Felipe González

Devolvamos la democracia a Venezuela. De Felipe González.

El 2 de febrero, miles de venezolanos salieron a protestar en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Foto Credit Meridith Kohut para The New York Times
Felipe González, ex-presidente del gobierno español

14 febrero 2019 / THE NEW YORK TIMES

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MADRID — Tengo vínculos políticos y personales con Venezuela desde hace más de cuatro décadas. Conocí y disfruté de la amistad de Rómulo Betancourt, fundador de la democracia venezolana; de la relación con Carlos Andrés Pérez, quien gobernó al país en dos periodos, y con todos los presidentes de la Venezuela democrática.

Tanta y tan intensa ha sido mi relación con Venezuela que, tras el golpe de Estado fallido contra el presidente Hugo Chávez, a finales de 2002, el entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, Kofi Annan, me pidió que fuera su representante personal para el país. Le dije que no quería, pero que tampoco podía negarme. Añadí que Chávez no lo aceptaría por mi amistad con Pérez, quien era su bestia negra, y porque él creía que España había tenido algo que ver con ese golpe. Aclaré que era verdad mi amistad con Pérez (incluso cuando discrepamos), pero que yo no estaba a favor de ningún golpe de Estado, ni en ese momento ni cuando lo intentó el propio Chávez, en 1992, entonces un teniente coronel que intentó derrocar a Pérez. Como esperaba, Chávez rechazó la propuesta.

Siempre entendí que la relación entre España y Venezuela era fundamental. Venezuela fue un actor importante en América Central y el Caribe, además del refugio político de muchos exiliados de las dictaduras latinoamericanas y, con los años, de cientos de miles de españoles. Esa tierra siempre los acogió como una hermana.

Así que, desde el gobierno o como mero ciudadano comprometido con los valores de la democracia y el progreso, he dedicado tiempo y esfuerzo a ayudar a los venezolanos a recuperar sus libertades. Lo he hecho desde una posición que ha sido tan incómoda como incomprendida por los que proclaman unos valores y se dedican a ejercer los contrarios, pero no me importa: la defensa de la democracia no tiene color político ni puede tener “padrinos” por razones ideológicas.

No exagero cuando digo que Nicolás Maduro ha convertido a Venezuela en un Estado fallido. Por eso no podemos fallarles a los venezolanos y debemos ayudarles a recuperar su democracia.

El gobierno de Maduro ha destruido el aparato productivo de un país rico en recursos, en donde aproximadamente el 90 por ciento de la población vive en la pobreza. Ha generado una atroz escasez de alimentos de primera necesidad y medicamentos básicos y ha provocado una hiperinflación sin precedentes. Ha forzado el mayor éxodo de la historia de América Latina, vaciado las instituciones e instaurado una tiranía arbitraria donde los opositores carecen de los más mínimos derechos, incluyendo el derecho a la vida.

La mayoría de las democracias occidentales han dictaminado que las elecciones del 20 mayo de 2018 fueron ilegales y fraudulentas. La Asamblea Nacional, que es la única institución elegida democráticamente que queda en el país, ha obrado correctamente al designar a Juan Guaidó como presidente encargado. Dudar de su legitimidad es dudar de la democracia. La paradoja más increíble es que la oposición sea la que le exija a Maduro el respeto a la constitución bolivariana, creada durante el mandato de Hugo Chávez, y sea él quien la incumpla.

Aunque llegue mucho más tarde de lo que me habría gustado, estamos ante una oportunidad única para devolver la democracia a Venezuela. No será una tarea fácil. Maduro tiene la fuerza que le dan las armas mientras que la Asamblea Nacional, que tiene toda la legitimidad, carece de poder fáctico. ¿Cómo cambiar este fatal equilibrio?

