El 30 de mayo usted mandó una carta a Trump
que me pareció tan buena que tuve la sensación de publicarla
inmediatamente. El presidente de un país vecino retando públicamente a
Trump y rechazando su intento de extorsión porque Trump había dicho a
México: o ustedes se encargan a detener el flujo de migrantes
centroamericanos antes de que lleguen a nuestra frontera, o vamos a
imponerle aranceles a cada importación mexicana a Estados Unidos…
Usted le contestó: “Los
problemas sociales no se resuelven con impuestos o medidas coercitivas.
¡Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho!”
Me hubiera gustado una respuesta aun
más clara, diciéndole a Trump sin ningún rodeo: México y su gobierno no
se dejarán extorsionar. Pero no fue por esto que decidí no publicar su
carta. No la publiqué porque me dije: mejor espero ver cuáles serán las
respuestas reales de AMLO. No vaya ser pura retórica, como es tan común
en la política mexicana…
Y cabal, resultó siendo pura
retórica. Hoy se publica que el canciller mexicano, luego de pasar días
en Washington sin que nadie le entendiera, “negoció” un acuerdo con
Estados Unidos: México va a mandar 6,000 efectivos de su recién formada
Guardia Nacional a la frontera con Guatemala para detener a los
migrantes. O sea, México le va a cuidar la frontera a Trump, pero lejos
de Estados Unidos, en la frontera con Centroamérica. Y por su parte, el
presidente Trump, en un gesto generoso, va a abstenerse a cobrarles
renta a los importadores mexicanos. Perdón, aranceles.
Esto, estimado señor presidente, no
es negociación, es rendición. Es sumisión. Es aceptar la extorsión. Tuve
razón de no publicar su carta porque fue pura retórica al mejor estilo
del PRI, que todavía hablaba de la revolución mexicana mientras le
negaba dignidad y democracia a los mexicanos.
Contra mucha preocupación y oposición, usted formó la Guardia Nacional, una policía militarizada. Su discurso decía: no se preocupen, estas unidades militares nunca se emplearán para violar los derechos humanos, se forma exclusivamente para derrotar al crimen organizado. Bueno, hoy su Guardia Nacional va a cazar inmigrantes centroamericanos en su frontera sur, para que Donald Trump no tenga problemas en su frontera norte.
No sé cuánto tiempo van a necesitar los ciudadanos para descubrir
la realidad detrás de las retóricas de líderes oportunistas. Por el
momento, las retóricas parecen funcionar en nuestros países. Pero como
dicen que dijo Lincoln: “Puedes engañar a todo el mundo algún
tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a
todo el mundo todo el tiempo”.
CIUDAD
DE MÉXICO — En Ciudad de México, y su zona conurbada, vivimos casi 22
millones de personas que, en lo que va de 2019, solo hemos disfrutado de
nueve días con “buena calidad de aire”. En 2018 tuvimos solo quince.
Aun siendo una estadística aterradora, sorprende que esta intoxicación
haya terminado convirtiéndose en una dócil rutina que forma ya parte de
nuestra naturalidad. Solo una quincena al año de aire limpio, en la que
se puede saludablemente respirar. Lo demás es humo.
Cuando
vine a vivir aquí por primera vez en 1995, me encontré rápidamente ante
dos nuevos aprendizajes: la relación con la condición sísmica del
altiplano y la convivencia con la contaminación permanente de la ciudad.
La educación en los temblores fue relativamente sencilla y veloz. La
urgencia de una tierra que se mueve no permite demasiadas elaboraciones.
Su propia historia ha hecho que los habitantes de Ciudad de México sean
expertos en la fuga pero también en la solidaridad.
Con
la contaminación todo fue distinto y más lento. Me costó lidiar con esa
nueva experiencia y con su nuevo lenguaje. Sentirme de pronto en un
territorio lleno de partículas suspendidas, donde es indispensable medir
diariamente los puntos del Índice Metropolitano de la Calidad del Aire
(IMECA), me hacía sentir por momentos en un espacio algo irreal, cercano
a la ciencia ficción. Cuando viví mi primer día de contingencia
ambiental, le pregunté a un vecino en qué momento se decretaba la alerta
más alta. “Cuando los pajaritos se caen de los árboles”, me respondió.
Es
curioso constatar que ante la contaminación existe una aquiescencia
parecida a la que se da ante el carácter sísmico de la ciudad. Como si
ambos fenómenos ocuparan el mismo rango de naturalidad, la misma
dimensión de catástrofe inevitable. Probablemente, este proceso de
normalización es uno de los elementos fundamentales del problema. La
contaminación ya no es vista ni vivida como una emergencia sino que, por
el contrario, ha sido incorporada a la lógica urbana. Sus consecuencias letales en la salud
parecen olvidarse fácilmente: según reportes médicos aumenta la
incidencia de cáncer de pulmón, aumentan los riesgos de infartos al
miocardio y reduce las expectativas de vida.
La invisibilidad les regala a las partículas suspendidas una inocencia
que no tienen. De esta forma, el exceso de ozono y los rayos
ultravioleta parecen ser entonces simples rasgos de nuestra nueva
identidad, las consecuencias naturales de ser tantos.
Es cierto que, en este mes, más de veinte incendios
alrededor de la ciudad han impulsado la crisis de esta semana. Pero
también es cierto que ya había pronósticos que advertían que todo esto
podía ocurrir. En marzo, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda)
les propuso
a las autoridades activar un plan preventivo, con el que alertaba sobre
una probable emergencia para este mes de mayo. Pero, al igual que en el
pasado, las acciones oficiales solo parecen ser eficaces cuando juegan a
la defensiva y ya no ha más remedio. Es como si la única posibilidad
del Estado ante la polución fuera el fracaso: la huida hacia el
interior, la suspensión de clases y de actividades, el control
vehicular… Se recomienda no tener actividad física y no usar lentes de
contacto.
Esta
vez, sin embargo, Claudia Sheinbaum, la nueva jefa de gobierno, ha
señalado además que estos planes no son ni siquiera una salida
medianamente eficiente para salir de la crisis. “No pasa nada si
decretas contingencia ambiental”, declaró,
y dejó en el aire preguntas que queman tanto como el azufre o el
monóxido de carbono: ¿y entonces qué se puede hacer? ¿No hay manera de
luchar contra la contaminación?
Son
muchos los estudios sobre las consecuencias que produce la falta de
calidad de aire. El lunes 13 de mayo un titular del periódico El Sol de
México retrataba, tal vez de manera involuntaria, esta absurda tragedia:
“Respirar en la CDMX tiene efectos nocivos para salud”. Es un
contrasentido que refuerza la idea de que habitar esta ciudad diversa y
maravillosa implica, como contraparte, ser un suicida.
Paradójicamente, la mayor ciudad de habla hispana no tiene una palabra propia para designar aquello que la asfixia: el smog.
