Hay que partir de un hecho incuestionable: a pesar de los trastornos que se han venido presentando en el trayecto, el esquema político democrático se ha mantenido incólume a lo largo del tiempo.
David Escobar Galindo, 1 octubre 2016 / LPG
Para El Salvador y los salvadoreños el cuarto de siglo que se cumple en enero de 2017 representa la etapa histórica menos previsible a lo largo de nuestro desenvolvimiento histórico contemporáneo. Y hay que detenerse un instante en dicha afirmación, para buscar en el plano de los hechos las fundamentaciones de la misma. Los salvadoreños fuimos acumulando los factores que conducirían hacia el conflicto bélico desde mucho antes de que éste se desatara en el terreno. De seguro dicha acumulación se dio de manera más directa desde los sucesos del año 1932. Pero como siempre ocurre en estos casos, nadie pareció advertir que se estaban creando las bases de lo que sería el desgarramiento mayor, que es la guerra interna. Y cuando la guerra surgió hubo una generalizada percepción de que estaban dadas todas las condiciones nacionales e internacionales para que hubiera un desenlace militar.
Las cosas fueron pasando de manera imprevista, sobre todo en lo fundamental. Pese a contar con los máximos apoyos internacionales posibles en aquellos tiempos finales de la bipolaridad mundial, ninguna de las dos fuerzas en guerra logró alzarse con el triunfo por medio de las armas. La solución política se dio, aunque casi nadie creía que fuera posible. Esto abrió un espacio de oportunidades de futuro que surgieron casi de repente. La democracia tenía ante sí un escenario político renovado, en el que estaban presentes todos los actores en juego, sin exclusiones ideológicas de ninguna índole, y todos llegaban a él de manera natural, sin credenciales privilegiadas para nadie. Novedad que requería, en primer término, ser asimilada como tal en toda su significación proyectiva; e inmediatamente después ser manejada con una sensatez no aprendida, porque en el pasado no existía ninguna experiencia semejante.
Un cuarto de siglo después, hacer balances de lo ocurrido y de lo no ocurrido a lo largo del desenvolvimiento de la posguerra es tarea que tiene mucho más que carácter histórico, porque se trata de recoger lecciones que nos habiliten para administrar el presente en función del futuro. Hay que partir de un hecho incuestionable: a pesar de los trastornos que se han venido presentando en el trayecto, el esquema político democrático se ha mantenido incólume a lo largo del tiempo. No ha habido fracturas ni deslaves que desquicien dicho esquema. Esto quiere decir, sin duda, que el escenario no puede ser problema para la viabilidad del proceso; y si este se traba es porque los actores no responden como debieran. Hay ahí una falla de actuación que es preciso corregir cuanto antes, para que la dinámica fluya hacia adelante. ¿Y a qué se debe dicha falla? Principalmente a que las mentalidades operantes aún no se animan a desalojar los enclaves del pasado.
Ningún proceso nacional, en ninguna parte, es una línea sostenida sin tropiezos ni derrapes; por eso en cada caso hay que hacer valoraciones de la realidad sucesiva, para estimular lo positivo y corregir lo negativo. En una situación tan especial como la salvadoreña de posguerra, esto se vuelve aún más útil. Mencionábamos ya el avance principal, que es contar con un esquema de participación política sin exclusiones, que es todo lo contrario de lo que antes existió. Pero también hay retrasos y despistes. El retraso mayor consiste en no tener elaborado un diagnóstico integral y pleno de la realidad del país, que sustente un plan de nación en el que todas las piezas del rompecabezas estén comprendidas. Y en cuanto a despistes, quizás el más significativo sea el de continuar creyendo que El Salvador de hoy puede seguir manejándose sin los reciclajes políticos, sociales y económicos que demandan los tiempos que corren.
Estamos a punto de cumplir el primer cuarto de siglo desde que concluyó la guerra por medio de un Acuerdo de Paz. En muchos sentidos aún nos hallamos en transición, lo cual, si bien se ve, es perfectamente entendible dentro de un proceso como el nuestro. Si tardó tantos decenios hacer que la división nacional culminara en una guerra no sería lógico esperar que la pacificación modernizadora se cumpliera como por arte de magia. Hay que trabajar mucho para que la paz se vuelva estabilidad y progreso irreversibles. En ésas estamos, aunque por momentos la fatiga histórica se haga presente.
Lo que sí se puede y se debe es acelerar el ritmo de las diversas transiciones en las que estamos inmersos. Esto se logrará si hay disposición activa compartida para que todo lo que se vaya haciendo tanto en la institucionalidad como en la sociedad apunte hacia el propósito claro de ganar futuro en todos los sentidos posibles.