En primer lugar, debemos apostar por una unidad sin titubeos ni fisuras. Las naciones democráticas que reconocen a Guaidó deben reforzar su legitimidad política y su autoridad sobre los activos económicos del país, dentro y fuera de él. Ello privará a Maduro de los recursos para seguir oprimiendo a los venezolanos y mandará una señal muy clara a sus seguidores, particularmente a los militares, de que carecen de futuro a su lado.

Pero también es esencial devolver al conflicto a su esfera original, que es América Latina. Venezuela no debe convertirse en un escenario más de la pequeña guerra fría que Estados Unidos y Rusia vienen librando en frentes como Siria y Ucrania. Estados Unidos, Rusia y China deben evitar ver a Venezuela como una pieza más en su lucha de poder geopolítico. Absteniéndose de interferir, pueden evitar un impasse que podría darle a Maduro tiempo y recursos para aferrarse al poder.

La gestión de la crisis venezolana debe ser devuelta a los actores de la región. La Unión Europea, con el apoyo de Canadá, debe abrir los espacios para que pueda actuar el Grupo de Lima, que conforman catorce países latinoamericanos. También, debe sumar al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, a la causa de la democracia en Venezuela y hacer ver al régimen cubano que no puede mantener más tiempo su injerencia en Venezuela ni seguir parasitando sus recursos.

El retorno de la democracia a Venezuela exige que los pirómanos se hagan a un lado. Las amenazas y bravatas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre una invasión militar deben cesar inmediatamente. Sería irónico, si no fuera trágico y preocupante, que el gobierno de Trump —aislacionista por vocación y con una nula preocupación por la promoción de la democracia en el mundo— convirtiera a Venezuela en un objetivo central de su política exterior. Estados Unidos hace tiempo que agotó el cupo de intervenciones militares en América Latina. Ese escenario debería quedar como un mal recuerdo del siglo XX. Por eso pido a los líderes demócratas y republicanos en el congreso estadounidense que trabajen juntos con sus socios y vecinos latinoamericanos y europeos para devolver la democracia a Venezuela de forma legal, legítima y pacífica.

El presidente encargado, Juan Guaidó, tiene delante de sí una tarea colosal. Debe tomar el control del país, poner las fuerzas armadas al servicio de las instituciones democráticas, desarmar a las milicias bolivarianas, hacer frente a la catástrofe humanitaria y migratoria y estabilizar la economía.

El gobierno de transición que lidere Guaidó deberá convocar unas elecciones presidenciales, pero ese objetivo requerirá tiempo, pues antes es necesario reconstruir el Consejo Nacional Electoral, liberar a los presos políticos y elaborar un censo electoral válido. La reconstrucción institucional es, como todo lo que vale la pena, costosa en tiempo y en esfuerzos. Sería una miopía política, con riesgos de conflicto permanente, apurar a Guaidó por el mero hecho que la transición se haga incómoda para algunos socios internacionales.

Restaurar la democracia en Venezuela es posible, pero el proceso es tan frágil y precario como la salud de los venezolanos, que han perdido en promedio 11 de kilos de peso. Maduro, por el contrario, sigue bien alimentado y sus adeptos continúan robando los recursos del país a escala masiva. El presidente encargado, Juan Guaidó; la Asamblea Nacional, portadora de la legitimidad democrática, y el pueblo de Venezuela necesitan el aliento y apoyo de una comunidad de naciones democráticas que sea unida y esté determinada a ayudarles a recuperar la libertad que su país merece.

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El paso definitivo de la trama totalitaria. De Felipe González

Nunca un país, que no haya sido azotado por una cruenta guerra, ha sido depredado y destruido económica y socialmente en menos tiempo.

Manifestación contra el régimen de Nicolás Maduro en el viernes en Caracas. MARCO BELLO REUTERS

Felipe González, ex presidente socialista del gobierno español

Felipe González, 1 abril 2017 / EL PAIS

La sentencia de la Corte Suprema anulando todos los poderes de la Asamblea Nacional es el paso definitivo que completa la estrategia de la trama totalitaria que desgobierna Venezuela.

