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Una elección ética, no política: UCA sobre elección del nuevo fiscal general

Un día antes de terminar el mandato del fiscal general saliente, la UCA publica un editorial llamando a los diputados a escoger a su succesor en «una elección ética, no política».

UCAEditorial, 2 diciembre 2015 / UCA

Cuando faltan muy pocos días para que termine el período del actual Fiscal General, es necesario reflexionar un poco más sobre las actitudes y esperanzas que el nombramiento del nuevo titular genera en estos tiempos de violencia exacerbada. Con frecuencia se ponen unas expectativas exageradas en la elección de la persona y se olvidan dos factores que tienen, para bien o para mal, más peso. La situación y calidad de las instituciones es el primero. Una buena institucionalidad funciona incluso con una persona no necesariamente brillante o adecuada. Pero una institución grande, de funcionamiento deficiente, mal estructurada y con vicios persistentes en la selección y conformación del personal necesita algo más que un experto para iniciar el camino a la excelencia. Y el segundo de estos factores es la cultura imperante. Cuando el ojo por ojo, la venganza como tradición, el machismo y la ley del más fuerte dominan en la cultura, el esfuerzo por cambiar patrones de violencia tiene que ser colectivo y fruto de un trabajo interinstitucional.

Con esto no queremos decir que la elección de la persona que esté al frente de la Fiscalía carezca de importancia. Claro que la tiene. Apego a las leyes del país, historial libre de favoritismos sectoriales y compromiso con la lucha contra la impunidad de los poderosos son tres condiciones que deberían considerarse indispensables. Pero es necesario valorar a la persona en el contexto de los dos factores mencionados. Quien sea elegido debe tener la capacidad de diseñar políticas de largo plazo en la lucha contra la criminalidad y ser capaz al mismo tiempo de desarrollar una intensa relación con una gran diversidad de instituciones, tanto las del área judicial y de la persecución del delito como las abordan el tema de la violencia desde la investigación y el estudio. La relación con las organizaciones, tanto gubernamentales como de la sociedad civil, dedicadas a proteger y defender los derechos humanos debe ser también prioritaria, en la medida en que reciben y escuchan con mayor cercanía el dolor de las víctimas.

Es evidente que al frente de la Fiscalía se necesita a alguien enérgico y capaz de enfrentar los duros retos que tiene El Salvador en la persecución del delito. Enfrentarse a la impunidad que cubre a una serie de hechos graves, como el homicidio, el abuso de menores o la violencia contra la mujer, requiere personas de carácter. Pero también eficacia profesional y capacidad de dialogar e impulsar un esfuerzo multidimensional contra la violencia y el delito. Una Fiscalía mejor dotada, una puesta en común de las dificultades que enfrentan policías, fiscales y jueces, una más honda reflexión sobre la cultura de la violencia y las vías posibles hacia una cultura de paz no son tareas que correspondan exclusivamente al Fiscal. Sin embargo, él tiene que estar en medio del diálogo y de la búsqueda de soluciones a la falta de coordinación interinstitucional y a la violencia rampante.

Un buen Fiscal no puede dejar que sus subalternos y la Policía continúen perdiendo el tiempo con detenciones masivas por resistencia a la autoridad para después soltar rápidamente a los detenidos, que en su gran mayoría son jóvenes. Eso solo dilapida recursos (ya escasos), fomenta la impunidad y acrecienta la desconfianza en las instituciones. Mucho menos puede permitir la trampa o el exceso de fuerza, como en los enfrentamientos en que muere un buen grupo de supuestos delincuentes a manos de agentes o soldados que resultan ilesos pese a ser sorprendidos en inferioridad numérica. Tampoco es tolerable el uso como testigos criteriados de personas que en realidad han sido chantajeadas para que den testimonio.

Entre los candidatos a dirigir la Fiscalía hay excelentes profesionales; también personas que han convivido alegre e irresponsablemente con la impunidad. Algunos son rechazados por una buena parte de la sociedad civil, y los diputados deberían tomar nota de ello. La elección del Fiscal no debe ser una elección puramente política, sino ante todo una elección ética. En ese contexto, escuchar a la sociedad civil legitimaría la decisión de los legisladores y les ayudaría a entender mejor los problemas de la institucionalidad actual, las raíces de la violencia y la necesidad de recursos tanto para la Policía como para la Fiscalía. Y sobre todo les posibilitaría conocer de primera mano y comprender la problemática de las víctimas de las múltiples injusticias que sufre la mayoría de nuestro pueblo. Eso, sin duda, les ayudará más a elegir al Fiscal que El Salvador y su gente necesitan.

