periodismo

Carta a mis colegas periodistas: No nos dejemos intimidar. De Paolo Luers

2 julio 2019 / MAS! y EL DIARIO DE HOY

“Los periodistas no queremos que le vaya mal al país. No somos el enemigo.”

El hecho de que periodistas sientan que tienen que publicar esta afirmación es alarmante. El hecho que una periodista tan seria como la editora de La Prensa Gráfica y locutora de Morning Club Mariana Belloso se sienta obligada a hacer esta aclaración, aun más.

Mariana Belloso había publicado el día anterior una columna de opinión en su periódico, titulada “O conmigo, o contra mí”. Una columna que yo, en mis redes sociales, clasifiqué como “excelente reflexión”. La gran calidad de esta colega es su capacidad reflexiva, su racionalidad, la mesura y empatía con la cual emite opiniones. Muy contrario al estilo mío que es más confrontativo, polémico y tajante. Por esto entiendo porqué las columnas mías provocan tanta rabia y me atraen, en Facebook y Twitter, gran cantidad de insultos y amenazas.

Pero resulta que también la crítica mesurada de Mariana Belloso provocó un “shit storm” de gran violencia – tal vez incluso peor, por todas las palabrotas que suelen incluir cuando atacan a una mujer. La amenaza más frecuente que me caen a mi es la expatriación. No quiero imaginar cuáles son las amenazas que caen a una mujer…

¿Qué pecado había cometido Mariana para que los troles y los seguidores fanáticos del nuevo gobierno le caigan encima? Lo mejor sería leer su columna, pero la voy a resumir: Es una columna contra la filosofía de «Quien no está con nosotros, está contra nosotros», aplicada desde el poder. Escribe Mariana: “Ese es el clima que ahora vivimos los salvadoreños que utilizamos redes sociales: un comentario puede desatar ataques masivos que ponen a prueba la tolerancia y resistencia de cualquiera (…) Leemos a dirigentes de Nuevas Ideas hacer llamados a la unidad, mientras cualquier opinión que ponga en duda a algún funcionario del Gobierno es sepultada pronto por cientos de voces prestos a defender al actual Ejecutivo. Es, cada vez más evidentemente, el imperio del odio.”

Y se encargaron de mostrarle a Mariana que su predicción era válida – más de lo que ella se pudo haber imaginado.

El de Mariana Belloso no es un caso aislado. El “shit storm” contra Héctor Silva Ávalos fue desatado por el mismo presidente de la República. No soy muy partidario del estilo de periodismo de Héctor Silva y su revista “Factum”, pero todos los medios deberían cerrar filas cuando algún medio y su director están siendo atacados de esta manera desde la cúpula del poder presidencial.

El meollo del problema es exactamente el que Mariana Belloso señaló en su columna: la decisión del presidente, de sus ministros, su partido y sus seguidores de aplicar a todos el esquema “Quien no está con nosotros, está contra nosotros”. Con el agravante que “contra nosotros” significa “contra el pueblo”…

Lo dice el presidente a los periodistas y hasta a los diputados, incluso en la forma más distorsionada, no admitiendo crítica a su plan de seguridad: “O están con la gente honrada o están con los criminales.” Bueno, asumiendo que él es la personificación de la ‘gente honrada”, y el único que representa sus intereses…

Nadie quiere ser percibido como alguien que está con los criminales. No en un país con esta cantidad de emociones, resentimientos y agresiones alrededor del tema de la inseguridad…

Que el presidente ponga a periodistas críticos como Héctor Silva o Mariana Belloso e incluso diputados de oposición en esta posición, es irresponsable. No hay que permitírselo. Hace falta que los periodistas y los diputados defiendan su independencia contra estos chantajes y se pronuncien. Yo lo hago con esta carta.

Saludos,

La columna de Mariana Belloso:

O conmigo, o contra mí”

Carta a los periodistas viajeros que nos juzgan: Sean más profesionales. De Paolo Luers

4 diciembre 2018 / MAS! y EL DIARIO DE HOY

Hace unos días salió publicado en DER SPIEGEL, el más influyente magazín de noticias y política de Alemania, un “reportaje” sobre la violencia y las pandillas en El Salvador.

Su juicio: El Salvador es un “país que ha perdido su moral”. Lo más grave: Este juicio no aparece como conclusión, sustentado en hechos, argumentos y análisis, sino como premisa, al principio del artículo. Puse “reportaje” entre comillas, porque esta nota no cumple con los requisitos de una investigación periodística. Extraño: Como estudiante, luego como joven periodista vi al SPIEGEL como ejemplo del periodismo investigativo.

¿Cómo un reportero, que llega por unos días a un país desconocido con una historia y un presente complejo y se atreve a publicar semejante juicio: un país sin moral? Según el periodista, su nota y sus conclusiones se basan en información de “insiders”.

Estos son personas con información privilegiada, debido a su involucramiento en el fenómeno a describir. Pero las únicas 2 fuentes de la nota son un oficial de la PNC y un pandillero convertido en “testigo criteriado”. Lo que es muy inusual: Fiscalía y PNC nunca antes han exhibido a sus “criteriados” a la prensa. Para romper esta norma deben haber tenido un especial interés en este “reportaje”. También para poner a uno de sus policías estrella de la unidad anti extorsión a plena disposición.

Así que los “insiders” y únicas fuentes del reportero fueron proporcionados por las autoridades. No es el mejor ejemplo de ejercicio de periodismo investigativo.

El “insider” policial llevó al periodista a Apopa. “Valle del Sol, es uno de los barrios mas peligrosos en las afueras de San Salvador, que es la ciudad más peligrosa del mundo”, nos cuenta el periodista, porque así se lo contó el policía. El policía agrega: “Si aquí me topo con miembros de la pandilla, ellos abrirán fuego.” Y se retiran… Falso. Alguien debería haberle explicado al corresponsal viajero que lo llevaron a la colonia menos peligrosa de Apopa. En Valle del Sol la pandilla local suele hacer lo posible para evitar enfrentamientos con la policía, resultado de su acuerdo con los liderazgos comunales de no poner en peligro a los habitantes y la relativa paz social alcanzada en esta colonia que hacer 6 años tuvo altos números de homicidios y extorsiones, pero desde el 2012 los ha logrado bajar drásticamente. Por esto a la PNC le gusta llevar a ahí a los reporteros, precisamente porque saben que pueden exhibir la agresividad de sus patrullajes – pero sin correr los riesgos que correrían en las colonias vecinas.

El reportero también trata de explicar el surgimiento de las pandillas en El Salvador: “Juntos con ex guerrilleros y ex soldados, unos 4 mil miembros deportados de ‘gangs’ de Estados Unidos formaron las pandillas en El Salvador.”

Otra vez, más mito que verdad. Muy pocos de los fundadores de las maras eran participantes de la guerra civil salvadoreña. Las maras son un fenómenos de la generación siguiente, no marcados por la guerra, sino por los errores políticos de la postguerra.

Y así sigue: Afirmaciones no fundamentadas sobre el involucramiento de las pandillas en el narcotráfico; sobre “70 mil asesinos” que andan sueltos en El Salvador. Siempre mitos que no resisten una investigación seria. Mucho aporta el “criteriado” que la PNC le proporciona al reportero para que pueda entrevistar a un pandillero de verdad. De esta plática salen sus concusiones: “Se trata de violencia por la violencia”; “La muerte es en Salvador como la comida diaria.”

¿Para qué sirve una investigación periodística que, basada en solo dos fuentes (un policía y su agente encubierto, un ex pandillero con 60 asesinatos encima), llega a conclusiones como esta (que tenemos 70 mil asesinos que ejercen la más cruel violencia solamente por deporte, y que todos vivimos con una pata en el cementerio)? ¿No es nuestra responsabilidad como reporteros explorar las causas; explicar el circulo vicioso entre marginación, delincuencia y represión; describir las cadenas de venganza?

No somos un país que ha perdido la moral, ni tampoco todos vivimos al borde de ser asesinados. Somos un país que lucha por superar la violencia, empezando por entender y atender sus raíces.
Bienvenido el periodismo que nos ayude.

Saludos,


Como el artículo aquí citado no es accesible a quienes no tienen una suscripción a DER SPIEGEL, lo reproducimos aquí en el original alemán. 

El Salvador: Insiderreport über den Bandenkrieg
«Wir prüfen, wie jemand getötet werden soll»

Mit entsetzlicher Brutalität kämpfen Banden wie MS 13 oder Barrio 18 Sureños um Drogen und Macht auf den Straßen von El Salvador. Hier berichten Insider, welche Regeln dort herrschen. Von Fritz Schaap und Christian Werner (Fotos)

Fritz Schaap, reportero del SPIEGEL

23 noviembre 2018 / DER SPIEGEL

Um über die vielen Menschen hinwegzukommen, die sterben, deren Leichen vermodern, unentdeckt, in Brunnen, in Massengräbern, verscharrt unter Feldern, sammelt er. Er sammelt Schlümpfe, Modellschiffe, Spielzeughelikopter, Dinosaurierfiguren, Münzen.

Je mehr Tote Johnny Flores sieht, desto mehr muss er anhäufen, in seinem garagengroßen Haus in den Ausläufern San Salvadors, der Hauptstadt El Salvadors.

Der 51-Jährige läuft in Unterwäsche zwischen den Stapeln und Anrichten voller Nippes umher. Ein gedrungener Mann, kräftig, das Haar schütter. Die Wände sind tapeziert mit Urkunden von religiösen Seminaren, Schulungen und Auszeichnungen, die alle seinen Namen tragen, als müsse er sich täglich daran erinnern, wer er ist, damit er nicht zerfällt in diesem Land, das seine Moral verloren hat.

Er nimmt eine Bibel vom Bett. Schlägt sie auf. Neues Testament, Brief des Paulus an die Römer, achtes Kapitel. Darüber wird er heute reden, denkt er sich. Über die Rettung der Glaubenden. Dann holt er seine Beretta 92 unter dem Kopfkissen hervor, legt die Pistole neben das gebügelte Hemd und zieht eine schwarze Hose an. Er lächelt. Sein Silberzahn funkelt.

Sonntage sind gute Tage für Johnny Flores, der sonst eine Spezialeinheit der Polizei leitet. Sonntags ist Johnny Flores Pastor.

Er greift Bibel und Beretta und fährt zu seiner evangelikalen Kirche. Sonntags, bei seiner Gemeinde, bei seinem Gott, hat Johnny Flores Ruhe. Niemand werde ihn hier töten, nicht in der Kirche, glaubt er. Dann steigt er hinauf auf die kleine Bühne, vor die Gemeinde.

«Denn das Gesetz des Geistes, der lebendig macht in Christus Jesus, hat dich frei gemacht von dem Gesetz der Sünde und des Todes», zitiert er am Ende der Predigt aus dem Paulus-Brief.

Das Gesetz der Sünde und des Todes aber ist das mit der größten Gültigkeit auf den Straßen des Landes an der zentralamerikanischen Pazifikküste. Gerade einmal 6,4 Millionen Menschen leben hier, aber trotzdem werden jedes Jahr Tausende ermordet. 3952 waren es voriges Jahr offiziell. Bis Ende September dieses Jahres 2560. Das sind 9,4 Morde jeden Tag. Im vergangenen Jahr wurden zudem 1850 Vergewaltigungen angezeigt, nicht angezeigt werden viel mehr. In einem Land, so groß wie Hessen. Deshalb riskieren Tausende die Flucht nach Norden, in Richtung USA.

