Kevin Casas Zamora

La democracia en América Latina: mejor de lo que suena. De Kevin Casas

Una persona ondea la bandera colombiana después del acuerdo de paz alcanzado con las Farc, en agosto de 2016. Foto: John Vizcaino/Reuters

Kevin Casas, exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA y ex vicepresidente de Costa Rica

28 septiembre 2018 / THE NEW YORK TIMES

SAN JOSÉ, Costa Rica — América Latina vive una época de pesimismo democrático. Las malas noticias parecen multiplicarse: el colapso de toda semblanza de democracia en Venezuela y Nicaragua, el ascenso de un candidato fascistoide en Brasil, la interminable carnicería desatada por el crimen organizado en México, la larga lista de expresidentes latinoamericanos procesados, prófugos o presos por casos de corrupción.

No por casualidad, según cifras de Latinobarómetro, el apoyo a la democracia en la región ha perdido ocho puntos en menos de diez años: de 61 por ciento en 2010 a 53 por ciento en 2017. Al mismo tiempo, la proporción de quienes se declaran indiferentes entre un régimen democrático y uno no democrático ha subido nueve puntos en el mismo periodo: ahora es una cuarta parte de la población.

Es tiempo de prender luces de alarma, pero también de combatir el catastrofismo retórico prevaleciente, que alberga peligros reales. La percepción de que nuestras democracias son incapaces de construir sociedades mejores, embustes diseñados para proteger a los poderosos, puede conducir a desahuciarlas sin mayor ceremonia. Eso sería trágico, además de injusto. Así como decía Mark Twain sobre la música de Wagner, la democracia en América Latina es mejor de lo que suena.

Cabe empezar por lo más obvio: ya nadie cuestiona hoy en la región la vía electoral como la única legítima para acceder al poder. La transformación de las Farc en partido político clausura un largo ciclo de experiencias insurreccionales y de devaluación de las instituciones democrático-liberales por una parte considerable de la izquierda latinoamericana. Lo que aprendieron los guerrilleros, lo aprendieron también los generales. Como lo ha advertido el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso: en medio de la grave crisis política de Brasil todos se preguntan qué harán los jueces, no los generales. Eso es progreso. Como progreso es que —con las excepciones de países en estado crítico, como Venezuela—, el fraude electoral puro y duro se ha convertido en una rareza en América Latina.

En Ciudad Juárez, al norte de México, un hombre vota en las elecciones presidenciales del 1 de julio de 2018. Credit José Luis González/Reuters

Lo que ocurre en el ámbito electoral de la democracia, se aplica también al acceso y al ejercicio de derechos económicos y sociales. En las últimas dos décadas, la región ha hecho avances notables en elevar los niveles de desarrollo humano. El estancamiento de los últimos tres años no debe hacernos olvidar que la pobreza en América Latina se ha reducido 18 puntos porcentuales desde 1990 o que la pobreza extrema hoy es menos de la mitad de lo que era en la década de los noventa. También ha caído la desigualdad: en diecisiete de los dieciocho países de la región hay un descenso del coeficiente de Gini en la última década. Tras ese progreso social ciertamente hay crecimiento económico, hoy menos visible que hace un lustro, pero también hay decisiones de política pública, como el aumento significativo de la inversión social. En 1990 esta última equivalía, como promedio, al 9 por ciento del PIB; hoy es casi el 15 por ciento.

La consolidación de la democracia electoral y la aceleración del progreso social son procesos que van ligados. La región avanza en la dirección correcta en el plano social porque la democracia, aunque con enormes imperfecciones, está haciendo su trabajo de permitir la participación y la representación de intereses antes excluidos y, en consecuencia, de reducir las disparidades socioeconómicas. La distribución de poder político que permite la democracia electoral termina por manifestarse en progreso social.

Una América Latina en la que la clase media, por primera vez en su historia, supera ampliamente a la población en condiciones de pobreza se traduce en una región donde la exigencia por bienes y servicios públicos de calidad —esto es: por el acceso a derechos fundamentales— será cada vez más potente. Una América Latina con una amplia clase media es una región donde millones de familias, que por vez primera tienen acceso a una casa, a un auto y a un préstamo bancario, harán valer todo su poder político para que el gobierno no haga locuras con los equilibrios macroeconómicos.

