España

La coalición de los sensatos. De Héctor E. Schamis

Cuando el sentido común es carismático.

Hector-Schamis

Héctor E. Schamis, politólogo de la Universidad de Georgetown.

Héctor E. Schamis, 11 febrero 2018 / EL PAIS

Según una reciente encuesta, Ciudadanos sería hoy el partido más votado de España. Se sitúa a más de seis puntos por encima del PP y a más de ocho por sobre el PSOE, relegando a Podemos a un lejano cuarto lugar. Las elecciones no son hoy, pero su crecimiento no deja de ser remarcable.

Se explica por su éxito en Cataluña; un éxito basado en la coherencia exhibida frente a la problemática independentista y el liderazgo de una candidata en extremo carismática, Inés Arrimadas. En España y más allá, la moraleja es que el sentido común también es una forma de carisma. Toma forma así una tendencia general a la cual no se le ha prestado debida atención.

el paisEs que los “ismos” hacen más ruido que la sensatez. Los nacionalismos, proteccionismos, populismos y racismos en boga son casi una coalición espontánea, de pocas similitudes entre sus miembros excepto por rechazar lo mismo: el orden liberal internacional. Ello es común a sus respectivas utopías. Y también a sus diversas distopías: harían caer las instituciones políticas democráticas y la arquitectura de la cooperación.

En contraste, va surgiendo la coalición de la responsabilidad. Ciudadanos es un ejemplo. De España a la Francia de Macron y de allí a la Alemania de Merkel, el antídoto contra la demagogia xenófoba va tomando cuerpo sobre la base de un objetivo: revalorizar y recrear la Unión, lo cual requiere preservar la integridad de los Estados que la forman.

Se olvida a veces que aquella fantasía carbonífera de Jean Monnet—surgida de las cenizas de la guerra—terminó siendo la experiencia colectiva de construcción democrática más importante de su historia. No se debe jugar con los fantasmas del pasado. De hecho, la historia europea anterior a 1950 era de intolerancia, inestabilidad y violencia, tal como la describe Mark Mazower desde el mismo título en Dark Continent.

A ambos lados del Atlántico, una ola de sensatez llega de la mano de liderazgos femeninos, Arrimadas ilustra cabalmente el punto. En su versión americana o en la francesa, #MeToo es un megáfono de derechos. En América Latina, #NiUnaMenos representa la lucha contra la violencia y el feminicidio. En Estados Unidos se anuncia un aluvión de candidatas mujeres en las elecciones de noviembre próximo, y eso en ambos partidos. En todas partes, la igualdad de género significa mejor democracia.

El sistema interamericano también ha sido una experiencia colectiva democrática, aun anterior a la de Europa. No obstante, las democracias han tenido que convivir con dictaduras, lo cual vuelve a estar en juego hoy con los populismos y estalinismos diversos y sus intentos de perpetuación. Frente a ellos está el sentido común de Lenin Moreno y la victoria de la alternancia, de los bolivianos que impiden la eternización de Morales, de un Piñera en transición ejemplar, de un Macri que habla de instituciones y llama al gobierno de Maduro por su nombre.

No es solo cuestión de ética, que desde luego importa. También existe una cierta estética de la sensatez. Es la del líder que no grita, solo explica. No insulta ni descalifica, argumenta. No impone sino que persuade. No promete, en su lugar proyecta colectivamente.

Es decir, dicho líder es racional, sabe que en política y en economía toda solución es de segundo orden de preferencia. Ergo, no da órdenes, simplemente negocia. Lo hace con buenas maneras, porque la conversación respetuosa es la gramática de la ciudadanía, sin la cual no hay democracia.

Lo cual se traduce en respeto por el ciudadano, a quien ve como un ser pensante, autónomo y crítico, no una pieza de algún sistema de dominación clientelar. Allí reside la horizontalidad ética y estética de la coalición de los sensatos.

 @hectorschamis

Ataque a la libertad de información. Editorial de El País

La sentencia que obliga a EL PAÍS a rectificar una información sobre TV3 pone en riesgo el derecho a la crítica.

el paisEditorial, 13 enero 2018 / EL PAIS

La sentencia dictada por un juzgado de Barcelona en la que se obliga al diario EL PAÍS a publicar la versión de TV3 sobre una crónica crítica con la programación de la televisión pública catalana es una mala noticia para el periodismo. Si cualquier persona, empresa o institución a la que no le guste una información difundida por un medio de comunicación, por mucho que esta pueda ser cierta, encuentra amparo en los tribunales invocando el derecho de rectificación, la libertad de expresión se ve seriamente amenazada.

Estamos ante una sentencia desproporcionada —que EL PAÍS recurrirá inmediatamente—en la que se admite que no se duda de la veracidad de lo que se publica y que, pese a ello, exige reproducir una versión de TV3, independientemente de que esta sí pueda ser falsa. El asunto es más grave aún dado que el demandante es un medio de comunicación, que tiene ya por tanto la capacidad de dar su propia versión, y además un medio de comunicación público que no acepta un análisis crítico de sus contenidos. Llevado esto al extremo, sería el final del género de la crítica de cualquier espectáculo cultural, deportivo o social. El fallo supone un inaceptable atentado contra el derecho a la información.

EL PAÍS responde a la manipulación informativa de TV3
 – Una semana viendo solo TV3

TV3, una compañía pagada con el dinero de todos los catalanes, demandó a EL PAÍS en diciembre por una crónica publicada el 12 de noviembre bajo el título Una semana en la burbuja de TV3 en la que se repasaba minuciosamente los contenidos emitidos por la televisión pública durante esos días. La cadena considera que las informaciones difundían hechos “inexactos y falsos”, enumerando siete apartados que abarcaban desde la convocatoria de la huelga general en Cataluña hasta la fuga de empresas. EL PAÍS, que hoy en sus páginas rebate uno por uno los argumentos de TV3, expuso que los artículos expresaban un análisis crítico partiendo de la visión de una persona que había estado siguiendo TV3 durante una semana y de las resoluciones de la Junta Electoral, que había sostenido que la cadena pública no respetaba la neutralidad informativa.

La sentencia admite que “no entra a analizar la veracidad de las manifestaciones” y no supone que la información publicada sea incierta o no veraz, sino que implica “el derecho del aludido a ofrecer otra versión distinta de la cual disiente”.

Considera TV3 que algunos aspectos de la información pueden perjudicar su prestigio. La sentencia no examina esos hechos, pero los confunde con el punto de vista legítimo del periodista que ha analizado los contenidos emitidos por un medio de titularidad pública durante una semana, como el crítico que expone su opinión sobre cualquier programación de televisión. Parece indudable que cualquier medio de comunicación, máximo si es público, debe estar sometido a la crítica.

Subrayemos, por último, la saña con la que TV3 y algunos medios afines al independentismo han aprovechado para atacar a EL PAÍS con motivo de esta sentencia. A nadie se le escapa que durante todo el largo periodo del procés, este diario ha denunciado con energía la ilegalidad de ese movimiento y el enorme daño que se ha causado a la sociedad catalana. Estamos orgullosos de que, en la medida modesta en la que un medio de comunicación pueda hacerlo, nuestras informaciones hayan contribuido a que la verdad prevalezca, y entendemos que eso haya generado un deseo de venganza en los impulsores del independentismo. En esta ocasión, para su fortuna, han encontrado en Barcelona un juzgado extraordinariamente diligente que en un mes ha tramitado, visto y sentenciado la demanda presentada por TV3.

Este periódico se reafirma punto por punto en la información objeto de la demanda, pero, por supuesto, cumplirá en su debido momento la sentencia.