70 000 Gangmitglieder gibt es Schätzungen zufolge in El Salvador, die für den Großteil der Gewaltverbrechen verantwortlich sind. Organisiert sind sie in drei großen Gangs, den sogenannten Maras: MS 13, Barrio 18 Sureños und Barrio 18 Revolucionarios. 70 000 Mörder. Denn wer einer Gang beitreten will, muss töten. Der Tod ist in El Salvador, so sagen sie hier, wie das tägliche Essen, wie das Schlafengehen. So wie man sagt: Morgen werde ich meine Familie sehen, so denkt man hier: Morgen könnte ich sterben.

Polizist und Pastor Flores: "Es gibt so viele Leichen, die in Brunnen geworfen werden, die verschwinden"
Christian Werner / DER SPIEGEL Polizist und Pastor Flores: «Es gibt so viele Leichen, die in Brunnen geworfen werden, die verschwinden»

Am nächsten Mittag, nur 25 Autominuten von seiner Gemeinde entfernt, auf vom Regen der vergangenen Nacht noch immer rutschigen Wegen, stürmt Johnny Flores, gefolgt von fünf schwer bewaffneten Polizisten, ins Viertel Valle del Sol. Schweiß rinnt ihm von der Stirn, über die Wangen das Kinn hinunter, und tropft auf den Asphalt. Es ist zu ruhig.

Angst überkommt ihn, Angst wie eine leichte Übelkeit der Seele. Er atmet ruhig, wie ein Psychiater ihm das empfohlen hat. Die Wege sind leer, hinter den Gittern der Fenster schauen vereinzelt Frauen hervor. Regungslos. Valle del Sol ist eines der gefährlichsten Viertel in der Umgebung San Salvadors, einer der gefährlichsten Städte der Welt. «Wenn ich hier eine Gruppe Gangmitglieder treffe, dann schießen sie», sagt Flores. Er bleibt kurz stehen, zieht die Beretta aus dem Holster.

Sergeant Johnny Flores führt die Anti-Schutzgeld-Einheit in Apopa, nördlich der Hauptstadt San Salvador. Seit 1986 ist er Polizist, als die Nationalpolizei noch der Armee unterstand und im Bürgerkrieg hauptsächlich für den Häuserkampf eingesetzt wurde. 1994 gründete er eine Ermittlungseinheit der neuen Nationalen Zivilpolizei. Zwei Jahre nach Ende des Bürgerkriegs, der zwölf Jahre gedauert und 75 000 Menschenleben gekostet hatte.

In gewissem Sinn aber hat der Krieg, in dem linke Guerilleros einen Aufstand gegen die von den USA gestützte Diktatur angeführt hatten, nie aufgehört. Denn kaum war ein Friedensabkommen unterzeichnet, schickten die USA Tausende Kriegsflüchtlinge zurück nach El Salvador. Zum Thema Visual Story über den Bandenkrieg in El Salvador «Ich wollte töten» In El Salvador herrscht ein brutaler Bandenkrieg. Unsere Reporter waren dort. Sehen Sie hier ihre Visual Story. Fritz Schaap und Christian Werner

Darunter Männer, die zuvor in US-Städten gelebt hatten, in denen Gangs die armen Viertel beherrschten. Die sich zusammengeschlossen hatten, um sich zu verteidigen. In Los Angeles hatten sie zwei Gruppen gebildet und sich die Namen gegeben, die die Salvadorianer heute ihrer Angst geben: Barrio 18 und Mara Salvatrucha 13.

Zusammen mit Ex-Guerilleros und Ex-Soldaten formten ungefähr 4000 abgeschobene Bandenmitglieder in El Salvador ihre eigenen Gangs, die Maras, nach dem Vorbild der Gangs von Los Angeles. Sie rekrutierten junge Männer, oft noch Kinder, und führten ihren in den USA begonnenen Krieg gegeneinander fort. Weiteten ihn aus gegen den Staat, gegen die Bürger.

Diesen Staat versucht Flores zusammenzuhalten. Flores, der auf Rat seines Psychiaters Boote, Flugzeuge und Autos aus Holzstäben baut, um sich selbst zusammenzuhalten, der Pastor geworden ist, um weiter Polizist sein zu können, und deswegen denkt, dass diese Gesellschaft nach Jahrzehnten der Gewalt so tief verletzt sei, dass es weit mehr brauche, um sie zu heilen, als Menschenhand zu tun vermag.

Flores läuft ein paar Treppen hinunter. Die Häuser sind einstöckig, rohe, übermalte Klinker, Wellblechdächer, Bananen wachsen zwischen den Häusern. Er sucht eine Gruppe junger Männer, die für Schutzgelderpressungen im Viertel verantwortlich sind. Er läuft an das Ende der Siedlung, dorthin, wo sie an eine Schlucht grenzt, in der ein Zufluss des Acelhuate rauscht. Wie eine Hängebrücke verläuft ein Rohr auf die gegenüberliegende Seite. «Hier sind sie geflüchtet», sagt Flores. Auf der anderen Seite sind schemenhaft zwei Männer zwischen den Bäumen zu erkennen.

Neben dem Drogenverkauf sind Schutzgelderpressungen die Haupteinnahmequelle der Gangs. Ob Straßenhändler oder Unternehmer, jeder muss zahlen. Von fünf Dollar im Monat bis zu 50 000 Dollar. Wer nicht zahlt, stirbt.

Mordopfer in Sitio del Niño: Manchmal reißen sie ihnen das Herz aus der Brust
Christian Werner / DER SPIEGEL Mordopfer in Sitio del Niño: Manchmal reißen sie ihnen das Herz aus der Brust

Brutalität ist kein exklusiv salvadorianisches Problem. Im gesamten sogenannten Nördlichen Dreieck der Staaten El Salvador, Honduras und Guatemala gibt es Tötungsraten, die an Kriegsgebiete erinnern. Mexiko befindet sich de facto im Krieg gegen seine Drogenkartelle, und die befinden sich im Krieg untereinander.

Doch die Brutalität in El Salvador ist eine andere. Es geht hier nicht um Millionen Dollar. Die Drogen, die aus Südamerika kommen, werden nicht auf dem Landweg durch El Salvador in die USA gebracht. Es gibt hier keine lokalen Kartelle. Es geht nicht um ein größeres Stück vom Kuchen. Es geht um ein paar Krümel. Es geht um Gewalt um der Gewalt willen, um ein paar Hundert Dollar Schutzgeld, um Häuserblocks, an deren Ecken man Kokain und Meth verkaufen kann. Es geht um Macht, aber vor allem geht es um Anerkennung. Und Anerkennung wird bei den Gangs von El Salvador in Morden gemessen.

Flores bricht die Suche ab. Die Gang hier hat seit Kurzem M16-Sturmgewehre. Es ist ihm zu riskant. Die Polizisten fahren zurück nach Apopa. Das Leben auf den Straßen wirkt normal. Ganz San Salvador wirkt normal: amerikanische Fast-Food-Ketten, Staus, Märkte, Shoppingmalls. Es ist ein bizarres Merkmal dieses Bandenkriegs, dass extreme Brutalität inmitten des normalen Alltags stattfindet.

Natürlich sei es gut, sagt Flores im Auto, dass die Mordzahlen sinken, weil seit 2016 Polizei und Militär wieder härter gegen die Gangs vorgehen. Seit versucht wird, die Kommunikation mit den Bossen in den notorisch überfüllten Gefängnissen zu kappen. 2016 waren es noch 5280 Morde. 1328 mehr als im vergangenen Jahr.

Immer wieder gibt es Absprachen zwischen Politikern und Gangs, gerade vor Wahlen, wenn niedrige Mordraten gebraucht werden. Im Februar wählt El Salvador einen neuen Präsidenten.

«Aber es gibt so viele geheime Friedhöfe, Leichen, die in Brunnen geworfen werden, die verschwinden», sagt Flores. «Morde, für die es keine Zeugen gibt, von denen wir nie erfahren.» Am Abend sitzt Johnny Flores hinter seinem Schreibtisch im Revier in Apopa. Er schaut die Nachrichten. Gestern gab es nur sechs Morde im ganzen Land. Dann rollt ein Pick-up-Truck mit verdunkelten Scheiben auf das Gelände. Der «Criteriado», Flores’ Kronzeuge. El Sparky, wie der Mann sich derzeit nennt. Ein Massenmörder, der 69 andere Mörder verrät und dessen Aussagen zu 515 neuen Verfahren geführt haben. El Sparky, der süchtig ist nach Töten, der die Sinnlosigkeit in all dem nicht zu sehen vermag, weil die Gang, das Töten, für ihn das einzig Sinnvolle ist.

«Die Criteriados verraten ihre Gang. Liefern uns alle aus, die sie kennen. Legen uns die Hierarchien der einzelnen ‘Clicas’ dar, die Strukturen, die Morde, die sie begangen haben, wo, mit welchen Waffen, wo die Leichen liegen. Wenn sich das alles als wahr herausstellt, sind sie frei», sagt Flores, als er in den schwülen Abend hinaustritt. Am Horizont türmen sich Gewitterwolken auf.

«El Sparky war ein Anführer, ein ‘Palabrero’. Er kannte die Strukturen der gesamten Gang.» Er ist, so ungern Flores das zugibt, einer seiner wichtigsten Männer. Ein Mann, der mehr als hundert Menschen abgeschlachtet hat. Flores schaut auf den Pick-up, aus dem ein bulliger, aufgedunsener Mann aussteigt, die Arme und Schultern voller Tätowierungen.

El Sparky und Johnny Flores gehen hinein. Johnny sieht müde aus. Manchmal greift er reflexartig ans Holster. Wie um zu prüfen, ob die Beretta noch da ist. Sie reden über die Männer im Valle del Sol.

Später sitzt El Sparky auf dem Hof und raucht. Die Augen klein, das Vokabular schwer vom Slang und vom Crack.

El Sparky war ein Palabrero der Barrio 18 Revolucionarios. Er hat sich hochgearbeitet, Mord um Mord. Er ist stolz darauf.

2003, mit 15, tritt er der Gang bei. Er verkauft Snacks auf der Straße, Wasser, Chips, kleine Dinge, mit denen er wenig Geld verdient. Aber er verkauft diese Sachen ein paar Straßen entfernt vom Haus seiner Eltern – im MS-13-Territorium. Gangmitglieder rauben ihn aus, schlagen ihn, immer wieder. Sie versuchen, ihn umzubringen, weil dort, wo er herkommt, die gegnerische Gang Barrio 18 herrscht. «Ich trat dann Barrio 18 bei, damit ich mich rächen kann, damit ich die Jungs von MS-13 umbringen kann», sagt er. «Und damit die Leute Respekt vor mir haben.»

An einem Donnerstag um drei Uhr nachmittags muss dann in einem vollen Bus in San Salvador ein Junge sterben, damit El Sparky der Gang beitreten kann. Das Opfer ist Mitglied der MS 13 und hat El Sparky ausgeraubt. Es ist vielleicht so alt wie er.

Wenn El Sparkys Erzählung stimmt, dann nimmt er nun ein Messer mit 15 Zentimeter langer Klinge und wartet an einer Straßenecke. Er weiß, wo sein Opfer wohnt. Er wartet, bis der Junge in einen Bus steigt. El Sparky geht hinterher. Dann zückt er das Messer und sticht ihm in den Bauch. Sechsmal. Danach steigt er aus und geht in das Haus des Ganganführers.