Un gobierno cívico militar, somete al Poder Judicial, al Consejo Nacional Electoral y líquida la democracia anulando los poderes de la Asamblea Nacional.

Desde diciembre de 2015 el diseño totalitario viene avanzando ocupando todos los espacios de poder, el político institucional y el económico social.

El gobierno venezolano sabe que desde el seis de diciembre del 2015, había perdido el apoyo de la inmensa mayoría de los ciudadanos. El gobierno sabe que ha perdido la credibilidad de las instancias internacionales a las que pertenece.

El gobierno sabe que ha perdido la legitimidad en el desastroso ejercicio de sus funciones provocando una crisis económico social sin precedentes. El gobierno sabe que sólo se apoya en la fuerza de las armas mientras le duren.

Por todo esto ha decidido reprimir y encarcelar a la oposición, liquidar la libertad de prensa y perseguir la libertad de opinión, por eso ha decidido controlar a la población hundida en la pobreza y la escasez de alimentos a través del mecanismo represivo de los CLAP, por eso gobierna en un permanente estado de excepción abusando de todos los poderes del Estado, concentrados en una sola mano.

Nada es legítimo democráticamente en su actuación, por eso liquidó el referéndum revocatorio que demandaban los ciudadanos, por eso liquido las elecciones a Gobernadores.

Nunca un país,que no haya sido azotado por una cruenta guerra, ha sido depredado y destruido económica y socialmente en menos tiempo, nunca se ha producido la liquidación de la libertades democráticas más que por la técnica de un golpe de estado, y si faltaba algo para demostrar que la democracia venezolana ha sido destruida, el golpe del Tribunal Supremo contra la Asamblea Nacional lo ha dejado claro.

Nadie puede llamarse a engaño. La trama totalitaria de Venezuela se ha completado dramáticamente.

Bogotá 31 de marzo de 2017

Trump: los muros de su cerebro. De Felipe González

El presidente de Estados Unidos solo confía en sus “pulsiones” sicopáticas y en los que adulan sus modos insultantes y engañosos. Sus políticas proteccionistas y el rechazo a la globalización llevarán al país a la decadencia como “primera potencia”.

Felipe González fue presidente del Gobierno español de 1982 a 1996.

Felipe González, 6 marzo 2017 / EL PAIS

La política como gobierno del espacio público que compartimos está atrapada entre la arrogancia tecnocrática y la osadía de la ignorancia. Entre los “brillantes” posgraduados que creen que la complejidad de los problemas sociales se resuelve con algoritmos infalibles de laboratorio; y los necios, los que no saben, pero no saben que no saben y ofrecen respuestas arbitristas que simplifican y distorsionan la realidad.

Ni unos ni otros dudan cuando incursionan en el espacio público, como portadores de la “verdad” o de la “posverdad”. Y aunque mi reflexión hoy está dedicada a los segundos, no deja de preocuparme la arrogancia distante de estos supuestos sabios que nunca explican sus errores, porque para ellos es la realidad la que falla.

El necio puro (ne scio) es bastante inofensivo, incluso positivo cuando sabe que no sabe y busca apoyo para cubrir su ignorancia. El necio peligroso es el que tiene poder sobre los demás y, como no reconoce su ignorancia, menosprecia la opinión de los otros. Trata de imponer su “posverdad” simplificadora, se busca enemigos como responsables de la realidad que se inventa, aunque aproveche algunos elementos de la verdad y los miedos que esta genera siempre.

NICOLÁS AZNÁREZ

Los muros más peligrosos de Trump están ya construidos y petrificados en su cabeza. Son los que más deberían preocupar en Estados Unidos, en México o Latinoamérica, en la Unión Europea y en el resto del mundo, porque este personaje está al frente de la “todavía” primera potencia del globo. En su mente nunca hubo un proyecto para gobernar la diversidad que hace fuerte a su país. Nada parecido a un programa de gobierno en su campaña y, menos aún, en su discurso de investidura. Porque este señor solo confía en sus “pulsiones” sicopáticas y en los que adulan sus modos insultantes y engañosos.

