Todo lo demás quedó fuera del debate. La emoción sustituyó al discernimiento.
Este proceso ha ido variando,
complejizándose y agudizándose con los años. Y en él estamos todos
envueltos y revueltos. Las distintas diatribas que, con respecto a la
visita de Michelle Bachelet, se han dado esta semana entre diferentes
ciudadanos de oposición a veces parecen un enjambre de estridencia sentimental. La antipolítica puede llegar a ser un melodrama absurdo, sin contención. En el fondo, no importa qué siente
Michelle Bachelet. No importa si se conmovió o no, si lloró o si solo
se le aguaron los ojos, si sus corazón es sincero y se inclina hacia el
sufrimiento de las grandes mayorías del país. Tampoco importa lo que sintamos cada uno de nosotros. No importan las sospechas entrañables ni las devociones íntimas. Necesitamos desafectivizar la política, llevarla de regreso al territorio del razonamiento.
Hay otra forma de ver los hechos
Esta semana vino al país una funcionaria de alto nivel,
a cargo del tema de Derechos Humanos en la más importante organización
internacional del planeta. Pudo reunirse con las víctimas de
agresiones, escuchó distintos testimonios. Habló con el liderazgo
opositor, con la iglesia, con representantes de ONGs que trabajan en la
defensa de derechos humanos en todo el país. Pero además consiguió acuerdos importantes
que comprometen al gobierno con respecto a la situación carcelaria y a
los presos políticos. Puso en evidencia el tema de la tortura, exigió datos claros
sobre la situación sanitaria… Logró, además, que el gobierno de Nicolás
Maduro acepte que dos representantes de la oficina de Derechos Humanos
de la ONU permanezcan en el país y monitoreen de forma permanente todo
lo que ocurre.
No importa que esta alta
funcionaria sea chilena, no importa que se llame Michelle Bachelet. No
importa su historia personal, su vida privada, su experiencia
sentimental. Una Alta Comisionada de la ONU estuvo aquí y formalmente
dejó constancia de que hay profundas violaciones a los derechos humanos y
un alarmante deterioro humanitario en el país.
No tumbó al gobierno, ciertamente. Tampoco vino a hacerlo. Tenía
una labor que cumplir, según los requerimientos y exigencias de su
misión y de su cargo. Eso es acción política. Y quizás nunca sabremos lo
que realmente sintió, lo que en verdad siente en su interior. Vino a
trabajar no a emocionarse.
Los
venezolanos creemos que la improvisación es un método. Tal vez eso
pueda explicar lo inexplicable: la fallida rebelión contra un Estado
fallido que se produjo el 30 de abril.
A medida que pasan las horas, cada vez parece más difícil conocer
realmente qué ocurrió. La ausencia de información y la falta de
credibilidad en los diferentes actores implicados dejan al ciudadano
común sin posibilidades de acercarse a la verdad. Más que datos ciertos,
solo abundan las especulaciones. Como si, más que analizar la realidad,
solo fuera posible imaginarla.
Quizás
nunca se llegue a saber ciertamente ni qué pasó ni qué podría haber
pasado esta semana con las fuerzas armadas en Venezuela. Esta opacidad,
sin duda, es otro síntoma del enorme deterioro institucional del país.
Pero lo ocurrido también demuestra, nuevamente, que ese vacío
institucional no puede llenarse con violencia. Es otro recordatorio de
que la democracia no se legitima con fusiles sino con votos.
Cuando apenas amanecía el martes pasado en Caracas, apareció Juan Guaidó en las redes sociales anunciando “el cese definitivo del gobierno usurpador”
y la activación de los militares para consolidar la llamada Operación
Libertad. El líder de la oposición estaba rodeado de soldados y, tras
él, en primera fila, destacaba Leopoldo López,
un preso político emblemático del gobierno chavista que se encontraba
bajo arresto domiciliario. El hecho de que López estuviera también ahí,
libre, sobre un puente, en medio de soldados, parecía ser una parte
fundamental de la noticia.
En
algunas oportunidades de su mensaje, Guaidó habló en pasado. Como si,
de alguna manera, ya lo importante hubiera ocurrido. Las imágenes que se
transmitieron después le sumaron más confusión al momento. En rigor, no
se encontraban dentro de una base militar. Tampoco había ningún alto
oficial dando la cara y haciéndose responsable de la rebelión ni hubo
información sobre algún alzamiento militar en otras regiones del país.
La
transmisión desde el puente se fue convirtiendo rápidamente en un
espectáculo cada vez más pobre: imágenes de Leopoldo López sonriendo y
abrazando a algún amigo, como si celebrara algo que nadie podía
entender. Juan Guaidó se difuminó y el escenario épico del amanecer
empezó a transformarse en un espacio incomprensible, lleno de
movimientos erráticos y sin voceros dispuestos a declarar. La llamada
Operación Libertad no parecía ni siquiera una operación.
Sin
embargo, la ausencia de los altos funcionarios del oficialismo hizo
posible que se pensara que algo estaba ocurriendo. Nicolás Maduro
desapareció completamente. Las hipótesis de las conspiraciones se
sostienen en el silencio. Ese martes 30 de abril nadie dijo nada
definitivo. Hubo alguna declaración de algún ministro, denunciando un
intento desestabilizador de la oposición, pero nada más. Los discursos
articulados empezaron a llegar los días posteriores, cuando la marea
bajó y el panorama comenzó a aclararse. Pero durante el día crucial la
mayoría de los actores quedaron en silencio. En suspenso. A la espera.
Ni
siquiera los otros líderes de la oposición se manifestaron
abiertamente. Tampoco lo hizo de forma decidida y en bloque la comunidad
internacional. Ni todos los funcionarios del gobierno ni todos los
altos jerarcas militares. Es posible pensar que, en el fondo, todos
estaban contenidos, atentos, calculando. En una situación límite, se
sintieron obligados a esperar de qué lado, finalmente, se inclinaba la
balanza. Nadie deseaba arriesgarse sin saber el resultado. Todos querían
tener alguna certeza de que están apostando al ganador.
A esta ausencia de las élites, hay que sumar también la censura oficial que controla medios de comunicación y bloquea redes y plataformas.
Frente a esto, el chisme termina siendo la única fuente de información.
Los ciudadanos, finalmente, estamos obligados a aceptar que solo
tenemos el rumor como forma de conocer e interpretar la realidad. Que si
Leopoldo López y Juan Guaidó actuaron en solitario, traicionando al
resto de la oposición. Que si había un plan acordado con altos mandos
militares para forzar la salida institucional de Maduro, pero que los
rusos intervinieron antes y lo impidieron. Que si había una conspiración
en marcha pero, al final, todo se abortó por culpa del afán protagónico
de Leopoldo López. Que si había un acuerdo entre el Departamento de
Estado estadounidense y varios dirigentes cercanos a Maduro. Que si los
cubanos evitaron que los militares traicionaran a la revolución. Que si
sí. Que si no. Que si Rusia, que si los chinos, que si Donald Trump. Que
todo puede ser mentira, que todo puede ser verdad. Que nunca hubo nada y
que casi hubo un golpe. Que la intervención viene y se va cada día. Que
la Operación Libertad continúa pero de otra forma. Que estamos igual
pero no tan igual que ayer. Seguiremos informando.
Como si se tratara de un desquite infantil, dos días después, también al amanecer, Nicolás Maduro apareció
en una transmisión obligatoria para todos los canales, rodeado de los
jefe militares que le juraban lealtad. Esa era su respuesta al llamado
rebelde de Guaidó. Pero también tenía algo de espectáculo patético e
incomprensible. Parecía un mensaje para el interior de la propia
institución castrense.
Probablemente,
en un balance temprano de lo ocurrido esta semana, nadie quede bien. Ni
la dirigencia de la oposición ni la del oficialismo. Tampoco los
líderes internacionales. Parecen todos una élite errática que se echa la
culpa, unos a otros, sin demasiados argumentos ni lucidez. Sobran las
palabras grandes. Los discursos se desinflan. La apelación a la
libertad, a la patria, a la soberanía… parece fatua. Todo son solo
errores de cálculo. La improvisación no sirve para gobernar. El chavismo
lo ha demostrado. Tras veinte años en el poder
solo han logrado un récord de corrupción y la destrucción total del
país. Pero del otro lado pasa lo mismo: tampoco la improvisación sirve
para derrocar dictaduras.