Vier Männer gehen mit ihm in den Hof, sie schlagen ihn zusammen. Es ist der Initiationsritus. 18 Sekunden dauert er bei Barrio 18. 13 Sekunden bei MS 13. Manchmal stirbt jemand dabei. Nach 18 Sekunden umarmen die Männer El Sparky. Er ist jetzt einer von ihnen. «Ich fühlte mich großartig», sagt er. Von Anfang an war El Sparky ein «Sicario», ein Auftragskiller: «Ich fing als Mörder an, weil ich deswegen der Gang beigetreten war: Ich wollte töten.»

Töten, sagt er, sei nicht schwer, wenn man es wirklich wolle. «Es wird zu einer Sucht, wie Saufen. Wenn du trinkst und merkst, du magst es, trinkst du weiter. Manche töten nicht gern, die probieren es aus, und dann machen sie es nicht noch mal.» Die Art und Weise, wie getötet wird, werde angepasst.

«Wir prüfen, wie jemand getötet werden soll. Wenn es ernst ist, schlachten wir ihn ab. Ist es ein leichteres Vergehen, jagen wir ihm eine Kugel in den Kopf.»

Kronzeuge El Sparky: "Nur die mit den dicksten Eiern setzen sich durch"
Christian Werner / DER SPIEGEL Kronzeuge El Sparky: «Nur die mit den dicksten Eiern setzen sich durch»

Wenn es ernst war, wie Sparky das nennt, entfernte er lebenden Männern die Augen, schnitt ihnen Finger, Zunge und Ohren ab, dann Arme und Beine, und wenn sie noch lebten, schnitt er ihnen den Bauch auf. Wenn nicht, dann trotzdem.

Manchmal legte er anschließend die Flasche hinein, die er bei der Arbeit geleert hatte, manchmal schob er sie auch dem noch lebenden Opfer in eine Körperöffnung. Dann verscharrte er die Leichen oder warf sie in Brunnen. Oder er ließ sie liegen. Je nachdem, welche Nachricht damit überbracht werden sollte.

So ist ein Wettbewerb entstanden. Die Gangs wollen sich in Grausamkeit überbieten. Denn Grausamkeit sorgt für Respekt. Häutungen, Frauen, denen in die Vagina geschossen wird, Zerstückelungen, Vergewaltigungen während der Hinrichtung: Normalität hier. Manchmal reißen sie ihren Opfern das Herz aus der Brust.

«Jede Gang», sagt El Sparky, «will ganz Salvador kontrollieren. Aber nur die Irresten mit den dicksten Eiern werden sich durchsetzen.» Und hier, wo es wenig Perspektiven gibt, werden dicke Eier zur Währung. Denn Geld machen nur die wenigen Gangmitglieder, die in den Waffen- oder Drogenhandel eingestiegen sind. Eine Gang ist eine Gruppe von Freunden, eine Ersatzfamilie. Viele Gangmitglieder sind bitterarm. Es geht darum, den anderen etwas zu beweisen.

«Man tritt bei, um seine Nachbarschaft zu verteidigen. Man erwartet kein Geld. Wenn du nützlich bist, bekommst du etwas vom Geld der Gang, wenn nicht …», er formt die Hand zu einer Pistole und lächelt. «Es heißt: entweder töten oder getötet werden. Als Gangmitglied hast du nicht viele Optionen», sagt er.

Es ist schwer zu verstehen, was hier passiert. Man kann versuchen, den politischen Kontext zu erklären. Die Zusammenbrüche der Militärregimes und der Guerillaarmeen in Zentralamerika hinterließen Lagerhallen voller Waffen sowie Soldaten, die keinen Sold mehr bekamen. Die entstehenden Demokratien waren schwach, ihre Politiker korrupt. Die internationale Gemeinschaft forcierte die Schaffung von freien Märkten, sie schaute auf Wahlen, aber übersah, wie instabil die Rechtssysteme waren und dass die Kluft zwischen Arm und Reich immer größer wurde.

«Das alles würde nur aufhören, wenn alle Gangmitglieder umgebracht würden. Aber, ehrlich gesagt, du kannst die Gangs nicht auslöschen», sagt El Sparky. «Du bringst heute drei oder vier um, aber morgen treten wieder zehn bei.»

El Sparky weiß, dass es auch für ihn nie aufhören wird. Nach einem Streit setzten seine eigenen Bosse vier Killer auf ihn an. Sie lauerten ihm auf der Straße auf. El Sparky hatte sein amerikanisches Sturmgewehr dabei. Mit vier Magazinen. Einen der Killer erschoss er, dann floh er, tauchte unter. Schließlich ging er zur Polizei. Mehr aus Rache als aus Hoffnung auf ein langes Leben. Er hätte zwar gern ein friedliches Leben und einen Job. Aber er weiß auch, dass sie ihn umbringen werden, bei der ersten Chance, die sie bekommen. Und er weiß nicht genau, wie das funktioniert – ein friedliches Leben.

Anführer einer Barrio-18-Gang: "Töten oder getötet werden, du hast nicht viele Optionen"
Christian Werner / DER SPIEGEL Anführer einer Barrio-18-Gang: «Töten oder getötet werden, du hast nicht viele Optionen»

Niemand kann eine Gang lebend verlassen. Der einzige Weg in eine Art Ruhestand ist, einer Kirche beizutreten und derart überzeugend ein gläubiges Leben zu führen, dass die anderen Gangmitglieder den Wandel ernst nehmen. Das geht manchmal gut, in letzter Zeit aber immer seltener. «Viele Männer haben das als einfachen Ausweg genutzt. Deswegen haben wir angefangen, sie umzubringen», sagt El Sparky. «Wenn du drin bist, dann heißt es: bis dass der Tod uns scheidet!» Dann fahren zwei Polizisten ihren Kronzeugen El Sparky zurück in ein gesichertes Versteck.

Es gibt viele wie El Sparky. Und das Schlimmste ist: Sparky sticht noch nicht einmal heraus. Der Polizist und Priester Flores weiß das. Es ist einer der Gründe, warum Flores Gott braucht. Warum er mehr braucht als einen Psychiater. Weil es so viele sind, weil es nie aufhört.

«Wir leben in einem irregulären Krieg», sagt Flores. Es ist eine neue Form des Krieges, noch nicht ganz Bürgerkrieg, aber doch weit mehr als reguläre Gewalt. Die Grenzen verwischen hier: Auch Polizisten formen mittlerweile Todesschwadronen. Nach Dienstschluss ziehen sie durch Ganggebiete und töten. Damit werden sie selbst zu so etwas wie einer Gang. Johnny Flores aber will das Gesetz nicht aufgeben.

«Die Kirche und mein anderes Ich, der Pastor, helfen mir, im Umgang mit den Gangs auch die Menschen zu sehen, ihre Rechte. Die Menschen zu sehen, die Familie haben und Fehler machen.» Johnny geht wieder hinein. Leichter Regen trommelt auf das Wellblechdach. «Viele Polizisten tun das nicht mehr.» Viele Polizisten, so sagen sie auf den Revieren der Hauptstadt, verlassen das Land, weil ihre Familie bedroht wird, weil sie selbst bedroht werden.

Johnny Flores zieht die Uniform aus und legt sie in seinen Spind. Die Uniform lässt er immer im Revier. Die Gangs in seinem Viertel wissen nicht, dass er Polizist ist. Nach Dienstschluss trägt Flores wieder den Anzug des Pastors. Er spielt Gitarre, wenige Straßen von seinem Haus entfernt auf dem Geburtstag eines Mädchens. Ein paar Kinder sitzen einige Häuser weiter. Sogenannte Antenas, Spitzel der Gangs.

Ein Mann kommt aus dem Haus, in dem die Kinder feiern. Setzt sich. Schaut hinüber zu den Antenas. «Für die, die nicht reich sind, sind die Gangs immer da», sagt er. «Mit viel Glück klopfen sie nie an deine Tür. Aber man muss immer mit ihnen rechnen.»

Die Polizei mache ihren Job, sagt der Mann. Die Fahnder kämen, wenn sie gerufen würden. «Sie brechen Türen auf, sie stürmen Häuser. Dann verschwinden sie wieder. Aber wir müssen hierbleiben.» Die Antenas schauen herüber, rauchen.

«Das ist das Problem», sagt ein anderer Mann, «denn Gangs verschwinden nicht. Sie sind Teil der Viertel. Sie sind Söhne und Töchter von Frauen aus der Nachbarschaft. Die Gangs sind Teile El Salvadors. Sie sind Teile der Straßen wie der Bordstein dort.» Johnny Flores nickt.


El virus de la falsa equivalencia. De Cristina López

12 noviembre 2018 / EL DIARIO DE HOY

El virus de la falsa equivalencia está atacando a una de las instituciones más importantes de una democracia libre: el periodismo honesto. La falsa equivalencia es una herramienta retórica a la que normalmente recurren los políticos demagogos y que consiste en comparar dos situaciones — ya sea en lados opuestos del espectro político o con observables imbalances de poder– y declararlas equivalentes. En el periodismo y los medios de comunicación, la falsa equivalencia aparece comúnmente en analistas políticos o periodistas intentando quedar bien con Dios y con el diablo. Por evitar ser tachados de subjetivos, quizás influidos por la polarización guerra fríista que asume de manera haragana que una crítica a un lado del espectro político necesariamente implica simpatía hacia el otro, piensan que criticar a “ambos lados” equiparando conductas objetivamente diferentes es un juego suma cero. Piensan que resulta milagrosamente en un resultado neutral, cayendo en la falacia de comparar peras con manzanas y declararlas iguales.

En Estados Unidos, este virus se llama “both-sideism” y ha afectado en ocasiones hasta a los más respetados periodistas políticos. Se ha vuelto indudablemente más severo con los retos que presenta la administración del Presidente Donald Trump y su consistente hábito de mentir descaradamente. El miedo a que los aliados de Trump reaccionen con histeria fanática y los ataquen de partidistas por reportar la neutral realidad de que el presidente miente, ha hecho caer a muchos en el “both-sideism,” acompañando sus reportes de las carencias comprobadas de Trump, con menciones de fallas de menor grado de personajes menos relevantes en el espectro opuesto. Como si fueran equivalentes, presentan un escenario en el que los dos lados tienen el mismo nivel de corrupción o mentiras.

A ver: la neutralidad y la objetividad en el periodismo siguen siendo el estándar al que hay que aspirar para proteger la democracia y mantener una sana auditoría del poder. Pero es malentender la objetividad y la neutralidad pensar que hay que en su nombre hay que sacrificar los matices y complejidades de la realidad, asumiendo que dos cosas no pueden coexistir sin ser inmediatamente comparadas en el mismo plano como idénticas o equivalentes.

El Salvador no ha sido inmune a la falsa equivalencia, este virus nefasto de pobreza analítica. En política, lo estamos viendo con los diputados que asumen que “ELEGIR MAGISTRADOS YA” se encuentra por alguna razón en el mismo plano de moralidad que elegir magistrados idóneos, y con el fin de fundamentar semejante desfachatez han tenido que verse en la posición de defender lo indefendible y presentar el historial de corruptela y probidad dudosa de una nominada a magistrada como experiencia deseable. No solo los diputados caen en la trampa de la falsa equivalencia: lo vimos también la semana pasada en la opinión pública con quienes equipararon como idénticos a los bandos que se enfrentaron en choques violentos en la ciudad de Santa Tecla, cuando uno tenía el monopolio armado de la fuerza y el otro no. Se puede tener una conversación franca sobre las complejidades de aplicar el Estado de Derecho, la necesidad económica y las trabas burocráticas que empujan a varios comerciantes a la ilegalidad, sin excusar el abuso de la fuerza policial como necesario.