Si cualquier mandatario del mundo hubiera descrito la “realidad” americana como lo hizo Trump en su discurso de toma de posesión, lo habríamos descalificado como sectario y fanático cargado de odio hacia Estados Unidos. Merece la pena analizar esa “oratoria” digna de un autócrata que se siente por encima de las instituciones, que desprecia a su propio pueblo, que busca enemigos y culpables en los que no son como él, sean inmigrantes, mujeres o minorías de cualquier tipo. En esa pieza inaugural se comprenden qué tipo de muros anidan en su cabeza y orientan sus abundantes decretos presidenciales o sus constantes tuits.

Habría que esperar que una parte de los “apaciguadores” que afirmaban (todavía quedan muchos) que no haría lo que proponía en su campaña o en sus muchas medidas de estas semanas de ejercicio efectivo de la presidencia estuvieran ya apercibidos de lo que se propone. Porque demuestra una audaz ignorancia de la realidad interna y externa sobre la que trata de proyectar su poder.

«La democracia no garantiza el buen gobierno,
pero permite cambiar al que lo hace mal»

También es lógico esperar que sus imitadores se crezcan y multipliquen complicando la gobernanza de la democracia representativa, la única que ampara nuestras libertades, en los espacios del mundo en que existe. Y poco importa que se presenten bajo el paraguas, más supuesto que real, de ideologías de izquierdas o de derechas. Lo que los une, o los junta en “manada”, es su posición etimológicamente reaccionaria ante el vértigo de los cambios inducidos por la revolución tecnológica y su aprovechamiento fraudulento de miedos comprensibles en conjuntos sociales sensibles.

Porque estamos viviendo una transformación a nivel global que, como lo fuera la Revolución Industrial, no es reversible, que genera una interdependencia creciente, que cuestiona al Estado nación como ámbito de realización de la soberanía, de la democracia o de la identidad. La diferencia con la Revolución Industrial es la vertiginosa velocidad de la implantación de la actual.

Los reaccionarios aprovechan el miedo al cambio, cierran fronteras, rechazan al otro, al que es diferente, se atrincheran en el nacionalismo sin memoria de la destrucción que provocó en el siglo XX. Vuelven al proteccionismo y las guerras comerciales. Una revuelta contra la revolución tecnológica que utiliza los medios de esta para negarla y enfrentar a la defensiva sus consecuencias.

Pero hay algo detrás del triunfo electoral de personajes como Trump que revela la necesidad de introducir elementos de gobernanza en la globalización, para hacerla más previsible y, sobre todo, para hacerla más justa en la redistribución, para replantearse el modo y tiempo de trabajo disponibles. La función de la política progresista no es rechazar o negar el cambio tecnológico, ni instrumentalizar los miedos que genera para replegar a nuestras sociedades en busca de “utopías regresivas”, sino prepararnos para enfrentar ese cambio aprovechando lo que ofrece de bueno y minimizando los riesgos que comporta para no dejar a nadie en la cuneta.

«En su mente nunca hubo un proyecto para gobernar
la diversidad que hace fuerte a su país»

La primera sociedad que va a pagar el precio de los muros mentales de Trump es la americana. La buena noticia es que esta sociedad está reaccionando inmediatamente, movilizándose para combatir desde dentro las pulsiones reaccionarias y discriminatorias instaladas desde el 20 de enero en la Casa Blanca. Son conscientes de que estas políticas niegan la diversidad de la propia sociedad americana, la que le da complejidad pero también fortaleza. Son conscientes de que EE UU es una sociedad de minorías entrelazadas en las que la imposición de una de ellas sobre otras los lleva a una nueva “caza de brujas”, al aumento de los delitos de odio contra el que ven como diferente y, por eso, culpables. Son conscientes de que están en peligro derechos civiles dolorosamente conseguidos. Una sociedad construida por y desde la inmigración que no puede satanizarla.