Venezuela
está cada día más débil. Incluso como noticia. Lo ocurrido esta semana
también lo demuestra. Hay un agotamiento generalizado que cada vez se
contagia más, la fragilidad de todos los poderes es cada vez mayor. Es
obvio que Maduro no puede confiar en quienes lo rodean. Es evidente que
la unidad de la oposición está fracturada. Ninguno de los dos bandos
tiene la capacidad de derrotar y someter al otro. Ni el chavismo puede
gobernar ni la oposición puede quebrar internamente a la fuerza armada.
Ni los cubanos van a salir voluntariamente del país ni Trump va a
invadir militarmente a Venezuela. Se acabó el tiempo de las consignas
radicales. Los venezolanos estamos condenados a negociar. El problema es
cómo hacerlo, con quiénes, bajo qué condiciones.
Ante
una crisis económica que se desborda y adquiere una dimensión cada vez
más aterradora, las decisiones políticas son también cada vez más
costosas y determinantes. No es el momento de improvisar, sino de
diseñar y de acordar un salida institucional. Esta semana ha vuelto a
quedar claro que la violencia, de ninguno de los lados, representa un
verdadero desenlace. Mientras no haya elecciones limpias y confiables,
tampoco habrá futuro para Venezuela.
Esto de Venezuela parece un campeonato mundial de conspiración
política, militar y de inteligencia. Imagínense las escenas en aquella
casa donde Leopoldo López guardaba arresto domiciliario, vigilada las 24
horas por agentes del temible Servicio Bolivariano de Inteligencia
(SEBIN): entran generales del SEBIN y del ejército, a veces juntos, a
veces por separado y se sientan con el líder opositor para
instrumentalizarlo dentro de su plan de dar un auto-golpe. Quieren
deshacerse de Nicolás Maduro, quien ya está quemado internamente e
internacionalmente, pero necesitan que el nuevo régimen sea percibido
como gobierno de transición y legítimo que cuenta incluso con el apoyo
de líderes opositores.
Y por su parte, Leopoldo, quien me consta que no es ningún
sencillo, tratando de instrumentalizar a los generales para que generen
las fisuras que la oposición necesita dentro de las fuerzas armadas,
para luego usar la movilización popular para hacer caer el debilitado
edificio del régimen chavista…
Los generales venezolanos reportando a sus referentes cubanos, que
controlan cada movimiento del SEBIN y de las fuerzas armadas —y los
cubanos negociando con los agentes rusos, que llegaron hace pocas
semanas para hacerse cargo de la operación de rescate— no de Maduro,
sino del régimen. Porque ojo: Los cubanos y los rusos andan juntos en
Caracas, pero no necesariamente tienen los mismos intereses…
En otro escenario, Moscú intercambiando mensajes con Washington.
Ambos descaradamente lanzando campañas públicas de desinformación sobre
la situación real en las calles de Venezuela, pero al mismo tiempo
tratando de evitar que la situación se salga de control. Para Washington
se trata de convencer a los chavistas que están dispuestos a mandar sus
marines si algo le pasa a Juan Guaidó, al mismo tiempo que aseguran a
los rusos que de ninguna manera van a intervenir militarmente.
Nada de esto lo vimos en televisión. Sólo vimos lo que pasó el 30 de
abril en las calles de Venezuela: la sorpresiva aparición de Leopoldo
López a la par de Guaidó, pero también flanqueado de miembros bien
armados del SEBIN, de la Guardia Nacional y del Ejército. Los dos
líderes más emblemáticos del país, encabezando una manifestación
opositora, pero sin lograr detonar un levantamiento popular masivo que
obligue a las tropas militares a tomar posición.
¿Qué pasó? Dicen que los planes (hechos para el 1 de mayo, tanto de
un auto golpe para deshacerse de Maduro como el de Leopoldo y Guaidó de
usar este autogolpe para de una sola vez hacer caer al régimen) se
frustraron, porque otros efectivos del SEBIN, a lo mejor por orden de
los cubanos, planificaron detener a Guaidó en la mañana del 30 de abril
—lo que obligó a los conspiradores (de ambos lados) a adelantar sus
acciones. La idea era que la concentración popular masiva del 1 de mayo
coincidiera con la aparición de Leopoldo y con la operación del
autogolpe militar. Esto se frustró —y ni los opositores ni los
conspiradores militares consiguieron su objetivo. Maduro, aunque
visiblemente asustado y debilitado, se mantiene en el Palacio de
Miraflores…
La otra razón del fracaso es que la actuación de Estados Unidos
carece de credibilidad. Nadie les cree la amenaza de intervención
militar, ni los rusos, ni los cubanos, ni los chavistas, solamente los
sectores más retrógrados dentro de la oposición venezolana. ¿Y cómo iba a
ser diferente, si la Operación Venezuela de Washington está a cargo de
un fanático veterano de la Guerra Fría como Elliot Abrams, quien depende
de dos tigres de papel como John Bolton y Donald Trump?
Todo esto parece una novela mal lograda, escrita en partes
por mentes bastante brillantes (como Leopoldo López y algunos generales
jóvenes de inteligencia venezolana), pero en otras partes por
trogloditas como Elliot Abrams y algunos adeptos de la anti-política
dentro de la oposición venezolana. Para nosotros puede ser una novela de
suspenso divertida, para los venezolanos sigue siendo una pesadilla.
CIUDAD
DE MÉXICO — Ocurre con frecuencia: más de una vez me he encontrado en
el trance de estar frente a un desconocido que, al saber que soy
venezolano, me pregunta: “¿Es cierto todo lo que está pasando allá?”. La
duda siempre me sorprende. Uno de los obstáculos fundamentales para
poder analizar lo que sucede en Venezuela es la verdad. Siempre hay más
de una, queriendo imponerse como única, inapelable, cargada de la más
honesta emoción. Estuve en Caracas el fin de año y durante casi todo el
mes de enero. Dentro del país no hay mucho lugar para las dudas. La
verdad es una experiencia física. La miseria y el hambre no tienen
matices. La confusión comienza cuando esa verdad se transforma en
noticia.
El
pasado 23 de febrero, en la mitad de uno de los puentes que cruza la
frontera entre Colombia y Venezuela, un camión cargado de ayuda
humanitaria ardió en llamas.
Esta imagen, en sí misma, ya era una información inflamable. Se trataba
de uno de los vehículos que la oposición trataba de ingresar al país.
Rápidamente, las redes sociales también se incendiaron. Era muy difícil
no contagiarse. De lado y lado cruzaron acusaciones. Anatoly Kurmanaev,
corresponsal de The New York Times con mucha experiencia en Venezuela,
señaló muy temprano la complejidad del caso: destacó las dos versiones
que se manejaban y alertó sobre la
necesidad de “hacer más esfuerzo para averiguar qué pasó exactamente
con los camiones, dado el significado que las imágenes de la ayuda en
llamas adquirirán en los próximos días”.
Tras días de indagación y cotejo de las diferentes informaciones, el Times publicó
un serio trabajo donde demuestra que el origen del incendio no estuvo
en las fuerzas de choque de Maduro, sino en los manifestantes que
estaban en el lado de la oposición. Las redes sociales volvieron a echar
humo. En rigor, el reportaje ponía en entredicho las dos verdades
oficializadas de lo ocurrido, la del madurismo y la de la oposición, y
ofrecía una tercera alternativa, aferrada a los hechos, que señalaba que
el incendio se había producido debido al desprendimiento accidental de
una mecha de las bombas molotov que los manifestantes de la oposición
lanzaban hacia las barricadas del régimen de Maduro. La realidad fue tan
simple como incómoda. Pero en contextos tan erizados emocionalmente hay
que saber y poder discernir entre la verdad de la vehemencia y la
verdad de la investigación periodística.