También sería deshonesto comparar como exactamente equivalentes las opciones entre Calleja y Bukele en la campaña presidencial, cuando la campaña de Nuevas Ideas recurre, de maneras observables y comprobadas, al abuso cibernético, las noticias falsas y estrategias de bajísimo nivel contra cualquiera que se atreva a criticar a su candidato, y cuando la campaña de Calleja no ha recurrido a semejante bajeza. Se puede decir lo anterior, porque es una realidad comprobada, sin negar o dejar de reconocer el pasado corrupto de muchos miembros de ARENA. Aceptar que la realidad (sobre todo la política) no siempre viene en paquetes aplicables a “los dos lados”, no es perder neutralidad. Es comprometerse con la verdad.

@crislopezg

La democracia muere en la oscuridad. De Ricardo Avelar

5 septiembre 2018 / EL DIARIO DE HOY

La democracia muere en la oscuridad. Con esta categórica frase despertaron los lectores del Washington Post en marzo de 2017, cuando el prestigioso medio lanzó su nuevo eslogan. Como era de esperarse, una afirmación tan contundente generó diferentes reacciones entre sus audiencias. Por un lado, hubo quienes criticaron el tono alarmista y consideraron que era una alusión directa a la entonces joven presidencia de Donald Trump, quien constantemente antagoniza con la prensa y se rodea solo de “periodistas” amigos. Por otro lado, muchos celebraron la instauración de este dicho, que es un constante recordatorio de uno de los riesgos más latentes de nuestros sistemas políticos.

Esta frase formó parte de la estrategia del nuevo dueño del periódico, el también fundador de Amazon, Jeff Bezos. Al adquirir uno de los medios más importantes en el mundo, este decidió apostarle a un periodismo de investigación, a visualización de datos y a encontrar mejores narrativas para plantear los principales problemas de nuestra sociedad.

Cada una de esas palabras gana notoriedad e importancia cuando un país se acerca a la temporada electoral, cuando los asesores de campaña y mercadeo político buscan llenar de eslóganes pegajosos la mente del votante, en un ejercicio de mero posicionamiento de marca. Aunque en algunas ocasiones –me atrevo a decir las menos– hay un plan detrás de un lema de campaña, la mayoría de veces estos se extraen de grupos focales y buscan decirle al ciudadano lo que quiere escuchar, no lo que debe.

Durante los meses de proselitismo, la batalla de lemas genera un humo difuso en el que no se sabe exactamente cómo se ejecutarán los planes en cuestión, cómo se financiarán y realmente quién será el beneficiado de estos. Ante tanta ambigüedad, el ciudadano resulta desprotegido, pues debe tomar una decisión racional de a quién dar su apoyo sin saber a ciencia cierta qué puede esperar de cada candidato.

Es ahí cuando el periodista se vuelve un actor fundamental para salvar a la democracia de la oscuridad. La oscuridad de planes difusos, de origen incierto de los fondos de campaña, la oscuridad de asesores peligrosos, alianzas oscuras o de negarse a decir quiénes integrarán un posible gabinete, por ejemplo.

Ante cada promesa dicha, un periodista responsable debe como mínimo preguntar “cómo”. Con esto, debe obligar al candidato a transformar su lema en un plan concreto. Y si este último se dedica a contestar con frases inspiradoras pero no aterrizadas, quien lo interroga debe hacer uso de una poderosa herramienta: la repregunta. Es decir, insistir sobre el tema hasta que haya una respuesta franca y que permita al ciudadano interesarse más en el político o desecharlo desde temprano por opaco.

La repregunta es fundamental y muchos no la hacen. Posiblemente se piensa que una entrevista exitosa es aquella donde se cubre un amplio abanico de temas o que insistir en un punto es tedioso y aburrido. Yo discrepo. Una entrevista exitosa, a mi parecer, es la que toca pocos temas pero los deja claros y con certidumbre. Además, si a un político hay que preguntarle lo mismo varias veces es porque está evadiendo la verdad.

Por otro lado, retomar una frase sin cuestionarla y volverla titular es un ejercicio irresponsable de la labor que se nos ha encomendado. Con esto, nos volvemos altavoces cuando deberíamos ser filtros. Con esto, no beneficiamos al ciudadano, solo lo hundimos más es una vorágine de frases lindas que no significan nada y nos convertimos en cómplices del declive de nuestro sistema.

Con esto, no pretendo ser alarmista, sino advertir de cómo la pérdida de credibilidad en quienes nos gobiernan afecta la legitimidad de la democracia y lleva a muchos a buscar salvadores y mesías donde solo hay vanidad, ego, verdades a medias o incluso ausencia total en medios que no aseguren preguntas cómodas. Por eso, en temporada electoral, los periódicos pueden convertirse en murallas contra las mentiras o en cajas de resonancia de humo. En el primer caso, se apegan al espíritu del lema del Washington Post. En el segundo, contribuyen a apagar las luces y a llevarnos a más oscuridad. Es momento de decidir cuál de los dos roles queremos jugar.

P.D.: Saludos a todos los valientes periodistas que en temporada electoral no se conforman con palabras inspiradoras y repreguntan, repreguntan, repreguntan… No hasta el cansancio, sino hasta aproximarse a la verdad.

@docAvelar

¿Qué tan sana está nuestra democracia? De Cristian Villalta

2 septiembre 2018 / La Prensa Gráfica

La pregunta no es peregrina aun cuando estamos a pocos meses del decimoquinto proceso electoral después de la firma de los Acuerdos de Paz, entre elecciones presidenciales, legislativas y municipales.

Es que la democracia no se mide por las veces que el electorado asista a las urnas. Casarnos con esa idea es darle mucho crédito a los partidos políticos y muy poco a la ciudadanía; subirle o bajarle el dedo al magro espectro ideológico de la partidocracia cuscatleca fue necesario pero no suficiente para nuestro proceso histórico.

Para responder, debemos elegir indicadores acordes con el principio de mayoría moderada y el modelo de democracia representativa instalados en El Salvador.

Uno de los indicadores fundamentales sobre el debido funcionamiento de la democracia es la robustez de la opinión pública. Porque, de hecho, ¿qué es el sufragio sino una opinión sobre las cosas del pueblo?

Antes, cuando ARENA y el FMLN eran más grandes que sí mismos y no solo la suma de sus afiliados, votar por ellos era un símbolo ideológico de identidad, un signo de militancia más allá de la política; los tiempos han cambiado, y ahora solo una minoría es la que verdaderamente sangra por esas banderas. Bienvenidos al siglo XXI.

Votar es, pues, opinar. Y sin opiniones libres no hay elecciones libres.

Todas las variantes del totalitarismo lo atestiguan, porque esos regímenes sabían y saben que la dictadura nace con la imposición intolerante de una idea. La democracia muere cuando la nación ya no tiene opinión sobre sí misma.

La libertad de la opinión será motivo de apasionados debates siempre. Es que en todos lados, el público en general está poco interesado en la cosa y no se informa lo suficiente. Platón diría que más que verdadero saber, el pueblo lo que tiene son solo opiniones. O Twitter…

Pero he ahí el quid: la democracia no se sustenta en una ciudadanía formidable, a la que no se le pide ni siquiera que asuma una posición; le basta con que el público tenga a la mano suficiente información para emitir una opinión.

Dejándolo hasta ahí, vamos, que en tres décadas de proceso democrático no nos ha ido tan mal. Hay una opinión pública prolífica, desbordada, que se expresa no solo en una idea de país que los partidos políticos tradicionales tendrían que operativizar, sino en nuevos discursos, actores y plataformas. En un año hemos asistido al nacimiento de tres nuevos movimientos políticos e incluso los usualmente inmóviles ARENA y FMLN sostuvieron unas primarias perfectibles pero valientes.

Es tal el vigor de la opinión pública que en todos esos casos, desde las internas arenera y efemelenista hasta el lanzamiento de los nuevos partidos, los métodos de comunicación fueron más sofisticados que el contenido. Mejores publicistas que estrategas, claro…

Todos, desde el activismo más profano hasta el periodismo más fino, participamos en ese esfuerzo, personas naturales y jurídicas por igual, en un incesante intercambio que es un equilibrio en sí mismo.

Por eso mismo, el discurso antimedios o la cruzada contra el periodismo de la nueva meca política no debe pasar desapercibido. Nada de lo que hacen es por incordio, sino parte de un plan a la sazón burdo para tiranizar la opinión pública.

Tal cosa es hoy imposible gracias al cada vez más libre acceso a la información, y a que los salvadoreños del futuro parecen más interesados por la política que apasionados por los políticos.

Alma Guillermoprieto, maestra del periodismo. De María Paulina Ortiz

Alma Estela Guillermoprieto Panigua nació en 1949, en Ciudad de México. Esta entrevista se enmarca en el anuncio que la da como la ganadora del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Es un repaso por las grandes lecciones que a ella le dejaron 40 años en periodismo, aunque aún se defina como exbailarina.

Alma Estela Guillermoprieto Panigua. Foto: Sebastián Jaramillo

Una entrevista de María Paulina Ortiz (Revista Bocas/El Tiempo/Colombia), publicada el 8 de julio 2018 por La Prensa Gráfica/Séptimo Sentido

En su cocina están las huellas de sus experimentos. Lo que ahora tiene en la cabeza es cómo lograr una buena masa para hacer pizza. No quiere que le quede muy delgada, tampoco muy gruesa: intenta encontrar el término preciso y está dispuesta a dedicar las horas que sean necesarias para conseguirlo. Alma Guillermoprieto es perseverante también en eso. Lo ha sido durante sus 40 años de vida periodística, años en los que ha perseguido historias por toda América Latina y oído a sus protagonistas con la atención y la paciencia del que sabe que al otro lado hay una vida que importa. Años en los que ha escrito los mejores artículos sobre la realidad de estos países –sus revoluciones, sus conflictos– y que ha publicado en medios como The New Yorker, The New York Review of Books, The Guardian o The Washington Post.

Mucho de lo que los lectores de habla inglesa conocen del conflicto colombiano, y del latinoamericano en general, se debe precisamente a los textos de esta escritora y periodista que se ha dedicado a investigar, entender y traducir nuestra realidad, con la profundidad y la sensibilidad necesarias para transmitir lo que significa un territorio tan complejo. Sus reportajes están reunidos en libros como “Al pie de un volcán te escribo”, “Los años en que no fuimos felices”, “Desde el país de nunca jamás”, “Historia escrita” y “Las guerras en Colombia” (que este mes tendrá una nueva edición). También es autora de “Samba”, su primer libro, en el que relata la vida cotidiana de una escuela de samba en una favela de Río de Janeiro; de “La Habana en un espejo”, que describe los meses que vivió en la capital cubana como profesora de danza; y de “Los placeres y los días”, donde reúne, entre otros, su texto sobre el tango y sobre Celia Cruz. Ningún tema le es ajeno. Durante dos años escribió una columna de gastronomía en la revista mexicana Nexos y ahí daba rienda suelta a una de las cosas que más le apasionan: la comida.