Tal vez no sepan, todavía, los efectos económicos y sociales de estas políticas aislacionistas y amenazantes. En la mente amurallada de Trump no entra la comprensión de lo que es una empresa global y Estados Unidos tiene las principales empresas globales del mundo. Son empresas que producen en el mundo, buscando economizar costes y buscando talento allá donde lo encuentran. Son empresas que venden en el mundo y prefieren un comercio abierto. Claro que la obligación de la política es limitar los abusos con marcos regulatorios razonables, pero no cerrar las fronteras y provocar guerras comerciales.

Como no es posible ser una potencia global sin empresas globales, en la era Trump Estados Unidos iniciará su decadencia como “primera potencia”. No puede esperar que sus empresas produzcan en EE UU, que los americanos consuman lo que allí se produce y que los demás países sigan consumiendo lo que venden sus empresas globales.

¿Cómo va a combinar política de aranceles altos y desplazamientos de producción mucho más costosos a Estados Unidos sin encarecer los precios para el consumidor americano y empobrecerlo en la práctica? ¿Cómo bajará los impuestos y aumentará el gasto (infraestructuras y defensa) sin desequilibrar las cuentas públicas? Seguramente pensará que él mismo puede servir de ejemplo evadiendo impuestos. Claro que eliminará gastos sociales (en salud y en otros rubros), rompiendo todos los resortes de la cohesión social.

La democracia no garantiza el buen gobierno, pero nos permite cambiar al que lo hace mal. Por eso, a la larga, es siempre mejor. ¡Mantengamos la esperanza!

Opiniones sobre el acuerdo colombiano. Felipe Gonález y Joaquín Villalobos

El mejor de los acuerdos posibles

Desde la emoción de vivir un momento como este, tanto tiempo esperado; y desde la razón que comprende el desafío que queda por delante, mi alegría es inmensa.

Felipe González, ex-presidente del gobierno español

Felipe González, ex-presidente del gobierno español

Felipe González, 22 junio 2016 / EL PAIS

Desde la emoción de vivir un momento como este, tanto tiempo esperado; y desde la razón que comprende el desafío que queda por delante, mi alegría es inmensa. Siempre ha sido más fácil hacer la guerra que construir la paz.

La guerra es más dolorosa por sus víctimas y sus horrores, más costosa en recursos humanos y materiales, pero más simple. Al final, se trata de destruir al otro, a lo que dé lugar. Quien tiene más capacidad de hacerlo, puede terminar ganando.

Hacer la paz, crear una cultura de paz, ampliar la democracia para que quepan todos los que estén dispuestos a renunciar a la violencia, recuperar a los desplazados, reconocer y compensar a las víctimas y trabajar, gobernar, para todos, con un desarrollo incluyente, es una tarea más compleja, más difícil, pero mucho más satisfactoria.

Eso es lo que toca ahora, en esta nueva etapa de la historia de Colombia. Y hay que hacerlo con todos los poderes del Estado, con sus instituciones y con todos los ciudadanos que quieren la paz, la libertad y el bienestar de Colombia.

¡La paz es de los colombianos y para los colombianos! ¡La paz es de todos y para todos! La paz que quiere toda América Latina. La paz que alegra al mundo, atenazado por guerras y conflictos en Oriente Medio, en África… ¡Por fin una buena noticia! ¡Por fin se acaba el conflicto más antiguo de América Latina!

Desde Belisario Betancur hasta Juan Manuel Santos, todos los presidentes, sin excepción, lo han intentado con determinación, con buena fe, interpretando el deseo de la inmensa mayoría de los colombianos. A todos hay que agradecer sus esfuerzos, su contribución.
Ahora está en las manos de los protagonistas de verdad: ¡los ciudadanos de este gran país que es Colombia!

No hay, no puede haber, acuerdos “perfectos” porque no serían acuerdos. Los hay posibles e imposibles. Y este es posible, el mejor de los posibles, aunque cada uno tenga derecho a pensar en que lo hubiera hecho mejor.