Pero eso a veces no resulta tan fácil. Hace unos días, el periodista estadounidense Max Blumenthal filmó para The Grayzone un video
de sí mismo paseando por un supermercado de Caracas, para mostrar los
estantes llenos de variados productos. Blumenthal hizo incluso
malabarismos con varias frutas, como queriéndose burlar un poco de
quienes denuncian escasez en el país y aseguró que el verdadero problema
era la hiperinflación causada por la elite capitalista de Venezuela. En
esos mismos días, el periodista argentino Joaquín Sánchez Mariño
también colgó en la red otro video,
en el que mostraba otro hipermercado en la misma ciudad, donde los
anaqueles estaban llenos… pero de un único producto. El
desabastecimiento en el local era contundente. ¿Alguno estaba mintiendo u
ofreciendo una visión distorsionada, demasiado recortada, de una
realidad más amplia? ¿En cuál de los dos se podía confiar?
Mientras
la oposición realizaba una campaña de denuncia, de petición de apoyo y
de recolección de fondos, para enfrentar una enorme crisis humanitaria
en el país, el gobierno de Nicolás Maduro enviaba un barco con 100 toneladas de ayuda humanitaria
a Cuba como apoyo a las víctimas de un tornado que provocó destrozos en
varios barrios de La Habana a fines de enero. ¿Cómo pueden convivir dos
versiones tan opuestas de la realidad en un mismo mapa y en un mismo
tiempo? ¿A quién se le debe creer?
La
crisis que viene escalando desde comienzos de este año ha puesto de
relieve el problema de opacidad que envuelve a la sociedad venezolana.
Con frecuencia, lo que aparece en las noticias es y no es Venezuela. Por
ejemplo, desde 2018 están activados en el país dos de los fondos
humanitarios más importantes del planeta: el Fondo de Gestión de Emergencias (CERF, por su sigla en inglés) de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y los de la Comisión Europea (ECHO).
Ambos fondos han trabajado con varias organizaciones de la sociedad
civil y son un apoyo en medio de la crisis, aunque, obviamente, son
insuficientes. Este es, sin embargo, un dato que se conoce poco.
La
oposición evita mencionarlo porque su discurso está centrado en atacar
la negativa oficial a permitir la ayuda internacional en el país. Y el
gobierno no lo reconoce públicamente porque no está dispuesto a aceptar
que existe una crisis, porque no desea admitir su fracaso. Todo es y no
es cierto completamente. Todo siempre puede ser o pudo haber sido.
Mientras, la realidad se vuelve cada vez más urgente. Las proyecciones
de la ONU sostienen que este año la migración venezolana alcanzará los 5,3 millones de personas.
Con
el apagón que en estos días dejó a oscuras por más de cien horas al
país ocurre lo mismo. Para el mundo exterior puede ser atractiva la
verdad que remite a una conspiración imperialista. Pero no es la primera
vez que Nicolás Maduro denuncia un sabotaje en el sector energético. En
septiembre de 2013, tras un apagón en varias regiones del país, aseguró
que la “derecha” pretendía dar un “golpe eléctrico”. En 2015, el propio Maduro creó el Estado Mayor Eléctrico, una instancia para manejar de manera directa y prioritaria el problema de la electricidad en el país. En 2016, una rigurosa investigación
de la periodista Fabiola Zerpa ya anunciaba un posible colapso del
suministro de energía en Venezuela. Nada de esto, sin embargo, está en
la verdad que distribuye el oficialismo por el mundo. Maduro denuncia un
“golpe electromagnético”
pero no ofrece ninguna prueba. Como si el solo relato de la
conspiración pudiera, en sí mismo, ser la evidencia de la conspiración.
No hay más nada que investigar. La historia es un videojuego.
El
chavismo insiste en decir que existe un “cerco mediático”, denuncia la
creación de un “país paralelo” e invita a todo el mundo a conocer “la
Venezuela de verdad”. En lo que casi parece una invitación a la psicosis
colectiva, Maduro en medio de la crisis ha prometido que invertirá 1000 millones de euros
en obras de ornato, en la “Misión Venezuela Bella”. Todo se trata de lo
mismo: un ejercicio del poder cuya principal tarea es sembrar dudas
sobre lo que es o no es real. Es una maniobra perversa, deliberada, para
promover lo que en psicoanálisis se conoce como un mecanismo psíquico
de “ataque a la percepción” de la realidad.
Mi
vecino en Ciudad de México, al saber que estuve en Venezuela
recientemente, me pregunta con genuina intriga: “Y todo eso que sale por
la tele, ¿es cierto?”.
Creo
que es necesario contrastar cualquier noticia, dudar de aquello que
fácilmente refuerza nuestros sesgos personales. Existen medios
independientes como Efecto Cocuyo, Armando.info, Runrunes, El Pitazo, Crónica Uno, Tal Cual, Correo del Caroní,
entre otros, que están comprometidos con el periodismo de calidad y que
son una referencia imprescindible a la hora de informarse. Pero también
es necesario hacer una gran campaña contra la institucionalización del
engaño. La posverdad debería ser considerada un crimen. Es otra cruda
forma de violencia. El ruido delirante de un poder que solo busca
confundir, que solo pretende borrar a sus víctimas.
Allá por los remotos años 90, al centro de sangrientos hechos
históricos como el 27F y el 4F, compartimos luchas cuya memoria aún
reivindico: la defensa de los derechos humanos, la causa de la justicia
social, el sueño posible de una patria de libres y de iguales. Te recibí
en mi oficina de diputado al Congreso de la República, ¿recuerdas?,
atendiendo denuncias y organizando el resguardo de algunos perseguidos.
No pude compartir contigo y los tuyos el apoyo a la
candidatura de Hugo Chávez porque resentía su temperamento autoritario y
militarista y, como se lo dije a él mismo cuando a finales de
1997 me invitó a sumarme a sus huestes, porque, socialista liberal yo,
creía en la economía de mercado y él no. Increíble poder decirlo ahora,
más de veinte años después, cuando parece suficientemente probado que la
atrofia estatista y centralista es lo que ha causado la devastación del
aparato productivo nacional y el hambre y la pobreza que hoy padecen
las grandes mayorías nacionales.
Al final, vamos a decirlo así, te sacaste la lotería: la
designación a dedo de un caudillo moribundo, te hizo presidente de la
república
Adversando entonces, como adverso hoy, la naturaleza más fascista que
comunista del proyecto político de eso que por comodidad podemos llamar
chavismo-madurismo, quiero contarte que iniciado tu gobierno allá por
2013, tuve sin embargo la esperanza de que serías capaz de rectificar.
Por familia, conocí desde niño la crónica sorprendente del proceso de
transición que condujo de Gómez a López y de éste a Medina, es decir,
del andinismo a la democracia, o, con perdón de mis paisanos, de la barbarie a la civilización.
Entendía que por gratitud e interés, quisieses ser leal a la figura de
tu paredro, pero entonces pensaba en los chinos: Deng, en su tercer
ascenso al poder, logró darle un golpe de timón a la nave comunista,
admitiendo que funcionaran las leyes del mercado para conseguir el
desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas (lo que en tres décadas
hizo de China la segunda potencia económica del planeta en trance de ser
la primera y sacó de la pobreza a centenares de millones de chinos), y
lo hizo sin necesidad de descolgar la gigante imagen de Mao que pende
desde el portal de la Ciudad Prohibida sobre la desmedida explanada de
la plaza Tien An Men.
Dijo, si no recuerdo mal, con absoluta y ruda claridad, que Mao había
acertado en un 70 % de sus ideas (algo, por supuesto, totalmente
discutible) pero que se había equivocado en un 30 %: rectificar ese 30 % bastó para transformar la historia de ese milenario país… y del mundo.
Tú pudiste hacer algo parecido respecto de Chávez pero, no sé si por
una lealtad mal entendida o si por incapacidad simple y rampante, te
refugiaste en la memoria de un fantasma para justificar tus errores.