Ya es conocido que llegó al oficio del periodismo por accidente, que su sueño era ser bailarina y terminó siendo cronista estrella de The New Yorker; que nació en Ciudad de México, hija de padre mexicano y madre guatemalteca; que su nombre completo es Alma Estela Guillermoprieto Paniagua y que ese Guillermoprieto –así, unido– viene de muchas generaciones atrás y si se escarba, llegamos a dar con el poeta y político mexicano de comienzos del siglo XIX Guillermo Prieto; que en 1995, Gabriel García Márquez la buscó porque quería que formara parte de lo que en ese momento era un sueño: la Fundación Nuevo Periodismo. Alma inauguró el taller de crónica en Cartagena y continuó dictándolo durante muchos años. Por ese taller han pasado decenas de reporteros latinoamericanos que se quedaron con sus enseñanzas en la memoria. Sus enseñanzas y su ejemplo. Porque de lo que ella se aprende no es solo teoría del oficio, es una forma de ser periodista. Sabemos también que le gusta leer novelas largas –aunque hoy prefiere la no ficción, sobre todo la ciencia– y que disfruta el tiempo junto a las plantas que están en su balcón. Alma tiene un nombre que le encaja muy bien.

El mes pasado recibió el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, y así se une a un prestigioso listado de ganadores en la misma categoría, en el que aparecen personajes como Umberto Eco, George Steiner, Annie Leibovitz, Zygmunt Bauman o Ryszard Kapuscinski. Ya tiene en su haber el María Moors Cabot –el reconocimiento internacional más antiguo en el periodismo– y el Ortega y Gasset, que le entregaron el año pasado por su trayectoria profesional, para citar solo dos más de los premios que ha recibido. Desde que anunciaron que el Princesa de Asturias había llegado a sus manos, Alma Guillermoprieto ha tenido que responder decenas de entrevistas. Y no hay que conocerla tanto para entender que ella prefiere estar del otro lado de la libreta: en el lugar del que toma notas y pregunta.

Suele decir que en su carrera resultó esencial la presencia del editor. ¿Cuál de todos la marcó más y qué enseñanzas recuerda?
John Bennet, sin duda. Él editó todos mis textos en The New Yorker. Y es curioso porque, cuando trabajábamos juntos, era la intimidad absoluta. Fuera de eso, nada. Se jubiló hace dos años y no le he mandado ni una notita. Increíble. Después de 20 años de trabajo. ¿Qué me enseñó? Si es aburrido, no va. Quita lo más que pueda los entrecomillados porque es difícil que alguien hable de manera más interesante que tú, y vuelven lento el texto. Me acuerdo cuando estaba trabajando en el reportaje sobre Lima, durante el fujimorazo, que yo buscaba una palabra para el párrafo en el que decía que todo estaba tan caro que la gente escuchaba hablar de un guiso y se moría de la risa. Pero lo que había oído que producía risa no era una palabra chistosa en inglés. Era espagueti. Y no funcionaba. John y yo nos pusimos a buscar la palabra precisa. Hablamos una hora a larga distancia, cuando esas llamadas costaban plata, sobre esa pendejada. Riéndonos. Hasta que de repente dije: ¡Noodles! Y claro: esa era. La chispa de una frase dependía de eso; para que cuando yo dijera que la gente se reía, el lector se riera también. Ya no quedan editores así. Y bueno, está su lección de ética: trata a todos tus entrevistados como si tuvieran $5 millones para meterte una demanda con el mejor abogado.

Buena lección. Con frecuencia a la gente sin recursos, a los desconocidos, a los humildes, se les pasa por encima.
Claro, porque los pobres no tienen abogados. Entonces muchos escriben de ellos lo que se les ocurre. Y se meten a su cuarto, hasta adentro, sin pedir permiso.

Empezó en el periodismo a finales de los años setenta, cubriendo la insurrección sandinista en Nicaragua. ¿Por qué resultó tan importante para usted en ese momento la compañía de la fotógrafa estadounidense Susan Meiselas?
Yo tuve la ventaja de no saber nada de periodismo cuando inicié mi vida como reportera. No tenía idea. No sabía cuáles eran los grandes medios. Escribía para The Guardian y pensaba que era un pasquín. Y cómo no iba a serlo, si me habían contratado a mí. Además, pagaban una miseria. Susan era de mi edad y nos hicimos amigas rápidamente. Ella llevaba varios meses en Nicaragua y era como la guía. Yo dormía en el piso de su habitación porque el dinero no me daba para pagar un cuarto de hotel. Salíamos juntas a trabajar. Como todos los buenos fotógrafos, ella es muy buena reportera. Viéndola trabajar fue como aprendí a reportear. Aprendí que si no te acercas, no tomas la foto. Si no te acercas, no tienes el artículo. Y me extrañaba que otras personas se quedaran en Managua y salieran luego con unas notas preciosas. Porque iban a hablar con los embajadores, iban a las conferencias de prensa y reporteaban muy bien otro mundo que a mí nunca me interesó. Si yo me hubiera tenido que dedicar a ruedas de prensa y charlas con ministros, no duro un mes en este oficio. A mí lo que me emocionaba era la vida. La posibilidad de acceder al mundo, de vivir una vida grandota. Eso fue lo que me sedujo. Lo otro, jamás.

Sus primeros textos aparecieron como freelance en Latin American Newsletters y The Guardian. Pero después tuvo puestos fijos en las salas de redacción de The Washington Post y de The Newsweek. ¿Qué fue lo que no le gustó de esos cargos?
Que no me gusta estar en una oficina. Eso. La conformación del espacio físico de las oficinas me pone de mal humor. Y mira que la que tuve en Río de Janeiro era divina, y yo tenía libertad absoluta. En el fondo, creo que no me gustó porque soy escritora. En ese momento todavía no lo sabía. Aunque, para impaciencia eterna de mis editores de The Washington Post, lo que hacía era escribir reportajes y no escribir lo que había reporteado.

Que es algo bien diferente. ¿Y le desbarataban los reportajes?
No, lo que hacía Karen DeYoung, mi gran amiga y editora, la que me llevó a The Washington Post, era agarrar unas tijeras y cortarle toda la primera mitad. Y lo hacía de una manera mucho más civilizada que los de The Guardian. Se quedaba con el final, con la segunda parte, que era donde yo dejaba de echar mi rollo literario, de echar el cuento.

¿Eso la frustraba?
No le daba mucho valor. Yo escribía lo que me parecía que era interesante y ellos se quedaban con lo que les parecía útil. Tampoco era que yo pensara en algo como “voy a desplegar mi arte”. No, para nada. Hacía lo que se me ocurría y no era un pleito cuando me lo cortaban. Nunca he sido muy teatrera en ese sentido.

Fue en The New Yorker, entonces, donde sus historias empezaron a salir completas.
Sí, aunque yo ya acababa de entregar el manuscrito de “Samba”, mi primer libro.

¿Por qué ese libro no está traducido al español?
Nunca he encontrado una traducción en la que sienta que se escucha mi voz. De alguna manera, “Samba” es mi libro más personal. Es en el que más he buscado la calidad de la escritura. Y no me imagino cómo quedaría traducido. Además, quedé curada de espanto porque lo tradujeron al francés y resultó tan horripilante que dije “nunca más”.

En la revolución cubana se había impuesto mucho
la ortodoxia soviética, y decía que efectivamente
el arte era una cosa secundaria. Y que o servía a las
masas o no tenía valor. Esa es una diferencia muy importante:
si el arte no tiene valor en sí, un artista no puede existir.

¿Cómo es su relación hoy con “Samba”?
Quiero mucho ese libro. Le veo errores. Es muy largo, la estructura no es la mejor. Me hubiera gustado tener una editora más exigente, que le hubiera cambiado algo. Pero les gustó, y le pusieron ese título espantoso. Lo quiero por lo que fue la experiencia de reportear y por lo que representa. Fue un año de trabajo. Viviendo en la favela un mes. Pero yendo todos los días, desde muy temprano y hasta las 4 de la mañana, un año entero. Renuncié a Newsweek y para ir a reportearlo. Después me vine a Bogotá, con mi trasteo, en 1988, a escribirlo.

Vivió aquí de 1988 a 1992. Pleno narcoterrorismo, Pablo Escobar, carteles. ¿Esto le interesó como tema? ¿Por eso eligió Bogotá?
No, no fue por nada de eso. Me he dado cuenta de que a mí me gustan los lugares altos. Como asomaditos al mundo y aislados al mismo tiempo. Y en ese momento no se paraba ni una mosca por acá. No había extranjeros. Conocía a dos: Joe Broderick y Penny Lernoux, que fue quien realmente me entusiasmó para venir aquí. Mi gran amiga Penny. Ella escribió dos libros muy importantes: uno sobre la Iglesia colombiana, López Trujillo y compañía (él le dio una cachetada una vez), y otro sobre los bancos y el Vaticano. Una mujer fantástica.

Había pocos extranjeros, pero mucha rumba.
Sí, cómo no. Eso era muy rico. Estaba La Teja Corrida, El Goce Pagano, Salomé, Café Libro. Unos rumbeaderos deliciosos, de DJ, antes de que existiera ese término propiamente. Pistas atiborradas de gente echando pasito. Me imagino que todavía hay, lo que pasa es que ya no voy a eso.

¿Hizo buenos amigos en Bogotá?
Muy buenos. Cuando llegué era fácil hacer buenos amigos, hoy creo que no tanto. En esa época, si llegaba una extranjera, la gente te miraba con asombro y con agradecimiento. Te abría las puertas de su casa fácilmente, lo que hoy ya no ocurre. Además, era un tiempo en que tocaba compartir durezas, y eso hace que las amistades sean muy fuertes. Cuando compartes duelo. Eso marca mucho.

Entre sus amigas estaba Silvia Duzán, la periodista asesinada por paramilitares en 1990…
Sí, fuimos amigas. Silvia era una muchacha de una vitalidad, una alegría de vivir y una curiosidad por el mundo excepcionales. Yo estaba en Managua, durante la derrota del Frente Sandinista en las elecciones, cuando me llamó el director de The New Yorker y me dijo que me estaban buscando de Bogotá para informarme que Silvia había muerto.

Como casi todos nosotros, ha tenido amigos muertos por la guerra…
Sí. Y eso me hizo también parte de este país.

La primera vez que vivió en Bogotá fue en 1988, pero usted ya había pasado por aquí en 1973. ¿Cómo recuerda ese viaje?
Fue cuando iba rumbo a Chile, a estudiar por fin en la universidad. Me subí al avión el 11 de septiembre. Aterrizamos en Buenos Aires. No pudimos hacerlo en Santiago. Fue muy duro. En ese trayecto pasé por Colombia. Tomé un tren de Santa Marta a Bogotá. Lo único que me acuerdo de ese viaje es que era un tren infame, con asientos de madera, lento, lentísimo, con los vidrios empañados y sucios. Y en esa modorra tremenda del calor, paramos y vi a través del vidrio un letrerito que decía Aracataca. Era una estacioncita en medio de la nada.

¿Ya había leído a García Márquez?
Ah, claro. De memoria me lo sabía. Leí “Cien años de soledad” en una sola noche. Estaba en Nueva York viviendo con mi mamá y una amiga de ella llegó de México y nos dijo: les traje este libro que lo tienen que leer porque es maravilloso. Eso fue en 1967. Amanecí leyéndolo, despacito para que no se acabara. Entonces pasar por Aracataca fue maravilloso. Y una cosa más increíble todavía, absolutamente absurda: a la salida se nubló muchísimo, se puso negro, como que iba a caer un aguacero, y cuando me di cuenta había en la ventana una nube de mariposas amarillas.

Puro realismo mágico. Podría pensarse que no fue verdad.
Sí, uno puede decir que no fue verdad. Pero pasó. Porque además antes había muchos más insectos en el mundo. Ahora me doy cuenta, manejando por la carretera, que no se te queda en el parabrisas ni un solo insecto. Se están acabando. Y las mariposas más.