Aun en el componente del Estado de derecho —por mucho el más problemático de la consolidación democrática de la región— hay avances nada desdeñables. Las noticias del hallazgo de fosas comunes en México oscurecen el hecho de que en la mayoría de los países de la región las cifras de violencia criminal están bajando, no subiendo. Algunos de los países latinoamericanos más afligidos históricamente por la violencia —como Colombia, Guatemala y Honduras— han tenido una caída en la tasa de homicidios sostenida.

El otro gran problema de América Latina es la corrupción, que sin duda campea por toda la región. Pero su prominencia en la discusión pública es el resultado de transformaciones saludables: la creación de normas e instituciones que fortalecen la transparencia, la expansión de las redes sociales y la aparición de una ciudadanía más consciente de sus derechos y menos tolerante de la venalidad. Según cifras del Barómetro de las Américas del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP), en 2006 uno de cada cuatro latinoamericanos creía que se justificaba pagar un soborno en algunas situaciones. Ocho años después, la proporción había descendido a uno de cada seis.

El presidente guatemalteco Jimmy Morales durante la Asamblea General de la ONU en Nueva York, el 25 de septiembre de 2018 Credit Justin Lane/EPA, vía Shutterstock

La reciente negativa del presidente Jimmy Morales a renovar el mandato de la Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad en Guatemala (Cicig) es un enorme retroceso para América Latina. Pero tan solo en los quince días siguientes a la defenestración de la comisión, Elías Antonio Saca se convirtió en el primer mandatario salvadoreño en ser condenado a prisión por un tribunal, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner fue procesada por presuntamente liderar una extensa red de sobornos en Argentina y el otrora invencible Luiz Inácio Lula da Silva debió renunciar a su candidatura presidencial desde la cárcel, bajo la sombra de la corrupción. Por primera vez, en algunos de nuestros países se está dando el paso crucial del simple aumento de la transparencia a la reducción de la impunidad. Eso también es progreso.

Ese avance es lento, pero no debemos perder de vista que a Estados Unidos le tomó casi doscientos años hacer posible la igualdad de derechos para la población afroestadounidense y que Europa duró nueve siglos en pasar de un parlamento de nobles a un parlamento electo por sufragio universal.

En solo una generación, con altas y bajas, las democracias que nacieron en América Latina tienen logros reales que mostrar y es vital no olvidarlo en este invierno del descontento.

Jair Bolsonaro y los otros profetas enloquecidos que pueblan nuestro paisaje político parecen tener razón en un aspecto: falta mucho por hacer para construir sociedades equitativas, comunidades seguras y gobiernos eficientes y transparentes. Pero la democracia es nuestra aliada, no nuestro obstáculo. El vaso democrático está más que medio lleno. Ahora hay que continuar llenándolo con respeto al Estado de derecho, con integridad en la función pública, con libertad de prensa, con transformaciones tributarias impostergables y con mayor inclusión social.

Continuar con la tarea de construcción democrática que iniciaron los latinoamericanos durante el siglo pasado es nuestro deber, pero es también nuestra única oportunidad. Con todos sus exasperantes defectos y limitaciones, la opción a la democracia en América Latina es una sola: la oscuridad.

Los monopolios éticos. De Kevin Casas Zamora

En una democracia estamos obligados a ser desconfiados de las promesas de quienes han estado en el poder. Pero debemos ser aún más recelosos de lo que nos prometan quienes nunca lo han tenido.

kevin casas

Kevin Casas Zamora fue vicepresidente de Costa Rica

Kevin Casas Zamora, 1 diciembre 2017 / El Diario de Hoy

Uno de los aspectos menos estudiados del ascenso de las opciones políticas de izquierda en América Latina durante la última década y media —hoy más bien en retirada— tiene que ver con la curiosa simbiosis discursiva que precedió a su llegada al poder.