En fin, Nicolás, tu decisión fue sumirte en la
profundización de lo que me gusta llamar los seis ismos fatales de
Chávez: caudillismo, autoritarismo, centralismo, militarismo, estatismo y
populismo. Veamos
Ante el avance democrático, por métodos pacíficos y constitucionales
de las fuerzas opositoras, en vez de admitir la posibilidad de la
alternabilidad republicana, de dejar que operaran los dispositivos que
contiene la Constitución que tú mismo ayudaste a redactar, escogiste el
desbarrancadero del autoritarismo, echando mano de prácticas
dictatorialistas y proto-totalitarias, inventando un caudillismo ahora
disminuido, atrincherándote tras las bayonetas del militarismo heredado.
Derrotados en 2015 de modo palmario en las elecciones
parlamentarias, tú y tus conmilitones resolvieron intervenir, entre
gallos y media noche, al TSJ cuyos magistraturas vencidas debieron haber
sido designadas por la nueva AN. Ya ese acto anunciaba la tormenta que
se avecinaba.
No voy a negarte que el talante revanchista y clasista de cierta
oposición que, como otras veces, al sentirse vencedora, se fue de bruces
seducida por el espejismo del “todo o nada”, extremó y escaló el viejo
conflicto. Sé que la violencia callejera propiciada por algunos sectores
“salidistas”/extremistas de la oposición, bloqueó, comprometió,
boicoteó el camino de diálogo, negociación, acuerdo y elecciones que
debimos haber transitado. Y me consta que también esa oposición, y no
sólo el gobierno, tiene mucho de culpa en el fracaso de las
conversaciones que se entablaron en esos años.
Pero está claro que siempre, siempre, los gobiernos tienen la primera
responsabilidad. Como tanto se te pidió, pudiste y podrías aún hoy
actuar con magnanimidad frente a esa vergüenza que son para tu gobierno
la existencia de centenares de presos políticos o rehabilitar a partidos
y políticos a los que ilegalmente se les ha confiscado sus derechos en
un acto supremo de abuso de poder. Pero no lo hiciste.
No se puede, Nicolás, arrinconar a los adversarios
impunemente. La crispación de hoy tiene un origen primario: el ejercicio
dictatorialista del poder que ha caracterizado tu presidencia
¿Creías que podías: abusar de todos los recursos del Estado para
ganar la presidencia, instrumentalizar al TSJ, acosar a la AN y
arrebatarle por la vía de los hechos sus competencias, convocar una
Constituyente a tu medida sin consultar la soberanía popular y sin
consenso con los opositores, reprimir las protestas ciudadanas, y que no
habría consecuencias? Bueno, aquí tienes los resultados: un país
encendido por sus cuatro costados, resentido, iracundo, que no te dejará
gobernar en paz.
Pudiste en 2014 escuchar las recomendaciones que una y otra vez te
hicimos muchos venezolanos, unos desde el chavismo disidente, otros
desde la oposición clásica, en el sentido de rectificar el demencial
rumbo que llevaba el proceso económico nacional. ¿No crees que es hora de que reconozcas que fracasaste a este respecto?
Te empeñaste en viejos dogmas más que superados por la historia.
Profundisaste el estatismo y el populismo. Expandiste el asistencialismo
sin ya tener con qué, lo que incrementó los desequilibrios que nos han
traído hasta aquí. Desconfiaste de la economía de mercado. Profundisaste
la cultura rentista de la nación, incluso con daños ambientales
irreversibles. Y sólo al final, ya con el agua al cuello, cuando ya muy
pocos creen en ti (ni en Venezuela ni en el mundo), echaste mano de
algunas medidas inconexas, insuficientes, mal diseñadas, tardías que
como ha sido visto, no lograron sino muy poca cosa.
Ni el aumento de la gasolina fuiste capaz de ejecutar y hoy el 99.9 %
de lo que al final pagamos por los combustibles no va a Pdvsa sino a
quien opera el servidor: surrealismo puro, o Macondo, si quieres. ¿Crees
que alguna recuperación económica podrás asegurar siendo que 15 de los
20 países más prósperos y desarrollados del planeta te desconocen? Ponte la mano en el corazón, Nicolás, y admite que en estos menesteres de la economía has sido un verdadero fiasco.
Aquí estamos, pues. Con la producción petrolera cayendo en picada,
con la hiperinflación más alta del planeta y una de las mayores de toda
la historia de la humanidad (creo que superados solo por la Hungría de
la postguerra), hambreados y pobres, desabastecidos de medicinas,
presenciando con dolor y rabia cómo nuestros enfermos mueren de mengua
en los hospitales públicos, y, entre muchas otras penurias que sería
largo listar, con todos los servicios públicos colapsados.
Así hemos llegado a esta hora oscura, literalmente. ¿Querías pasar a la historia? Este apagón nacional te reserva un sitial especial en ella.
No voy a especular acerca de si fue una agresión imperial o si tal vez
algunos sectores políticos buscan derrocarte a través de estos métodos
de fuerza. Tampoco le echaré la culpa a la grosera corrupción que
carcome los tuétanos de tu gobierno, ni a la supina ineptitud de tus
ministros (a quienes tú no tienes el carácter de destituir) ni a la
crecida partidización de la función pública, todo lo cual, como es más
que evidente, se encuentra en el origen estructural de esta catástrofe. El hecho real, Nicolás, es que así serán las cosas mientras tú sigas ocupando el despacho presidencial en Miraflores.
Éste devastado, destruido, colapsado, empobrecido, será
el país que tendremos mientras tú y los tuyos sigan en el ejercicio del
poder político en Venezuela. Ojalá quienes te rodean, comenzando por los
militares, y tus camaradas más inteligentes, te lo hagan ver
Hora de irse, Nicolás
De acuerdo: que no sea por la fuerza. Ni mucho menos obedeciendo las
órdenes del imperio gringo. Pero dejemos que hable el pueblo. De verdad.
No de mentirijillas. Sin abuso de poder. Asegurando un árbitro
imparcial. Ofreciendo garantías para que la clamorosa mayoría nacional
que te adversa se exprese y elija un nuevo gobierno. Porque no me dirás
que en serio crees la delirante tesis que patéticanente ustedes
pregonan, según la cual el madurismo es mayoría. Es a ustedes a quienes
más interesaría propiciar y no seguir obstruyendo que se active el
principio de alternabilidad republicana. Si te empeñas en un absurdo
perpetuacionismo desfasado de los tiempos modernos, vas a terminar de
achicharrar el capital político que te queda.
Ya no tienes posibilidad alguna de salir del poder por la puerta
grande, habida cuenta del sonoro fracaso de tu gestión gubernamental.
Pero tampoco es obligante que salgas por la puerta de atrás, con las
tablas en la cabeza luego de un nada improbable colapso general del
Estado (aun mayor que el que hemos padecido en estas últimas horas), o
precedido de una conflagración violenta que te eche del poder a tiros.
Tienes aún la puerta lateral de una solución pactada. Propicia, por
ejemplo, un referendo consultivo para que el pueblo diga si quiere o no
unas elecciones generales para la relegitimación de todos los Poderes
Públicos nacionales. Si lo ganas, cosa imposible, te quedas. Y
si lo pierdes, te retiras del poder por mandato de la voluntad popular.
Nada más digno para un demócrata. Y con la cuarta parte del
país que aún te respalda, vayan a la calle, participen de las luchas
sociales, reconstruyan su partido desde la gente y no desde el aparato y
las prebendas estatales, refunden su proyecto que, quién quita,
mediando una honda autocrítica y renovación ideológica, puede que sean
en el futuro próximo otra vez opción de poder.
Claro, si te tienta la idea, si por fin tú y tus adláteres consiguen
aceptar que ésta que te sugiero es más historia y más gloria que la de
destruir a un país entero y a su gente en nombre de un ansia sin límites
de poder, debes comenzar por mostrar audaces gestos unilaterales como
estos tres, para comenzar: libera a todos los presos por causa política,
habilita a los partidos políticos a los que ilegalizaste y a todos sus
directivos, abre las puertas de la nación a través del sistema de
Naciones Unidas para el ingreso de la ayuda humanitaria.