¿Cómo fue esa primera imagen de Bogotá?
En esa ocasión solo estuve de paso, pero sí me acuerdo que era una ciudad pacata, gris, donde se comía tan mal que yo, que soy de tan buen apetito, no comía. Bastante sin gracia. Perdón.
Algo ha cambiado… Cómo no. No sé por qué, pero es una ciudad vital, interesante. Y hoy se come muy bien.

Cuenta que en Nueva York vivía con su mamá. ¿Cómo fue su relación con ella?
Fue una influencia enorme en mi vida. Una mujer brillante. Gran lectora. Tenía mucho talento para escribir. Era secretaria y durante muchos años tuvo una columna en una revista mexicana. Era bilingüe y se preocupó mucho porque yo no perdiera el español. Una mujer con mucha chispa y sentido del humor. Muy vital. Creo que fue un golpe para ella que yo no quisiera ir a la escuela ni a la universidad. Si de pronto se le ocurrió que no era lo mejor para mí seguir una carrera en la danza, nunca me lo dijo. Si temía por mi vida cuando yo estaba en Centroamérica, jamás me lo dijo. Después me enteré por su mejor amiga que, por supuesto, se preocupaba. Pero nunca me habló de eso. Era una mujer de una gran libertad. Y que respetó siempre mi libertad.

¿Por qué quiso ser bailarina? ¿Alguien bailaba en su familia?
Creo que, hasta la fecha, somos muchísimas las niñas que hemos visto “Las zapatillas rojas” a los seis, siete, ocho años. Y algo que para mí sí es un misterio: por qué las niñas vemos una película en la que la protagonista se muere bailando, literalmente, y decimos “quiero ser bailarina”. Y a partir de ahí nadie nos quita eso de la cabeza. Esa película fue una influencia enorme. Una amiga tiene una hija de 10 años que está fascinada con el ballet y le dijo algo increíble como “yo sé que para bailar hay que sufrir”. Y es una niña feliz, con un hogar feliz. Me parece que con esa idea, con esa emoción, entramos todas a la danza. Hay algo muy poderoso en eso para las mujeres.

¿La dificultad que implicaba le llamaba la atención?
Tú sabes que los delfines, por ejemplo, cuando los tienen en cautiverio y les enseñan cosas, llegan a su práctica muertos de la emoción. Es maravilloso que te reten, que superes obstáculos, que aprendas una cosa nueva todos los días, que avances. Eso está no solo en la mente humana, sino en la naturaleza de todo ser vivo con inteligencia.

A los 16 años deja Ciudad de México para irse a Nueva York, tras el sueño de la danza…
Sí, precisamente porque mi madre estaba viviendo allá y me dijo que fuera, con la idea de que siguiera mi formación en el estudio de Martha Graham. Yo estaba bailando con una compañía mexicana, el Ballet Nacional de México, donde usábamos la técnica Graham como método de entrenamiento. Así que ir a su estudio me llamó muchísimo la atención.

Tuvo maestros muy reconocidos. No solo Graham, sino Merce Cunningham o Twyla Tharp.
¿Cuál de todos ellos fue el que le dio el no a su carrera en la danza?
Twyla Tharp. Aunque después, cuando regresé de Cuba y estaba sumamente desnutrida y flaca, Merce vino un día y a su manera me dijo que le gustaría que yo volviera a un ensayo. Yo en ese momento ya estaba con la Revolución. Y le dije que no.

O sea que quedó una puerta abierta en la danza…
Sí.

El período que vivió en La Habana, como profesora de un grupo de bailarines cubanos, fue difícil para usted. Incluso dice que esa temporada le cambió la vida. ¿Por qué?
Porque me sacó de la danza, que era mi universo. Me quedé en el limbo.

Hubo un momento, durante ese período, en el que se planteó si en realidad el arte servía para algo…
Es que en la revolución cubana se había impuesto mucho la ortodoxia soviética, y decía que efectivamente el arte era una cosa secundaria. Y que o servía a las masas o no tenía valor. Esa es una diferencia muy importante: si el arte no tiene valor en sí, un artista no puede existir.

A los seis meses de irme de Cuba fue el escándalo de Heberto Padilla, que tuvo que retractarse públicamente de sus poemas porque a alguien se le ocurrió que eran antirrevolucionarios. Seis años antes de que yo llegara, el arquitecto de las escuelas nacionales de arte donde di clases había tenido que irse del país y quedó en la ignominia, porque su arquitectura era contrarrevolucionaria.

O sea, una vez que estableces ese criterio, cualquier cosa puede ser contrarrevolucionaria, que es lo que sucedió con el estalinismo. En Cuba nunca hubo estalinismo, pero sí la posibilidad de que gente envidiosa destruyera las carreras de otras personas con ese argumento. Y yo me lo creí. Creí que, efectivamente, el arte que no servía para algo iba en contra de la revolución. Y como no pude con esa contradicción interior, me salí de la danza.

En The New Yorker el texto tiene calidad literaria o no.
Aunque eso era antes. Creo que ahora lo que importa es
la información. Antes podías escribir sobre un señor
que criaba verduras miniatura y, si tenía calidad literaria,
funcionaba. Ya no. Son los tiempos.

Es increíble cómo llegó a estar de involucrada con el espíritu revolucionario.
No hay nadie que tenga un temperamento menos partidario y de masa y de fervor ideológico que yo. Pero es que tener 20 años y estar sola, desconectada absolutamente de todas tus relaciones, todas, tu familia, tus amistades, tu actividad, todo, te produce eso.

En ese tiempo usted se deprimió y llegó a pelearse con la vida…
Sí, fue una depresión muy fuerte. Hay una cosa de la que se habla poco y son los suicidios dentro de los regímenes revolucionarios. Porque obligatoriamente mucha gente, y no solo los artistas, entran en contradicción con sí mismos, con lo que desean y con lo que se tolera. ¿Qué dice Shakespeare? El infierno que puede haber entre el momento en que se te ocurre algo y lo llevas a cabo.

Usted relata todo lo que vivió durante esos meses en La Habana en un espejo, el único libro en el que habla de su vida personal de forma tan directa. ¿Cómo se sintió al escribirlo?
Fue interesante. Ese libro me permitió ver muchas mentiras que yo tenía acerca de mí misma. En ese sentido fue muy saludable. Escribir sobre uno mismo es muy sanador. Yo me había tenido una cierta autocompasión antes y había pensado que la vida me había tratado mal y de repente entendí que lo que en realidad sucedió fue que mi vida había sido maravillosa en muchos sentidos. El regalo del arte, de la danza, de tantos mundos que he podido conocer.

Después de La Habana viajó a Nueva York y luego a Nicaragua. ¿También por el tema revolucionario?
Claro. Pero antes yo había regresado a México. Y trabajé primero como profesora de inglés, luego como profesora de español con unos becarios japoneses, y después como intérprete simultánea, que es lo mejor que me ha salido en la vida. Era buenísima en eso, buenísima. Empecé traduciendo congresos médicos y ahí seguí. De veras, era excepcional. Jamás tomé un curso y no me costaba ningún esfuerzo. Ese ha sido mi talento mayor, realmente. Fue una época bonita. Y en esas estaba cuando me fui a Nicaragua.

En un momento en el que podía poner en riesgo su vida…
Cuando eres joven, no piensas en esas cosas. Jamás. Yo venía de la derrota de Salvador Allende y ese horror que fue Chile. Y de repente aparece una cosa que, no sé cómo, pero se sentía que iba a triunfar. Desde la primera imagen que vi en la televisión, que era la secuela de la toma del Congreso por los sandinistas, la gente que salió a las calles masivamente, era claro que iban a triunfar. Y dije: quiero ver eso.

La terquedad, que es una de sus características.
No cabe duda. Si yo me reconozco algún mérito, es ser terca. Y algún defecto también.

Esa terquedad, enfocada en el trabajo periodístico, ¿tiene algún límite? ¿O llega un momento en el que desiste?
Hay un momento en que reconozco una imposibilidad. Pero mientras haya una opción, continúo. Como con el papa Francisco, que no me dio la entrevista para el perfil que escribí, pero hasta el último día estuve haciendo el intento por todos los medios posibles. O cuando me fui a parar en frente de la cárcel de Bello, en Antioquia. Estaba haciendo un texto sobre la masacre de Segovia. Fue mi primer artículo para The New Yorker, aunque nunca salió. Le dimos 20 vueltas y no logramos armarlo. Pero le trabajé. Y me habían dicho que uno de los que había participado en la masacre estaba en esa cárcel. Tomé mi camioncito y me fui. Al llegar, me dijeron que no podía entrar. Yo iba vestida con mi ropa brasileña, tan chic, no te imaginas. Una falda negra hasta los tobillos, divina. Unos pliegues, un lino finísimo. Y una blusita blanca, de lino también. Y dije pues me voy a quedar aquí al rayo del sol hasta que algo pase. Como a la hora, me abrieron la puerta y me dijeron: “Hermana, venga”.

¡Pensaron que era una religiosa!
¡Claro! Una evangélica. Fue buenísimo. Y la entrevista estuvo de parar los pelos. Él no confesó que había participado, pero me contó su vida.

¿Y el texto nunca salió?
No, no lo logramos. En The New Yorker el texto tiene calidad literaria o no. Aunque eso era antes. Creo que ahora lo que importa es la información. Antes podías escribir sobre un señor que criaba verduras miniatura y, si tenía calidad literaria, funcionaba. Ya no. Son los tiempos.

Los reportajes que conocemos en todos sus libros fueron originalmente escritos en inglés. ¿Se siente mejor escribiendo en ese idioma?
Todos excepto “La Habana en un espejo” y las columnas de comida. Lo que pasa es que yo me hice escritora en inglés y en The New Yorker. Cuando escribí “La Habana en un espejo” –que lo hice en español para sacarlo de un contexto gringo porque yo viví esa experiencia como una muchacha de 20 años mexicana–, me di cuenta de que no soy tan buena escritora en español, y además me dañó el inglés. Entonces, dije “no lo vuelvo a hacer”. Llevaba años perfeccionando un instrumento y tuve que desmontarlo y montar otro aparato, y fue difícil retomarlo después.

En inglés se le nota, además, una ironía que a veces no alcanza a percibirse en las traducciones al español…
Sí, el inglés tiene metido eso. El wit, esa cosa tan particular con las palabras, con la ironía, con la distancia. Me gusta y me ha servido mucho para escribir. En español no es tan fácil el juego de palabras. Es menos juguetón. Por eso hay tan pocos escritores cómicos en este idioma. Si te pones a ver, ¿quién? Ibargüengoitia, que se merece estatua, ¿y quién más? Bioy Casares, de pronto, Osvaldo Soriano. Son muy pocos. Como que escribir en español es una actividad seria, ¿no? Zafarme de eso también fue muy importante. Todos los escritores del Boom te contaban que ponían a Tchaikovsky para escribir, a Prokófiev. Y yo decía: órale.

Este oficio del periodismo puede también ser una especie de autobiografía, ¿no le parece?
Totalmente.