La nata oscura que todos atravesamos al descender en avión sobre el
valle aún no tiene nombre. Tal vez eso también es un síntoma, una
muestra de cómo, durante tantos años, hemos banalizado nuestra propia
suciedad. Sin duda, es necesario revisar todos los planes y replantearse
una nueva estrategia oficial frente a la contaminación. Por supuesto
que se requiere de nuevas legislaciones y diferentes acciones de control
en todos los sentidos. Pero cualquier salida que exista pasa por crear
una nueva conciencia ciudadana, por desnormalizar la contaminación. Por
devolverle su estridente sentido de urgencia.
Se puede vivir del humo, sí. Pero por poco tiempo. Cada vez menos.
CIUDAD DE MÉXICO — “Yo no inventé lo de fifí”, dijo
Andrés Manuel López Obrador en su matutina rueda de prensa del 26 de
marzo. Se trata del término que utiliza con frecuencia para descalificar
a quienes lo adversan o critican. Es apenas una palabra, con ritmo
musical, que rápidamente se ha convertido en la expresión de la pugna
creciente que parece vivir el país. “Eso no tiene nada que ver con la
polarización”, advirtió también el presidente mexicano. Por el
contrario, precisamente es en el lenguaje donde se expresa mejor este
complejo proceso.
La
polarización política solo produce mediocridad. Reduce la realidad a
oposiciones vehementes, expulsa la racionalidad de cualquier polémica y
refuerza el personalismo carismático del líder. ¿Es posible desactivar
esta dinámica? ¿Qué pueden hacer los medios y los ciudadanos en las
redes sociales para controlar a un presidente sin controles? Las
respuestas a estas preguntas forman parte de uno de los desafíos
actuales de la democracia mexicana.
Más
que un enfrentamiento, la polarización es un vínculo que afectiviza la
política. Las ideas y los puntos de vista pierden importancia a medida
que la emoción va escalando niveles. Se ridiculiza cualquier
controversia con dos sílabas burlonas; se rechaza cualquier propuesta
aun antes de escucharla. Y, mientras tanto, la vida pública corre el
riesgo de convertirse en un melodrama: solo interesa lo que sientes, con
quién o contra quién estás. La controversia se transforma en un asunto
de fidelidades.
Este
es un raro hechizo que se amplifica al trasladar el debate público a
las redes sociales, produciendo una particular radicalización 2.0 que la
mayoría de las veces solo alimenta y potencia lo peor de cada polo. Sin
esta dimensión mediática, la polarización es incomprensible. Ahí se
desarrolla y se define. Se nutre de la velocidad y de la simpleza que
rigen el flujo de las comunicaciones hoy en día.
Desde
este contexto, se podría dar también otra lectura de “las mañaneras”.
Lo realmente esencial de los encuentros de AMLO con la prensa no es el
intercambio de información, sino cómo se van construyendo una nueva
imagen y un nuevo sentido del poder en la sociedad mexicana. La
verdadera noticia que se reafirma cada mañana es que la vida de la
nación gira y depende, desde muy temprano, de un eje personal, de una
única voz que —cotidianamente— puede resolver todas las dudas, ordenar
las preguntas y establecer cualquier ruta de solución. Lo que en
apariencia es un ejercicio de pluralidad democrática es en realidad un
espectáculo ególatra, la refundación del caudillismo en los tiempos de
Twitter y de Facebook.
Frente
a esta nueva ceremonia diaria surge una nueva radicalidad mediática que
solo parece definirse por su capacidad de reacción instantánea ante el
líder. Si AMLO dice pío, las redes sociales arden. Si no dice nada, las
redes sociales arden porque AMLO no dijo ni pío.
La misma mecánica mediática de estos tiempos, tan entregada al scandalum interruptus,
al consumo permanente de estruendos fugaces, se presta de forma
perfecta para confundir un tuit con un argumento, para creer que el
fanatismo desbordado puede ser una épica ciudadana. Este vínculo es un
elemento fundamental de toda la dinámica polarizadora. Tiene además un
componente adictivo que desecha cualquier complejidad, priorizando la
tensión emocional con el oponente. Crea una ilusión de heroísmo. Es el
complemento perfecto para el juego narcisista del poder.
Aunque diga que no quiere polarizar al usar el término, AMLO propone definir cualquier disidencia como fifí. Señala
que el vocablo comenzó a usarse a principios del siglo XX “para
caracterizar a quienes se opusieron al presidente Madero”. En 1913,
Francisco I. Madero y José Pino Suárez, presidente y vicepresidente de
México, fueron asesinados en un golpe de Estado. Unos días antes,
Gustavo A. Madero, hermano del presidente, corrió con la misma suerte.
“Los fifís fueron los que hicieron una celebración en las calles cuando
asesinaron atrozmente a Gustavo Madero”, sentencia AMLO. “Cuando los
militares lo sacrificaron, que es una de las cosas más horrendas y
vergonzosas que han pasado en la historia de nuestro país, salieron los
fifís a las calles a celebrarlo y había toda una prensa que apoyaba esas
posturas”. En rigor, el presidente apela a la historia para promover
una operación retórica que, de manera natural, despoja de legitimidad a
cualquiera que intente cuestionar alguna de sus opiniones o decisiones.
Ser un fifí implica tener un expediente lleno de sangre, una traición a
la patria como pecado original.
Parece
un chiste, una graciosa reiteración sonora, pero es un eficaz
procedimiento de descalificación y de exclusión. Sin embargo, de nada
sirve engancharse contra él de manera puntual y obsesiva. Es lo que él
secretamente desea y necesita. Lo refuerza como eje permanente de todo
lo que ocurre, mientras sostiene la versión de que —aún desde la
jefatura del Estado— sigue siendo una víctima de las mafias del poder.
Hay
que evitar la centrífuga egocéntrica de la polarización y recuperar los
otros espacios de fuerza y de presión que existen en la sociedad. Es
imprescindible pronunciar y defender la complejidad; dar la batalla
entre la diversidad y quien pretenda reducir el país a cuatro letras. La
realidad de México no cabe en la palabra fifí.
CIUDAD
DE MÉXICO — Los primeros cien días de Andrés Manuel López Obrador en la
presidencia han estado llenos de anuncios y proclamaciones. Ha hecho
gestos grandilocuentes que han sido aplaudidos por la sociedad.
Les
quitó a los expresidentes sus pensiones, optó por volar en aviones
comerciales en vez de usar el Boeing presidencial (aunque el gobierno
aún deberá seguir pagando el arrendamiento anual hasta que se venda) y
convirtió a la residencia presidencial de Los Pinos en un museo abierto
al público.
En campaña, López Obrador prometió transformar México. Creó enormes expectativas y abrió un debate generalizado sobre las políticas públicas, el pasado y el futuro de México, las cuales son buenas noticias. Ha tomado algunas decisiones, la mayoría poco sabias, y ha prometido prácticamente todo lo que puede prometerse, incluyendo un sistema de salud universal al estilo escandinavo. Sin embargo, aunque ha consolidado un enorme respaldo popular, los proyectos que de hecho se han llevado a cabo aún son pocos, lo cual no es bueno para un país que tiene tantos desafíos como México.
