El 72 % de la población salvadoreña vive en territorios que concentran el mayor número de homicidios. En esos 50 municipios, el Estado no goza del monopolio de la violencia, y bajo una definición estricta, allí hay un Estado fallido.
María José Cornejo, 25 agosto 2015 / LPG
Las reacciones bélicas del Estado han contribuido a desatar una “nueva guerra” (Kaldor, 2012) en municipios donde los vacíos de poder fueron usurpados por las pandillas para fines criminales.
La desesperación por recobrar el poder nos sumerge en una “guerra contra las maras” en lugar de una “guerra contra el crimen”. El discurso y las acciones que le siguen se alejan de la provisión de seguridad y se orientan hacia la erradicación de un grupo. La seguridad es una obligación del Estado y es a la criminalidad a la que hay que combatir. ¿Por qué no nos indigna la incapacidad de la policía de prevenir robos y extorsiones? O la ¿incapacidad de la fiscalía de darles justicia a las víctimas? ¿Por qué no denunciamos cuando nos roban? La respuesta es que las instituciones han perdido credibilidad. Librar una guerra contra un grupo no asegura que las instituciones vayan a ser capaces de proveer seguridad.
Estamos encaminando a las fuerzas de seguridad a convertirse en actores genocidas. Es trágico que un partido de izquierda que libró una guerra revolucionaria, basada en obtener el apoyo popular ganándose los corazones de la población, ahora pretenda retomar el control de territorios por medio del exterminio. Si acaso, la policía debería librar una guerra revolucionaria y no genocida. Nuestra identidad como nación ahora parece construirse en torno a la erradicación de un grupo –como una sociedad genocida, aniquilando a quienes se adhieren a una marca.
Una característica de estas “nuevas guerras” es que son un instrumento político para generar apoyos, unidad e identidad. Es decir, es más fácil para un Estado ineficiente librar una guerra contra las pandillas que una guerra contra el crimen, ya que esta última requiere de instrumentos, esfuerzo, visión y recursos.
Para las pandillas también es necesaria la guerra para justificar su propia existencia –el terror y la violencia dan unidad, el tener un enemigo justifica su razón de ser. La guerra contra las pandillas, es por lo tanto, lo que Kaldor (2012) tilda como una “empresa conjunta”, en la que todas las partes necesitan del conflicto. Las “nuevas guerras”, empresas conjuntas para fines políticos, no pueden ganarse. Kaldor presenta el ejemplo de la guerra contra el terrorismo: no se pude destruir a los terroristas porque no se les puede distinguir de la población, los terroristas tampoco tienen la capacidad de destruir al Estado. Pero sí se entiende a la guerra contra el terrorismo como una herramienta política para que un Estado construya su imagen y justifique gastos militares; y para que los terroristas también logren sustanciar su idea de guerra y movilizarse en torno a una causa, entonces sí son guerras efectivas, pero son guerras sin fin.
Hemos tolerado las carencias del Estado en el ámbito de salud, empleo, transporte, pero en seguridad, debería de indignarnos. Las pandillas no son el problema, el problema es la incapacidad del Estado, que se maquilla políticamente con sangre. Hay que generar seguridad y no ser cómplices de la sangre, las nuevas guerras no tienen ganadores.