Desde la Revolución Bolivariana de Hugo Chávez hasta el PT en Brasil, pasando por el FMLN en El Salvador y los movimientos de Rafael Correa y Evo Morales, en Ecuador y Bolivia, respectivamente, la izquierda latinoamericana arropó el desafío ideológico a sus adversarios en el atavío de la denuncia ética. “Neoliberal corrupto” devino así la descalificación favorita en el lenguaje de la izquierda, un insulto, además, indivisible, como la Santísima Trinidad. Allá por el año 2013, el entonces candidato presidencial del izquierdista Frente Amplio en Costa Rica, José María Villalta, lo expresaba con claridad en una entrevista: “Estamos tan mal por el gran viraje que hemos dado hacia la derecha. Esa es la causa de la corrupción y la violencia que tenemos” (25/2/2013). Villalta y sus correligionarios latinoamericanos no están solos. Hace un tiempo, Pablo Iglesias, líder de la agrupación Podemos, en España, lo decía así en uno de sus discursos: “La corrupción no es Mariano Rajoy, es el neoliberalismo, el paro, es un sistema político” (24/6/2016).

EDH logTratándose de movimientos que convirtieron la denuncia de la corrupción de sus adversarios en uno de los pilares de su discurso político, resulta tan sorprendente como aleccionador el poco interés por la pureza ética que mostraron los movimientos de izquierda una vez que llegaron al poder. Las ruinas de la promesa ética de la izquierda latinoamericana están hoy a la vista. La lista es larga: “Lula” procesado por la justicia brasileña por recibir supuestos premios de empresas constructoras; la mitad del gabinete de Cristina Fernández en Argentina en prisión por múltiples acusaciones de corrupción; el ex vicepresidente de Ecuador Jorge Glas, también preso, cortesía de su presunto involucramiento con la empresa Odebrecht; Mauricio Funes, primer presidente electo por el FMLN en El Salvador, prófugo de la justicia; la expareja del Presidente Evo Morales, procesada por una compleja madeja de casos de tráfico de influencia, etc., etc. Y de Venezuela y Nicaragua, mejor no hablemos.

No traigo esto a cuento para endilgar a la izquierda el monopolio de la corrupción en la región, lo que evidentemente sería un disparate. Esto es, de hecho, lo que hacen hoy algunas voces nostálgicas de la derecha regional, que sitúan al populismo de izquierda en la raíz de todas las desventuras éticas recientes de América Latina, olvidando con ello casos como los de Ricardo Martinelli, Antonio Saca y Otto Pérez Molina, que no tienen un hueso bolivariano en su cuerpo. Uno de los resultados de ese juego de denuncias y contradenuncias ha sido la política exaltada y colérica que hoy vemos en casi toda la región.

La experiencia reciente de la izquierda latinoamericana es muy útil no para atribuir inexistentes monopolios éticos, sino para hacer dos puntos que me parecen cruciales para nuestros debates políticos. El primero es que mezclar los desacuerdos políticos con la impugnación ética es generalmente una injusticia y siempre una mala idea. Cuando acuso a mi adversario de “neoliberal corrupto” o “bolivariano corrupto”, no delineo simplemente un desacuerdo político, sino una autoconferida posición de superioridad moral. Y resulta que con quien es intrínsecamente corrupto y malvado no hay conversación ni acuerdo posibles. Si se es el repositorio de toda virtud moral en el sistema político, no queda más que prevalecer al costo que sea. La política se convierte en un eterno juego de suma cero, en una lucha a muerte, donde cualquier transacción es una traición y una muestra de debilidad moral. En otras palabras, la política democrática deviene imposible. Nada de esto quiere decir que no haya que denunciar la corrupción. Lo que quiere decir es que a quien abusa del poder político para obtener ganancias personales —que esa y no otra es la definición de corrupción— hay que denunciarlo no por sus convicciones, sino por su conducta. Amalgamar las diferencias ideológicas con el castigo moral es la receta perfecta para una política intolerante y fanática.

La segunda lección es acaso más importante, sobre todo en esta época de feroces populismos anticorrupción. El itinerario recorrido por la izquierda regional enseña que debemos desconfiar siempre de todo aquel que nos ofrezca tierras prometidas morales sin haber estado nunca en el poder. Esto sabemos de sobra: en una democracia estamos obligados a ser desconfiados de las promesas de quienes han estado en el poder. Pero debemos ser aún más recelosos de lo que nos prometan quienes nunca lo han tenido. Por razones misteriosas, en el enrarecido clima político que vivimos hemos invertido esa regla de sentido común. Nos hemos acostumbrado a comparar en pie de igualdad las promesas de pureza ética de los recién llegados, con la experiencia —inevitablemente imperfecta— de quienes ya han pasado por el gobierno. En ese ejercicio, las aspiraciones siempre vencen a los resultados. Yo no digo que nunca debamos escoger al recién llegado, lo que digo es que es prudente aplicarles doble descuento a sus promesas de renovación moral y triple descuento si son estridentes.