Asesinatos masivos. Editorial UCA

Si algo nos indica la degradación de una sociedad es la presencia en ella de asesinatos masivos. Pueden ser excepcionales y llevados a cabo por un loco. Pero cuando en un país pequeño como el nuestro se vuelven frecuentes, es indispensable hablar sobre la cuestión y estudiarla a fondo.

UCAEditorial, 26 agosto 2015 / UCA

Este tipo de asesinatos los tuvimos en la guerra, en su mayoría llevados a cabo por la Fuerza Armada. Fue necesario hacer un sistemático esfuerzo para aproximarnos a la verdad sobre esos hechos. Masacres muy conocidas, como las de El Mozote, el Sumpul, la Quesera o Las Hojas, dan fe de ello. Otras han quedado en el olvido, como la de El Higueral, donde se asesinó a cerca de doscientas personas. A pesar de las negativas del Ejército a reconocer las masacres, los hechos eran tan claros y sobrevivieron tantos testigos y víctimas que la verdad no se pudo mantener oculta. Aun así, la Fuerza Armada todavía no ha pedido perdón por los crímenes del pasado, probablemente para evitar posibles repercusiones judiciales ante crímenes imprescriptibles de lesa humanidad. Lo mismo pasó con las masacres de menor escala. Por ejemplo, el caso de los seis jesuitas y sus dos colaboradoras. Aunque hubo un juicio contra los autores materiales y se esclareció casi todo el entramado del crimen, las autoridades judiciales y políticas, con su corrupción, mentiras y encubrimiento, han conseguido impedir que los autores intelectuales sean llevados a juicio.

Cuando la población creía que esa terrible historia de asesinatos masivos estaba llamada a desaparecer de nuestras tierras, se ha topado con un terrible resurgir de ese tipo de brutalidad. La repetición de hechos en los que cuatro o más personas son masacradas desafía hoy nuevamente a la justicia y a la verdad. Las explicaciones han sido en exceso simples. Investigaciones periodísticas apuntan a brutales excesos de fuerza por parte de las autoridades. Las fuentes oficiales hablan en unos casos de defensa propia de elementos de la Policía o del Ejército, y en otros de crímenes cometidos por luchas internas de las maras. Pero la repetición de los asesinatos masivos, y a veces las imágenes de los mismos, contrastan con la simpleza de las explicaciones. Es evidente que la ciudadanía necesita explicaciones más claras, detalladas y completas. No es creíble que 25 pandilleros embosquen a diez policías, estos se defiendan y mueran ocho o nueve de los asaltantes y ninguno de los agentes. Explicaciones como esa, tan simple y elemental, se han repetido demasiadas veces. Y es normal que una parte de la ciudadanía pida razones más convincentes. Frente a las investigaciones periodísticas, no basta decir que ya se investigó y que todo lo dicho por otros es falso. Es necesario tener una investigación oficial, y los detalles y declaraciones de testigos deben ser confirmados o desmentidos con datos.

Sean pandillas, fuerzas gubernamentales o grupos de exterminio irregulares los que cometen este tipo de asesinatos, lo cierto es que expresan una brutalidad tan extraordinaria que la ciudadanía no debería estar tranquila hasta tener conocimiento completo de todos y cada uno de ellos, y hasta que sean llevados a juicio. Ante la actual situación, el Gobierno debe crear un grupo de élite que investigue a fondo, con independencia y autoridad sobre otras instancias policiales, cualquier evento con características de un asesinato masivo. Se puede entender que en algunos casos excepcionales mueran varias personas. Pero incluso cuando la primera versión sea la de un enfrentamiento, el evento debe ser investigado a fondo por un grupo especializado. Ni hablar cuando un grupo de personas son sacadas de sus casas o sorprendidas en un camino, y ejecutadas brutalmente. O como acaba de pasar, cuando están bajo control gubernamental en una cárcel.

Permitir que estos crímenes pasen al olvido sin que medien explicaciones creíbles no ayuda al Gobierno ni contribuye a la paz social. Y siembra mayor preocupación por el rumbo de la violencia en el país y por el enorme deterioro que estos asesinatos producen en la conciencia de la igual dignidad de las personas y en el respeto a los derechos humanos. Todo asesinato debe ser investigado y condenado. Pero los asesinatos masivos, por el grado de brutalidad y deshumanización que implican, deben ser investigados con mucha mayor insistencia y eficacia. No poner todos los medios para esclarecerlos equivale a favorecer la impunidad, una vez más. Y eso no es bueno para nadie, como ha quedado ampliamente demostrado a lo largo de nuestra historia.

Razones para solicitar ayuda contra la impunidad. Editorial UCA

En Guatemala ha funcionado, con bastante precisión e incluso eficacia, la Comisión Internacional contra la Impunidad. Acá ha estallado la polémica de si es necesario un apoyo semejante para superar nuestros problemas de violencia y de falta de castigo al delito.

