Martín Capparós

¿Fracasó la izquierda latinoamericana? De Martín Caparrós

Rachel Levit

Rachel Levit

Martín Caparrós, 16 septiembre 2016 / THE NEW YORK TIMES

NEW YORK TIMESYa no sé cuántas veces lo he visto escrito, lo he oído repetido: está por todas partes. La frase se ha ganado su lugar, el más común de los lugares, y no se discute: la izquierda fracasó en América Latina.

Es poderoso cuando un concepto se instala tanto que ya nadie lo piensa: cuando se convierte en un cliché. El fracaso de la izquierda en América Latina es uno de ellos. El fracaso de los gobiernos venezolano, argentino o brasileño de este principio de siglo es evidente, y es obvio que sucedió en América Latina; lo que no está claro es que eso que tantos decidieron llamar izquierda fuera de izquierda.

Hubo, sin embargo, un acuerdo más o menos tácito. Llamar izquierda a esos movimientos diversos les servía a todos: para empezar, a los políticos que se hicieron con el poder en sus países. Algunos, en efecto, lo eran —Evo Morales, Lula— y tenían una larga historia de luchas sociales; otros, recién llegados de la milicia, la academia o los partidos del sistema, simplemente entendieron que, tras los desastres económicos y sociales de la década neoliberal, nada funcionaría mejor que presentarse como adalides de una cierta izquierda. Pero las proclamas y la realidad pueden ser muy distintas: del dicho al lecho, dicen en mi barrio, hay mucho trecho.

La discusión, como cualquiera que valga la pena, es complicada: habría que empezar por acordar qué significa “izquierda”. Es un debate centenario y sus meandros ocupan bibliotecas, pero quizá podamos encontrar un mínimo común: aceptar que una política de izquierda implica, por lo menos, que el Estado, como instrumento político de la sociedad, trabaje para garantizar que todos sus integrantes tengan la comida, salud, educación, vivienda y seguridad que necesitan. Y que intente repartir la riqueza para reducir la desigualdad social y económica a sus mínimos posibles.

Creo que, en muchos de nuestros países, poco de esto se cumplió. Pero creer y hablar es relativamente fácil. Por eso, para empezar a pensar la cuestión, importa revisar las cifras que intentan mostrar qué hay más allá de las palabras discurseadas. Por supuesto, el espacio de un artículo no alcanza para un recorrido completo: cada país es un mundo. Así que voy a centrarme en el ejemplo que mejor conozco: la Argentina del peronismo kirchnerista.

Primero, las condiciones generales: entre 2003 y 2012 el precio de la soja, su principal exportación, llegó a triplicarse. Los aumentos globales de las materias primas ofrecieron a la Argentina sus años más prósperos en décadas. Con esa base privilegiada y 12 años de discursos izquierdizantes, Cristina Fernández de Kirchner dejó su país, en diciembre pasado, con un 29 por ciento de ciudadanos que no pueden satisfacer sus necesidades básicas: 10 millones de pobres, dos millones de indigentes. El 56 por ciento de los trabajadores no tiene un empleo estable y legal: desempleados, subempleados, empleados en negro y en precario. Un tercio de los hogares sigue sin cloacas y uno de cada diez no tiene agua corriente. Y hay casi cinco millones de malnutridos en un país que produce alimentos para cientos de millones, pero prefiere venderlos en el exterior.

Aunque, por supuesto, el relato oficial era otro: en junio de 2015, la presidenta Fernández dijo en la Asamblea de la FAO que su país sólo tenía un 4,7 por ciento de pobres; su jefe de gabinete, entonces, dijo que la Argentina tenía “menos pobres que Alemania”. Para conseguirlo, su gobierno había tomado, varios años antes, una medida decisiva: intervenir el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos y obligar a sus técnicos a producir datos perfectamente inverosímiles.