Además
de haber despedido a un gran número de servidores públicos, solo tres
decisiones se han implementado en realidad: una ofensiva, una absurda y
otra digna de elogios.
López Obrador está haciendo el trabajo sucio
de Donald Trump al permitir que México se convierta en el país de
acogida de los centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos.
Canceló la construcción del nuevo aeropuerto de Ciudad de México, que
estaba parcialmente construido, a un costo enorme para el presupuesto y
el futuro de la capital; todavía no está claro
cómo se ampliará y mejorará el viejo y saturado aeropuerto de la ciudad
ni si se construirá otro aeropuerto para complementarlo, pero el
impacto en los mercados fue significativo. Por otro lado, su decisión de
aumentar el precario salario mínimo en todo el país y duplicarlo a lo largo de la frontera norte fue sabia y oportuna.
Pero eso es todo.
Obtuvo la aprobación del congreso para la formación de una Guardia Nacional, con un mando militar de facto, que estaría a cargo de “prevenir y combatir el delito”
en todo México. Prometió pensiones para los ancianos, becas para los
estudiantes de preparatoria, asistencia financiera para las personas con
discapacidad y, lo más importante, capacitación y prácticas
profesionales pagadas para los casi tres millones de jóvenes mexicanos
sin empleo.
AMLO
también quiere construir un tren maya en la península de Yucatán, una
nueva refinería petrolera en Tabasco —el estado donde nació— y un tren
en el istmo, que competiría con el canal de Panamá. Está tratando de
establecer un sistema paralelo de poder y gobierno en los 32 estados de
México al nombrar a un delegado personal en cada uno. Por último,
pretende eliminar el financiamiento
de las organizaciones de la sociedad civil. Como resultado, los fondos
para programas sociales anteriores, como los dirigidos a las víctimas de
violencia doméstica y las guarderías, han sido recortados y se
entregarán directamente a los usuarios (en teoría).
Aunque
la mayoría de estas propuestas son populares, también han generado
preocupación. Se inspiran en la vieja política mexicana de clientelismo y
remplazan mecanismos previos de gasto federal con transferencias
directas a posibles votantes en el futuro. A través de designaciones
autoritarias y personales, sortean el corrupto sistema federal, que se
sustenta en gobernadores todopoderosos. También tienden a militarizar
aún más la guerra fallida contra las drogas y el crimen organizado en
México, que ha cobrado más de 250.000 vidas y ha dejado un saldo de
alrededor de 40.000 personas desaparecidas desde 2006.
Es muy probable que muchos de estos planes no se concreten. Los ingresos del gobierno disminuyeron un 7,5 por ciento
en enero; la economía se enfrió en octubre y apenas creció en el primer
mes del año. Los nuevos gobiernos de México siempre necesitan tiempo
para llevar a cabo sus planes. Algunos han tenido un gran impacto
durante sus primeros cien días, como el de Carlos Salinas de Gortari en
1988-89 o el de Felipe Calderón en 2006-07; otros, no tanto. Siempre hay
una curva de aprendizaje, sobre todo después de que salió del gobierno
el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en 2000. Pero en el caso
de López Obrador, la incompetencia de su gabinete es un gran obstáculo
para que sus promesas se conviertan en políticas. Además, el aumento de la violencia en todo el país garantiza que el proceso para este gobierno será aún más prolongado.
Así
que no solo es una cuestión de las dificultades prácticas de repartir
dinero de maneras con las que teóricos del libre mercado como Friedrich
Hayek y Milton Friedman no habrían podido soñar, sino que también se
trata de que no hay dinero que repartir. La mayoría de los economistas
ahora están pronosticando un drástico declive en los ingresos y el gasto
del gobierno este año, así como un descenso en las inversiones
extranjeras y nacionales. Calculan que, en el mejor de los casos, el
producto interno bruto crecerá un uno por ciento, quizá menos.
Enero
también fue el mes más sangriento de México desde que se ha llevado
registro de los homicidios. Diciembre no fue mejor. La presión de
Estados Unidos para ir tras los cargamentos de cocaína de Colombia y el
fentanilo de China, además del aumento en los cultivos de amapola
en varios estados mexicanos, sugieren que la violencia no terminará.
Esto, a su vez, seguirá asustando a los inversionistas y a los turistas.
López Obrador ha mostrado inclinaciones autoritarias y demagógicas, y en la actualidad prácticamente no hay contrapesos institucionales
en México. Está ocupando las vacantes de la Suprema Corte con sus
simpatizantes y la oposición política se encuentra en un estado de caos.
La única oposición que existe son los mercados y los analistas
políticos.
Con
suerte, los pocos contrapesos que existen, así como las realidades
económicas, asegurarán que no provoque mucho daño. Sin embargo, dada la
naturaleza de su retórica, esto es poco probable. ¿Cómo reaccionará
López Obrador cuando la realidad lo alcance y descubra que no puede
cumplir sus promesas? Ese momento quizá llegue más temprano que tarde.
La estrategia del presidente López Obrador en política exterior además de un enorme paso atrás puede convertir al país norteamericano en cómplice de las peores prácticas en el hemisferio.
América Latina enfrenta hoy retos en derechos humanos y democracia
que pocos hubieran previsto. A las graves crisis en Venezuela y
Nicaragua se suman los casos de Guatemala, donde la disolución de la
CICIG preocupa; el de Bolivia, donde crece la tentación para Evo Morales
de reelegirse a como dé lugar, y la tragedia de Brasil. ¿Quién pensaba
hace dos años que el país más grande de la región se hallaría en la
antesala de un ataque directo a los derechos humanos por parte de su
presidente? Esto sucede en un contexto ominoso. A diferencia de lo
ocurrido durante veinte años, y a pesar de sus propias y graves
violaciones a los derechos humanos, México, en lugar de ser un defensor
de los mismos, está en vías de convertirse en un cómplice de las peores
prácticas en el hemisferio.
La
llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador trajo consigo
el mayor cambio en la política exterior del país desde el año 2000. A
diferencia de entonces, cuando el presidente Vicente Fox profundizó la
actualización externa puesta en marcha por su predecesor, Ernesto
Zedillo, abandonando el tótem de la no intervención y la fatigada
retórica de la neutralidad e introversión mexicanas, López Obrador da un
enorme paso atrás. Pretende retrotraer al país a posturas o bien
inexistentes, o bien de los años cincuenta y sesenta, cuando México
procuraba, no siempre con éxito, evitar cualquier toma de partido en las
relaciones internacionales.
El retroceso tiene dos partes: Estados Unidos, y América Latina.
Desde su elección y a pesar de declaraciones anteriores, López Obrador
tomó una decisión consciente de evitar cualquier conflicto con el
Gobierno de Donald Trump. Ni los actos ni los dichos del presidente
norteamericano lo sacarían de sus casillas o lo obligarían a responder
ante las provocaciones de su colega. Ha cumplido su compromiso, pero su
vecino no se ha sentido obligado por ello.