Por mi parte, yo no quiero líderes impolutos ni partidos dotados de imaginarios monopolios éticos. Esa es una receta para la intolerancia y la desilusión, y siempre acaba mal. Yo prefiero instituciones fuertes, sociedades vigilantes y una prensa vigorosa, capaces de arrojar luz y establecer responsabilidades cuando el poder haga sus inevitables estragos con la fragilidad humana. Eso es mucho menos emocionante que escuchar las promesas de los iluminados, pero es la única ruta segura que conozco hacia gobiernos no perfectos, sino simplemente mejores.

Kevin Casas-Zamora: «No existe un golpe de Estado ‘blando’ en El Salvador»

Preeminente figura de los tanques de pensamiento en Washington y con un Doctorado en Oxford, Kevin Casas-Zamora ha fungido en los últimos años como Secretario de Asuntos Políticos de la OEA. Ahora que ha dejado el cargo, vuelve a los centros de pensamiento.

El exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA, Kevin Casas Zamora, analiza la realidad latinoamericana para El Diario de Hoy.

El exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA, Kevin Casas Zamora, analiza la realidad latinoamericana para El Diario de Hoy.

Gerardo Torres, 23 agosto 2015 / EDH

Kevin Casas-Zamora conoce muy bien la región y El Salvador. Fue vicepresidente de Costa Rica y secretario de Asuntos Políticos de la Organización de Estados Americanos. No duda en establecer que la falta de un auténtico Estado de Derecho propicia la corrupción y la violencia en Centroamérica, que sólo se pueden combatir con ayuda extranjera y la fundación de una entidad especializada contra la corrupción en la región, como la CICIG de Guatemala.

De igual manera, no cree que se esté produciendo un golpe de Estado “suave”, como pregona el partido de gobierno en El Salvador.

Entrevistado por El Diario de Hoy, Casas-Zamora afirma claramente que “no existe un golpe de Estado ‘blando’ en El Salvador”.

Sin embargo, no duda de que existan sectores muy endurecidos de la derecha salvadoreña que no se sienten cómodos con que el FMLN esté gobernando. No obstante, admite haber visto algo interesante en El Salvador: un quiebre generacional muy importante en la derecha salvadoreña.

El analista cuenta que cuando uno habla con personas de más edad, parece que tienen una visión un poco paranoica del FMLN. “Hay una renuencia a aceptar que la llegada al poder del FMLN era una cosa inevitable”, sentencia. Sin embargo, percibe una visión más racional en los jóvenes, los cuales tienen más disposición a aceptar el hecho de que el FMLN gobierne como un resultado normal de la construcción de una democracia”.

Coincidentemente, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, lleva mucho tiempo denunciando que en la región las fuerzas internacionales de derechas se han articulado para darle un “golpe de Estado blando a los principales gobiernos progresistas de la región”. A esto, Correa le ha llamado la “restauración conservadora”.

Casas-Zamora descarta las afirmaciones de Correa y explica que detrás de los momentos difíciles que están pasando prácticamente todos los gobiernos de izquierda de la región hay una historia más grande: la desaceleración económica.

La CEPAL en su última predicción de crecimiento económico dijo que el crecimiento promedio de América Latina en 2015 será de 0.5 % y en el caso específico de Sudamérica se estima una contracción económica del 0.4 %. “Es facilísimo ser gobierno si estás creciendo a un gran ritmo económico, pero es complicado serlo cuando la economía se contrae”, concluye el analista.

El político costarricense explica que la famosa ola de gobiernos izquierdistas de Sudamérica coincidió con el inicio del “boom de los commodities” y esto ha permitido que todos estos gobiernos se hayan reelecto, pero la historia habría sido muy distinta si los años en que llegaron al poder hubieran sido distintos.