Por eso, esta es la hora de la unidad por la paz, por el fin del horror. Para resarcir a las víctimas, a los desplazados, para volver a convivir, para reconciliar a todos los hombres y mujeres de buena fe.

He sido testigo comprometido de todos los esfuerzos para acabar el conflicto, dispuesto siempre a servir, en lo que pudiera, a los presidentes que me lo pidieron. Lo hice como presidente del Gobierno de España y como ciudadano, durante 35 años. Y, ahora, llego a sentirme como un colombiano más, desde ese regalo de nacionalidad compartida del que disfruto.
He participado de las dudas y angustias de todo el proceso. He comprendido la desconfianza de tantos colombianos, tan grande como su deseo de paz.

Quiero agradecer a todos los presidentes de Colombia que me hayan tratado como amigo y me hayan permitido aportar un esfuerzo modesto por la paz. Pero, sobre todo, siento gratitud por los colombianos que me trataron siempre con cariño y respeto. Era lo mismo que sentía y siento por ese pueblo magnífico y próximo.

¡¡¡Felicidades Colombia!!!

El acuerdo de los acuerdos.

El mito de que no era posible la paz en Colombia ha muerto.

Joaquín Villalobos, fue jefe del ERP y miembro de la Comandancia General del FMLN durante la guerra

Joaquín Villalobos fue jefe del ERP y miembro de la Comandancia General del FMLN durante la guerra

Joaquín Villalobos, 22 junio 2016 / EL PAIS

Medio siglo de conflicto, varios intentos de negociaciones fallidas, dos años de conversaciones secretas y cuatro de negociaciones públicas son el camino recorrido que ha llevado a la guerrilla de las FARC a firmar el acuerdo de cese de fuego y dejación de las armas en La Habana. Las exploraciones confidenciales comenzaron a inicios del año 2010, durante la administración del presidente Álvaro Uribe, ahora el principal opositor al proceso. Esos contactos fueron retomados por el presidente Juan Manuel Santos y, a finales de ese año, se iniciaron conversaciones secretas, se acordó una agenda que incluyó el desarme y se designó a La Habana como sede de las negociaciones. En estos años la opinión pública colombiana se ha mantenido dividida entre los que creían y los que no creían que el desarme de la guerrilla sería posible. Con este acuerdo, las FARC han puesto sus armas sobre la mesa con fecha para dejarlas, por lo tanto el mito de que esto no era posible ha muerto.

Se habla mucho de las garantías y mecanismos para que los acuerdos se cumplan, pero la realidad es el principal garante. Después de muchas décadas de violencia recurrente, está en el propio interés del Estado colombiano tener presencia y llevar el desarrollo a la Colombia rural, profunda y salvaje. Igualmente, después de medio siglo de lucha armada está en el propio interés de las FARC dejar las armas y pasar a la lucha política. En esencia, el acuerdo de paz es el cruce histórico de estos dos intereses. En medio de esto tendrán que atenderse los daños dejados por el conflicto en cuanto a reinserción, justicia, víctimas y narcotráfico.

Progresar jamás implica que las dificultades terminan, progreso es cambiar unos problemas por otros que nacen como producto de que los anteriores fueron resueltos. El gran reto del posconflicto será pacificar en lugares donde la insurgencia, el paramilitarismo y la criminalidad se convirtieron, por la ausencia del Estado, en profesiones bien reconocidas, respetadas y remuneradas. Terminado el conflicto comienza la tarea de reducir la profunda asimetría entre la Colombia sofisticada y la Colombia salvaje. Con el acuerdo de paz otro país está en marcha, pero los retos para que siga avanzando son enormes. Lo que viene sin duda no será fácil, pero será menos peor que los 225.000 muertos y los seis millones de desplazados.