Recuerda a López Contreras clausurando la Rotunda y arrojando al mar grillos y cadenas
Venezuela, esta patria nuestra siempre mancillada y expoliada, se merece aún en esta oscurana de odio que anuncia violencia y destrucción, una oportunidad. Que dialoguen los que se confrontan. Que hable el pueblo convocado a referendo y que acatemos su mandato. Todavía es posible. Ahora es la hora.
Nicolás
Maduro: Mucho se ha dicho sobre su encuentro con Jorge
Ramos, quien vino a Mirafores a entrevistarle, y quien a media entrevista se vio
detenido y despojado de sus equipos y grabaciones.
Muchos han comentado este incidente en el
contexto de la libertad de prensa – y es correcto: el caso Jorge Ramos ilustra
que esta libertad básica no tiene vigencia bajo su régimen. Sin embargo, esto ya
lo sabíamos desde hace años. Todos conocemos la represión que sufren los periodistas
venezolanos. No solo pueden terminar detenidos por 2 horas, como Ramos, sino
por meses o años. No solo pueden perder sus cámaras, como Univisión, sino sus
empresas, sus frecuencias, y hasta su vida. Entonces, el caso Ramos no agrega
nada sustancialmente nuevo al tema de la libertad de prensa en Venezuela…
Pero el caso tiene otra connotación, que sí vale la pena resaltar. Jorge Ramos dijo en sus primeras declaraciones luego de su regreso a Estados Unidos: “Nos han robado nuestro trabajo”, refiriéndose a las grabaciones decomisadas por usted.
Lo absurdo es que usted mandó a decomisar
su propia entrevista, sus propias palabras. Al darse cuenta que con sus
declaraciones respuestas se estaba haciendo el hazmerreír ante todo el mundo, usted
interrumpió la entrevista y ordenó que decomisaran su propias palabras.
Es la perfecta parábola de su situación.
Luego de callar la prensa nacional independiente, las radios y los canales de
televisión independientes; luego de restringir al máximo la labor de los
corresponsales extranjeros (a este servidor que firma esta carta le pusieron en
una lista negra prohibiéndole la entrada a Venezuela), usted se ve obligado a
invitar a su Palacio Miraflores a algunos medios internacionales – obligado por
la profunda crisis en que usted se ve: con el desafío que representa Juan
Guiadó; con el aislamiento internacional; con la crisis humanitaria. Entonces, usted
decide llamar a Jorge Ramos y usar sus cámaras y micrófonos para dirigirse al
mundo.
Solo que Jorge Ramos no se presta a
lavarles la cara a los poderosos. Pregunte a Donald Trump cómo le fue con
Ramos. No lo mandó a arrestar, porque en Estados Unidos no se puede, pero sí lo
expulsó de la Casa Blanca – lo que al fin resultó que tampoco se puede…
Ramos hizo su entrevista como la ética
profesional manda: Explíquenos la falta de medicina. Explíquenos el hambre en
Venezuela. Explíquenos porque no deja entrar comida y medicina a país. Explíquenos
los presos políticos…
Y usted se da cuenta que ya no hay
explicaciones, que todo lo que usted dice lo compromete, lo enreda, lo expone
como un presidente todopoderoso pero impotente, con todo el poder militar, pero
sin poder resolver nada. Y cuando se da cuenta, decide mandar a decomisar las
pruebas, o sea sus propias palabras.
Esto
es lo que pasó en Miraflores entre usted y Jorge Ramos. Es la muestra que usted
ya no tiene nada que hacer en Venezuela. Game over. Perdió. Váyase ya.
Fui
deportado de Venezuela el martes 26 de febrero después de una
entrevista tirante con Nicolás Maduro, el mandatario del país. En medio
de nuestra conversación se levantó y se fue, y sus agentes de seguridad
confiscaron nuestras cámaras, las tarjetas de memoria con la grabación y
nuestros celulares. Sí, Maduro se robó la entrevista para que nadie
pudiera verla.
Conseguimos
la entrevista a la vieja usanza: llamamos por teléfono y la pedimos. Un
productor de Univisión —la cadena de televisión en la que trabajo desde
1984— contactó a Jorge Rodríguez, ministro para la Comunicación y la
Información de Venezuela, y le preguntó si Maduro estaba dispuesto a
darnos una entrevista. El líder dijo: “Vengan a Caracas”. Y así lo
hicimos, con documentos oficiales que nos permitían la entrada al país.
La
entrevista comenzó con tres horas de retraso el lunes 25 de febrero por
la tarde, en el Palacio de Miraflores. Unos minutos antes, Maduro había
terminado de hablar con el periodista de ABC News Tom Llamas, y parecía
estar de buen humor. La ayuda humanitaria que la oposición —con el
respaldo de una alianza internacional— había intentado cruzar a
Venezuela a través de las fronteras con Colombia y Brasil había sido
detenida, así que Maduro se sentía fortalecido. Se suponía que iba a ser
un buen día.
Pero
no lo fue. La primera pregunta que le hice a Maduro fue si debía
llamarlo “presidente” o “dictador”, como le dicen muchos venezolanos. Lo
confronté sobre las violaciones a los derechos humanos, los casos de
tortura que han sido registrados por Human Rights Watch y sobre la
existencia de prisioneros políticos.
Cuestioné su aseveración de que había ganado las elecciones
presidenciales de 2013 y de 2018 sin fraude y, lo más importante, sus
afirmaciones de que Venezuela no atraviesa una crisis humanitaria. Fue
en ese momento cuando saqué mi iPad.
El
día anterior había grabado con mi celular a tres hombres jóvenes que
buscaban comida en un camión de basura en un barrio pobre que se
encuentra a minutos del palacio presidencial. Le enseñé esas imágenes a
Maduro. Cada segundo del video contradecía su relato oficial de una
Venezuela próspera y progresista después de veinte años de Revolución
bolivariana. En ese instante, Maduro explotó.
Cuando
la entrevista llevaba aproximadamente diecisiete minutos, Maduro se
levantó, intentó bloquear las imágenes de mi tableta de manera absurda y
anunció que la conversación se había terminado. “Eso es lo que hacen
los dictadores”, le dije.
Unos
segundos después de que Maduro se marchara, el ministro Rodríguez me
dijo que el gobierno no había autorizado esa entrevista y enseguida
ordenó a los agentes de seguridad que nos confiscaran las cuatro cámaras
y todo nuestro equipo de producción, además de las tarjetas de memoria
en las que se había grabado la conversación.
Alguien
gritó que me sacaran de inmediato del palacio presidencial, pero en vez
de eso dos miembros de la seguridad del gobierno me llevaron a un
cuarto pequeño en donde me ordenaron que les diera mi celular y la
contraseña. Estaban preocupados de que hubiera grabado el audio de la
entrevista y no querían ninguna filtración. Pero me rehusé a hacerlo.
Un
momento después, mi colega María Martínez —una de las mejores
productoras del país— fue llevada a la misma habitación en la que estaba
yo. Para frustración de los agentes de seguridad, María se las arregló
para hacer una llamada fugaz al presidente de Univisión News, Daniel
Coronell, quien a su vez le advirtió al Departamento de Estado de
Estados Unidos y anunció a muchos medios de comunicación lo que estaba
pasando. Después me enteré de que el resto de nuestro equipo —cinco
empleados de Univisión—, fue conducido a la sala de prensa y luego los
sacaron y subieron a un camión del gobierno.
Alguien
apagó las luces en nuestra pequeña habitación y entonces un grupo de
agentes entró y me quitaron a la fuerza mi celular y mi mochila.
Revisaron con furia mis pertenencias. Me palparon de pies a cabeza.
María pasó por la misma experiencia humillante con una oficial. Pregunté
si estábamos detenidos. Dijeron que no, pero aún así no nos dejaron
salir de la habitación.