Violencia en el Triángulo Norte

Al preguntarle sobre la escalada de violencia que aflige al Triángulo Norte de Centroamérica, su primera conclusión es que en Honduras, Guatemala y El Salvador existen problemas de violencia y corrupción unidas por un tronco común: la falta de un Estado de Derecho.

El exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA no duda en afirmar que la violencia en estos países es calamitosa y no parece mejorar con el paso del tiempo, solo mejoró con medidas ilusorias como la tregua entre pandillas en El Salvador. “El problema de la tregua de El Salvador es que los gobernantes creyeron que era un atajo para alcanzar una sociedad segura sin tener que hacer todas las cosas complicadas que hay que hacer para tener una sociedad segura”, señaló.

La solución para Casas-Zamora es construir un Estado que sea capaz de bajar los niveles de impunidad que existen en la región, para lo cual considera que la idea de establecer una Comisión Internacional Contra la Impunidad en El Salvador y Honduras ayudaría mucho.

El exvicepresidente cree que la CICIG en Guatemala ha sido muy exitosa y explica lo siguiente: “La CICIG es una unidad de administración de justicia blindada en un sistema absolutamente carcomido y penetrado por el crimen organizado”.

El político costarricense admite que desde hace un tiempo ha sugerido a las Naciones Unidas y al Departamento de Estados la creación de una Comisión Internacional Contra la Impunidad Regional que permitiría resolver un gran problema del Triángulo Norte: se reciben muchos fondos de la cooperación internacional para luchar contra el crimen y nadie tiene claro cómo coordinarlos.

Alianza para la Prosperidad

Por otra parte, el académico costarricense cree que Alianza para la Prosperidad es un paso en la dirección correcta, porque es un proyecto muy bien concebido con las prioridades correctas. Sin embargo, advierte que el proyecto no tendrá éxito, sin importar cuántos fondos haya disponibles, si las sociedades centroamericanas no se convencen de que es necesario aportar para construir el tan ansiado clima político.

Casas-Zamora ve voluntad en los políticos de la región, pero cree que quieren reformar la sociedad sin pagar el precio político e, indudablemente, hay un costo político alto que pagar. El analista fue tajante al afirmar que una de las primeras cosas que debe hacer el gobierno es hacer que las élites económicas paguen impuestos.

Para ejemplificar esto, puso el ejemplo de Guatemala, un país que recauda el 10 del PIB en impuestos, uno de los porcentajes más bajos del mundo, y esto en la práctica se traduce en que el Estado no puede ir más allá de las ciudades y, por lo tanto, nadie en Guatemala tiene derecho a sorprenderse de que el crimen controle casi totalmente amplios territorios.

¿Por qué en Costa Rica y Nicaragua no existen los mismos niveles de violencia?

Casas-Zamora cree que se sabe muy poco acerca de por qué un país es más violento que otro, pero considera que hay algunos elementos que sí se pueden discutir.

En el caso de Costa Rica, el político   explica que es una sociedad más integrada socialmente y que históricamente le ha dado mejores oportunidades a su población. Además, el país cuenta con instituciones judiciales y policiales muy fuertes.

Encima de esto, Casas-Zamora explica que muy pocas personas discuten que, en términos generales, cuando incrementas los niveles de inversión social, esto tiende a reflejarse en mayor seguridad en el largo plazo. Lo cual puede comprobarse fácilmente si se revisa la lista de países con mayor desarrollo humano en el mundo, los cuales tienen una tasa promedio de homicidios de 1.3 por cada 100,000 habitantes, mientras que en El Salvador esta cifra ronda los 70.

En el caso de Nicaragua, el exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA dice que si uno sólo de guiara por los datos económicos, se creería que Nicaragua tiene los mismos datos de violencia que los países del Triángulo Norte, pero no.

Lo más cercano a una explicación tiene que ver con la relación entre la sociedad y la policía, lo cual tiene que ver con el origen de la policía actual en un proceso revolucionario que se metió mucho en la comunidad. Hay una vinculación entre sociedad y policía que no se ve en otros lados y tiene incidencia importante en la capacidad preventiva de la policía.

 La calidad de las instituciones policiales y judiciales hace una parte importante, igual que la inversión social.