Una nueva mayoría española. De Cayetana Álvarez de Toledo

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Cayetana Álvarez de Toledo, periodista y política española

Cayetana Álvarez de Toledo, 23 diciembre 2017 / EL MUNDO

El 10 de octubre de 2006, Xavier García Albiol me protegió de una lluvia de piedras y huevos a las puertas del Centro Cultural de Martorell. Habíamos acudido juntos a un mitin de Ángel Acebes y Josep Piqué -por entonces, respectivamente, secretario general del Partido Popular y líder del partido en Cataluña- y a la salida nos encontramos con que unos 90 energúmenos nacionalistas bloqueaban la puerta. Impresionada, incluso fascinada -mi bautismo en la violencia política-, pegué la nariz al cristal. Un grupo de niños, vocecitas de San Ildefonso, gritaban desquiciados: «¡Fascistas, fascistas!». A su lado, jaleándoles, el simpático líder de las Juventudes Socialistas del lugar. Durante algo más de una hora esperamos que llegaran refuerzos policiales. Pero los Mossos ya eran los Mossos y además gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero. Un escolta nos sugirió huir por la puerta de atrás, pero Acebes se negó y encaramos el pelotón. Albiol, dos metros, voluntarioso y valiente, fue nuestro escudo humano. Se llevó varios golpes y también dio alguno, lo que motivó que la izquierda y el nacionalismo en bloque exigieran, escandalizadísimos, su cabeza. Lo típico: la víctima convertida en agresor.

el mundoRecordé aquel día y aquella lluvia mientras caían los resultados electorales del PP. Qué absurdo pedir la dimisión de Albiol, pensé, cuando nunca pecó de pusilánime y cuando la política sobre Cataluña ha sido diseñada y dirigida desde la atalaya de La Moncloa. Pero, sobre todo, qué ridícula su propia reacción. Este pobre tuit: «Hoy los resultados serían distintos si no hubiese habido ese empeño por parte de Ciudadanos y cía. de hundir al PP para ganar, en lugar de sumar». Al rato, el portavoz Rafael Hernando reincidía en la consigna: «Si Arrimadas ha ganado las elecciones lo lógico es que pueda formar gobierno. Si no de qué ha servido el campañón contra el PP. ¿Todo para nada?». Pocos espectáculos más desasosegantes que un dirigente político aferrado a una teoría de la conspiración. Por lo que revela sobre su capacidad de análisis. Y sobre todo por lo que sugiere respecto a su futuro.

Nadie ha hecho más para hundir al PP en Cataluña que el PP. Da hasta pudor repasar la lista de errores cometidos en los últimos años. Y yo me reprimiré. Sólo diré que nunca una debacle fue más previsible ni tuvo más amigos que la pronosticaran. Y que sus consecuencias serán graves. Las elecciones catalanas del 21 de diciembre son para el PP lo que fueron las elecciones andaluzas del 23 de mayo de 1982 para UCD: la evidencia sangrante de que el partido ha perdido su utilidad social. Cataluña no es una comunidad cualquiera. Es el lugar de España donde hoy más dramáticamente se libra la batalla entre la democracia y sus enemigos, entre la razón y la reacción. Y sus ciudadanos han dicho que no consideran al PP, ¡el partido del Gobierno!, un instrumento útil para este crucial desafío. La pregunta es inevitable: ¿Y entonces para qué sirve?

El presidente Rajoy minimizó ayer la fuerza de Ciudadanos en el resto de España y recordó los resultados de las dos últimas elecciones generales. Es cierto que las extrapolaciones son pura materia tertuliana. Y que las expectativas nacionales sobre Ciudadanos han resultado hasta ahora exageradas. Sin embargo, el presidente obvia un dato fundamental. Ciudadanos, de nacimiento heroico y adolescencia dispersa, está madurando. Reconciliándose con sus orígenes, digamos. Ha aprendido de sus errores de 2015, cuando en lugar de situar el eje del debate entre demócratas y nacionalpopulistas lo hizo entre viejos y jóvenes. Aquel colegueo con Pablo Iglesias, con Évole de tutor. Aquella liviandad de márketing: «Hablar de nacionalismo nos escora hacia la derecha».

En el PP protestan que hasta el pasado mes de septiembre Albert Rivera abjuraba del artículo 155. Y es verdad. La propia Inés Arrimadas se oponía a su aplicación con el argumento rasante de que «perjudicaría a los catalanes». Pero llegó octubre, con su golpe, su rey y sus dos manifestaciones, y todo cambió. Por oportunismo o porque de pronto reabrió los ojos, Ciudadanos ha asumido, y reivindicado, y ejercido una idea que en España tiene pocos precedentes y cada vez más partidarios: lo moral es lo eficaz. Es una idea emocionante y más fácil de poner en práctica de lo que la estúpida tiranía de la corrección política ha hecho creer. La superficie, la costra vieja, se resiste. Pero debajo hay una corriente que empuja, optimista. Cuarenta años de nacionalismo habrán convertido a dos millones de individuos en autómatas xenófobos, entregados a la anti-lógica del morir matando. Pero cuarenta años de Constitución también han dejado huella, y es benéfica. Hoy un murciano no acepta sin más la condición de ciudadano de segunda. Hoy el primer partido catalán rechaza los privilegios, promueve la solidaridad y se envuelve en la bandera española como símbolo de libertad. El día que el líder del PP vasco, Alfonso Alonso, defendió el Cupo entre ataques a Ciudadanos -lo acusó de hacer «nacionalismo a la inversa»-, el monitor del PP exhibió una línea plana y empezó a emitir pitidos. Ya no se puede hablar de una división del centro-derecha. Ha comenzado el proceso de sustitución.

El presidente del Gobierno no va a convocar elecciones generales. Pedirle que lo haga es un homenaje a la melancolía. Pero quizá también un acto de responsabilidad: por pedir que no quede y, sobre todo, que por mí no quede. España necesita una nueva mayoría política. Emancipada del nacionalismo. Lúcida, consciente y movilizada. Dispuesta a encarar sin hipotecas y con el máximo aval popular la etapa abierta por las elecciones catalanas. Esta nueva etapa ya no estará definida por la unilateralidad ni por la revolución ni por el ataque frontal a la legalidad, sino por una propuesta aviesa, todavía más difícil de combatir. Lo anticipó hace unos días el lehendakariUrkullu, referente de la moderación, según el Madrid gagá. Ante el Partido Demócrata Europeo reunido en Roma, reclamó solemnemente a la Unión Europea que elabore una «Directiva de Claridad» que ofrezca a «las naciones sin Estado, como Cataluña y Euskadi, un cauce legal para poder consultar a la ciudadanía con garantías». Es la trampa canadiense, el referéndum pactado, la Constitución vaciada, el territorio donde se congregarán, felices y seguros de sí mismos, todos los colores del arcoíris antiespañol: los identitaristas, los tácticos, los equidistantes, los coquetos, los editorialistas anglo-condescendientes, algunas cancillerías europeas y por supuesto las retroizquierdas de Zapatero. Enfrente, la mayoría de los españoles. Sí, la mayoría. Millones de ciudadanos españoles que piensan distinto sobre muchas cosas pero lo mismo sobre lo esencial: España es un vínculo vivo y su defensa es una prueba de civilización. Y ahí estarán también millones de ciudadanos europeos, que comparten con nosotros el compromiso de combatir las ideas malignas que sembraron nuestro continente de odio y de muerte. A los europeos nos espera una batalla épica contra el nacionalismo. Y España tiene la capacidad y el deber de encabezarla. Promovamos un internacionalismo anti-xenófobo. Exijamos un liderazgo limpio, sometido sólo al imperio de las convicciones. Procuremos consolidar para España y para Europa un gran partido de ciudadanos.

Lenguaje para después de una batalla. De Eduardo Madina

El ruido de fondo en el ‘procés’ tiene que ver con el nombre de las cosas. No es lo mismo narrar una patria que una sociedad, ver grupos homogéneos que sociedades abiertas y plurales. Esta es una propuesta para renovar el vocabulario.

Eduardo Madina, historiador y ex-diputado por el PSOE

Eduardo Madina, 16 diciembre 2017 / EL PAIS

El mundo determinado gramaticalmente es el horizonte en que se interpreta la realidad”. (J. Habermas

Es de sobra conocido que la pelea por los nombres de las cosas, por eso que los especialistas denominan el establecimiento del marco, suele ser la primera batalla de posición en política. A partir de ella, casi todo queda descrito. Esto, en ocasiones, de tan conocido se termina olvidando.

Y lo cierto es que la realidad, aunque algunos no lo aceptan, admite multiplicidad de enfoques.

En lo relativo a nuestro modelo de convivencia, no es lo mismo narrar una patria que describir una sociedad. No es lo mismo interpretar a partir de lo vasco, lo catalán, o lo español que hacerlo a partir de los vascos, los catalanes o los españoles.

el paisNo es lo mismo describir el país que habitamos en términos de hechos diferenciales y derechos históricos que hacerlo en términos de pluralismo y convivencia cívica. No es lo mismo ver grupos cerrados, predefinidos y homogéneos que describir sociedades abiertas y plurales. No es lo mismo reivindicar derechos de un colectivo diferenciado que definir derechos de ciudadanía para el conjunto de una sociedad. No es lo mismo ver una sociedad de ciudadanos y ciudadanas plurales que una pluralidad de naciones. Lo dijo muy bien alguien hace no muchas fechas: “Cuando hablamos del espacio público que compartimos, no es lo mismo definir la pertenencia al mismo con el verbo ser que hacerlo con el verbo estar”.