En la mayor concesión mexicana hasta la fecha, López Obrador y su
canciller, Marcelo Ebrard, aceptaron el ucase de Trump a propósito de
los centroamericanos aglutinados en puntos fronterizos como Tijuana. En
el equivalente de un convenio de facto de tercer país seguro, el
Gobierno de AMLO accedió a una exigencia norteamericana. Los
centroamericanos que soliciten asilo en Estados Unidos esperarán sus
entrevistas y audiencias en territorio mexicano, bajo custodia mexicana,
y a cargo del erario mexicano. Tratándose de esperas de hasta dos años,
se dimensiona la magnitud de esta concesión. El corolario de dicha
concesión consiste en el silencio declarativo de las autoridades
mexicanas. Diga Trump lo que diga, haga lo que haga, el Gobierno de
México permanece callado.
Resultará muy difícil modificar esta nueva y lamentable postura mexicana. Pedro Sánchez lo comprobará…
Es el caso asimismo de la política hacia América Latina, y en
particular frente a las crisis en Venezuela y Nicaragua. El Gobierno de
Peña Nieto, a través de su secretario de Relaciones Exteriores, Luis
Videgaray, asumió una posición proactiva ante ambos países. En la
Organización de Estados Americanos (OEA) y en foros ad hoc
dentro y fuera de esa instancia, México, repetidamente, denunció las
violaciones a los derechos humanos en Venezuela y, a partir de
principios de 2018, en Nicaragua. Criticó a los Gobiernos de Maduro y de
Ortega por autoritarios, represivos y productos de elecciones
fraudulentas. Participó en esfuerzos fallidos de mediación, incluyendo
el llamado Grupo de Lima para Venezuela, y el grupo de trabajo en la OEA
para Nicaragua.
López Obrador ha abandonado esa postura, en votaciones, declaraciones
y gestos como invitar a Maduro a su toma de protesta. Son tres las
explicaciones que el Gobierno, sus partidarios o analistas han ofrecido
al respecto. La primera es de orden principista. AMLO y su canciller
Ebrard han afirmado que desean volver a lo que reza la Constitución
mexicana desde 1988, a saber, que la política exterior del país se
regirá por varios principios (de definición dudosa) y en particular el
de no intervención. Lo interpretaron como un no opinar o tomar partido
ante cualquier conflicto interno dentro de otro país, o frente a
violaciones de derechos humanos o la ausencia de democracia. Releyeron
la historia de la política exterior mexicana a su modo, olvidando cómo
el país tomó partido contra el régimen de Batista en Cuba en los años
cincuenta, reconoció a la República española hasta 1977, combatió al
régimen de Pinochet en Chile a partir de 1973, y al de Somoza en
Nicaragua en 1979, y a la dictadura militar en El Salvador en 1981.
Esta justificación peca de ingenua. Es cierto que AMLO es
ajeno a cualquier asunto exterior a México, y que su provincianismo le
podría permitir asumir estas actitudes con sinceridad. Pero su canciller
tiene demasiado mundo y formación para creer en semejantes lugares
comunes o francos errores históricos, de derecho constitucional
mexicano, o de derecho internacional. Siendo un razonamiento que muchos
en México suscriben, no se sustenta como tesis explicativa. Tampoco se
sostiene el planteamiento de que México no interviene para evitar que
otros intervengan en México.
AMLO pretende retrotraer al país a posturas o bien inexistentes, o bien de los años cincuenta y sesenta…
El segundo razonamiento, más franco y apegado a la verdad, aunque
iluso, reside en el deseo del Gobierno de México de mediar en ambos
conflictos. Ebrard considera que si México calla sus críticas, se aleja
del radicalismo y la estridencia del Grupo de Lima o del grupo de
trabajo de la OEA, y adopta una definición equidistante entre las
oposiciones y los Gobiernos de Maduro y Ortega, podrá desempeñar un
papel útil y eficaz para resolver las dos crisis.
El problema es que esta tesis ya la formularon los predecesores de
AMLO y Ebrard, y muchos más: en el caso de Venezuela, el papa Francisco,
José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández, Martín Torrijos, y todo
el Grupo de Lima; en el caso de Nicaragua, la Iglesia local, Vinicio
Cerezo y António Guterres. Todas las mediaciones han fracasado, porque
ni Maduro ni Ortega desean negociar su salida, y ni la oposición
venezolana o nicaragüense poseen la fuerza para imponerla. Queda la
denuncia, el aislamiento y la plegaria. Además, nadie entiende quién le
otorgó a México el papel de mediador: ni los Gobiernos ni las
oposiciones, ni el Espíritu Santo.
La tercera y última explicación es la más robusta. La amplia
coalición de Morena y López Obrador abarca muchas sensibilidades
ideológicas. Pero no cabe duda de que desde su extrema izquierda hasta
su centro-derecha, allí imperan afinidades reales, emotivas e
históricas, con los regímenes “revolucionarios” de Cuba, Nicaragua,
Venezuela y Bolivia. En algunos casos se entienden, por motivos
personales; en otros, por apoyos recibidos a lo largo de los años.
Muchos dirigentes, cuadros medios y militantes de a pie de AMLO no
comprenderían que su presidente se sumara a la “campaña del imperio”
contra Maduro y Ortega, ya sin hablar de Raúl Castro. Detrás de toda la
jerga principista, vacua y falsa, de la no intervención, o
hiperpragmática de la mediación, yace una fuerte afinidad por los
Gobiernos llamados de izquierda en América Latina. De allí la vergonzosa
postura mexicana de los últimos días frente a los acontecimientos en
Caracas: no reconocer a Guaidó; apoyar a Maduro en los hechos; salir del
Grupo de Lima; y ofrecer una mediación aceptada por Maduro y rechazada
por la oposición.
Por eso resultará difícil modificar esta lamentable postura mexicana.
Pedro Sánchez lo comprobará en su próxima visita a México, cuando
quizás intente acercar a López Obrador a la postura firme de la Unión
Europea frente a las dos crisis de América Latina.
Las caravanas que se dirigen a Estados Unidos están siendo protagonistas de una tragedia entendida como en la Antigua Grecia—una historia que inevitablemente termina en grave daño para el protagonista como consecuencia de un defecto de éste, o de un error cometido por el mismo. El daño final está determinado por la colisión entre el propósito de los héroes (los participantes de las caravanas), y los propósitos de un actor infinitamente más poderoso, que no puede permitir que ellos triunfen, por razones que los héroes mismos, en su desesperación, no pueden comprender.