El declive de Enrique Peña Nieto

La primera frase de Kevin Casas-Zamora acerca de un defecto de la cultura política mexicana es brutal: “Da la impresión de que México tiene la costumbre de creer que hay atajos al desarrollo y que están a punto de dar el salto hacia el desarrollo porque hacen algunas reformas, pero luego la realidad se encarga de devolverlos a tierra”.

El analista cree que los obstáculos que México tiene para el desarrollo son mucho más complejos de lo que una parte de la élite política se atreve a aceptar. Y menciona que, tal como decía Carlos Fuentes, algunos en México se habían creído el cuento de que el desarrollo era como el café instantáneo, pero no lo es.

Casas-Zamora está convencido de que esta falsa creencia fue lo que hizo derrumbarse a Peña Nieto, hizo una serie de reformas y todo el mundo se creyó el cuento de que pronto alcanzarían el desarrollo, pero luego vino la masacre de Ayotzinapa y después la fuga del Chapo Guzmán, lo cual es un caso obvio de la corrupción que existe en las administraciones.

El proceso de paz en Colombia

Kevin Casas-Zamorano duda de que alcanzarán un acuerdo porque la inversión de capital político es de tal magnitud que ve difícil que las partes se levanten de las mesa. Sin embargo, aún queda el tema más difícil: la justicia transicional, es decir, quién va a la cárcel, por cuánto tiempo, en dónde y en qué condiciones.

Ahora bien, al político costarricense cree que este acuerdo será muy difícil de vender a la sociedad colombiana. E incluso piensa que “es posible que se llegue a un acuerdo y que si se somete a un referéndum, este se caiga”.

Las encuestas reflejan que la sociedad colombiana está endurecida con las FARC y les cuesta aceptar la idea de que podrían participar políticamente en un futuro. “Lo que he visto es una sociedad que de manera mayoritaria quiere ver a las FARC derrotadas y humilladas”, concluye Casas-Zamora.

El exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA cuenta que él ha visitado Colombia muchas veces y ha podido comprobar de primera mano la desinformación que existe en la población sobre el proceso de paz y, en esas condiciones, es muy fácil introducir elementos de duda.

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El rol de la OEA en el nuevo contexto político continental

Kevin Casas-Zamora habla sobre el nuevo rol de la OEA tras el reciente restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados.

Gerardo Torres, 23 agosto 2015 / EDH

El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba abre una nueva oportunidad para la OEA, la cual viene perdiendo mucho terreno ante organizaciones similares como Unasur (con sede en Quito).

La OEA ya le permitió a Cuba solicitar el ingreso al organismo internacional, aunque Cuba aún no lo ha hecho, esto permitirá lograr sentar en la mesa a todos los países del continente para discutir asuntos regionales, algo que no sucedía desde hace más de 50 años.

Kevin Casas-Zamora dice que el Hemisferio ha cambiado y, por tanto, el papel de la OEA debe cambiar. “La OEA desesperadamente necesita una reflexión estratégica sobre cuál es el nicho que ocupa en esta nueva arquitectura diplomática del hemisferio y es un trabajo que aún no ha hecho”, sentencia el exfuncionario de la OEA.

Sin embargo, Casas-Zamora cree que el rol de la OEA seguirá siendo importante, porque hay ciertos temas hemisféricos que solo puedes tratarlos en el ámbito multilateral si tienes a Estados Unidos y Canadá sentados en la mesa. Como por ejemplo, la lucha contra el crimen o la migración.

Al exvicepresidente de Costa Rica le parece infantil la idea que ha sido propuesta por algunos gobernantes latinoamericanos, tales como Rafael Correa, de que hay que crear organismos puramente latinoamericanos y excluir a Estados Unidos y Canadá.

Casas-Zamora no se cansa de repetir que en la práctica necesitas una organización como la OEA, lo querrás o no. Una de las peculiaridades de la OEA es que, a diferencia de otras organizaciones está basada en tratados internacionales y es muy difícil revertir los tratados internacionales.

Sin embargo, el exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA afirma lo siguiente: “Si la OEA no hace ese trabajo estratégico de identificar esos temas en los que puede añadir valor, se va a convertir en un zombi”. Pero, por fortuna, la suerte de la OEA depende de la propia OEA, es decir, de la disposición de esos miembros a tener una reflexión profunda.