Tras la batalla electoral que dibujará en Cataluña un nuevo escenario parlamentario —esperemos que también de gobernabilidad— convendría que recuperáramos consciencia de que la batalla de fondo, durante todo eso que llaman el procés, ha sido una batalla por los nombres de las cosas.

‘Pueblo’ tiene un marco romántico y sugiere
homogeneidad. ‘Sociedad’ apela al dinamismo

Y que la situación a la que ha llegado la sociedad catalana tiene mucho que ver con la ausencia de un lenguaje sólido y alternativo al que algunos han tratado de imponer como lenguaje único de descripción de las cosas. Esa es la batalla que hasta la fecha no ha sido dada: una batalla por el lenguaje, por las descripciones y los sustantivos, por los verbos y los adverbios.

Sobre una casi inexistente defensa de alternativas gramaticales —como si de una nueva línea Maginot se tratara— pasaron por encima y casi se generalizaron conceptos románticos de pueblo, la multiplicación de las naciones, las apelaciones a un nosotros y un ellos, el derecho de autodeterminación de los pueblos puros, los conjuntos cerrados y las fronteras nítidas. Entraron en juego los quien sí y los quien no, se impuso el autoatribuido derecho a definir que algunos se arrogaron en exclusiva para negar consecuentemente el de todos los demás.

Por todo ello, sería un gran paso adelante que las políticas de restablecimiento de la convivencia que se apliquen a partir del día 21 estén también nutridas por algunas alternativas en la descripción de la realidad. Especialmente, desde las distintas izquierdas.

‘Ciudadanía’ pertenece al campo de racionalidad y
se puede legislar, frente a ‘nación de naciones’

Sociedad frente a pueblo. La idea de pueblo tiene un marco romántico y sugiere una homogeneidad estática. La idea de sociedad apela a una estructura dinámica que deriva de un marco racional y que sugiere pluralidad. El primero determina una definición unívoca y cerrada. La segunda demuestra consciencia de una realidad plural y abierta.

El pueblo tiene siempre habitantes primigenios, dueños originarios que tarde o temprano terminan cayendo en la tentación de decidir quién entra y quién no entra, quién pertenece y quién no pertenece. Una sociedad no tiene dueño. Acoge dentro muchas y muy diversas formas de entender la vida, no entra en qué hay que ser sino que admite muchas y muy diversas formas de estar para igualarlas, todas ellas, en una misma condición de ciudadanía.

Ciudadanía frente a nación de naciones. La noción de ciudadanía pertenece al campo de la racionalidad y en consecuencia es legislable. El campo de obligaciones y derechos que de ella deriva queda determinado por la propia deliberación democrática y sus límites los establece la propia sociedad. Sus materiales son fríos y discutibles, respetuosos y no invasivos con la intimidad de cada mujer y de cada hombre. Un enfoque liberal, socialdemócrata o de izquierdas no puede ver naciones antes que ciudadanos. No define el espacio público desde universos sentimentales. No obliga a sentir la pertenencia. La piensa.

Derecho a convivir frente a derecho a decidir. Porque la inmensa complejidad humana no es divisible entre dos. No está escrito en ninguna tabla de la ley que el conjunto de una sociedad deba diseccionarse en un sí o un no frente a una pregunta de patria. Una pregunta que conduce a elegir dentro del marco de quienes nos interpretan en términos de identidades nacionales diferenciadas. Sin embargo, la realidad de cualquier sociedad occidental y democrática es mucho más heterogénea, posnacional, transnacional, compleja y mestiza que la pretendida homogeneidad que subyace en el discurso de la autodeterminación de las naciones. Antes que la obligatoriedad de elegir una única patria, una sociedad tiene derecho a convivir, a compartir el espacio público entre todas las múltiples formas de entender la vida que habitan dentro de ella.

Solidaridad frente al España nos roba. Deben incrementarse los flujos de solidaridad desde las autonomías con mayor nivel de renta —desde todas ellas— hacia aquellas otras que lo tienen sustancialmente inferior. Un país con amplias disparidades por territorios incuba dentro de sí desigualdades que son inaceptables desde el punto de vista de la cohesión social. Frente al lenguaje del España nos roba, hace falta un nuevo lenguaje orientado a la solidaridad interna de un país con amplias disparidades por territorios y, en consecuencia, con problemas serios de desigualdad. Solidaridad y cohesión. Esta debería ser la prioridad de la próxima negociación sobre financiación autonómica.

Son solo algunos ejemplos: ciudadanía, sociedad, convivencia, solidaridad. Seguramente, hay muchos más. Términos que merecen estar presentes en el debate por la recuperación de la convivencia. No son conceptos carentes de fuerza y belleza. De alguna manera, apuntan a una realidad definida con fronteras algo más amplias.

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía hace 90 años uno de los filósofos más grandes del siglo XX.

Sería muy esperanzador que algunas de las principales fuerzas políticas estuvieran dispuestas a ampliar sus propios límites. Y con ellos, los de la conversación política en España.

Contra la ficción demente. De Irene Lozano

No se puede luchar contra las utopías delirantes con un realismo temeroso que siempre suele ser poco eficaz.

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Irene Lozano, escritora española

Irene Lozano, 3 dciembre 2017 / EL PAIS

Es como si la ilusión resplandeciera con toda la fuerza de la verdad”, escribió Baudrillard. Lo podrían firmar, un segundo antes de estrellarse con los hechos, los artífices del Brexit, los impulsores de la independencia de Cataluña o los negacionistas del cambio climático. Pese a su aparente disparidad, los tres fenómenos reflejan el signo de nuestros tiempos: un complejo estado de cosas en el que los razonables pierden los debates a manos de los ilusos, que a su vez son finalmente derrotados por la realidad.

Dos opciones narrativas subyacen en los grandes problemas a los que nos enfrentamos: los realistas tienen miedo; los utópicos deliran. Entre el realismo temeroso y la ficción demente, los ciudadanos tienden a inclinarse por esta última, al final de cuyo camino solo queda frustración y hastío de la política: el desierto de lo irreal, contradiciendo a Baudrillard. ¿No hay más opciones?

el paisEn la batalla del relato catalán —se ha repetido mucho—, España no ha comparecido. Cuando lo ha hecho, tímidamente, casi siempre ha enarbolado el discurso del miedo: la UE no aceptará una Cataluña independiente, se fugarán las empresas, se dividirá la sociedad… Frente a eso, la independencia ofrecía una utopía de libertad, riqueza y salud, en la que hasta Junqueras se despertaría convertido en un galán de cine. Nos preguntamos ahora cómo siendo tan demente esa ficción no ha sido posible desmontarla con argumentos. Esperar a que la realidad actúe significa resignarnos a sufrir graves daños.

Un estudio demostró que para modificar actitudes sociales la palanca menos efectiva es el miedo

El esquema se repite en otras quiebras recientes de la política occidental. También los partidarios del Brexit dibujaban un Reino Unido cuyos ciudadanos recuperarían el control, frenarían la inmigración y administrarían mejor su presupuesto, en lugar de dárselo a esa derrochadora Unión Europea. Los detractores solo acertaron a avisar de los males del aislacionismo, tarde y mal. Ahora los británicos han cambiado de opinión: demasiado tarde. ¿Es eso lo que deseamos los razonantes, delegar en la realidad para que sea ella quien venza a los dementes cuando ya no se puede hacer nada? No. Queremos ganar las batallas narrativas para cambiar el curso de los acontecimientos antes de que sobrevengan los desastres.

Pensemos en el calentamiento del planeta. En lo macro, se intenta concienciarnos del problema mostrándonos devastadoras sequías, huracanes, migraciones, ciudades inundadas. En lo micro, el Ayuntamiento de Madrid nos insta a combatir la contaminación y el cambio climático para que “respirar hondo no sea un deporte de riesgo”. La retórica aterradora —según datos oficiales— solo inspira a dejar el coche en casa a en torno al 3%.

El giro demente de la política no se contrarresta con miedo. En 2006, investigadores del Economic and Social Research Council británico revisaron más de cien estudios respecto a cómo modificar las actitudes sociales. Descubrieron que la palanca menos efectiva es el miedo. Sin embargo, estamos abordando los grandes desafíos globales solo desde la perspectiva, obviando que la política siempre trató sobre la realización de los sueños.

Solo hay un camino entre la ilusión demente y el realismo temeroso: la esperanza de lo real, entendiendo por ello no lo que ya existe, sino lo que es posible hacer que exista. Al fin y al cabo, “realizar” viene de “real”. La política necesita más que nunca grandes dosis de creatividad, pues como señaló Einstein, “en momentos de crisis, la imaginación es más importante que el conocimiento”. No para inventar mundos imposibles —eso ya lo hacen los dementes—, sino para representarnos la felicidad de los madrileños de respirar sin aprensión o los miles de empleos que crearía la economía verde.