Finalmente
nos dijeron a María y a mí que nos uniéramos con nuestros colegas en el
camión. Dijeron que querían llevarnos a nuestro hotel, pero, de nuevo,
nos rehusamos. En ese momento estábamos preocupados por nuestra
seguridad y la posibilidad de que fuéramos llevados a un centro de
detención o a algún lugar aún más turbio.
Cuando
nos estaban llevando a la calle, Rodríguez reapareció y nos increpó
para reclamarnos sobre la entrevista y el modo en el que la condujimos.
Le respondí que nuestro trabajo es hacer preguntas y que nos estaban
robando la grabación de la entrevista y nuestro equipo. Para entonces,
nos dimos cuenta después, ya se habían publicado las primeras noticias
de nuestra detención en las redes sociales. Ya no podían mantener el
secreto. Eran aproximadamente las 21:30, dos horas después de que había
terminado la conversación con Maduro.
Nuestro
conductor, quien había estado esperando todo ese tiempo en uno de los
costados de la calle, apareció de manera repentina. A esa altura, las
mismas personas que nos habían detenido querían que nos marcháramos.
Pronto. Y así lo hicimos.
Nos
subimos a nuestro coche y nos volvimos al hotel. Algunos miembros de la
agencia de inteligencia venezolana acordonaron el hotel para que no nos
escapáramos. Unas horas después, un funcionario de migración nos
informó que al día siguiente por la mañana seríamos expulsados del país.
Aproximadamente a la 1:00, una persona que se presentó como “capitán”
—uno de los hombres que me habían detenido en el palacio presidencial—
vino a mi hotel para devolverme el celular en una bolsa de plástico.
Todo su contenido había sido borrado completamente. Asumo que antes de
hacerlo hackearon todo lo que pudieron.
El
lunes vivimos solo una pequeña prueba del acoso y abuso que los
periodistas venezolanos han padecido por años. En nuestro equipo hay dos
venezolanos —el corresponsal Francisco Urreiztieta y el camarógrafo
Édgar Trujillo—, quienes habrían enfrentado riesgos terribles si se
quedaban en su país. Por fortuna, todos regresamos a salvo a Miami, en
Estados Unidos. Pero nuestras cámaras y grabaciones de la entrevista se
quedaron en Venezuela, al igual que todos los celulares de mis
compañeros.
¿A qué le teme Maduro? Debería permitir que el mundo vea la entrevista. Si no lo hace, solo habrá probado que se está comportando precisamente como un dictador.
MADRID
— Tengo vínculos políticos y personales con Venezuela desde hace más de
cuatro décadas. Conocí y disfruté de la amistad de Rómulo Betancourt,
fundador de la democracia venezolana; de la relación con Carlos Andrés
Pérez, quien gobernó al país en dos periodos, y con todos los
presidentes de la Venezuela democrática.
Tanta y tan intensa ha sido mi relación con Venezuela
que, tras el golpe de Estado fallido contra el presidente Hugo Chávez, a
finales de 2002, el entonces secretario general de la Organización de
las Naciones Unidas, Kofi Annan, me pidió que fuera su representante
personal para el país. Le dije que no quería, pero que tampoco podía
negarme. Añadí que Chávez no lo aceptaría por mi amistad con Pérez,
quien era su bestia negra, y porque él creía que España había tenido
algo que ver con ese golpe. Aclaré que era verdad mi amistad con Pérez
(incluso cuando discrepamos), pero que yo no estaba a favor de ningún
golpe de Estado, ni en ese momento ni cuando lo intentó el propio
Chávez, en 1992, entonces un teniente coronel que intentó derrocar a
Pérez. Como esperaba, Chávez rechazó la propuesta.
Siempre
entendí que la relación entre España y Venezuela era fundamental.
Venezuela fue un actor importante en América Central y el Caribe, además
del refugio político de muchos exiliados de las dictaduras
latinoamericanas y, con los años, de cientos de miles de españoles. Esa
tierra siempre los acogió como una hermana.
Así
que, desde el gobierno o como mero ciudadano comprometido con los
valores de la democracia y el progreso, he dedicado tiempo y esfuerzo a
ayudar a los venezolanos a recuperar sus libertades. Lo he hecho desde
una posición que ha sido tan incómoda como incomprendida por los que
proclaman unos valores y se dedican a ejercer los contrarios, pero no me
importa: la defensa de la democracia no tiene color político ni puede
tener “padrinos” por razones ideológicas.
No
exagero cuando digo que Nicolás Maduro ha convertido a Venezuela en un
Estado fallido. Por eso no podemos fallarles a los venezolanos y debemos
ayudarles a recuperar su democracia.
El gobierno de Maduro ha destruido el aparato productivo de un país rico en recursos, en donde aproximadamente el 90 por ciento
de la población vive en la pobreza. Ha generado una atroz escasez de
alimentos de primera necesidad y medicamentos básicos y ha provocado una
hiperinflación sin precedentes. Ha forzado el mayor éxodo
de la historia de América Latina, vaciado las instituciones e
instaurado una tiranía arbitraria donde los opositores carecen de los
más mínimos derechos, incluyendo el derecho a la vida.
La
mayoría de las democracias occidentales han dictaminado que las
elecciones del 20 mayo de 2018 fueron ilegales y fraudulentas. La
Asamblea Nacional, que es la única institución elegida democráticamente
que queda en el país, ha obrado correctamente al designar a Juan Guaidó
como presidente encargado. Dudar de su legitimidad es dudar de la
democracia. La paradoja más increíble es que la oposición sea la que le
exija a Maduro el respeto a la constitución bolivariana, creada durante
el mandato de Hugo Chávez, y sea él quien la incumpla.
Aunque
llegue mucho más tarde de lo que me habría gustado, estamos ante una
oportunidad única para devolver la democracia a Venezuela. No será una
tarea fácil. Maduro tiene la fuerza que le dan las armas mientras que la
Asamblea Nacional, que tiene toda la legitimidad, carece de poder
fáctico. ¿Cómo cambiar este fatal equilibrio?
En
primer lugar, debemos apostar por una unidad sin titubeos ni fisuras.
Las naciones democráticas que reconocen a Guaidó deben reforzar su
legitimidad política y su autoridad sobre los activos económicos del
país, dentro y fuera de él. Ello privará a Maduro de los recursos para
seguir oprimiendo a los venezolanos y mandará una señal muy clara a sus
seguidores, particularmente a los militares, de que carecen de futuro a
su lado.
Pero
también es esencial devolver al conflicto a su esfera original, que es
América Latina. Venezuela no debe convertirse en un escenario más de la
pequeña guerra fría que Estados Unidos y Rusia vienen librando en
frentes como Siria y Ucrania. Estados Unidos, Rusia y China deben evitar
ver a Venezuela como una pieza más en su lucha de poder
geopolítico. Absteniéndose de interferir, pueden evitar un impasse que podría darle a Maduro tiempo y recursos para aferrarse al poder.
La
gestión de la crisis venezolana debe ser devuelta a los actores de la
región. La Unión Europea, con el apoyo de Canadá, debe abrir los
espacios para que pueda actuar el Grupo de Lima, que conforman catorce
países latinoamericanos. También, debe sumar al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador,
a la causa de la democracia en Venezuela y hacer ver al régimen cubano
que no puede mantener más tiempo su injerencia en Venezuela ni seguir
parasitando sus recursos.
El
retorno de la democracia a Venezuela exige que los pirómanos se hagan a
un lado. Las amenazas y bravatas del presidente de Estados Unidos,
Donald Trump, sobre una invasión militar deben cesar inmediatamente.
Sería irónico, si no fuera trágico y preocupante, que el gobierno de
Trump —aislacionista por vocación y con una nula preocupación por la
promoción de la democracia en el mundo— convirtiera a Venezuela en un
objetivo central de su política exterior. Estados Unidos hace tiempo que
agotó el cupo de intervenciones militares en América Latina. Ese
escenario debería quedar como un mal recuerdo del siglo XX. Por eso pido
a los líderes demócratas y republicanos en el congreso estadounidense
que trabajen juntos con sus socios y vecinos latinoamericanos y europeos
para devolver la democracia a Venezuela de forma legal, legítima y
pacífica.