Como todo país soberano, Estados Unidos tiene que controlar sus fronteras de acuerdo a sus políticas migratorias. Siendo una nación desarrollada, con un régimen que protege los derechos individuales, con muchas oportunidades económicas, y que provee a sus pobladores con muchos beneficios sociales, Estados Unidos es muy atractivo para la migración, y atrae muchos más inmigrantes que los que puede absorber. Por muchos años el país ha recibido muchos inmigrantes, incluyendo muchos que se han colado ilegalmente por las frontera con México o que se han quedado al expirar sus visas de entrada. El movimiento de ilegales ha sido tal que era irrealista esperar que el gobierno estadounidense no iba eventualmente a tomar medidas para cortarlo—como lo haría nuestro gobierno si estuviéramos en esa situación. Esto constituye una parte de la tragedia, el obstáculo que inevitablemente va a detener el acto heroico del protagonista.
La otra parte de la tragedia, la acción del héroe condenada al fracaso, es también fácil de comprender. Son personas y familias, destrozadas por la espantosa violencia que azota a nuestros países en Centro América, así como por la falta de oportunidades económicas, que se ven forzadas a huir de sus lugares de origen y enfocan sus esperanzas en el país más desarrollado a su alcance, Estados Unidos.
La prensa nacional e internacional ha reportado las historias desgarradoras de esta nuestra gente caminando, muchos con hijos enfermos y algunos incapacitados, caminando, caminando hacia un cielo que no se les abrirá. En un artículo del periódico británico he Guardián, el autor, brean Mealer, caminando con nuestros hermanos, recuerda a lo que él llama los fantasmas de migrantes anteriores que los acompañan, los migrantes de El Salvador y Cuba Rusia y Alemania, de los campos de la muerte en Sudán, Irak y Siria, los hebreos en el desierto, la saga de una mujer embarazada de Nazaret siguiendo una estrella para huir de un tirano, y la odisea de su propia familia durante la Gran Depresión de los 1930s, inmortalizada por John Steinbeck en su novela “Las Uvas de la Ira”, que los llevó del centro de Estados Unidos para llegar a una California que los recibió con policías armados que no los dejaron entrar.
La odisea es desgarradora. Desgraciadamente, Estados Unidos no puede hacer una excepción con estas caravanas. Si las deja entrar sin pasar por el proceso legal de solicitar asilo el país se les inundaría con millones de personas que están dispuestas a caminar hasta la frontera de Estados Unidos con tal de cambiar sus vidas. Y, como se evidenció en un artículo publicado hace un par de días en El Diario de Hoy, los asilos aprobados representan una minoría infinitesimal de las solicitudes.
He aquí pues la tragedia. Pero hay un lado luminoso en ella. El comportamiento de México, su gobierno y sus ciudadanos, con nuestros hermanos, que en todo el camino los han acogido como propios. En todas las tristes historias de éste éxodo, en medio de su trágico ritmo, aparecen mexicanos que dan aliento, comida y abrigo, transporte, servicios médicos, medicinas y apoyo moral a los centroamericanos que van pasando junto a ellos—muchos de ellos compartiendo con los nuestros cosas que a ellos no les sobran. En todas partes hay gente caritativa, pero los mexicanos han ido mucho más allá de eso, pagando buses, dando aventones en camiones, haciendo tamales y sandwiches, dando albergues, y, más que nada, dando cariño.
Eso es algo que nosotros, salvadoreños, no podemos olvidar jamás, sería vergonzoso hacerlo.
Los mexicanos han demostrado ser nuestros hermanos, y amor con amor se paga.
Alberto Barrera Tyszka, como venezolano, conoce de propia experiencia cómo comienzan las aventuras populistas. Y en qué terminan: en autocracias. Su biografa «Hugo Chávez sin uniforme» (2005) es el libro de referencia sobre este tema. Escritor, guionista y columnista, hoy vive y trabaja en México. Mucho de lo que dice, puede ser importante para nuestro país.
CIUDAD
DE MÉXICO — La polarización es un método eficaz para la consolidación
de los caudillos modernos. Los medios de comunicación y las redes
sociales se convierten en plataformas inflamables, en extraordinarios
combustibles para alimentar a quienes veneran y a quienes odian al
líder. Más allá de la pasión narcisista, un ejercicio de repolarización
constante permite suprimir los debates y promover la idea de que solo
hay un único núcleo, todopoderoso y omnipresente, en la sociedad. Pero,
al igual que el carisma, el poder no reside solamente en una persona o
en un espacio. El poder es un vínculo, una relación.
Aunque
todavía no se ha juramentado, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ya ha
demostrado que no le gustan algunas reglas del juego, que el sistema que
le permitió llegar a la presidencia
no es suficientemente bueno. En el transcurso de estos meses, ha
comenzado a asomarse lo que podría ser un nuevo Estado, con distintas
maneras de participación, con otros procedimientos y con otras
ceremonias. En el centro de todo está AMLO, como un eje que polariza
cada vez más al país. Su idea de democracia es otra cosa. Es un asunto
personal.
Todo
populismo es un encantamiento. Por eso mismo, se trata de una
experiencia tan tentadora como peligrosa. Supone que el hechizo del
carisma puede sustituir a las formas. A medida que se acerca el 1 de
diciembre, México parece hundirse más en una marea de este tipo. Es un
proceso que puede detallarse con claridad en algunas de las recientes
polémicas que tienen como centro al próximo presidente.
En el caso de la consulta popular sobre el nuevo aeropuerto,
ante las críticas de diversos sectores de la sociedad, ante la denuncia
de la ausencia de un organismo independiente que funcione como árbitro
de la elección, ante el cuestionamiento de la manera sesgada en que se
organizó la votación, la respuesta de AMLO fue AMLO mismo. Frente a
cualquier debate o invitación al discernimiento, el poder propone un
argumento emotivo: la fe, la lealtad. “Nosotros no somos corruptos,
nunca hemos hecho un fraude, tenemos autoridad moral”, dice López Obrador.
Como si la sola presencia fuera una garantía insuperable. En el fondo,
es una versión melodramática de la política: el corazón vale más que las
instituciones.
Lo mismo podría señalarse con respecto al caso de los “superdelegados”,
su plan para designar a coordinadores en cada estado y supervisar los
programas de desarrollo. Visto desde una óptica no partidaria, se trata
de la conformación de una suerte de Estado paralelo: la creación de un
cuerpo de funcionarios que mantienen relación directa con el jefe de
Estado y se encargarán de actividades de desarrollo en el mismo
territorio que los gobernadores que fueron elegidos democráticamente.
Todos estos nuevos delegados son miembros del partido político de AMLO,
Morena, o forman parte de su entorno cercano. Pero AMLO dice que no, que
no está creando dualidades ni poderes alternos. Y para demostrarlo
acude a la devoción, ofrece un razonamiento inapelable: la humildad. Los
superdelegados, dijo, van a trabajar “sin protagonismos, con humildad. ¿Qué es el poder? El poder es humildad”.