Lo mismo cabe decir respecto a la democracia. Sería muy realista hablar de una España con instituciones limpias e independientes: solo hace falta voluntad política para lograrlo; o de una España territorialmente más ordenada, en la que las administraciones colaboraran entre ellas, en lugar de estar perpetuamente pugnando. No sería utópico sino realista contar a la ciudadanía que una España unida sería más fuerte en Europa, que nuestra voz se oiría e influiría y desde ese altavoz nos empoderaríamos para participar en las grandes decisiones sobre el futuro de nuestro continente y, por ende, del mundo. Son discursos realistas, pero sobre todo, constituyen la única opción: si los razonables solo instigan miedo, los dementes seguirán ganando las batallas narrativas.

La fragilidad de la política. De Máriam M. Bascuñán

El ejercicio de victimización de Puigdemont y su respuesta a las delirantes “155 monedas de plata” del tuitstar Rufián quedarán en la retina.

 

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Máriam M. Bascuñán, catedrática de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

Máriam M. Bascuñán, 27 octubre 2017 / EL PAIS

Ocurrió, ya lo saben. La retórica que ha dominado la conversación pública, plagada de acusaciones cruzadas y acentuada por el subterfugio político de la culpa, alcanzó el clímax. Han fingido una victoria disfrazados de impecables justicieros, paladines del bien escapando de la ficticia persecución de las diabólicas fuerzas del mal. Quedará en nuestra retina el ejercicio de victimización universal de Puigdemont y su respuesta, tan católica, a las delirantes “155 monedas de plata” del tuitstar Rufián.

Deberíamos saberlo: la dialéctica del resentimiento sigue la lógica del escarnio y se modula apelando a una catarsis colectiva bajo el paraguas de ese absurdo “mandato heroico” tiznado por el voto secreto. Lo lógico hubiera sido escapar de la moral y entrar el paisen el barro de la política, especialmente quienes tanto la reclamaban. Pero olvidaron la lección de Russell: erigirse en oprimidos no les convierte en virtuosos, ni es en absoluto necesario “para la exigencia de igualdad”. Conocemos el consolador efecto de fijar un solo foco, origen de todos los agravios, al que se opone una única salida indiscutible. Sin grises o tensiones dolorosas, se elude el deber de juzgar políticamente las situaciones.

El lenguaje de la culpa es antipolítico porque impide pensar los conflictos en términos de responsabilidad e invoca una respuesta defensiva. El peligro es que interiorizamos los dilemas políticos como injurias personales que emergen como una herida que supura. La culpa nos estanca en el pasado; la responsabilidad proyecta futuros que es necesario articular colectivamente, abandonando la concepción del individuo marcado por los pecados cometidos.

Avanzar hacia el futuro era la única garantía para cerrar las cicatrices del pasado. Es de ahí de donde surge la solidaridad política, antes que de la apelación a una suerte de hermandad religiosa. Esta presupone una acrítica alineación homogénea sobre tradiciones heredadas; aquella, compromiso entre los diferentes. Porque la solidaridad nos vincula a proyectos vivos que miran al futuro. Es tan firme como frágil, pero sin ella jamás nos emanciparemos de los grilletes del pasado. No es tarde para hacerlo.

@MariamMartinezB

La izquierda y el derecho de autodeterminación. De Nicolás Sartorius

Hoy, en ausencia de colonialismo y dentro de un país de la Unión Europea, el derecho a la autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, incluso involucionista, impropia de partidos o sindicatos progresistas.

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Nicolás Sartorius, cofundador del sindicato Comisiones Obreras

Nicolás Sartorius, 24 octubre 2017 / EL PAIS

El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora, es un absurdo total”. Bertold Brecht

Desde el principio se sabía que el famoso “derecho a decidir” era un hábil eufemismo con el fin de enmascarar el inexistente, en condiciones de países democráticos, derecho de autodeterminación de “los pueblos”. Este derecho tiene una larga historia que merece algunas reflexiones.

Es conocido que la socialdemocracia internacional reconoció este derecho ya en 1896, en un Congreso celebrado en Londres, en el sentido de que se trataba de un derecho político a la independencia o secesión de la nación o imperio opresores. Este criterio lo adoptaron casi todos los partidos pertenecientes a la 2ª Internacional, incluyendo el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, del que el paisemanaría el partido bolchevique de Lenin. Con el triunfo de la revolución de 1917 —de la que se conmemoran los 100 años—, la libre autodeterminación y la posibilidad de formar un Estado separado se recogió en la declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia y, después, en la Constitución de 1924. No obstante, esta posición no fue nada pacífica en los debates de la época. Mientras Lenin, Trotsky, Kautsky y otros defendieron con ardor la consigna autodeterminista, otros como Rosa Luxemburgo, Bujarin y los llamados bolcheviques de izquierda se opusieron con igual empeño. Los primeros, argumentaban que el nacionalismo era una fuerza revolucionaria en la época de las colonias y de los imperios, “cárceles de pueblos”, mientras que los segundos sostenían que en la era de los imperialismos modernos era una antigualla defender las fronteras nacionales y, sobre todo, que el nacionalismo había estado en el origen de la espantosa guerra del 14, cuando incluso una parte de la izquierda había votado los créditos de guerra, costándole la vida al socialista francés Jean Jaurès al oponerse a ellos. Prevalecieron entonces las tesis de Lenin y de otros dirigentes de la izquierda, pues era cierto que la libre determinación tenía sentido en el proceso de descolonización e, igualmente, la independencia de naciones sojuzgadas por los imperios que fueron derrotados en aquella carnicería: el austro-húngaro; el de los zares; el otomano y el del káiser Guillermo. Quedaron en pie el británico y el francés que durarían unos años. En el fondo, las teorías de Luxemburgo y Bujarin se compadecían más con las de Marx, que en su análisis del desarrollo del capitalismo veía más conveniente para la causa de los trabajadores la federación de las naciones con el fin de lograr entidades políticas más fuertes.

«Cuando se trató el caso de Cataluña el presidente francés
Clemenceau solo dijo: ‘Nada de tonterías’ «

Cuando concluyó la Gran Guerra llegó a París el presidente Wilson con sus no menos famosos 14 puntos, entre ellos el derecho de autodeterminación, sobre todo de las naciones que conformaban el imperio de los Habsburgo. Wilson procedía de la tradición anticolonial de EE UU, no le gustaban los imperios europeos y tampoco le interesaba dejar esa bandera en manos de un bolchevique como Lenin. A París fueron en peregrinación todos los nacionalismos irredentos con la finalidad de que el presidente americano les diera su bendición. Aun así, se cuenta que cuando se trató, también, el caso de Cataluña, el presidente francés Clemenceau se limitó a decir “pas des bêtises” (nada de tonterías) y ahí acabó la discusión. El resultado de todo ello fue que el mapa de Europa quedó cual manta escocesa, surgieron múltiples pequeñas naciones y en especial en los Balcanes, origen de múltiples conflictos.

En la actualidad, las condiciones han cambiado radicalmente y sería trágico que la izquierda no se diera cuenta de lo que eso significa. Comprendo que, a veces, no es fácil entender los vericuetos de la dialéctica de los procesos, pero este es un ejemplo de cómo un derecho progresista o liberador, en una fase histórica, se puede transformar en su contrario en otra etapa diferente. Esta es la razón por la cual Naciones Unidas —donde no sé si abundan los dialécticos— ha concretado su doctrina sobre este tema señalando que debe respetarse la libre determinación sólo en los casos de dominio colonial o en supuestos de opresión, persecución o discriminación, pero en ningún caso para quebrantar la unidad nacional en países democráticos.

«Algunos deben superar inercias y concluir que
hoy es antisocial lo que antes era progresista»

En las condiciones creadas por la globalización, con mercados y multinacionales globales, inmersos en la revolución digital, cuando ya no existen situaciones coloniales generalizadas ni imperios “cárceles de pueblos”, el derecho de autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, impropia de partidos o sindicatos de izquierda. Todavía más involucionista si cabe en el supuesto de los países pertenecientes a la Unión Europea, inmersa en un proceso de integración cada vez mayor, imprescindible para poder medirse, desde la democracia, con los grandes poderes económicos y tecnológicos. Una transformación de actuales regiones o autonomías en Estados independientes haría inviable el futuro de una unión política europea.

