El sistema socialista no cayó por Reagan ni por Thatcher nipor el Papa. El sistema socialista cayó por la frustración de sus ciudadanos. Y Svetlana Alexievich tuvo la intuición de darles voz antes que nadie.
De Iván de la Nuez, 8 octubre 2015 / EL MUNDO.es
Aunque Berlín, con su Muro mayúsculo, ha capitalizado el símbolo de la caída del comunismo, no hay país de Europa del Este que se resista a presentarse como pionero en el desplome del imperio soviético. Los polacos echan mano de Solidaridad, Walesa, las huelgas de obreros en Gdansk… y el Papa Woytjila. Los húngaros se ufanan de haber sido los primeros en abrir las fronteras (las mismas que hoy cierran a cal y canto). Los ex-soviéticos hablan de la perestroika, la glasnost y Gorbachov (el mismo que hoy Rusia vilipendia sin compasión). Los checos suelen remontarse a su Primavera de Praga, allá por 1968. Y a los rumanos no se les puede negar el haber cortado de cuajo la más mínima posibilidad de restauración, fusilando a los Ceaucescu antes de que huyeran.
Desde luego, todos tienen parte de razón, porque aquel fue un desmoronamiento múltiple, subterráneo y colectivo. Pero no conviene olvidar que, en 1986, un detonante físico abocó a aquel sistema a su destrucción definitiva: Chernóbil.
Esa catástrofe nuclear fue el big-bang que dinamitó la Guerra fría y provocó que el sistema soviético colapsara por partida doble: física y moralmente. A partir de la hecatombe en Ucrania, ya no hubo capacidad de reacción ante su propia obsolescencia y ya nadie pudo seguir mintiendo para ocultarla.
Svetlana Alexievich fue de las primeras en mostrarnos que el desmantelamiento de aquella galaxia, con casi todos sus satélites, se debió más a la corrosión interna que a las conspiraciones y ataques del otro mundo. En toda su obra persiste la idea de que aquel desmantelamiento estaba más conectado con esos ciudadanos anónimos que no aparecían en los libros que con los presuntuosos superhéroes occidentales como Ronald Reagan o Margaret Thatcher.
En su extraordinaria plegaria de entonces -esas Voces de Chernóbil que fundían «la muerte y el amor» bajo la contaminación- su escritura cobijó a las memorias de esas víctimas, tal vez el único estilo posible para afrontar la magnitud humana de aquel espanto sin glamour.
Alexievitch escribió a pesar de la opacidad comunista y, también, a pesar de la ignorancia occidental sobre lo que realmente ocurría al otro lado del Telón de Uranio. De ahí que su insistencia en hablar de la gente común, mientras unos hablaban de villanos y otros de héroes, respondiera a una obligación más que a una elección.
Cuando la tragedia se convirtió en un fenómeno global -llegó a atravesar todo Occidente hasta alcanzar el Caribe cubano-, sus libros se convirtieron en un presagio de que el Muro terminaría por caer hacia los dos lados del mundo. A la valentía de haber roto el silencio soviético, hay que añadirle la coherencia de haber quebrado el olvido postsoviético.
Nunca se detuvo Alexievitch a refrendar las versiones apocalípticas del posmodernismo de esos tiempos, fascinado -con Baudrillard a la cabeza- por un sistema que quebraba por «implosión». Tampoco comulgó con la recuperación cíclica de Adorno, del que una y otra vez se saca a relucir la imposibilidad de escribir poesía después del horror.
Con su periodismo en apariencia sencillo, Svetlana Alexievich se plantó a escuchar en medio de la radioactividad. Desde esa plaza, peligrosa e incómoda, demostró que, tras el Apocalipsis, escribir no sólo es posible sino también, a veces, obligatorio.
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Svetlana, la voz de la catástrofe
Álvaro Colomer, 8 octubre 2015 / EL MUNDO.es
Svetlana Alexievich es a Chernóbil lo que John Hersey a Hiroshima: la voz de la catástrofe. El corresponsal de guerra norteamericano saltó a la fama cuando, en agosto de 1946, publicó un reportaje en The New Yorker en el que relataba la vida de seis personas antes, durante y después de la explosión de la primera bomba atómica lanzada contra una ciudad. Su trabajo, convertido en un libro de culto periodístico Hiroshima que hoy engrosa el catálogo de varias editoriales españolas, es objeto de estudio en todas las facultades de periodismo del mundo y no hay -o no debería haber- ni un solo plumilla que no lo haya leído.
Sin embargo, cuando la Academia Sueca anuncia la concesión del Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza y, lamentando que no lo haya ganado Philip Roth o Haruki Murakami, pregunta quién diablos es esa mujer. Esta mañana Twitter estaba lleno de bromitas sobre el hecho de que nadie supiera nada sobre esa periodista bielorrusa y un escritor madrileño incluso se atrevía a decir: «Seguro que ahora salen los típicos pedantes diciendo que ellos ya habían leído a Alexievich». Pues bien: yo soy uno de esos pedantes y, en mi opinión, lo grave es que no haya más.
Porque Svetlana Alexievich escribió uno de los libros periodísticos más impresionantes de cuantos puedan encontrarse en las librerías de toda Europa: Las voces de Chernóbyl. Escrito originariamente en 1997 y publicado en España primero por la editorial Casiopea y después Siglo XXI y Debolsillo, Las voces de Chernóbil es un trabajo de investigación exhaustiva en torno a las consecuencias de aquella catástrofe nuclear sobre la población ucraniana, bielorrusa y, en realidad, mundial. Pero si algo convierte a este libro en un documento incluso más interesante que el de Hersey es, precisamente, el hecho de que las víctimas del Reactor IV del Complejo Nuclear de Chernóbil no son tan fáciles de localizar como los afectados por una bomba atómica. Y no lo son por dos motivos: primero, el Politburó repartió a los afectados por todo el territorio soviético, evitando de este modo que pudieran unirse para reclamar cualquier tipo de compensación y dificultando enormemente la labor de los periodistas que quisieran husmear en ese asunto; y segundo, la radioactividad liberada afectó a la población de un modo sibilino, provocando un tipo de enfermedades -cáncer, sobre todo- cuyo desarrollo podía tener cualquier otro origen.
Por otra parte, Las voces de Chernóbyl es uno de esos libros que cae como una losa sobre el llamado Nuevo Periodismo. Su autora jamás hizo alarde de la tremenda labor emprendida para confeccionar dicho volumen, su autora no se convirtió en la protagonista de la historia narrada, su autora no pretendió ser más importante que aquello que contaba. Svetlana Alexievich cedió su estilográfica a los testigos directos de la catástrofe y convirtió sus voces en un documento estremecedor que, de alguna manera, nos recuerda no sólo el dolor que todavía padecen las víctimas de la explosión nuclear, sino el silencio que continúan obligándoles a mantener.
En uno de los capítulos, titulado Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida (…), la propia Aleksiévich explica su trabajo de este modo: «Este libro no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma».
Svetlana Aleksiévich no es una absoluta desconocida entre nosotros. En más de una ocasión ha venido a España para narrar sus periplos por la guerra de Afganistán o por la zona contaminada de Chernóbil, y algunos afortunados han tenido la ocasión de presenciar la seriedad con la que habla de la tristeza que cubre el mundo. Ahora le han dado el Premio Nobel y tal vez su trabajo encuentre más asiento entre nosotros. Porque hay una realidad indiscutible: Aleksiévich sólo tiene un libro publicado en España. Pero en el resto de Europa, o al menos en los países más representativos, tiene toda la obra traducida. ¿Qué nos dice esto sobre nosotros? Mejor no responder.