Es
la misma lógica mágica que empuja la certeza de que la simple llegada
de AMLO al poder acabará con la corrupción en el país. O la devoción
ciega, capaz de defender que un presidente, cualquier presidente, pueda
tener mando directo sobre una nueva fuerza militar y policial
de cincuenta mil elementos. Remplazar la institucionalidad por una
personalidad conlleva riesgos enormes. La sensatez y el poder ciudadanos
pierden terreno. Por eso las señales de alarma se encienden, las
histerias se disparan. Cuando hace unos días, en Yucatán, AMLO dijo:
“Yo ya no me pertenezco, estoy al servicio de la nación”, por un
momento podía pensarse que solo seguía un guion, que estaba queriendo
terminar en alto un espectáculo, promoviendo él mismo ahora una asociación con Hugo Chávez,
deseando ser percibido como una amenaza. Es una línea demasiado obvia y
directa. Es, en cualquier caso, una fascinación ya conocida. AMLO puede
aspirar a ser un Mesías Tropical. Pero no lo puede lograr solo. Necesita derrotar a la sociedad.
Ya
se sabe cómo es la democracia según AMLO. También entonces es necesario
que se comience a saber claramente cómo es la democracia según los
ciudadanos, según aquellos que no votaron por él o que, incluso habiendo
votado por él, quieren y buscan un cambio, no un salvador.
Para
eso, es necesario desactivar el esquema polarizante. Hay que evitar que
solo los radicales tomen las calles y el lenguaje, pero también hay que
dejar de jugar a la defensiva, como si solo fuera posible pactar y
someterse. Hay que salir de la rentabilidad mediática y emocional que
refuerza al líder como único foco de la acción y de la decisión
política. En un contexto de partidos políticos derrotados y sin legitimidad,
es aun más urgente promover y desarrollar nuevos movimientos y espacios
de liderazgo y de trabajo, no dedicados al rechazo irracional del
líder, sino articulados a las luchas concretas de la población. El mejor
enemigo del populismo es la política. El ejercicio real y plural de la
política. Es el momento de demostrarle a AMLO que no es cierto, que
realmente él solo se pertenece a sí mismo. Que a partir del 1 de
diciembre tiene un nuevo trabajo y que la nación estará ahí para
exigirle que lo haga bien. Para controlarlo.
El tiempo entre el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador y el día en que, por fin, tome protesta como presidente de México es demasiado largo. Lo que fue una avasallante victoria se ha ido diluyendo. La Cuarta Transformación comienza a parecer más bien una decimosexta modificación. Por eso, supongo, el nuevo presidente necesita mantener en alto la polarización. Le conviene permanecer siempre bajo los focos mediáticos y en el centro de la discusión pública. Necesita hacer sentir que algo pasa, que no se ha dormido, que el cambio está en movimiento.
Por eso apuró una consulta inconsistente sobre el nuevo aeropuerto. Más que un acto democrático, la encuesta era una provocación. Por eso, tal vez, también parece disfrutar de las indignadas reacciones ante la invitación a Nicolás Maduro a su toma de posesión el 1 de diciembre. “Somos amigos de todos los pueblos y de todos los gobiernos del mundo”, dice sonriendo.
Pero esa respuesta es una fórmula retórica. Suena bien pero puede ser muy contradictoria, incluso incoherente. A veces, proclamarse amigo de un gobierno implica convertirse en enemigo de su pueblo. Nicolás Maduro no cuenta con ninguna legitimidad internacional. Su popularidad, dentro y fuera del país, es también ínfima. Sin duda, se trata de un invitado incómodo, de una presencia irritante. Su asistencia a la toma de posesión obliga a un rápido estreno de López Obrador en el complejo y frágil equilibrio diplomático que vive la región. El nuevo gobierno puede defender el principio de la “no injerencia”, pero ¿cómo reacciona ante las fehacientes pruebas de corrupción y de violación a los derechos humanos que acorralan a Nicolás Maduro?
No se trata de una opinión personal. Tampoco es una conspiración del capitalismo internacional. Hay informes, datos concretos, confesiones… Si alguien representa en Venezuela a “las mafias del poder” es Nicolás Maduro.
El discurso de Maduro aprovecha la gramática de la izquierda, invoca a los pobres y ataca al imperialismo, pero detrás de su lengua hay una caja registradora que nunca se detiene. Está siendo investigado por el desfalco y blanqueo de 1200 millones de dólares a la empresa estatal petrolera. Un miembro directivo de Odebrecht lo denunció al señalar que recibió 35 millones de dólares para su campaña electoral. Su propios excompañeros de gobierno, todavía chavistas, exigen que responda ante el país por 350 mil millones de dólares desaparecidos en el vaho de muchas empresas fantasmas. Su gobierno está implicado en una trama de corrupción en una red de distribución de alimentos comprados en el exterior para ser supuestamente vendidos a precios solidarios a los pobres de Venezuela. Se trata de una estafa gigantesca, que supone una cifra de 5000 millones de dólares y que ha desatado la persecución oficial de los periodistas que investigan los hechos.
Y esto podría ser solo una pequeña muestra de todo el gran sistema de corrupción que se mueve detrás de su gobierno. Para cualquier mexicano, invitar a Maduro podría ser algo parecido a convidar a Javier Duarte a la inauguración presidencial. El exgobernador de Veracruz, actualmente en prisión, es el emblema de la corrupción y del descaro político en México, una imagen de la perversión del PRI en el manejo de los dineros públicos y en el ejercicio de la violencia. Eso, ya tal vez mucho más, es Nicolás Maduro en el Caribe.
Otro de los elementos importantes que problematiza la alianza entre AMLO y el gobierno de Venezuela tiene que ver con el respeto a los derechos humanos. Insisto: no se trata de un asunto de criterios íntimos, de elucubraciones sesgadas. Casi desde el comienzo de su gobierno, Nicolás Maduro ha desatado una guerra feroz desde el Estado en contra de sus ciudadanos. En Venezuela hay actualmente 232 presos políticos y 7495 personas sometidas a procesos judiciales, ligados a motivos políticos. Esto sin contar la cantidad de programas y medios de comunicación censurados o suprimidos, periodistas a quienes se les retiene el pasaporte, ciudadanos cuyos derechos son vulnerados por participar en protestas en contra del gobierno.
En términos de uso de fuerza contra la población, las estadísticas de Nicolás Maduro son sangrientas. Un informe de la OEA reseña que solo en las protestas del año 2017 se cuentan 163 muertos. Naciones Unidas, por su parte, ha pedido una investigación especial sobre los operativos de seguridad diseñados por el gobierno, en los que, según denuncias, ha habido 505 ejecuciones extraoficiales. A todo esto, habría que sumar el supuesto suicidio de un concejal opositor, detenido de forma ilegal, en una prisión de la policía política; así como el reciente testimonio de un joven, desterrado a España tras cuatro años de prisión, sobre las diferentes modalidades de tortura que padeció. Es evidente que no se trata de un caso aislado sino de una política de Estado. Si, en 1968, Nicolás Maduro hubiera sido presidente de México, tal vez la masacre de Tlatelolco se hubiera perpetrado de la misma manera. O peor.