¿Ha buscado, quizás, una respuesta sobre usted?
Durante toda esa época en Centroamérica seguramente estaba tratando de procesar todavía el año que viví en Cuba. Aunque no me diera cuenta de eso. Pero, por otro lado, también estaba descubrir América Latina. Los mexicanos somos muy orgullosos, con mucha razón, además, de nuestro país. Pero descubrir Latinoamérica fue una aventura maravillosa. Un país fascinante como Colombia, por ejemplo, o como Brasil, aunque nunca me enamoró de la misma manera. O Argentina. O Perú. Fue maravilloso haber convivido con cada país. Quién me iba a decir que iba a pasar un total de seis meses reporteando en Bolivia.

Después de recorrer estos países y de ese conocimiento profundo de Latinoamérica, ¿por qué cree que parecemos condenados al conflicto, a la violencia?
No sé. En épocas en que la violencia era revolucionaria, que era una cosa light si lo miramos en comparación con lo que es la violencia hoy, yo me preguntaba por qué no hemos tenido un movimiento revolucionario político pacifista, por qué acá nunca ha habido un Martin Luther King o un Gandhi. Esa es la gran pregunta para mí. Además, si lo hubiera, no tendría ni cinco de posibilidades. Y en parte creo que se debe a la religión católica y su énfasis sobre los mártires. El martirologio lo traemos como parte de nuestra concepción del mundo. El Che Guevara, de alguna manera, encarnó todo ese deseo de martirio y muerte.

Y también está la voluntad tremenda de los regímenes de derecha de crear mártires a mansalva. Cuando yo hacía la pregunta, me decían es que aquí tú no puedes protestar pacíficamente. No, pero en la India tampoco. Y en Estados Unidos tampoco, en épocas de Martin Luther King. Eso es una parte. También creo –comprobadamente en el caso de Brasil– que la guerrilla que estuvo presa dejó una enseñanza de la violencia a los presos comunes. Eso se transmitió. Y viceversa, en Colombia: la guerrilla se volvió criminal. Ese juego entre violencia y crimen no ha ayudado. Y en eso se montó el narcotráfico. El gran culpable de la violencia en América Latina es Estados Unidos y la prohibición de las drogas.

Porque eso ha dado para alimentar generaciones de criminales. Tampoco entiendo mucho por qué la gente mete cocaína, por ejemplo, si se pone a pensar de dónde viene. Cuánta gente ha muerto o ha sido explotada brutalmente en el proceso.

¿Cómo ha visto el acuerdo de paz en Colombia?
Accidentado, pero fundamentalmente glorioso. Un país sin guerra es mejor que un país con guerra. Pero creo que aquí hay una especie de estrés postraumático que hace que a la gente le parezca normal vivir con violencia. Todas las dificultades que ha tenido el proceso de paz surgen de esa incapacidad para voltear la página y decir esto ya pasó, esto ya terminó y ahora hay que hacer un intercambio de cosas que uno cede para que eso que nos ha atormentado tanto tiempo –que es la violencia y la criminalidad de los grupos armados– se acabe. Y es trágico lo que ha sucedido. Porque Colombia es un país que cuando mira al futuro, es glorioso, y cuando se queda trabado en el pasado, no se abre puertas.

México también está pasando por un momento complicado…
No creo que lo de México sea un momento, es una condición de la que nos vamos a tardar años en salir. Quizá sea por los temblores, pero México es un país que sí sabe darle la vuelta a la hoja. Esto pasó y ya, mañana a otro cuento. Pero la corrupción que fomentó y aupó el PRI durante 72 años es absolutamente general. Y es la que ha permitido que la violencia sea tan desbordante. El narcotráfico se montó en la corrupción y hoy es el que manda. Allá tenemos un problema que no me imagino cómo resolver. Es más grave que el de Colombia porque finalmente, aunque frágiles, aquí están los acuerdos de paz. Se hicieron. Lo de México no veo por dónde empezar a resolverlo porque no hay dos partes que se sienten a platicar.

Usted vivió un año en Europa. ¿Cómo le fue en ese continente?
Viví en Madrid, Londres y París. Pero París es un lugar al que vuelvo siempre. Me gusta, a pesar de que se ha vuelto una especie de Disneylandia para turistas. Pobres parisinos. Entiendo por qué son tan malhumorados. Y mira que el único país donde he sido víctima de racismo es Francia. Un tipo se negó a venderme un boleto de tren. Eso pasó hace tiempo, pero no creo que haya cambiado. La migración va a ser un problema grave en el mundo porque no va a parar. El cambio climático va a provocar una migración nunca vista. De hecho, ya la está provocando. La crisis del medio ambiente es una crisis política.

Ha escrito temas alejados de la violencia y los conflictos, como el reportaje sobre el tango o sobre Celia Cruz. ¿Cómo se siente cuando hace estos textos?
Si tú ves, en mi primera época de The New Yorker, no hay textos sobre violencia. “Al pie de un volcán te escribo” no es un libro sobre violencia. Pero la verdad es que sí le agradezco muchísimo a National Geographic que me haya dado la oportunidad de escribir las notas más divertidas de mi vida. Que me mandó a Buenos Aires a escribir sobre el tango. O me pidió que fuera a Bolivia a escribir sobre las cholitas. Qué delicia. Como las columnas de gastronomía, el texto sobre la canción ranchera o el de Celia Cruz. Siempre he sentido más urgencia de escribir sobre las injusticias que padece la gente de este hemisferio, pero cuando puedo hacerlo sobre otra cosa, soy feliz. Qué dicha escribir sobre las infinitas maneras que tiene la gente, esa misma gente, de sobrevivir y gozar.

Le gusta mucho la cocina. ¿Por qué?
Por la satisfacción de compartir. Yo no cocino para mí. Me fascina ofrecerles a los demás. Me encanta una mesa rodeada de gente feliz con lo que está comiendo. No lo hago mucho, pero cuando puedo me muero de la felicidad. Justamente ahorita estoy haciendo masa tras masa de pizza para encontrar la que me quede como quiero. El pan es algo mágico: harina, agua, sal y unos bichitos vivos que se llaman levadura. Y con eso haces qué cantidad de cosas increíbles. El pan me fascina. Hacerlo. Y transformar.

La música es otra de sus aficiones…
Todas las músicas afro me mueven mucho. Desde el blues de Chicago hasta no tanto la bossa nova, sino la samba propiamente. Pasando por la salsa cubana y neoyorquina. Y la clásica, claro. Pero hoy escucho mucho menos música que antes. No sé si es porque no tengo un equipo bueno acá, pero la verdad es que no escucho ni remotamente lo mismo. Creo que es un asunto logístico. A todos nos fue dando jartera eso de sacar un disco compacto y ponerlo. Y lo digital no es lo mismo. A veces ni siquiera oyes las canciones completas.

¿Toca algún instrumento?
No, no tengo mucha coordinación manual. Siempre me preguntaban que si tocaba guitarra. Supongo que tengo cara de hacerlo. En Centroamérica me confundían con Joan Báez. Así que las preguntas eran: ¿Tocas guitarra? ¿Eres Joan Báez? Sería por la idea de un look, algo, no sé. Yo me sentía mal de no tener mi guitarra.

En respuestas anteriores habla del periodismo en pasado. ¿Ya no lo está ejerciendo de la misma forma?
Cada vez hago menos. Esa es la realidad. Supongo que estoy en la edad en que participo en juntas asesoras. Tenía la idea de un libro que se me fue a pique. Pero hago otras cosas que me distraen. Cuarenta años es mucho.

Solía definirse como exbailarina. ¿Todavía?
Creo que si rascas, hasta la fecha de hoy. Porque no es una cosa de superficie. Es de médula. Es algo que te forma y te marca de una manera que no se te borra.

¿Piensa volver a vivir en México?
Voy con frecuencia. No sé si vuelva a vivir. Quizás. O talvez no. La vida no es lo que uno pronostica, ya lo dijo John Lennon, es lo que ocurre cuando estás entretenido haciendo otros planes. Uno controla mucho menos de lo que piensa. Si algo he aprendido es que la vida es un largo accidente.

“Saqueo público”. De Eduardo Torres

Eduardo Torres, abogado y ex-director editorial de El Diario de Hoy

12 junio 2018 / El Diario de Hoy

Rechazo categóricamente que haya recibido dinero de la Administración Saca, de la de Funes, ni de nadie, para comprar mi conciencia en el ejercicio de la función periodística. Ni dinero público ni dinero privado. Me honra que durante mis décadas de ejercicio periodístico nadie llegara siquiera a insinuarme la posibilidad de una “menta”, quizá porque mi conciencia nunca estuvo, está, ni estará a la venta.

Fiel a mis convicciones he evitado siempre referirme a procesos como el de “Saqueo público”, que le competen a la Fiscalía General de la República, a jueces de primera instancia y a tribunales superiores de justicia, ya que por principio y por formación creo, para todos, en el principio de inocencia y en el debido proceso, sea el caso de mayor o menor envergadura. Debo en esta única oportunidad romper esta norma de vida por haber sacado “terminación” de la tormenta desatada con el caso anticorrupción destapado la semana anterior.

La historia fue así: una publicación digital saca un “supuesto listado” (titulado así) de periodistas que habrían recibido dinero de las partidas secretas de las administraciones de Funes y Saca; alguien toma los nombres y los tuitea y esto es retuiteado por alguien con mayor alcance en la blogosfera. Hasta ahí nada que aclarar, ya que en especial el mundo del Twitter se presta para eso y más; tampoco se puede pretender ponerle puertas al campo.

De esos dos “supuestos listados” Mauricio Funes escribe un Tweet mencionando cuatro nombres, incluido el mío —señalando a tres medios de comunicación donde trabajamos y/o trabajan las personas citadas— y le pregunta al Fiscal General: “Señor Fiscal, va a incriminar a los periodistas que según su criteriado estrella recibieron dineros ilegales de partidas de Capres?”. Es esto lo que me obliga a aclarar que jamás recibí un solo centavo ni público ni privado para comprar mi voluntad durante el ejercicio de mi labor periodística. Mi conciencia nunca ha estado, está, ni estará a la venta.

Las órdenes de captura emanadas por la Fiscalía General de la República en contra de Mauricio Funes y de treinta personas más en el marco de la megaoperación “Saqueo público’” es por mucho el tema del momento. Escucho la defensa mediática de Funes, como la de este pasado sábado en CNN en Español, y los cuestionamientos al o los testigos criteriados en el caso, así como sus señalamientos hacia el Fiscal. También escuché ayer la reveladora entrevista del Fiscal General en TCS y los argumentos que dan los fiscales del caso.

En 1999, invitado por USAID, fui uno de tres salvadoreños que asistimos a un congreso internacional anticorrupción, celebrado en Durban, Sudáfrica. Dos cosas me quedaron claras, entre otros: la primera es que hay que quitar discrecionalidad en el uso de los fondos públicos; y la segunda, que hay que romper los vacíos legales (“loopholes”) —evitar que existan limbos jurídicos—. Los fondos públicos son sagrados, su apropiación repercute aún más donde la vulnerabilidad es mayor; va en contra del ser humano, que es el centro de la actividad del Estado.

Apoyo la lucha anticorrupción.

 

Arriesgado pero valiente ejercicio. De Ricardo Avelar

Ricardo Avelar, 4 abril 2018 / El Diario de Hoy

El pasado 12 de marzo, la revista National Geographic sorprendió a sus lectores con un impactante e introspectivo texto. La pluma de su editora en jefe, Susan Goldberg, firmó un artículo titulado “Por décadas, nuestra cobertura fue racista. Para superar nuestro pasado, debemos reconocerlo”.

Que un medio tan prestigioso admita que hubo racismo en sus páginas es una apuesta riesgosa, especialmente en momentos en que hay más sensibilidad sobre cómo se fracturan las sociedades gracias a la idea de que un grupo de personas es superior a otro. Aun así, optaron por hacerlo.