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Kevin Casas-Zamora: El rumbo de las izquierdas en Latinoamérica

Ex-vicepresidente de Costa Rica; ex-secretario de asuntos políticos de la OEA

Ex-vicepresidente de Costa Rica; ex-secretario de asuntos políticos de la OEA

Gerardo Torres, 23 agosto 2015 / EDH

¿Por qué Venezuela ha aguantado tanto?

Casas-Zamora cuenta que Hugo Chávez solía decir que había tres factores que lo mantenían fuerte políticamente, de los cuales podría controlar solo tres: el ejército (el cual podía controlar), los cerros (barrios pobres del país que también podía controlar) y el precio del petróleo (su eslabón débil).

En la actualidad esos tres factores se están esfumando: el precio del petróleo continuará bajo por los próximos años, porque la producción de petróleo a través del fracking ahora es muy rentable, cuando antes no lo era por debajo de los 60 dólares.

Encima de esto, el analista costarricense comenta que la situación económica obligará a Maduro a hacer reformas que son inviables políticamente, lo cual le quitará el apoyo de los cerros y también del ejército. Porque, tal como explica Casas-Zamora, el ejército se beneficia mucho de las distorsiones económicas de Venezuela, porque controlan un porcentaje alto de la importación de alimentos del país y reciben dólares a la tasa más preferencial, lo cual abre una gran ventana a la corrupción. Por tanto, un ajuste le quitaría privilegios al ejército y Maduro depende mucho de este para seguir en el gobierno.

El exsecretario de Asuntos Políticos de la OEA cree que estas elecciones que vienen son importantes, porque si la oposición alcanza mayoría legislativa, no tendría efectos inmediatos sobre la actividad económica, pero sí estaría en capacidad de obligar al gobierno a nombrar de manera consensuada a todas las personas que encabezan los órganos de control del estado. “Sin embargo, si el resultado de la elección es de alguna manera amañado entonces me parece que estás cerrando la última posibilidad que existe para una solución civilizada a la situación venezolana”, sentencia Casas-Zamora.

¿El fin de Rafael Correa en Ecuador?

Kevin Casas-Zamora no cree que el fin de la presidencia de Rafael Correa en Ecuador esté cerca, pero sí considera que va a empezar a existir un juego político más equilibrado, con una oposición más articulada, donde Rafael Correa no sea el amo y señor del sistema político ecuatoriano, tal como lo ha sido desde 2007.

¿Sigue contando Dilma Rousseff con capital político?

El analista político cree que Dilma Rousseff sí sobrevivirá a las protestas y a los escándalos de corrupción, aunque lo hará de forma muy debilitada. El motivo es simple: es más inteligente para la oposición tener a una Dilma y necesitada de apoyos que hacerla renunciar a su cargo y asumir la responsabilidad de gobernar tras un momento tan caótico.

Casas-Zamora no se muestra muy convencido del poder de las protestas, porque piensa que hoy en día son muy fáciles de organizar y convergen grupos muy heterogéneos que no tienen una agenda común. El analista considera que son los partidos políticos los que aún tiene el poder y deben darle contenido práctico a esas demandas de la población.

¿Seguirá el kirchnerismo gobernando Argentina?

El político costarricense no se atreve a hacer una predicción, pero comenta que “los niveles de fragilidad política y económica del gobierno de Cristina son menores de lo que se percibe afuera”. Lo prueba el hecho de que su candidato, Daniel Scioli, va punteando en las encuestas.

Los problemas de Michelle Bachelet

Casas-Zamora cree que la situación que vive Michelle Bachelet es un caso típico de un gobierno que llegó con expectativas desorbitadas y con una agenda demasiado ambiciosa.

Al exvicepresidente de Costa Rica le parece surrealista decir que un solo periodo de gobierno va a reformar el sistema educativo del país, el sistema tributario y a convocar una asamblea constituyente. “Te buscas problemas al hacer promesas de ese tipo. La cosa no funciona así. Si logras hacer una de esas tres cosas eres Gardel, como dicen en Argentina”, explica Casas-Zamora. Encima de esto, el analista dice que a las expectativas desorbitadas se le sumó la contracción económica y los escándalos de corrupción, lo cual es una mezcla letal.