UCAEditorial UCA, 22 julio 2015

Para definirse al respecto, es útil recordar brevemente la estructura y finalidad de este instrumento internacional de ayuda. La Comisión es un órgano independiente de carácter internacional, fruto de un acuerdo entre la ONU y el Gobierno de Guatemala, que fue aprobado, primero, por la Corte de Constitucionalidad y, posteriormente, por la Asamblea Legislativa de dicho país. Su finalidad es investigar cuerpos ilegales de seguridad que violan derechos humanos y asesorar al Ministerio Público en la persecución de los mismos, terminando con su impunidad.

Cada país tiene su problemática, y la de Guatemala, entre otras de extremada violencia, era la existencia de grupos de exterminio dentro de las estructuras estatales de seguridad. Y los salvadoreños conocemos con claridad la brutalidad con la que operaban en el país vecino. Baste para ello recordar el asesinato de tres diputados salvadoreños del Parlacen en tierras chapinas, cometido por un grupo policial guatemalteco, y la posterior ejecución, ya en la cárcel, de los agentes que habían cometido el crimen. Ese tipo de casos hacía necesaria en Guatemala una institución como la Comisión. Pero a esos extremos de impunidad y violencia organizada dentro de las estructuras policiales no hemos llegado. ¿Se puede entonces decir que necesitamos una comisión internacional?

A nuestro juicio, la respuesta es “sí”. No se trata de tener una copia exacta del organismo que opera en Guatemala, pero sí de recibir ayuda internacional de alto nivel en la lucha contra la impunidad, que sigue siendo muy alta en nuestro país. Con frecuencia hemos creído que es suficiente traer a un par de supuestos expertos para que nos hablen de su experiencia en la lucha contra el delito. Y así han pasado por nuestro país diversos grupos y personas, incluido Rudolph Giuliani y su equipo. Pero eso no basta. Necesitamos ayuda y consejo consistentes y constantes sobre la investigación, prevención y análisis del fenómeno de la violencia. Además, no manejamos adecuadamente el problema de la corrupción y se mantienen en la impunidad la mayoría de los delitos contra la vida.

Asimismo, el fenómeno de las maras amerita la conformación de un grupo externo de expertos con amplio conocimiento y manejo de soluciones sobre las organizaciones delincuenciales juveniles. Sabemos poco de ellas y tendemos las más de las veces a enfrentarlas con mano dura, de un modo contraproducente y absurdo. El crimen organizado, cuando tiene fuertes raíces y causalidades en la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la debilidad institucional, difícilmente se vence con fuerza bruta. La capacidad de investigación, el conocimiento a fondo del tipo de estructuras, el análisis de las causas de este fenómeno evidentemente social tienen que llevar no solo al mejor funcionamiento de las instituciones encargadas de velar por la seguridad y la justicia, sino a tomar medidas serias en el campo de la educación, el trabajo decente y los medios que permiten reconstruir y reforzar la cohesión social.

En El Salvador, una comisión internacional contra la impunidad y el delito debería unir policías, sociólogos expertos en temas de violencia y personas con experiencia en intervención social orientada a la cultura de paz y el desarrollo local. No se trata de ceder soberanía ni de que otros vengan a sustituirnos en nuestras obligaciones. Este tipo de comisiones son ayudas externas, como otras que hemos tenido y que no hemos aprovechado adecuadamente. Cuando Mauricio Sandoval era director de la PNC, en tiempo del Gobierno de Francisco Flores, se radicalizó el problema de las maras. Y los policías europeos que en ese momento asesoraban a los nuestros solían decir que lo que ellos recomendaban, Sandoval lo desaprovechaba e incluso dañaba. Hoy seguimos necesitando ayuda, puesto que mantenemos unos índices de violencia muy semejantes. En el país, las cabeceras municipales son relativamente seguras, mientras que en algunos cantones la presión de las maras es insoportable. Este fenómeno, el de la ruralización de las pandillas, no se ha estudiado ni tratado adecuadamente. Como tampoco la relación entre el narcotráfico y las maras.

La corrupción sigue siendo un flagelo, comenzando por la impunidad en la evasión fiscal y siguiendo por los delitos contra la vida. Las cárceles son parte del problema de la violencia, no de la solución. Una decisión inteligente sería discernir y acordar con claridad los puntos en los que se necesita ayuda, y promover luego la conformación de la comisión internacional. Negarse en absoluto a esa posibilidad puede llevarnos a desaprovechar oportunidades y a perder el enriquecimiento que personas con experiencia pueden aportarnos en esta tarea de construir cultura de paz.

En caída libre. Editorial UCA

Cuando se piensa que ya se ha tocado fondo en la dinámica de la violencia y la criminalidad, la realidad nos muestra que el abismo es aún más profundo. Junio cerró con un promedio mayor a 22 homicidios diarios.