Dice López Obrador que “México ya cambió”. Tiene una enorme fe en sí mismo. Como lo sostuvo también en su campaña electoral, piensa que su sola presencia puede tener un efecto mágico en el sistema, en la vida pública, en la condición humana. Lamentablemente, la historia demuestra que todo es mucho más complejo. Si algo, por ejemplo, contradice toda su prédica, es la presencia de Nicolás Maduro en el inicio de su mandato.
Maduro encarna toda la corrupción, el abuso y la represión que AMLO pretende combatir. Incluso para sus seguidores puede resultar una incongruencia monumental. La dicotomía entre la izquierda y la derecha se ha vuelto un sinsentido. La primera posverdad que hay que enfrentar es la ideología. Maduro no representa ninguna revolución popular y latinoamericanista. Representa un gobierno ilegal, corrupto y autoritario.
Ha señalado el historiador Rafael Rojas que “para emprender cualquier gestión diplomática mediadora, en relación con Venezuela, el rechazo al autoritarismo y a la violación de derechos humanos es una premisa insoslayable”. Ese es un gran desafío que tendrá el nuevo gobierno de México por delante. Estará obligado a participar en una crisis internacional sin establecer complicidades, sin traicionar sus propias promesas.
En estos momentos, no se puede ser amigo del pueblo de Venezuela y amigo del gobierno de Nicolás Maduro al mismo tiempo. Si AMLO quiere ser coherente con todo lo que ofreció en su campaña, si desea ser leal a sus votantes, no puede entonces establecer una alianza ciega con “la mafia del poder” que oprime al pueblo venezolano.
Aunque López Obrador debería condenar el derramamiento de sangre en Nicaragua y apoyar los esfuerzos del presidente Enrique Peña Nieto y de la OEA para dar con una solución y defender los derechos humanos en la región, es poco probable que lo haga. Después del 1 de diciembre, no cuenten con México.
Un joven participa en una marcha contra el gobierno de Daniel Ortega el 23 de julio de 2018, en Managua. Credit Rodrigo Sura/EPA, vía Shutterstock
Jorge Castaneda, secretario de Relaciones Exteriores de México, de 2000 a 2003
CIUDAD DE MÉXICO — Más de 350 personas, la mayoría estudiantes y manifestantes, han muerto desde abril en Nicaragua, donde una reforma de pensiones, que al final se revocó, inició un movimiento social masivo que busca la renuncia del presidente Daniel Ortega.
La cantidad de muertos, encarcelados y desaparecidos es sorprendente para un país con poco más de seis millones de habitantes. Casi cuarenta años después de que Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) derrocaron a la dinastía corrupta y sangrienta de los Somoza —que gobernó Nicaragua durante casi medio siglo—, estudiantes y activistas exigen la salida de lo que consideran una repetición histórica imperdonable. Su grito de protesta es: “Ortega y Somoza, son la misma cosa”.
Sin distinciones, están siendo atacados campesinos, activistas, la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y líderes de la oposición históricos y actuales; manifestantes mujeres e incluso niños se han vuelto víctimas de los escuadrones de matones de Daniel Ortega. El régimen se está convirtiendo a toda velocidad en una dictadura, una situación que las comunidades latinoamericana e internacional deberían detener a toda costa. Nadie quiere otra Venezuela en la región.
Aunque al principio la respuesta de las organizaciones regionales e internacionales a la represión en Nicaragua fue lenta, recientemente ha comenzado a adoptar un papel más activo. La semana pasada, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, emitió una declaración en la que condenaba la violencia y la Organización de Estados Americanos (OEA) también aprobó una resolución condenatoria y exhortó a que se celebren elecciones presidencias “libres, justas y oportunas”. Un grupo ad hoc de naciones de América Latina, incluyendo Argentina, Brasil y México, ha denunciado la matanza en Managua y en la icónica ciudad de Masaya, que albergó la resistencia más heroica contra Somoza en la década de los setenta.
Un grupo de países está trabajando tras bambalinas con la Iglesia y la comunidad empresarial —así como con Estados Unidos— para negociar un acuerdo que exige tres elementos cruciales. Primero, el fin de la represión y del uso de escuadrones paramilitares o de matones que golpean o asesinan a los estudiantes. Segundo, la renuncia de Rosario Murillo —la esposa de Ortega, vicepresidenta y el poder tras el trono— y su promesa de que no contendrá a la presidencia en las próximas elecciones. Tercero, convocar elecciones con observadores internacionales a principios del próximo año y la renuncia previa del presidente. Este esfuerzo de intermediación y el acuerdo consiguiente pueden o no tener éxito, pero al menos se está haciendo algo para poner fin al baño de sangre.
A diferencia de la situación en Venezuela —un país que, además de la represión y las violaciones a otros derechos humanos, ha enfrentado una crisis humanitaria, económica y migratoria durante varios años—, la encrucijada nicaragüense podría resolverse a través de la cooperación regional e internacional. Nicaragua carece de lo que Venezuela tiene: petróleo y respaldo ruso y chino. Sin embargo, hay dos obstáculos importantes en el camino.
El primero es el apoyo continuo de buena parte de la izquierda latinoamericana al régimen de Ortega. Apenas la semana pasada en La Habana, los más de 430 participantes del Foro de São Paulo —el encuentro anual de partidos políticos de izquierda y otras organizaciones de América Latina y el Caribe iniciada en 1990— manifestaron su solidaridad con Ortega y condenaron a “los grupos terroristas de la derecha golpista” que intentan derrocarlo con, por supuesto, el apoyo del imperialismo de Estados Unidos. Además del presidente cubano, los mandatarios de Venezuela, Bolivia y El Salvador asistieron a la reunión, con la presencia de una expresidenta brasileña y representantes de organizaciones influyentes de centroizquierda afines a Ortega, provenientes de Colombia y Ecuador.
La izquierda latinoamericana ya no es lo que era hace solo cinco años, pero continúa siendo poderosa, además de estar bien organizada y conectada. Aunque en la actual camarilla de Ortega queda poco de la vieja mística sandinista, todavía cuenta con el respaldo tradicional internacional y regional. Este apoyo fue determinante para llevarlo al poder en 1979 y puede ser igualmente fundamental para mantenerlo hoy.
El segundo obstáculo es México. Este país desempeñó un papel clave en 1979, ya que encabezó la oposición regional contra Somoza y a la intención del gobierno de Jimmy Carter de mantener un “somocismo sin Somoza”. Por ende, apoyó al régimen sandinista, al igual que la paz negociada en Centroamérica.
En el año 2000, México abandonó su tradicional política exterior de no intervención y enfatizó la defensa colectiva de los derechos humanos y la democracia en la región. Entre 2007 y 2015 se intentó de manera poco entusiasta regresar a la postura del pasado. Con Luis Videgaray, secretario de Relaciones Exteriores, el país ha atribuido una importancia mucho mayor a los valores universales que a la introversión y el aislacionismo tradicionales.