Pese a los discursos, en los años kirchneristas también aumentó la desigualdad en el acceso a derechos básicos como la educación y la salud. En 1996, el 24,6 por ciento de los alumnos iba a escuelas privadas; en 2003 la cifra se mantenía; en 2014 había llegado al 29 por ciento. Los argentinos prefieren la educación privada a la pública, pero no todos pueden pagarla: su uso es un factor de desigualdad importante, y creció un 20 por ciento en estos años.

En 1996 la mitad de la población contaba con los servicios médicos de los sindicatos, el 13 por ciento un plan médico privado y el resto, el 36 por ciento más pobre, se las arreglaba con la salud pública. La proporción se mantiene: entre 15 y 17 millones de personas sufren la medicina estatal, donde tanto funciona tan mal. Es la desigualdad más dolorosa, como bien pudo ver la presidenta Fernández cuando —diciembre de 2014— se lastimó un tobillo en una de sus residencias patagónicas y la llevaron al hospital provincial de Santa Cruz. Allí le explicaron que no podían curarla porque el tomógrafo llevaba más de un año roto, y la mandaron en avión a Buenos Aires, 2.500 kilómetros al norte.

Mientras las diferencias entre pobres y ricos se consolidaban, mientras la exclusión de un cuarto de la población producía más y más violencia, las grandes empresas seguían dominando. En agosto de 2012 Cristina Fernández lo anunciaba sonriente: “Los bancos nunca ganaron tanta plata como con este gobierno”. Era cierto: en 2005 se llevaban el 0,33 por ciento del Producto Interno Bruto; en 2012, más de tres veces más. Ese mismo año el Fondo Monetario Internacional informaba que la rentabilidad sobre activos de los bancos argentinos era la más grande del G-20, cuatro veces mayor que la de los vecinos brasileños. Y la economía en general siguió con la concentración que había inaugurado el menemismo: en 1993, 56 de las 200 empresas más poderosas del país tenían capital extranjero y se llevaban el 23 por ciento de la facturación total; en 2010 eran más del doble —115— y acaparaban más de la mitad de esa facturación.

Y esto sin detenerse en el sinfín de corruptelas que ya colman los tribunales de justicia con ministros, secretarios, empresarios amigos, la propia presidenta. ¿Se puede definir “de izquierda” a un grupo de personas que roba millones y millones de dineros públicos para su disfrute personal?

Ni detenerse en la locura personalista que hace que estos gobernantes –y por supuesto la Argentina– identifiquen sus políticas consigo mismos. ¿Se puede definir “de izquierda” a una persona que desprecia tanto a las demás personas como para creerse indispensable, irreemplazable?

Son más debates. Mientras tanto, sería interesante repetir la operación en otros países: comparar también en ellos las proclamas y los resultados. Quizás allí también se vea la diferencia entre el reparto de la riqueza que llevaría adelante un gobierno de izquierda y el asistencialismo clientelar que emprendió éste. Quizás entonces se entienda por qué, mientras algunos de estos gobiernos se reclamaban de izquierda, sus propios teóricos solían llamarlos populistas, una tendencia que la izquierda siempre denunció, convencida de que era una forma de desviar los reclamos populares: tranquilizar a los más desfavorecidos con limosnas —subsidios, asignaciones— que los vuelven más y más dependientes del partido que gobierna.

Pero el lugar común pretende que lo que fracasó fue la izquierda –y eso les sirve a casi todos. A aquellos gobiernos, queda dicho, o a sus restos, para legitimarse. Y a sus opositores del establishment para tener a quien acusar, de quien diferenciarse, y para desprestigiar y desactivar, por quién sabe cuánto tiempo, cualquier proyecto de izquierda verdadera.