Es verdad que durante el periodo de los movimientos anticoloniales, véase la posición contra la guerra de África del PSOE de Iglesias, o durante la última dictadura franquista, la reivindicación de la libre autodeterminación tenía un sentido y así se recogía en los programas de los partidos y sindicatos de izquierda españoles; eso sí, siempre en aquel contexto y supeditado a la unidad de los trabajadores. Pero en condiciones de democracia, en la mundialización y la construcción europea no hay nada más contrario a los intereses de los trabajadores que romper un país. Ese acto profundamente insolidario —en especial cuando los que quieren romper son de los más ricos— divide a los sindicatos; quiebra la caja única de la Seguridad Social, garantía de las pensiones; parte la unidad de los convenios colectivos y el sistema de relaciones laborales, en un espacio de mercado único que, de quebrarse, dejaría a la intemperie a trabajadores y empresas.

En consecuencia, los partidos y sindicatos de izquierda deberían revisar esta cuestión, superar viejas inercias y concluir que en las condiciones actuales lo que antaño era progresista hogaño es retrógrado y antisocial, propio de fuerzas nacionalistas radicales y/o populistas que no tienen nada que ver con los intereses de las mayorías sociales.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.

Una controversia entre periodistas: ¿Es España ‘Francoland’?

La controversia sobre Cataluña también arrastra a los periodistas y columnistas. Documentamos un pleito provocado por una nota de Jon Lee Anderson en The New Yorker, con diferentes escritores españoles entrando en el ring. Detrás del debate la pregunta: ¿Muestra la respuesta de Madrid al intento de scessión de Cataluña que el franquismo está vivo en España?

Segunda Vuelta

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The Increasingly Tense Standoff Over Catalonia’s Independence Referendum. De Jon Lee Anderson

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Two women, draped in Catalan pro-independence flags, leave a demonstration in Vic, Spain, a day after violence marred Catalonia’s referendum vote on independence from Spain. Photograph by David Ramos / Getty

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JON LEE ANDERSON

Jon Lee Anderson, 4 octubre 2017 / THE NEW YORKER

Voting rights have been under siege in the U.S. in recent years, with charges of attempted electoral interference, legislation that seeks to make access to the polls more difficult, and gerrymandering, in a case that reached the Supreme Court this week. But no citizens here or in any democracy expect that they may be attacked by the police if they try to vote. Yet that is what happened on Sunday in the Spanish region of Catalonia, where thousands of members of the Guardia Civil paramilitary force, and riot police, were deployed by the central government in Madrid to prevent the Catalans from Screen Shot 2017-10-21 at 5.10.42 PMholding an “illegal” referendum on independence from Spain. Masked and helmeted police used pepper spray and knocked people to the ground, kicking and beating some, and dragging others by their hair. Social-media sites quickly filled with images of bloodied and battered voters. Whatever the avowed legality of the action, it was not only a shocking display of official violence employed against mostly peaceful and unarmed civilians but an extraordinary expression of cognitive dissonance: Since when did European governments prevent their citizens from voting?

In a way, Sunday’s events were a chronicle of a disaster foretold. Secessionist sentiments have been building for some time in Catalonia, an ancient principality, then part of the Crown of Aragon, that was annexed by the Bourbon kings in the War of Spanish Succession, and which has since held on-and-off-again autonomy. Under General Francisco Franco, who ran Spain as a Fascist dictatorship from 1939 until 1975, Catalonia’s autonomy was suppressed, and the Catalan language was outlawed. (The region was also the site of one of the last stands of the Republic in Spain’s brutal civil war, and Catalans paid a heavy price for their resistance: thousands were imprisoned and executed after Franco’s forces defeated the Republicans.)

During the country’s transition to democracy, in the late seventies and early eighties, Catalonia was once again granted autonomous status, along with other Spanish regions, but in the past few years the idea of independent nationhood has captivated a large number of its people. The nationalist mood has been exacerbated by dissatisfaction with Catalonia’s share of the national budget: a region with a population of seven and a half million people, and Barcelona as its capital, Catalonia is Spain’s economic powerhouse, producing about a fifth of the country’s G.D.P. and paying a significant amount of tax. The decision, in 2010, by Spain’s constitutional court to deprive Catalonia of its previously granted designation as a “nation” within the constitutional monarchy was, for many Catalans, the turning point. The Spanish Prime Minister, Mariano Rajoy, a veteran of the Partido Popular, a party founded by Franco’s political disciples, who was elected in 2011, has repeatedly called the independence campaign “illegal,” “unconstitutional,” and even an attempted “coup d’état.” His primary Catalan nemesis is Carles Puigdemont, a former journalist who became the regional President last year and has long been an adherent of independence; he recently said that there is “nothing” that the Spanish state can do to deter him from the campaign—including putting him in prison.

In a previous, nonbinding referendum on independence, held in 2014, 2.3 million Catalans voted, and an estimated ninety-two per cent supported the idea. But with only a minority of the population participating, the result was inconclusive. Undeterred, the Catalan parliament approved a plan for secession, by a narrow majority, the following year. Spain’s constitutional court ruled against it, but Catalonia’s government, now committed to independence, declared its determination to proceed.

And proceed it did, on Sunday. Voters were asked a single question: “Do you want Catalonia to become an independent state in the form of a republic?” According to Catalan authorities, in spite of the police intervention, the confiscation of ballot boxes, and the closure of some polling centers beforehand, more than two million Catalans voted, and an estimated ninety per cent—but just forty-two per cent of the electorate—answered yes.

On Sunday night, Rajoy spoke on national television and, in an address of vintage Iberian obtuseness, lauded the events of the day. He celebrated the fact that Spain’s “rule of law” had prevailed, and thanked the security forces for their actions. He described the referendum as having represented a “serious attack” on Spain’s democracy that had to be stopped. The phrase he actually used was “one could not look away.” Rajoy did not mention the people who had been injured—there were nearly nine hundred, including two who were seriously hurt, a man who lost an eye to a rubber bullet, and a number of women who accused policemen of having sexually molested them. (About a dozen police officers were injured.)

While there was a generally shocked public reaction to the violence, many non-Catalan Spaniards have either defended the police action as legal, following Rajoy’s justifications, or else lamented the police “clumsiness,” but blamed the Catalans for bringing the situation about in the first place. Amnesty International, meanwhile, has lambasted Rajoy’s government for having used “excessive and disproportionate” force. There has been an unusually muted response from the other countries in the European Union, where authorities are worried, in the age of Brexit, about any further fragmentation taking place, and have warned Catalonia’s leaders that, if they chose to secede from Spain, they would not be accepted into the E.U. Employing consummate diplomatese, the President of the E.U., Donald Tusk, said that he had spoken with Rajoy and that, while he “shared his constitutional arguments, I appealed to him to find ways to avoid escalations and use of force.”

Clearly interpreting Rajoy’s heavy-handedness as a boon to the independence movement, Puigdemont said, “On this day of hope and suffering, Catalonia’s citizens have earned the right to an independent state in the form of a republic.” On Tuesday, the trade unions called a general strike across Catalonia, which was joined by university students and the world-renowned Barcelona football club. In an op-ed published in the Guardian, the political scientist Víctor Lapuente Giné wrote that “Rajoy’s move could not have been more counterproductive. The political-bureaucratic elite that controls the ruling conservative Partido Popular . . . has failed to understand that a modern state depends not on the monopoly of violence, but on the monopoly of legitimacy.” Giné added a gloomy prediction: “It’s unlikely that Catalan separatism will propel similar secessionist challenges. No other separatist movement, apart from that of Scotland, has the popular and organisational support. Yet it’s likely that Spain’s internal turmoil will escalate, triggering an international crisis by forcing major diplomatic players to take sides. We are far from the incendiary secessionist tensions of former communist countries, from the Balkans to Ukraine. But we are moving in that direction.” In an interview with me on Wednesday afternoon, Raül Romeva, the Catalan foreign minister, seemed to confirm that outlook. “After many years of peaceful demonstrations and requests from many people to seek a resolution to the Catalan issues,” he said, “we finally went to a referendum to decide things, only to be confronted with violence. Since Sunday, many Catalans feel as if they have been expelled from the Spanish state, which no longer represents the interests of all its citizens.”

On Tuesday night, King Felipe VI made a rare televised address to the nation, in which he criticized the Catalan authorities for having shown what he called an “inadmissible disloyalty to the state” by pushing an agenda that had “fractured the nation” and “divided the Catalan people.” History suddenly seems alive again in Spain, and it is perhaps worth remembering that it was Catalonia’s support for a Habsburg king that brought about its loss of independence, during the War of Succession, in which the Bourbons—Felipe’s forebears—became Spain’s monarchs.