Fue así hasta el 1 de julio de este año. En esa fecha, Andrés Manuel López Obrador fue elegido presidente en una victoria aplastante que dará un giro radical a la política en México, y es posible que ocurra lo mismo con la política exterior. Una coalición amplia compuesta de moderados de centroizquierda, protestantes conservadores, radicales de extrema izquierda y nacionalistas tradicionales le dio la victoria con el 53 por ciento del voto, 32 puntos arriba del contendiente en el segundo lugar, Ricardo Anaya. Una de sus propuestas más repetidas fue la de crear una nueva política exterior para México.
Entre las directrices que López Obrador ha enfatizado se ve un regreso obcecado a la postura tradicional de México de no involucrarse en la política de otras naciones ni expresar opiniones sobre la situación de los derechos humanos en otros países. Su futuro secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, declaró que la sola discusión de los casos de Nicaragua y Venezuela en la OEA era equivalente a interferir en los asuntos internos de estas naciones. Por lo tanto, el nuevo gobierno, que asume el poder el 1 de diciembre, se abstendrá de llevar adelante dichas iniciativas. López Obrador envió a la presidenta de Morena, su partido, al Foro de São Paulo en La Habana, cuya declaración final firmó. Otro de sus enviados pronunció un contundente discurso de apoyo a los gobiernos latinoamericanos de izquierda, incluyendo al de Nicaragua.
En otras palabras, México, la segunda nación más grande de la región, ya no será parte de la alianza latinoamericana que buscaba, sin tener éxito hasta ahora, una solución a la pesadilla venezolana y la crisis nicaragüense.
En el mejor de los casos, desde la óptica de los derechos humanos y la defensa de la democracia, México mirará hacia el interior de manera reflexiva y sencillamente se distanciará de cualquier desafío regional. En el peor, se alineará con regímenes como el nicaragüense y el venezolano aludiendo al principio de la no intervención pero, en realidad, simpatizando con ellos en lo político y lo ideológico.
Para que el esfuerzo actual por encontrar una solución en Nicaragua tenga éxito, debe dar resultados antes de diciembre, mientras el gobierno de Peña Nieto siga en el poder y se mantenga activo en ese frente.
Aunque López Obrador debería condenar el derramamiento de sangre en Nicaragua y apoyar los esfuerzos del presidente Enrique Peña Nieto y de la OEA para dar con una solución y defender los derechos humanos en la región, es poco probable que lo haga. Después del 1 de diciembre, no cuenten con México.
El primer presidente de izquierda dijo que tiene la ambición de pasar a la historia como un “buen presidente”. Ese legítimo deseo se cumplirá si rechaza el populismo, si acepta el republicanismo respetando la separación de poderes, y si mantiene el entendimiento de los ciudadanos como el eje central de su gobierno.
La victoria de Andrés Manuel López Obrador, el “Peje”, como se le conoce popularmente, desvaneció cualquier denuncia de fraude. La diferencia frente al segundo y tercer lugares fue holgada y no dio lugar a discusiones acerca de cambios en las tendencias ni en el conteo rápido publicado por el Instituto Nacional Electoral (INE) la noche del día de la elección, ni en los datos que arrojó el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP).
México encara dos grandes retos. Uno se sobrepuso el 1 de julio y tuvo relación con la organización de la elección. El otro se afrontará durante el próximo sexenio. Respecto del primero, los organismos electorales reconocieron que la dimensión de los comicios era descomunal. Estaban habilitados para votar 89 millones de personas, se instalaron casi 157 mil casillas (el equivalente de las JRV en El Salvador), nombraron a un millón 400 mil miembros en esas casillas para que contribuyeran a que los ciudadanos ejercieran su derecho al sufragio y para contar los votos; y los cargos a elegir, incluyendo los miembros de los concejos de las 16 alcaldías de la Ciudad de México, sumaban más de 18,000 a nivel nacional.
Los cambios generacionales en el padrón representaron la novedad. Lorenzo Córdova, presidente del INE, informó que el 40 % de los electores son menores de 34 años (35.3 millones); 25.6 millones tienen entre 18 y 29 años (el 29 % del padrón); 12.8 millones entre 18 y 23 años estaban habilitados para elegir por primera vez un presidente; y 6 millones se estrenaron como votantes en una elección.
Por otra parte, el proceso se calificó como el más vigilado de la historia de México. Se registraron 29,579 observadores nacionales y 907 extranjeros de 60 países. Los representantes de partidos y candidatos que cuidarían la elección totalizaron 6 millones 400 mil. La tecnología agilizó la transmisión de las actas y el procesamiento de los resultados. Asimismo participaron universidades de comprobado prestigio en la auditoría del PREP y una comisión de expertos, estadísticos y actuarios mexicanos, revisaron los números del conteo rápido hasta concluir que la solidez de los cálculos era tal que el presidente del INE los podía comunicar a la nación.
De hecho, a las 11:00 p.m., tal como lo anticipó el titular del INE, el conteo rápido confirmó que los números favorecían al candidato de MORENA. López Obrador habría obtenido entre el 53 % y el 53.8 % de los votos. El segundo desafío inició una vez confirmada la ventaja del tabasqueño. El virtual presidente tendrá que cumplir lo prometido. En su primera intervención dijo a los mexicanos que buscará la reconciliación, se comprometió a respetar las libertades, garantizó la autonomía del Banco de México, señaló que mantendrá la disciplina financiera y fiscal, que no habrá confiscación de bienes, que desechará todo tipo de comportamiento arbitrario y, principalmente, que combatirá la corrupción.
En el Zócalo, minutos después de su primer discurso y contraviniendo algunas de sus declaraciones anteriores, en especial las vinculadas a la disciplina fiscal, el nuevo mandatario ratificó sus propuestas asistencialistas. Leo Zuckermann, un reconocido analista mexicano, resumió en una columna de opinión, días antes de la elección, la millonaria inversión que involucraban las promesas para atraer el respaldo de los jóvenes. Los ninis se beneficiarían con becas de dos mil 400 pesos. A los que no lograron ingresar a las universidades públicas, unos 300 mil jóvenes, les ofreció un “proyecto educativo emergente”. A los que sí estudian, aproximadamente dos millones 300 mil, se les inscribiría en un “programa de empleo como aprendices en empresas pequeñas, medianas o grandes, tanto del sector público como del privado”. El Estado les entregará un subsidio equivalente a 1.5 salarios mínimos (unos cuatro mil pesos por mes). Luego habrá una beca mensual para los estudiantes de nivel medio superior, equivalente a medio salario mínimo (mil 343 pesos).
El primer presidente de izquierda dijo que tiene la ambición de pasar a la historia como un “buen presidente”. Ese legítimo deseo se cumplirá si rechaza el populismo, si acepta el republicanismo respetando la separación de poderes, y si mantiene el entendimiento de los ciudadanos como el eje central de su gobierno.