Para este ejercicio, la revista se apoyó en John Edwin Mason, profesor de Historia de la fotografía e Historia africana en la Universidad de Virginia. El académico resaltó cómo la revista posicionó clichés de poblaciones en lugares “remotos” como África Subsahariana o el Pacífico Sur. A estas las mostraban como poco civilizadas o asustadas por la tecnología, acaso como salvajes. Al mismo tiempo, añadió Mason, las minorías dentro de los Estados Unidos permanecían invisibilizadas por la revista.

A los ojos de este académico, enfocarse en lo exótico silencia los problemas de exclusión y desigualdad. Las décadas de represión y lucha contra esta, de dominio colonial y de saqueo parecieron no existir en una revista que fue para miles su ventana al mundo. Lastimosamente, este mundo quizá permanecerá injustamente idealizado.

Tanto Mason como Goldberg lamentan que la revista no haya utilizado su influencia para educar al público y que, en cambio, haya optado por fortalecer estos estereotipos. Corregir este pasado, añade la editora, significa encararlo.

Este duro pero honesto ejercicio hecho por National Geographic debería marcar la pauta para todos los que nos dedicamos al periodismo y la opinión. Nuestra responsabilidad es enorme, pues de nuestro trabajo depende que el ciudadano salga, día con día, con un panorama más claro del país en que vive.

Para iluminar el futuro de nuestro trabajo es importante que en algún momento emulemos el ejercicio realizado por National Geographic, ya sea como introspección o con publicidad máxima. ¿Estamos orgullosos de todo lo que hemos firmado? ¿De todas las coberturas que hemos aprobado? Y cuando nos equivocamos, ¿fue realmente un error o sabíamos lo que hacíamos? Es importante hacernos estas preguntas.

En la historia de todo medio hay coberturas estelares que permanecerán en los anales de la historia, momentos en los que una línea de investigación reveló un grave escándalo de corrupción, una crisis humanitaria o profundos abusos de poder. Estas historias adornan las paredes de las salas de redacción y marcan la pauta para el trabajo por venir.

Pero hay otro lado de la historia. El de esas notas que sirvieron para prolongar estereotipos, que no hicieron, sino abonar a simplistas dicotomías ideológicas o ayudaron a derribar puentes de diálogo en momentos en que el entendimiento era esencial. Es importante comprometerse a no repetir ese pasado.

Como sociedades, estamos llegando a momentos de grandes oportunidades y grandes riesgos. Las nuevas tecnologías dan acceso a nuevas voces y enfoques, democratizan el conocimiento y permiten establecer un diálogo con los generadores de opinión. Pero también son vehículos para posicionar mentiras, y hay astutos líderes que están aprovechándose del miedo y la ansiedad para hacerse con el poder y abusar del mismo. Y para hacerlo, repiten un mismo guión: el de atacar a la prensa, que ha sido históricamente un valladar contra la corrupción y el poder concentrado. Y luego, posicionan “su verdad”.

Por tanto, nuestro trabajo es más importante que nunca y no solo depende de nuestra técnica periodística y estrategia editorial, sino de la credibilidad. Superar errores del pasado es clave para nuestro futuro. Veamos hacia atrás para comprometernos con las historias que más nos enorgullecen y repudiar los momentos en que fuimos cómplices de narrativas simplistas. Hagámosle frente a nuestros errores pero entendamos por qué los cometimos y alejémonos de tales motivaciones.

En adelante, no más “entrevistas fáciles” o mero posicionamiento farandulesco de políticos. Tampoco ataques injustificados a bandos que nos simpatizan menos. Periodismo honesto, incisivo y edificante. “La democracia muere en la oscuridad”, reza el eslogan del Washington Post. Estamos llamados a proveer luz y claridad. ¿Lo haremos responsablemente?

@docAvelar

Carta a los colegas periodistas: Cuidado, no son loros. De Paolo Luers

paolo luers caricaturaPaolo Luers, 27 febrero 2018 / MAS! y El Diario de Hoy

Estimados colegas:
El sábado pasado desayuné con el siguiente titular de La Prensa Gráfica: “ALTO MANDO MILITAR LIGADO A CRÍMENES”. Al abrir el periódico, encuentro la nota, esta vez titulada así: “ESCUADRÓN DE EXTERMINIO EN LA FAES CON AVAL DEL ESTADO MAYOR”.

Para que un periódico acuse al Alto Mando y al Estado Mayor de la Fuerza Armada de esta manera, tiene que tener buenas razones y buenas pruebas.

Pero lo único que tenían fueron alegatos de la fiscalía, en el caso contra tres oficiales de la Fuerza Armada recién detenidos. Repitieron el error usual: Asumir las acusaciones de la fiscalía como hechos, y las pruebas presentadas por la fiscalía como comprobadas.

Hubieran tenido que titular así: FISCALÍA ALEGA QUE…

logos MAS y EDHAl leer la nota completa, uno se da cuenta que los oficiales son acusados de “asociarse con civiles, para favorecer a ocho miembros del área de inteligencia del Ejército que privaron de libertad y torturaron a dos jóvenes en Apaneca.” O sea, la fiscalía acusa a los 3 oficiales de encubrimiento, pero aprovecha el escrito de acusación para hablar de un grupo de exterminio, de asesinatos – y de la complicidad del Estado Mayor y del Alto Mando en todo esto.

Es raro, ¿verdad? Debe llamar la atención a un periodista que la fiscalía dice tener pruebas de algo tan insólito que un escuadrón de muerte militar que opera con aval de la cúpula de la Fuerza Armada, pero sin acusar a nadie de este delito grave. Esta es la primera incongruencia que un periodista debiera haber señalado.

En esta circunstancia, sin que exista una acusación formal de la fiscalía sobre tales delitos, salir con un titular que señala al Alto Mando militar de estar ligado a crímenes y haber avalado operaciones de exterminio, es una decisión editorial muy atrevida. Y muy irresponsable.

La maña de muchos fiscales de meter en sus alegatos de contrabando acusaciones que van mucho más allá de lo que formalmente acusan, y que además comprometen a personas que no están siendo acusados ante los tribunales, debería llevarnos a los periodistas a señalar esta práctica y pedir explicaciones a la Fiscalía General. Es inaceptable que los medios lo reportan como si fueran hechos comprobados. Si un medio asume estos señalamientos de la fiscalía, y los reporta de forma afirmativa, se hace culpable de calumnia.

Ningún periodista se fijó en el hecho que nuevamente la fiscalía estaba violando la ley que prohíbe usar grabaciones obtenidas por intervención telefónica fuera del plazo que la ley establece. Por suerte la jueza sí se fijó y desechó todas las grabaciones. Ella puso en libertad a los tres oficiales, y solo admitió la acusación de encubrimiento.

Habrá un juicio, pero no será contra el Alto Mando, tampoco contra el Estado Mayor, tampoco por la existencia de un grupo de exterminio avalado por la cúpula militar. Precisamente los alegatos que LPG convirtió, de manera afirmativa, en titulares ya quedan desechados por la jueza. Lo mínimo que debería hacer este medio es rectificar su error.

Y lo mínimo que los periodistas tenemos que hacer es ser responsables con tanta cosa que la fiscalía nos quiere servir en bandeja de plata.

Saludos,

44298-firma-paolo

 

Una oda al periodismo. De Cristina López

En nuestro país, hay tanto que le debemos al periodismo, y a los que, entregados al ejercicio de su vocación, se desvelan en horarios complicados, sacrificando tiempo familiar o mejor paga.

Cristina LópezCristina López, 27 noviembre 2017 / El Diario de Hoy

Para mí, la pasión por el periodismo empezó tempranísimo. No tengo claro si fue culpa de Clark Kent y su cabina telefónica, o de April O’Neal, la audaz reportera neoyorquina cuyas investigaciones la convierten en la mejor amiga humana de las tortugas ninja. Definitivamente, Tintín tuvo mucho que ver: el periodista belga de los cómics de Herge, cuya edad biológicamente indescifrable le permitió por años aventuras que incluían desde llegar a la Luna hasta visitar el fondo del mar, perpetuamente acompañado por su perro Milú.

EDH logSin embargo, ya puesta a decidir qué quería hacer con mi vida, lo del periodismo me dio miedo. No el ejercicio de la profesión, sino la posibilidad de conseguir un empleo teniendo la pluma y la investigación como únicas credenciales. Hice entonces lo que hacemos tantos cobardes con inclinación por las humanidades y estudié derecho, resignada a ver el periodismo de lejos, leyéndolo en vez de escribiéndolo, pero no por eso admirándolo menos. Porque uno de los roles más importantes del periodismo es contarle las costillas al poder, y una de las manifestaciones más obvias del poder se ejerce a través de las políticas públicas, estudié (otra vez cobardemente) políticas públicas: no para ser periodista, sino para entender mejor lo que sale del periodismo.

Sí, por cobardía: porque requiere un grado admirable de valentía ser periodista en los tiempos que estamos viviendo. No solo por el factor de empleo, que siempre es importante y que se ha vuelto un reto en este nuevo mundo globalizado donde la publicidad y las subscripciones ya no pagan los recibos para los medios. Más bien porque para reportar las cosas que importan, el periodista de la actualidad, y específicamente el que ejerce en Latino América, se enfrenta a diario a monstruos espeluznantes: desde las violentas estructuras criminales, a quienes la verdad y la transparencia aterra, hasta estados hostiles, que no quieren que reportes de la realidad pongan en riesgo el ejercicio del poder, así como estructuras informales de poder, anquilosadas en su status quo y aferradas a la manera de ser de las cosas, incomodadas cuando el periodismo cuestiona si la manera de ser de las cosas es también la manera en la que las cosas deberían ser. A veces, preguntar estas cosas pone la vida del periodista en riesgo. A veces, el peligro más benigno es el de equivocarse. Pero no existe el ejercicio del periodismo sin riesgo.

En nuestro país, hay tanto que le debemos al periodismo, y a los que, entregados al ejercicio de su vocación, se desvelan en horarios complicados, sacrificando tiempo familiar o mejor paga.

Y, sin embargo, también falta tanto más: más autocrítica y debate abierto cuando hay errores (como lo que vimos recientemente por parte de los periodistas de El Faro). Hace falta cuestionarse más las maneras en las que los modelos de negocio, tan dependientes de la publicidad, afectan la cobertura imparcial e independiente cuando los sujetos a quienes hay que cubrir son también anunciantes.

Hace falta inculcar más apreciación por parte de las audiencias a los medios, ese que quienes ambicionan el poder político quieren combatir, matando al mensajero cuando no les gusta el mensaje, al grado ridículo de producir sus propias “noticias”, que no son más que propaganda digital, un Photoshop brillante de la realidad diseñado para mantener el poder. Pero esta apreciación es ganada y se va perdiendo cuando los medios se vuelven fábricas de titulares que buscan clicks, o meros portavoces de terceros. Hace falta emprender cierta alfabetización periodística, que permita a las audiencias separar la chatarra de lo nutritivo. Esto no pueden hacerlo solo los periodistas y los medios, ni nosotros, los columnistas (ojo, que no somos periodistas: es triste que cada semana toque aclarar la diferencia a ferocísimos críticos).

También le toca a la sociedad civil, que debe recordar que para combatir los retos más grandes que el país enfrenta, desde abusos de poder, corrupción, desigualdades en general, el periodismo es nuestro mejor aliado.

@crislopezg