Within hours of the King’s speech, Puigdemont gave an interview in which he said that Catalans had earned the right to their independence and that their government would issue a “uniliteral declaration of independence” within days. But late Wednesday he addressed the Catalans in a speech that felt more conciliatory than confrontational, calling for “negotiation” and “dialogue,” exactly what has been lacking in the dispute so far.- – – –

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En Francoland. De Antonio Muñoz Molina

 

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Un fotograma de ‘Estiu 1993’, filme catalán que representará a España en los Oscar.

Antonio Muñoz Molina

Antonio Muñoz Molina, escritor español, miembro de la Real Académica

Antonio Muñoz Molina, 13 octubre 2017 / EL PAIS/Babelia

Me pasó la última noche de septiembre en Heidelberg, pero me ha pasado igual con cierta frecuencia en otras ciudades de Europa y de América, incluso aquí, dentro de España, en conversaciones con periodistas extranjeros. Muchas veces, en épocas diversas, con una monotonía en la que solo cambia el idioma y el motivo inmediato, me ha tocado explicar con paciencia, con la máxima claridad que me era posible, con voluntad pedagógica, que mi país es una democracia, sin duda llena de imperfecciones, pero no muchas más ni más graves que las de otros países semejantes. Me he esforzado en dar fechas, mencionar leyes, cambios, establecer comparaciones que puedan ser útiles. En Nueva York he debido recordarle a personas llenas de ideales democráticos y condescendencia que mi país, a diferencia del suyo, no admite la pena de muerte, ni la cadena perpetua, ni el envío a prisión de por vida de menores de edad, ni la tortura en cárceles clandestinas.

el paisFuera de España uno a veces tiene que dar explicaciones de historia, y hasta de geografía. Hasta no hace mucho tiempo, un ciudadano español tenía que explicar, aun sabiendo que había grandes posibilidades de que no se le hiciera ningún caso, que el País Vasco no se parece al Kurdistán, ni a Palestina, ni a las selvas de Nicaragua en las que los sandinistas resistían al dictador Somoza. Uno explicaba que el País Vasco es uno de los territorios más desarrollados y con más alto nivel de vida de Europa; y además que dispone de un grado de autogobierno y hasta soberanía fiscal muy superior a la de cualquier Estado o región federada del mundo. Lo más que se conseguía era una sonrisa cortés, aunque también incrédula.

Una parte grande de la opinión cultivada, en Europa y América, y más aún de las élites universitarias y periodísticas, prefiere mantener una visión sombría de España, un apego perezoso a los peores estereotipos, en especial el de la herencia de la dictadura, o el de la propensión taurina a la guerra civil y al derramamiento de sangre. El estereotipo es tan seductor que lo sostienen sin ningún reparo personas que están convencidas de sentir un gran amor por nuestro país. Nos quieren toreros, milicianos heroicos, inquisidores, víctimas. Nos aman tanto que no les gusta que pongamos en duda la ceguera voluntaria en la que sostienen su amor. Aman tanto la idea de una España rebelde en lucha contra el fascismo que no están dispuestos a aceptar que el fascismo terminó hace muchos años. Les gusta tanto el pintoresquismo de nuestro atraso que se ofenden si les explicamos todo lo que hemos cambiado en los últimos 40 años: que no vamos a misa, que las mujeres tienen una presencia activa en todos los ámbitos sociales, que el matrimonio homosexual fue aceptado con una rapidez y una naturalidad asombrosas, que hemos integrado, sin erupciones xenófobas y en muy pocos años, a varios millones de emigrantes.

«La democracia española no ha sido capaz
de disipar los estereotipos de siglos»

La otra noche, en Heidelberg, la víspera del ya célebre 1 de octubre, en medio de una cena muy grata con profesores y traductores, tuve que repetir mi explicación, con una vehemencia que me hizo sobreponerme al desánimo. Una profesora alemana me dijo que, según le acababa de contar alguien de Cataluña, España era todavía “Francoland”. Le pregunté, tan educadamente como pude, qué sentiría ella si alguien decía en su presencia que Alemania es todavía Hitlerland. Se ofendió enseguida. Tan calmadamente, tan pedagógicamente como pude, le aclaré lo que no tiene que aclarar nunca ningún ciudadano de ningún otro país avanzado de Europa: que España es una democracia, tan digna y tan imperfecta como Alemania, por ejemplo, y tan ajena como ella al totalitarismo; incluso más, si atendemos a los últimos resultados electorales de la extrema derecha. Si, según su informante catalana, seguíamos en la tierra de Franco, ¿cómo era posible que Cataluña dispusiera de un sistema educativo propio, un Parlamento, una fuerza de policía, una radio y una televisión públicas, un instituto internacional para la difusión de la lengua y la cultura catalanas? El reconocimiento de la singularidad de Cataluña era tan prioritario para la naciente democracia española, le dije, que la Generalitat se restableció incluso antes de que se aprobara la Constitución. Extraño país franquista el nuestro, tan opresor de la lengua y de la cultura catalana, que elige una película hablada en catalán para representar a España en los Oscar.

Quien ha vivido o vive fuera de nuestro país conoce lo precario de nuestra presencia internacional, la asfixia presupuestaria y el mangoneo político que han malogrado tantas veces la relevancia del Instituto Cervantes, la falta de una política exterior ambiciosa a largo plazo, de un acuerdo de Estado que no cambie desastrosamente de un Gobierno a otro. La democracia española no ha sido capaz de disipar los estereotipos de siglos. Los terroristas vascos y sus propagandistas supieron aprovecharse muy bien de ellos durante muchos años, precisamente aquellos en los que éramos más vulnerables, cuando a los pistoleros más sanguinarios se les seguía concediendo en Francia el estatuto de refugiados políticos.

De modo que a los independentistas catalanes no les ha costado un gran esfuerzo, ni un gran despliegue de sofisticación mediática, volver a su favor en la opinión internacional eso que ahora todo el mundo se ha puesto de acuerdo en llamar “el relato”. Lo habían logrado incluso sin la colaboración voluntariosa del Ministerio del Interior, que envió a policías nacionales y guardias civiles a actuar de extras en el espectáculo amargo de nuestro desprestigio. Pocas cosas pueden dar más felicidad a un corresponsal extranjero en España que la oportunidad de confirmar con casi cualquier pretexto nuestro exotismo y nuestra barbarie. Hasta el reputado Jon Lee Anderson, que vive o ha vivido entre nosotros, miente a conciencia, sin ningún escrúpulo, sabiendo que miente, con perfecta deliberación, sabiendo cuál será el efecto de su mentira, cuando escribe en The New Yorker que la Guardia Civil es un cuerpo “paramilitar”.

Como ciudadano español, con todo mi fervor europeísta y viajero, me siento condenado sin remedio a la melancolía, por muy variadas razones. Una de ellas es el descrédito que sufre el sistema democrático en mi país por culpa de la incompetencia, la corrupción y la deslealtad política. Otra es que el mundo europeo y cosmopolita en el que personas como yo nos miramos y al que hemos hecho tanto por parecernos prefiere siempre mirarnos a nosotros por encima del hombro: por muy cuidadosamente que queramos explicarnos, por mucha aplicación que pongamos en aprender idiomas, a fin de que se entiendan bien nuestras explicaciones inútiles.

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Jon Lee Anderson: «Detrás de las agresiones policiales del 1-O estaba la sombra de Franco». De Alejandro Torrús

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Alejandro Torrús, periodista español

Alejandro Torrús, 19 octubre 2017 / PUBLICO

Atónito e indignado. Así se quedó el periodista Jon Lee Anderson cuando el sábado leyó su nombre en El País. El escritor Antonio Muñoz Molina le acusaba de «mentir a conciencia» y «sin ningún escrúpulo» en el artículo titulado Francoland. Más sorprendido se quedó, incluso, cuando vio que cientos de tuiteros se dirigían a él para insultarle e, incluso, amenazarle. El académico de la RAE cargó las tintas contra el periodista estadounidense por utilizar el término paramilitary para describir a la Guardia Civil en un escrito publicado en la sección ‘Daily comment‘ de The New Yorker en el que criticaba las cargas policiales del 1-O. En opinión de Muñoz Molina, Jon Lee Anderson eligió el término ‘paramilitary’ «con perfecta deliberación», «sabiendo el efecto de su mentira» para desprestigiar a la democracia española.

El periodista estadounidense, que ha vivido largas temporadas en España, no daba crédito a lo que leía. Él había utilizado el término en la acepción recogida por la Enciclopedia Británica.  Exactamente igual que El País lo había hecho en otras ocasiones en su versión en inglés. «En inglés, ‘paramilitary’ significa un colectivo Screen Shot 2017-10-21 at 5.25.52 PMorganizado de manera militar. Nada más. Y la Guardia Civil tiene estructura militar y hasta rangos militares. Punto. Jamás pensé cuando escribí ese comentario que me iban a criticar por utilizar esa palabra», explica el periodista a Público en conversación telefónica. La palabra, en español, tal y como la recogió Muñoz Molina en su artículo, está marcada por el paramilitarismo en Colombia, que hace referencia a la acción de grupos armados ilegales principalmente de extrema derecha.