Lea lo nota de Jorge Castaneda:

Nueve millones, tres monjas y el fin de una época. De Martín Caparrós

José Lopez, exsecretario de Obras Públicas en Argentina, es escoltado por las fuerzas especiales el jueves 16 de junio. A. B AFP

José Lopez, exsecretario de Obras Públicas en Argentina, es escoltado por las fuerzas especiales el jueves 16 de junio. A. B AFP

José López, exsecretario de Estado de Obras Públicas en Argentina, escondía grandes cantidades de dinero, armas y relojes en un convento.

martin caparrosMartín Caparrós, 18 junio 2016 / EL PAIS

El episodio fue un Berlanga de ocasión: en los suburbios turbios de Buenos Aires, una noche de invierno, un señor bajito se baja de un gran coche con varios bolsos en las manos, trastabilla, toca el timbre de un convento; espera, nervioso, no le abren. En el monasterio de las Hermanas Orantes y Penitentes de Nuestra Señora de Fátima viven tres monjas muy viejitas, con problemas de sueño: suelen tomar pastillas. El señor, desesperado, lanza los bolsos sobre el muro, salta; un vecino lo ve y, preocupado por las monjitas, llama a la policía. Suenan sirenas, llegan dos patrulleros, el señor sale, se identifica: es José López, secretario de Estado de Obras Públicas durante los Gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. La policía le pregunta qué hay en esos bolsos; nada, unos papeles. Los abren: los fajos de dólares rebosan. El señor exsecretario les ofrece dinero para que olviden y se vayan: es el procedimiento acostumbrado. Por alguna razón no se lo aceptan.

el paisEn los bolsos había 90 kilos de billetes: nueve millones de dólares, euros, yuanes, relojes de lujo, una ametralladora; ahora José López está preso y su abogada —una cantante de cumbia que se ha hecho fotos con poca ropa en revistas al uso— lo quiere hacer pasar por perturbado. El que está perturbado por el hecho es el país: la farsa trágica del convento de Fátima parece ser el desastre final del kirchnerismo. Hay quienes lo celebran: el Gobierno y sus defensores, por supuesto. Pero también la izquierda, las fuerzas que buscan algún cambio.

El kirchnerismo fue lo peor que le pasó a la izquierda argentina desde la dictadura militar. No sólo terminó convenciendo a millones de votar a la derecha y el centro –en las últimas elecciones, el 90 por ciento de los argentinos lo hizo– sino que volvió sospechoso cualquier discurso de justicia social, redistribución de la riqueza y otras aspiraciones: los usó como pura retórica mientras mantenía las injusticias y la pobreza, y ahora suenan a chistes gastados. Pero, sobre todo, arrastró tras de sí a miles de jóvenes bienintencionados, desvió las energías de cambio de toda una generación y las puso al servicio de sus falsificaciones.

La farsa Fátima ha dejado, por fin, completamente al descubierto la gran farsa. Pocos imaginan que López, que formó parte del círculo íntimo de los Kirchner desde 1994, haya podido actuar sin su aprobación. Acorralada, Cristina Fernández ahora se empeña en demostrar que no es ladrona sino tonta: que sus funcionarios más cercanos robaban sin parar y medio país lo sabía pero ella no. Sea lo uno o lo otro, su tiempo terminó.

Ya se ve: sus seguidores más conspicuos hablan de desaliento, indignación, vergüenza. Se pasaron 12 años sin querer creer que sus jefes no hacían lo que decían y hacían sobre todo lo que no podían decir. Se escudaron, para eso, tras el argumento de que las denuncias eran infundios de la maldita prensa; ahora, la imagen del secretario saltando la tapia mata cualquier excusa.

El hormiguero después de la patada: el resultado de la farsa Fátima será, a mediano plazo, mucha energía social en busca de caminos nuevos, muchos jóvenes que quisieron creer mascando su desaliento y pensando si podrán volver a creer y, en tal caso, qué. Donde se alzaba un muro ahora hay un espacio abierto, las posiciones empiezan a redefinirse. En unos años sabremos cómo será el nuevo capítulo que los 90 kilos de billetes del señor bajito están abriendo en la política argentina.