El
presidente encargado, Juan Guaidó, tiene delante de sí una tarea
colosal. Debe tomar el control del país, poner las fuerzas armadas al
servicio de las instituciones democráticas, desarmar a las milicias
bolivarianas, hacer frente a la catástrofe humanitaria y migratoria y
estabilizar la economía.
El
gobierno de transición que lidere Guaidó deberá convocar unas
elecciones presidenciales, pero ese objetivo requerirá tiempo, pues
antes es necesario reconstruir el Consejo Nacional Electoral, liberar a
los presos políticos y elaborar un censo electoral válido. La
reconstrucción institucional es, como todo lo que vale la pena, costosa
en tiempo y en esfuerzos. Sería una miopía política, con riesgos de
conflicto permanente, apurar a Guaidó por el mero hecho que la
transición se haga incómoda para algunos socios internacionales.
Restaurar la democracia en Venezuela es posible, pero el proceso es tan frágil y precario como la salud de los venezolanos, que han perdido en promedio 11 de kilos de peso. Maduro, por el contrario, sigue bien alimentado y sus adeptos continúan robando los recursos del país a escala masiva. El presidente encargado, Juan Guaidó; la Asamblea Nacional, portadora de la legitimidad democrática, y el pueblo de Venezuela necesitan el aliento y apoyo de una comunidad de naciones democráticas que sea unida y esté determinada a ayudarles a recuperar la libertad que su país merece.
Los periodistas, los políticos, y todos los que generamos opinión pública tenemos que cuidar bien los términos que usamos para describir eventos, porque muchas veces con solo utilizar palabras equivocadas, cambiamos el significado de los eventos.
En los noticieros y en las notas de prensa sobre la actual crisis
constitucional venezolana están hablando de que el presidente de la
Asamblea Nacional Juan Guaidó “se autoproclamó presidente interino”.
También escuché que de repente hay dos presidentes, porque “el rival
político y opositor Guaidó se autoproclamó presidente interino”.
Seamos más precisos en las palabras que escojamos. Juan Guaidó no se “autoproclamó” presidente. Lo que hizo es asumir la responsabilidad que la Constitución dicta al presidente de la Asamblea en caso de ausencia de un presidente legítimamente electo. En este caso, la Constitución venezolana dicta que el presidente del Órgano Legislativo tiene que encargarse del Poder Ejecutivo y convocar elecciones libres dentro de un mes para restablecer el orden constitucional. Y no es Juan Guaidó como persona —y mucho menos en su calidad de “rival de Maduro” o de “opositor al régimen chavista”— quien determinó que Maduro no es presidente legítimamente electo para otro período presidencial, sino la Asamblea Nacional, el único órgano constitucional legítimamente establecido en Venezuela.
Tampoco ha sido Juan Guaidó quien para asumir el Poder Ejecutivo de
forma interina invocó los artículos de la Constitución respectivos, sino
que ha sido la Asamblea Nacional, en cumplimiento de sus facultades
constitucionales.
En este contexto, hablar de que un “rival opositor” se autoproclamó
presidente de Venezuela, trivializa el serio problema que enfrenta ese
país. Y pinta una imagen equivocada. Juan Guaidó, aunque es miembro de
uno de los partidos opositores que en su conjunto en las elecciones de
2015 ganaron la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional, no es “rival
de Nicolás Maduro”. Es un diputado a cuyo partido Voluntad Popular,
gracias al acuerdo entre los partidos opositores sobre la rotación en la
presidencia de la Asamblea, le tocó asumirla para el último año de la
legislatura. Y le tocó a Guaidó porque el régimen de Maduro ha logrado
sacar de circulación toda las plana mayor de este partido: su
presidente, Leopoldo López, está cumpliendo una condena por haber
convocado las manifestaciones nacionales de 2014; y los que asumieron el
liderazgo, Carlos Vecchio y Freddy Guevara, tuvieron que exiliarse en
2015 y 2017, respectivamente, para no compartir la misma suerte. Los
tres, igual que los líderes de otros partidos opositores (Henrique
Capriles, Julio Borges, Henry Falcón, Henry Ramos Allup, María Corina
Machado…) son “rivales de Maduro” y serían posibles candidatos a la
presidencia, si se lograra convocar elecciones libres. Juan Guaidó no
tiene ningunas pretensiones de convertirse en presidente. Simplemente, y
a pesar del visible miedo a las consecuencias, asumió la
responsabilidad que la Constitución y su cargo como presidente de la
Asamblea Nacional le impone.
Siendo las cosas así, y no como sugieren los términos que tan ligeramente se usan, hay que interpretar bien las decisiones que han tomado los diferentes gobiernos del Hemisferio (y más allá de las Américas) frente a la crisis constitucional venezolana. Los gobiernos no han tenido que escoger entre dos presidentes, reconocer al gobernante “de facto” Nicolás Maduro o al “autoproclamado” Juan Guaidó. No, los gobiernos han tenido que escoger entre dos opciones: reconocer y apoyar un régimen dictatorial ilegítimo, o apoyar el restablecimiento de la democracia vía elecciones libres. Esta es la disyuntiva que enfrentaron los presidentes de todo el mundo. La gran mayoría de los países, reconociendo que fue legitimo que el presidente de la Asamblea Nacional asumiera el poder interino, apostó por el restablecimiento de la democracia en Venezuela mediante elecciones libres. Una minoría, a la cual lamentablemente se inscribió el gobierno salvadoreño, optando por reconocer y apoyar al gobierno de facto de Maduro, bloquea la única salida posible y legítima: elecciones libres.
Habiendo dicho todo esto, queda claro que la crisis constitucional de Venezuela no la podemos discutir como un problema más de la política exterior de nuestro país. Nos plantea un desafío mucho más de fondo, y exige a los dirigentes políticos (y potenciales presidentes) posiciones y decisiones que tienen que ver directamente con la visión que cada uno tenga del país, de la democracia y del compromiso con los Derechos Humanos, el orden constitucional y el respeto a los poderes del Estado. Quienes dudan en reconocer el derecho y el deber del parlamento de aplicar la Constitución en caso que los demás poderes del Estado hayan perdido su legitimidad, en Venezuela como en El Salvador, no deben gobernar nuestro país. Por esto estamos exigiendo posiciones claras e inequívocas a todos los candidatos a la presidencia y vicepresidencia. No solo por solidaridad con los venezolanos, sino también para curarnos en salud aquí en El Salvador.
La pregunta es: ¿Cómo actuaría aquí un presidente a quien le tocaría gobernar con una Asamblea donde sus adversarios no solo tienen mayoría absoluta, sino mayoría calificada que les permitirá neutralizar cualquier veto presidencial?
Un artículo que explica la crisis constitucional en Venezuela, a raíz de la toma de posesión de la presidencia de Nicolás Maduro, considerada ilegítima por la comunidad internacional y la oposición venezolana. Explica sobre todo la delicada situación del jovenen presidente de la Asamblea Nacional.
Lo que hay que preguntarse de entrada es si el gobierno de Nicolás Maduro se encuentra en mejores condiciones para salir airoso del reto que le ha planteado el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó. A simple vista parece un gobierno consolidado que tiene al frente a una oposición sin fortalezas. Pero las apariencias engañan.
Desde que el 5 de enero se juramentó Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional y el 10 de enero Nicolás Maduro ante el Tribunal Supremo de Justicia, las cartas están echadas. Los polos opuestos van a una nueva confrontación. Y tal vez sea el choque decisivo que conlleve a que Maduro y el chavismo se queden por años y décadas en el poder o que la oposición logre debilitar tanto al régimen que este no pueda sostenerse.