«Me parece muy indignante que Antonio Muñoz presuma maldad por mi parte. Lo único que hice fue criticar la actuación policial durante el referéndum catalán del 1-O», prosigue Anderson, que no oculta su estupefacción y su sorpresa al ver que el escritor no se ha disculpado con él. «He intentado que me ofreciera una disculpa a través de amigos en común en El País y no he tenido ninguna respuesta. He hecho varias intentonas tanto en público como en privado y no lo ha hecho. No sé. Es obvio que Antonio Muñoz Molina tiene un problema conmigo», explica el periodista que publicó La caída de Bagdad en el año 2004.

«He intentado que me ofreciera una disculpa a través
de amigos en común en El País y no he tenido
ninguna respuesta»: Jon Lee Anderson

Por todo ello ahora es Jon Lee Anderson el que carga contra el académico de la RAE en los mismos términos con los que Muñoz Molina cargó contra el periodista de The New Yorker. «La parte que trata de mí en su texto está muy elaborada. Está escrita con mucho cuidado. Deliberadamente. Pensó cómo expresarse cuando me acusó de ser un mentiroso. Pero él vive o pasa largas temporadas en Nueva York. Será bilingüe. Debe de saber la diferencia entre ‘paramilitary’, en inglés, y paramilitar, en español. Por ello, le diría lo mismo que él escribe sobre mi persona: es obvio que él miente y que lo hace deliberadamente. Yo utilicé el término en inglés y él inventa un problema donde no lo hay», continúa el periodista.

El estadounidense considera, de hecho, que la intención del español al acusarle de «mentir» era «distraer». «Él y sus troles han estado golpeando ese tambor. Durante días se hablaba de una cuestión semántica y no de los golpes que se dieron el 1-O», dice. Pero el problema, prosigue Jon Lee, no es cómo ha descrito él a la Guardia Civil. Es mucho más grave. «El problema es la reacción sectaria de una parte de la ciudadanía española. Un dato. Todas las personas que me atacaron, siguiendo los pasos de Muñoz Molina, eran españoles. Y todos los que me defendieron eran catalanes. Eso demuestra que hay un problema mucho mayor», analiza Anderson, que concreta que el problema es que parte de la ciudadanía española reaccione ante las críticas al Estado por la gestión del conflicto catalán con «ataques viscerales, improperio, insultos y agresiones». «Es muy obvio fuera de España», insiste el periodista.

«Le diría a Muñoz Molina lo mismo que él escribe sobre
mi persona: es obvio que él miente y que lo
hace deliberadamente»: Jon Lee Anderson

Los insultos y agresiones verbales revelan otros dos problemas aún mayores, en opinión del reputado periodista. Por un lado, la «inseguridad de los españoles sobre lo que son y sobre su propia unidad» y, por otro, la falta de cultura de debate para construir una nueva relación entre Catalunya y España. «Es muy burdo e indignante que nos llamen independentistas a los que criticamos que se golpeara a los votantes el 1-O. Quieren silenciar a todo aquel que les critica sin querer escuchar las críticas. España mandó 10.000 policías a Catalunya y dieron palos a los votantes y todo el mundo lo vio. La única explicación es que la policía abusó de su poder. Punto. No hay más», explica el reportero, que señala que el Estado está intentando «imponer su visión por la fuerza como la derecha siempre ha hecho en España». «No hay una cultura de debate. Ahí es donde quiero llegar. En España hay puro monólogo. No hay diálogo de ideas. Es una de las flaquezas de la democracia española», incide el autor de obras como Guevara: una vida revolucionaria. 

«Quieren silenciar a todo aquel que les critica
sin querer escuchar las críticas»

El reportero no comparte, además, la visión del escritor español de que España sufre el estigma de su pasado franquista en el extranjero. Anderson lo considera una versión actualizada del típico «¡Pobre de mí!» y explica que el país ha gozado «de buen ‘feeling’ en toda la comunidad internacional desde la Transición, pero que es indudable que hay pasos que se tenían que haber dado desde el año 1978 que no se han dado. Es más, considera que la democracia española tiene aún muchas carencias.

«España podría haberse sacudido de algunos de los problemas que tenía en los 70, pero no lo ha hecho. Han pretendido imponer el silencio sobre muchos temas y tener vacas sagradas. Como el rey», dice el periodista estadounidense que abre un paréntesis para decir que si en España no se hubiese protegido tanto al monarca su imagen no se hubiese visto tan dañada cuando se descubrió su safari africano.

«Cuando Muñoz Molina se lamenta de que los forasteros miran España como Francoland es porque hay razones. ¿Por qué no han desenterrado a los miles de muertos? ¿Por qué Lorca sigue sin aparecer? Es un bochorno nacional. Ahí se ve la sombra de Franco. En los golpes a manifestantes estaba la sombra de Franco. El problema de no dialogar en Catalunya demuestra la sombra de Franco. Nunca se acabó con esa sombra porque no hubo una reconciliación nacional. Las víctimas tuvieron que irse o quedarse calladas y cuando llegó la democracia se les dijo que tenían que actuar como si todo estuviera perfecto y resuelto, pero sus familiares seguían en cunetas», sentencia Jon Lee Anderson.

 

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Aferrados a los tópicos. De Maite Rico

La crisis catalana deja en evidencia, una vez más, el papel de los periodistas.

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Mujeres con traje andaluz en Fuengirola el pasado 12 de octubre. Foto: JON NAZCA REUTERS

Maite Rico

Maite Rico, periodista de El País

Maite Rico, 21 octubre 2017 / EL PAIS

Cabe suponer que el calificativo más chocante que jamás habrá recibido Antonio Muñoz Molina es el de troll, es decir, acosador o matón cibernético. Cuesta imaginar a este académico prudente y reflexivo, dos veces premio Nacional de Narrativa y premio Príncipe de Asturias, transformado en depredador en las redes sociales. Pues eso ha dicho Jon Lee Anderson, un periodista estadounidense. Que el escritor es un troll. “Tan troll como Trump”, además. ¿Por qué? Porque Muñoz Molina criticó en las páginas de EL PAÍS un artículo suyo sobre Cataluña, publicado en The New Yorker, y le acusó de mentir “sin ningún escrúpulo” al escribir que la Guardia Civil es un cuerpo paramilitar, con la connotación siniestra que el término tiene.

el paisEl uso de esa palabra ha dado pie a la controversia, en efecto. Pero donde no cabe controversia alguna es en los errores de bulto que pueblan el texto de Anderson, tales como que Cataluña fue anexionada al reino de Castilla en 1714 o que Cataluña fue el último bastión de la República en la Guerra Civil. Errores que habría evitado tan solo con teclear “Catalonia” en Google. A tenor de las descalificaciones de Anderson a quienes han criticado su artículo en las redes sociales (“Si te vas a desmayar tómate unas sales”, le espeta a un interlocutor), no se le ve muy predispuesto a las rectificaciones. Es más: pretende que Muñoz Molina le pida disculpas a él.

La crisis catalana ha puesto en evidencia muchas cosas, entre ellas, una vez más, el papel de los periodistas. Es sabido que somos un gremio previsible, proclive a la simplificación, perezoso, que usa como fuente a taxistas y recepcionistas de hoteles y que tiende a aferrarse a ideales románticos y al chaleco multibolsillos. Renuente a que la realidad estropee un buen titular. De todo eso ya se mofaron magistralmente Billy Wilder y Evelyn Waugh. Y no se libran siquiera los santones que, arropados por el papanatismo, van dando lecciones de periodismo en foros internacionales.

Con estos mimbres se ha ido construyendo, desde hace décadas, el Atlas Mundial de los Tópicos. Y esta vez le ha tocado a España. De repente nos hemos visto retratados, sobre todo en medios anglosajones, como un país sombrío e inquisitorial, atenazado por el espíritu de Franco, que machaca a un pueblo irreductible y muy demócrata. Vete tú a explicarles que todo es un espejismo y que deberían guardar la condescendencia para mejores causas.

