Frederick Meza, 5 junio 2016 / LPG
Dentro de las actividades de la Policía y el Ejército está resguardar a la población, pero no existe ninguna garantía que se le respete. Un amigo me contaba que durante una persecución, los policías le apuntaron y gritaron a sus hijos de 10 y ocho años; horas después los niños, asustados le decían: “papi, todavía me palpita el corazón del susto”. Otro amigo adolescente me contó que durante un registro unos policías le robaron el dinero y el teléfono solo porque ellos creían que andaban “renteando”. No lo capturaron ni nada, solo se lo quitaron y le advirtieron que no dijera nada. Anécdotas como esa hay miles.
Así como hay también evidencia de personas que murieron durante operativos y no tenían nada que deber, los llamados daños colaterales. En las redes sociales circulan videos donde se observan castigos exagerados: soldados lanzando patadas voladoras, o incluso hay uno donde los policías utilizan a un perro para amedrentar a unos supuestos pandilleros. En los comentarios, la gente aplaude estos hechos. Todo pareciese que a la falta de justicia, cualquier método sirve para corregir. Dentro de esos comentarios, la gente pide el regreso de la Guardia Nacional o el general Hernández Martínez. Realmente, para quien pudo vivir las atrocidades de estos cuerpos de seguridad, la falta de memoria es incompresible. La verdad, es incompresible que en la Policía aún se cuelen elementos corruptos, o se permitan grupos de exterminio, que más bien son grupos de sicariato a sueldo. No son héroes, como muchos dicen, son sicarios que bien pueden matar a un pandillero como pueden matar a cualquier persona. Ahí es donde radica que se guarde el respeto a los derechos humanos en el combate al crimen.
En esta columna no se tiene ninguna apología al crimen. Los pandilleros son criminales y deben pagar sus crímenes. Sin embargo, los aparatos de seguridad no debe ponerse a su nivel, porque lo que generan es más odio, y por ende, más violencia.