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También existen opiniones críticas, como esta que publicó el ex presidente colombiano Andrés Pastrana en redes sociales

Venezuela, al límite. De Felipe González

Las elecciones del 6 de diciembre pueden significar el cambio necesario para la reconciliación en el país, pero Nicolás Maduro debe renunciar a los discursos amenazantes y tiene que ejercer como el presidente de todos los venezolanos.

NICOLÁS AZNÁREZ

NICOLÁS AZNÁREZ

El ex presidente invitó a Maduro a respetar las leyes, cesar los ataques contra medios de comunicación y garantizar elecciones libreFelipe González, 21 agosto 2015 / El PAIS

Venezuela atraviesa una grave crisis socioeconómica; de seguridad ciudadana y de libertades básicas. El país necesita un Gobierno que “gobierne”, sin buscar culpables fuera de su ámbito de responsabilidad; que abra un espacio de diálogo con la oposición y con los sectores productivos para intentar enfrentar los desafíos con una visión de los intereses generales de todos los venezolanos. Un diálogo capaz de reconciliar a una sociedad fracturada que sufre el fracaso y el sectarismo de los gobernantes.

La inseguridad física de los ciudadanos —no hablemos de la jurídica— se está convirtiendo, tras el desabastecimiento alimentario, en la preocupación dominante del pueblo que se siente indefenso ante los asaltos, secuestros, robos y asesinatos. Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo, incluidas las muertes de servidores públicos de las fuerzas de seguridad. El Gobierno habla de un nuevo plan de lucha contra la criminalidad que domina las calles. El llamado OLP, que es el número 26 de los puestos en marcha para atajar el problema, sin resultados reales.

También hay una crisis institucional. El Estado, que ha concentrado sus poderes en el ejecutivo, no funciona más que para hacer declaraciones responsabilizando a los demás de su fracaso. La Asamblea Nacional ha delegado en el presidente de la República que asume mediante decretos ley las funciones del legislativo. Pero la AN tampoco ejerce la función imprescindible de control de la acción de Gobierno, aplastando las voces de la oposición para que no haya críticas a los errores y la inacción del Gobierno. La justicia funciona al dictado del poder ejecutivo, o del presidente de la AN, incumpliendo todas las normas que garantizan un proceso válido. No hablamos de las normas internacionales de obligado cumplimiento para el Estado venezolano, sino de la propia Constitución de Venezuela y el marco jurídico que la desarrolla.

En Venezuela se vota. Pero no se cumple nada más. No hay legitimidad de ejercicio

La convocatoria de elecciones a la Asamblea Nacional abre una vía de esperanza, si se dan las condiciones razonables para que la contienda electoral sea justa, pero no resuelve por sí sola la crisis de gobernanza que atraviesa el país. Y para que la contienda sea justa, las instituciones deben garantizar que no se alteran a capricho los circuitos electorales, que exista una presencia de observadores creíbles desde ahora, porque se están tomando decisiones que pueden afectar a la razonable igualdad de oportunidades entre los contendientes. Y sobre todo debe garantizar la libertad de representación. Es decir, revertir el proceso de eliminación arbitraria de candidatos utilizando instrumentos judiciales y administrativos desde el poder ejecutivo. Es absurdo que haya presos por razones políticas, que haya candidatos exiliados por razones políticas, que se limite la libertad de representación ante los ciudadanos para que se sometan libremente al escrutinio del pueblo soberano.

El señor Maduro no puede seguir ocultando su fracaso inventando conspiraciones del “imperio”, de la extrema derecha interna e internacional, del “eje Madrid-Bogotá-Miami”. ¿Se imagina alguien a Obama intentando desestabilizar a Venezuela mientras trata de normalizar las relaciones con Cuba? ¿Le parece creíble ese cuento que repiten como un mantra?

Usted sabe que están haciendo un esfuerzo de normalización de las relaciones entre EE UU y Venezuela. Que extreman su prudencia a la hora de mostrar preocupaciones legítimas sobre las libertades y la crisis aguda del país. Usted sabe que en ese esfuerzo hay un obstáculo mayor: la existencia de presos y exiliados políticos y la necesidad de elecciones limpias. Y sabe que ese es tema de consenso en el Congreso de EE UU (casi el único) entre republicanos y demócratas.