Ya se habla de desenlace. Ya se habla de un choque inevitable. Ya se habla de fuerzas que se mueven, y para muchos desconocidas. Por primera vez, he visto actores políticos y empresariales de envergadura desconcertados ante la línea lanzada por el joven presidente -35 años- del Parlamento venezolano. Porque algunos de estos actores le dijeron a Guaidó que hiciera lo contrario de lo que está haciendo y da la casualidad que sectores radicales de la oposición quieren que Guaidó haga también lo contrario de lo que está haciendo. Para estos últimos, Guaidó ya ha debido declararse Presidente de la República. El Gobierno también quiere esto para actuar, y en ese sentido la señal de este domingo de detenerlo por media hora. De modo que los extremos se tocan. Radicales y Gobierno coinciden.
Pero Guaidó tiene otro plan. Y él lo ha dicho. No hará lo que haya que hacer hasta que el pueblo lo acompañe, hasta que la Fuerza Armada
lo acompañe, hasta que los sindicatos lo acompañen, hasta que el
chavismo disidente también lo acompañe, hasta que los distintos sectores
que todavía hacen vida en Venezuela lo acompañen. Por ahora cuenta con el decisivo apoyo de la comunidad internacional.
Quien mejor ha recogido la estrategia de Guaidó es el analista Jesús Seguías, presidente de la consultora Datincorp: “Pragmatismo de anciano en boca de un joven”. A 10 días de haber asumido el cargo, ha superado las expectativas iniciales. Ha terminado de convencer a quienes incluso se llevaron las manos a la cabeza al oírle el primer discurso en calidad de presidente del Parlamento, que es hoy por hoy el único poder legítimo de Venezuela. En 10 días ha ido sumando. En 10 días ha ido despejando una hoja de ruta. En 10 días ha celebrado varias reuniones y actos públicos, y cada vez con mayor asistencia. En 10 días ha logrado que el Gobierno cometa el error de detenerlo. Y hoy es noticia mundial.
Tal como estaba previsto, la juramentación de Maduro iba a producir
reacciones. E iba a desencadenar fuerzas. Lo que nadie preveía son las
expectativas. La activación de fuerzas que estaban dormidas y que ahora
despiertan. El discurso de Guaidó llamando a la conciliación, y
proponiendo una amnistía para militares no ha caído en saco roto. Porque
además de lo que dice, es cómo lo dice Guaidó: sin estridencias, sin
amenazas; sereno y pausado, que ya con ello marca un estilo diferente en
un país que oyó por años los insultos y los gritos de Hugo Chávez y sigue escuchando los insultos y gritos de Maduro, pese a que uno hablaba de amor y paz y el otro repite paz y amor.
“Yo les hablo de amnistía, de perdón y de reconciliación. Los que tienen miedo son los que están en (el Palacio de) Miraflores porque son una cúpula de siete envilecidos ladrones que pretenden robarnos la esperanza, pero ya no van a poder frenar el ímpetu de la gente por un cambio para superar la pobreza y el hambre”. Eso dijo Guaidó luego de ser liberado, y es lo que según su versión, le dijo a sus captores. Después el Gobierno afirmó que el hecho respondió a una acción unilateral de un grupo de funcionarios, lo cual no es creíble. Y si fuera cierto, demuestra la situación interna en los cuerpos represivos. Hace poco, un grupo de policías de la misma policía política que detuvo a Guaidó, actuó contra la caravana presidencial, generando cualquier tipo de conjeturas.
¿Pero es más fuerte el gobierno de Maduro que hace 4 años cuando la
oposición alcanzó el control de la Asamblea Nacional? ¿Es más fuerte
luego con un Parlamento acusado de estar en desacato y al que le han
arrebatado las competencias? ¿Es más fuerte pese a que el Alto Mando Militar
le ha jurado lealtad? ¿Es más fuerte a pesar de que derrotó a la
oposición en la calle, reprimiendo y matando jóvenes, gente del pueblo, y
encarcelando y torturando dirigentes políticos? Veamos:
-Es un Gobierno al que no reconocen los países más importantes de la comunidad internacional.
-Es un Presidente ilegítimo.
-Es un Gobierno enfrentado a todos los países vecinos.
-Es un Gobierno al que le queda un solo aliado en Sudamérica, Evo Morales.
-Es un Gobierno que cuenta con dos aliados incondicionales en la región, Cuba y Nicaragua.
-Es un Gobierno que no ha podido resolver la crisis económica. (Hoy anunciará nuevas medidas).
-Es un Gobierno desacreditado por haber originado un éxodo masivo de venezolanos.
-Es un Gobierno que ha coartado la libertad de prensa.
-Es un Gobierno que ha roto el hilo constitucional.
-Es un Gobierno que ya no vende esperanza.
-Es un Gobierno confrontado por fuerzas chavistas declaradas disidentes.
-Es un Gobierno que controla la Fuerza Armada, pero una Fuerza Armada con fisuras internas.
-Es un Gobierno que llevó al extremo la complicidad con la Fuerza Armada, lo cual incluye la corrupción.
-Es un Gobierno que destruyó PDVSA.
-Es un Gobierno que hizo lo que parecía imposible: tumbar la producción petrolera.
-Es un Gobierno que entró en default con los bonos de la deuda.
-Es un Gobierno cuyos aliados, Rusia y China, lo observan con cuidado, más en lo económico.
-Es un Gobierno sancionado, y sus principales dirigentes, sancionados, también.
-Es un Gobierno con problemas internos: no ha podido sacar el proyecto de Constitución que Maduro prometió.
-Es un Gobierno que no ha podido arrasar con la Asamblea Nacional.
-Es un Gobierno que a pesar del terror no ha podido acabar con la protesta social.
-Es un Gobierno que no ha podido arrasar con el espíritu ni las fuerzas democráticas.
-Es un Gobierno que a pesar de haber derrotado a la oposición en la calle no logró celebrar elecciones masivas.
-Es un Gobierno cuya base de apoyo es fundamentalmente clientelar.
-Es un Gobierno partido en grupos, con unidad circunstancial.
-Es un Gobierno incapaz de vender un proyecto de país.
-Es un Gobierno que lanzó una Asamblea Constituyente y a la que al cabo de dos años ha desprestigiado.
-Es un Gobierno acosado por las denuncias de corrupción, una corrupción planetaria.
-Es un Gobierno de un país del que escapan magistrados del Tribunal Supremo y ex altos funcionarios.
-Es un Gobierno a cuyo presidente ni siquiera el Papa quiere recibir.
-Es un Gobierno aliado de los peores regímenes del mundo.
-Es un Gobierno sin credibilidad para recomponer la institucionalidad.
-Es un Gobierno sin voceros con credibilidad nacional e internacional.
-Una pregunta que es duda a la vez: ¿Se prestarán la Guardia Nacional y los cuerpos policiales a repetir la represión de 2017, 2016 y 2014?
De modo que Maduro no es más fuerte que hace 4 años. Tampoco es más fuerte que hace un año ni hace un mes. Pero eso no significa que ya está derrotado. Maduro ha sido un sobreviviente. Maduro ha sabido resistir. Sabe administrar la crueldad. Sabe administrar el chantaje y la presión hacia los suyos y el enemigo. Esta vez la cuantía de frentes abiertos supera el número de aliados, fortalezas y recursos. Con decir, que hasta el entorno inmediato tiene problemas que le generan cuadros de duda e incertidumbre, y de allí pueden surgir factores que le retiren el apoyo. Maduro tiene enfrente a un joven que no representa el pasado, y ni siquiera puede acusarlo de oligarca y burgués. Maduro mantiene un discurso militar mientras que Guaidó habla con el tono y el fondo del dirigente civil, y esto hoy es una fortaleza, luego de años de impronta militar. La política de Maduro ahora es lenta pues debe medir los pasos y las reacciones internas. Guaidó también va a un ritmo. Sin prisa pero sin pausa. Porque lo primero que se ha propuesto es el despertar de las fuerzas que se oponen al régimen. Y es convencer a los otros factores de la ruta. Y que la misma se recorra en unidad. En resumen, Guaidó está proponiendo que es posible el cambio, y que es posible la transición, y que una vez lograda, lo primero es la reconciliación, la amnistía y un pacto de país. Le está diciendo a Venezuela que la recuperación económica también es posible, y de allí la suma de apoyos internacionales, de países dispuestos a ayudar.