A este alud de tópicos, alimentados por la propaganda independentista, ha contribuido la desidia y la inoperancia del Gobierno, que después de ignorar durante meses a corresponsales y embajadas acaba de darse cuenta de que “tal vez” hacía falta una estrategia de comunicación. Llega tarde, como a todo en esta crisis. Si nos sirve de consuelo, no somos un caso aislado. Aquí andamos con lo de “toreros-guerra civil-García Lorca-paella” a cuestas. Pero en América Latina están cansados de la caricatura del “buen salvaje” y de la pasión de los medios gringos y europeos por los redentores revolucionarios, llámense Che, Fidel o Chávez. Y de África mejor ni hablamos.

 

Atacar a Europa desde dentro. De Joschka Fischer

Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la Unión Europea entraría en una profunda crisis existencial. De hecho, se puede decir que en el caso catalán hoy se juega nada menos que su futuro.

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Joschka Fischer fue ministro de asuntos exteriores de Alemania y vicecanciller entre 1998 y 2005.

Joschka Fischer, 21 octubre 2017 / EL PAIS

Finalmente, Europa da señales de estar saliendo de su prolongada crisis económica, pero el continente sigue agitado. Por cada motivo de optimismo siempre parece haber una nueva causa de preocupación.

En junio de 2016 una escasa mayoría de votantes británicos eligió la nostalgia por el siglo XIX sobre lo que les pudiera prometer el siglo XXI. Decidieron saltar al precipicio en nombre de su “soberanía” y bastantes evidencias sugieren que les espera un aterrizaje forzoso. Los cínicos podrían hacer la observación de que será necesaria una “soberanía” en buenas condiciones para amortiguar el golpe.

En España, el Gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña ahora pide soberanía también, aunque el actual Ejecutivo nacional no está enjuiciando, encarcelando, torturando ni ejecutando al pueblo catalán, como lo hiciera la dictadura del generalísimo Francisco Franco. España es una democracia estable y miembro de la Unión Europea, la eurozona y la OTAN. Durante décadas ha mantenido el Estado de derecho de acuerdo con una Constitución democrática negociada por todas las partes y regiones, incluida Cataluña.

el paisEl 1 de octubre, el Gobierno catalán celebró un referéndum de independencia en el que participó menos de la mitad (algunas estimaciones señalan que un tercio) de la población de esta comunidad. Según los estándares de la UE y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, la votación jamás habría podido aceptarse como “justa y libre”. Además de ser ilegal según la Constitución española, el referéndum ni siquiera contó con un padrón de votantes para determinar quién tenía derecho a votar.

El referéndum “alternativo” catalán causó medidas drásticas del Gobierno del primer ministro español Mariano Rajoy, que intervino para cerrar mesas electorales y evitar que la gente votara. Fue una tontería política mayúscula, porque las imágenes de la policía reprimiendo con porras a manifestantes catalanes desarmados otorgó una engañosa legitimidad a los secesionistas. Ninguna democracia puede ganar en este tipo de conflicto. Y en el caso de España la represión conjuró imágenes de la Guerra Civil de 1936-1939, su más profundo trauma histórico hasta la fecha.

«La UE no puede permitir la desintegración de sus Estados miembros porque son su cimiento»

Si Cataluña lograra la independencia, tendría que encontrar un camino hacia adelante sin España ni la UE. Con el apoyo de muchos otros Estados miembros preocupados por sus propios movimientos secesionistas, España bloquearía cualquier apuesta catalana por ser miembro de la eurozona o la UE. Y sin ser parte del mercado único europeo, Cataluña se enfrentaría a la oscura perspectiva de pasar rápidamente de ser un motor económico a un país pobre y aislado.

1508350313_648066_1508435464_noticia_normal_recorte1.jpgAdemás, la independencia de Cataluña plantearía un problema fundamental para Europa. Para comenzar, nadie quiere repetir una ruptura como la de Yugoslavia, por obvias razones. Pero, más concretamente, la UE no puede permitir la desintegración de sus Estados miembros, porque estos componen los cimientos mismos sobre los que está formada.

La UE es una asociación de naciones-Estado, no de regiones. Si bien estas pueden desempeñar un papel importante no pueden participar como alternativa a los Estados. Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la UE entraría en una profunda crisis existencial. De hecho, se puede decir que en el caso de Cataluña hoy se juega nada menos que el futuro de la Unión Europea.

Más aún, el propósito original de la UE fue superar las deficiencias de las naciones-Estado mediante la integración, lo opuesto a la secesión. Se diseñó para trascender el sistema de Estados que tan desastroso demostró ser en la primera mitad del siglo XX.

Piénsese en Irlanda del Norte, que ha acabado por ser un ejemplo perfecto de cómo la integración dentro de la UE puede superar las fronteras nacionales, salvar divisiones históricas y asegurar la paz y la estabilidad. Por cierto, lo mismo se puede decir de Cataluña, que después de todo debe la mayor parte de su éxito económico a la entrada de España a la UE en 1986.

«Cabe la esperanza de que la razón prevalezca en Barcelona, pero también en Madrid»

Sería absurdo desde el punto de vista histórico entrar en una fase de secesión y desintegración en el siglo XXI. El gran tamaño de otros actores globales (como China, India y Estados Unidos) ha convertido en urgentes una mayor integración europea y relaciones intracomunitarias más sólidas.

Solo cabe esperar que la razón prevalezca, en particular en Barcelona, pero también en Madrid. Una España democrática e intacta es demasiado importante como para quedar en riesgo por disputas sobre la asignación de ingresos fiscales entre las regiones del país. No existen alternativas a que ambos bandos abandonen las trincheras que se han cavado, salgan a negociar y encuentren una solución mutuamente satisfactoria que esté en línea con la Constitución, los principios democráticos y el Estado de derecho españoles.

Las experiencias de los amigos y aliados de España podrían servir de ayuda. Alemania, a diferencia de España, se organiza como una federación. Pero incluso allí nada es tan engorroso y complicado como las inacabables negociaciones sobre las transferencias fiscales entre el Gobierno federal y los Estados, es decir, entre las regiones más ricas y las más pobres. En todo caso, siempre se llega a un acuerdo que se mantiene hasta que surge otra disputa y se reinician las negociaciones.

No hay duda de que el dinero es importante, pero no tanto como el compromiso común de los europeos con la libertad, la democracia y el Estado de derecho. La prosperidad de Europa depende de la paz y la estabilidad, y la paz y la estabilidad dependen, primero de todo, de si los europeos están dispuestos a luchar por ellas.

Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.

Democracia cultural. De Máriam M-Bascuñá

Lo que está en juego no es distribuir diferencias sino poder.

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ablo Iglesias en el Congreso de los Diputados. © ULY MARTIN

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Máriam M-Bascuñá, profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

Máriam M-Bascuñá, 21 octubre 2017 / EL PAIS

“Condición pos-socialista” fue la expresión de Nancy Fraser para el momento surgido tras la caída del muro de Berlín. La autora señalaba la incapacidad de la izquierda para encontrar un proyecto progresista que se erigiese en alternativa ante los fulgurantes cambios políticos. El “agotamiento de las energías utópicas” parecía dar la razón a Fukuyama y su fin de la historia: triunfaba la democracia liberal. Fue ahí cuando la nueva gramática que aspiraba a cubrir ese vacío, el de una visión alternativa progresista, encontró un espacio en el reconocimiento de la diferencia cultural.

Pero esa “anémica” propuesta no podía ser creíble, decía Fraser, porque eludía “el problema de la economía política”. Ante el influjo del reconocimiento, la izquierda olvidó la distribución. Fue así como se produjo el desplazamiento de la economía por la el paiscultura, del valor de la igualdad por el de la diferencia, del igualitarismo distributivo por la política de la identidad. Lo curioso es que, mientras se profundizaba en esta deriva, la izquierda se escandalizaba porque el neoliberalismo seguía campando a sus anchas. Hoy, cuando Piketty consigue redefinir las contradicciones del capital en el siglo XXI proponiendo la gobernanza global, vemos cómo nuestro Podemos insiste en el error de situar la “democracia cultural” en el centro del proyecto de izquierdas. Y lo hace promoviendo una visión radicalizada de la cultura propia, identificada con un principio soberano nacional. Lejos de anteponer la crítica a un sistema que sigue provocando desigualdad, se ha entregado al mercado de las identidades, alimentando el narcisismo de las pequeñas diferencias. En su supuesto proyecto soberano no hay cuestionamiento de principio del neoliberalismo ni respuesta a cómo gestionar las interdependencias, al equilibrio de la convivencia dentro de los islotes identitarios.

Quizás porque lo que está en juego no es distribuir diferencias sino poder. Y parece que, para obtenerlo, no se trata tanto de perseguir un proyecto emancipador como de acentuar contradicciones hiperlocalizadas subrayando lo que nos separa, no lo que nos une. La izquierda sigue sin rumbo.

@MariamMartinezB