Los ciudadanos, sobre todo las madres de familia más humildes, aguantan sin esperanzas las largas colas para acceder a los alimentos o las medicinas que necesitan. Y las ven acaparadas por los corruptos en el mercado negro a precios inaccesibles. No funciona la producción nacional, ni es suficiente la importación, ni hay eficacia en la distribución de estos bienes racionados. Están en una situación alimentaria de emergencia y el Estado no es capaz siquiera de distribuir con eficacia la escasez que sus políticas ha provocado.

Los salarios están siendo devorados por una inflación sin control. Incumpliendo los más elementales deberes de las instituciones ocultan las cifras, que todos los analistas sitúan por encima del 140%. Nadie, ni los más partidarios del Gobierno, desconocen que un dólar vale más de 700 bolívares en la calle, que es donde vive o sobrevive la gente, y no la ficción oficial de 6,30 bolívares por dólar.

Es inaceptable que Maduro hable de la “revolución” mezclando los votos y las botas

El aparato productivo del país ha sido destruido sistemáticamente en una carrera sin sentido de ocupación de la economía por un Estado ineficiente y corrupto. En nombre de la “revolución” han liquidado lo público y lo privado, desde PDVSA a la industria del acero, pasando por la producción alimentaria o la de medicamentos. Incautando lo que funciona y estatalizándolo han conseguido que todo se paralice, que la productividad desaparezca, que lo único que prospere sea la “boliburguesía” depredadora de los recursos y, ahora, de la escasez y la pobreza.

La democracia sigue siendo el sistema menos malo que existe. No garantiza el buen gobierno, pero sí garantiza al pueblo cambiar al Gobierno cuando no le gusta. La democracia se legítima en origen por el voto de los ciudadanos, como la condición necesaria, pero no suficiente. Porque necesita que el Gobierno cumpla con sus programas, que el Parlamento o asamblea lo controle y elabore leyes para todos, que se respete a las minorías, que la división de poderes sea real, que haya garantía de libertad de opinión y de información, así como de elección de los representantes de los ciudadanos.

En Venezuela se vota. Por eso son tan importantes las elecciones del 6 de diciembre. Pero no se cumple nada más. No hay legitimidad de ejercicio. El desafío del 6 de diciembre es más decisivo que una elección normal de la AN. Puede ser el comienzo del cambio para la gobernanza y la reconciliación a través del diálogo que necesita Venezuela. Pero la esencia de la democracia está en que la derrota —de quien decida el pueblo soberano— es aceptable, porque se dan las razonables condiciones de igualdad para competir. El presidente de la República debe garantizar que esto ocurra, porque es presidente de todos los venezolanos. Por eso tiene que renunciar a los discursos amenazantes y las decisiones que se derivan de ellos. Es inaceptable que hable de la “revolución” mezclando los votos y las botas. Las Fuerzas Armadas son de Venezuela y se deben a Venezuela, no al fracasado proyecto de su Gobierno. Los medios de comunicación públicos son de todos los venezolanos y el acceso a ellos debe reflejar la pluralidad de opciones políticas y no ser un monopolio de sus partidarios.

Usted, señor presidente, debe respetar y hacer respetar la libertad de prensa y de opinión, sin perseguir a los medios —ya muy escasos— que representan opiniones discrepantes.

Usted, señor presidente, que concentra todos los poderes del Estado, puede y debe ordenar la libertad de los presos políticos y la vuelta de los exiliados.

Usted, señor presidente, puede y debe invitar a observadores internacionales con experiencia, como los de la OEA y la UE, además de Unasur para que den legitimidad plena a la competencia electoral.

Si lo hace demostrará dos cosas: que es el presidente que representa a todos los venezolanos y que no teme a la contienda electoral limpia que su país merece.