UCAEditorial UCA, 3 julio 2015

¿Cuántos más? El Salvador forma parte del grupo de líderes mundiales en índice de homicidios; deshonrosa posición para una sociedad que ha sufrido violencia desde hace décadas y que anhela la paz. ¿Cómo se llegó a esto? No es ético ni objetivo buscar responsables solo entre las autoridades de turno como tampoco lavarse las manos en lo que hicieron o dejaron de hacer los Gobiernos anteriores. Se achaca a la tregua el fortalecimiento de las pandillas, pero las investigaciones señalan que el proceso de organización y sofisticación que ahora conocemos comenzó cuando se segregó a las pandillas en centros penales diferentes.

Las raíces de esta violencia son de vieja data y de carácter estructural. Monseñor Romero lo señalaba en 1977 al afirmar que “los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando como de una fuente fecunda todas estas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”. Ni cuando fue arzobispo ni ahora que es beato, estas palabras no han encontrado el eco que necesitan. En lugar de atender la advertencia, se silenció al pastor. En la actualidad, aun reconociendo el encomiable esfuerzo de la Comisión Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia al formular 124 acciones que apuntan a atacar las causas del problema, la situación se ha vuelto tan insoportable que parece que ya nadie tiene la paciencia de esperar cambios a profundidad; hay un clamor por resultados inmediatos.

Uno de los peores efectos de este agobiante escenario y de la falta de signos de que las cosas mejorarán pronto es la desesperación en la que ha caído gran parte de la población. Y la desesperación es mala consejera, tanto para la gente deseosa de vivir sin el azote de la inseguridad como para los gobernantes necesitados de convalidación social de su gestión. La desesperación aumenta la tolerancia a salidas que riñen con la ley, la justicia y el respeto a los derechos humanos; la desesperación aumenta la propensión de las autoridades a soluciones inmediatistas, justificando cualquier medio para combatir la criminalidad. Por eso, por difícil que sea, es importante que se conserve la lucidez en el abordaje de la problemática. Los políticos de oficio saben de la desesperación popular, juegan con ella para sacar raja electoral y, en consecuencia, promueven medidas reactivas y pobremente ponderadas.

La realidad que vive el país en materia de violencia y criminalidad, además de crítica, es sumamente compleja. Optar por la vía del pacto con algunos grupos criminales no nos llevó a buen puerto y recibió el rechazo visceral —y en algunos casos, irracional— de un amplio sector de la sociedad. El actual Gobierno ha optado por el choque frontal, una medida que ha encontrado una despiadada respuesta por parte de las pandillas y provocado la escalada de violencia actual. Como resultado, ha aumentado la presión de sectores organizados y de la ciudadanía en general por ver resultados ya. ¿Qué hacer? La solución no la tiene solo el Gobierno; cualquier acción que se implemente requiere del concurso de todos los sectores de la sociedad.

La comparación de la violencia actual con la de la guerra civil repugna a muchos, sobre todo a los que por ideales nobles estuvieron vinculados de alguna manera al conflicto. Pero no conviene tirar por la borda la experiencia acumulada a lo largo de los 12 años de guerra fratricida. Además, resulta curioso que algunos de los que no admiten la comparación propongan medidas que se implementaron en ese entonces y que llevaron al recrudecimiento del enfrentamiento. La decisión de los años ochenta de reprimir y exterminar (masacres incluidas) a la población civil que vivía en los territorios de acción de los grupos guerrilleros fortaleció a la insurgencia, al convertir en víctimas de la represión a gente que aún no se había incorporado a las filas guerrilleras. “Para acabar con el pez hay que quitarle el agua”, decían convencidos aquellos para los que el pez era la guerrilla y la población campesina, el agua. Ahora, en el afán de perseguir a los pandilleros y parar el asesinato de policías y militares, se puede estar cometiendo el mismo error. El maltrato y los abusos en barrios, colonias y comunidades con gente que no pertenecen a las estructuras del crimen organizado, pero que tienen alguna relación con sus integrantes, puede orillar a cientos de jóvenes a engrosar las filas delincuenciales y a galvanizar aún más la cohesión y la identidad pandilleriles.

Si son ciertas las quejas de gente de algunas comunidades por vejámenes cometidos por policías y militares, si están ancladas en la realidad las sospechas de que se está ejecutando pandilleros, ello nos llevará a un círculo vicioso del que difícilmente podremos salir. Cuanto más difícil es una situación, más compleja su solución. No hay que escatimar esfuerzos, pues, en la reflexión y el análisis, de manera que las estrategias que se implementen no produzcan los efectos contrarios a los deseados. Es de cajón, se dice automáticamente, pero en el país parece que no lo comprendemos: la violencia solo trae más violencia.