Óscar Arnulfo Romero

Carta a Oscar Arnulfo Romero: De tantos que hablan en tu nombre no se hace ni uno que tenga madera de líder. De Paolo Luers

23 marzo 2019 / MAS! y EL DIARIO DE HOY

Otro aniversario de tu asesinato. Esta vez, coincide con el final de10 años, en los cuales los dos presidentes de izquierda dijeron gobernar en honor tuyo. Además de que la Iglesia Católica te elevara a Santo, los gobiernos de turno te dedicaron una autopista y un aeropuerto, colgaron pinturas y fotos tuyas por todas partes, hablaron de tu legado en casi todos sus discursos.

Te voy a confesar que para mi este culto se volvió insoportable – por lo hipócrita de la devoción exhibida. El que más abusó de tu nombre, luego de gobernar por 5 años tuvo que fugarse a Nicaragua, porque aquí lo esperan 4 juicios diferentes, todos por corrupción en dimensiones industriales.

Su sucesor también terminó de manera trágica. Gobernó tan mal que se le fueron 1 millón de votantes, para terminar haciendo presidente a un tipo que no es ni chicha ni limonada – un populista que un día adopta el discurso de la izquierda radical, otro día el discurso vacío del populismo, y el tercer día imita el discurso de la derecha conservadora que gobierna en Washington. Al asumir el poder el 1 de junio de este año, este hombre también te va a rendir pleitesía. No te ofendas. Hoy eres políticamente correcto, hasta la derecha lo acepta…

Lastima que tu ejemplo, aunque es permanentemente invocado, de ninguna manera llena el vacío ético que tenemos en el país. De tantos que dicen hablar en tu nombre no se hace ni uno que tenga madera de líder y sepa orientar el debate nacional hacia la definición del rumbo del país.

Ni las iglesias, ni las universidades, ni los movimientos sociales y ciudadanos llenan este vacío. Y los dos partidos grandes que han manejado la postguerra, la reconstrucción del país y su democratización, han perdido la iniciativa y están enredados cada uno en su crisis de identidad. Ambos dejaron colocarse en defensiva por una rebelión de mediocres que se toman la libertad de decir cualquier cosa, en cualquier forma posible, sin las limitaciones que dictan la verdad, la decencia, la lógica, la coherencia ideológica. A los partidos del supuesto bipartidismo les dijeron “los mismos de siempre”, y se ahuevaron – en vez de decir: “Sí, somos los mismos de siempre, los que hemos negociado una paz sin ganadores ni perdedores; somos los mismos de siempre, los que hemos reconstruido el país; somos los mismos de siempre, los que hemos consolidado una nueva institucionalidad democrática – una institucionalidad que al fin incluso logró romper la impunidad y abrir juicios de corrupción a tres ex presidentes.  

Por el momento, estos dos partido ya no saben como hablarle al pueblo. No confían ni siquiera en sus grandes éxitos. Lograron establecer el principio de la alternabilidad democrática, y hoy todo el mundo lo toma como normal. Lograron que la gente tuviera confianza en las elecciones. Lograron conducir al país a la reconciliación de hecho, sin grandes discursos – y nadie se da cuenta de su profundidad y solidez. Lograron al fin abrir espacio para una justicia independiente – tan independiente que la Sala de lo Constitucional suspendió la amnistía que ambos partidos habían decretado en 1993 para facilitar la paz y la reconciliación.

Pero como estos partidos ahora ya no están seguros ni siquiera de lo bueno que han construido en la postguerra, no se atreven a abrir el gran debate nacional, un debate franco, profundo y plural sobre el tipo de amnistía que necesita el país. Tan acomplejados están ahora que ni siquiera una pinche Ley de Agua se atreven de hacer, porque tienen miedo que ‘el pueblo’ los vaya a regañar.

Bueno, ya te di un resumen de cómo es tu país a 39 años de tu muerte. No es una imagen imparcial, es mi imagen, pero habrá tanta gente que en estos días te van a hablar en oraciones, sermones y discursos oficiales, para formarte una imagen completo de cómo está tu país. Menos dividido que en 1980, pero tampoco unificado. Menos pobre que en el 1980, pero lejos de haber superado la maldita pobreza. Y lastimosamente, con más oportunismo y menos ánimo de lucha.

Saludos,

Óscar Arnulfo Romero, Beato. De Federico Hernández Aguilar

Hace unos 15 años, cuando yo mismo me encontraba en un duro proceso de conversión, me hice el favor de estudiar la vida y la obra de Óscar Arnulfo Romero sin ceder a la hemiplejía ideológica que ha caracterizado a mi país desde que tengo memoria.

Federico Hernández Aguilar, 23 mayo 2015/LPG

Puse delante de mí, para empezar, dos preguntas bastante concretas: “¿qué sé (o creo saber) de monseñor Romero?” y “¿cuáles han sido mis fuentes?” Nada más.

Hoy pienso que si muchos salvadoreños tratáramos de respondernos esas dos interrogantes, con absoluta honradez, nos sorprenderíamos del resultado al que podrían llevarnos. En mi caso no solo fueron útiles para ayudarme a entender a la Iglesia Católica –y al que este día, 23 de mayo, confirmaremos como el más ilustre de sus hijos en El Salvador–, sino para iniciar mi indagación aceptando que la imagen que yo tenía de monseñor Romero era una caricatura, no un retrato.

“¡Triste época la nuestra!”, se lamentaba Albert Einstein. “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Y así es. Enfrentarnos a nuestros propios recelos, abriéndonos a la posibilidad de que nos hayamos equivocado, incluso por largo tiempo, conlleva dolorosos ejercicios de autoexamen. El íntimo regocijo, sin embargo, al final de ese arduo camino, es incomparablemente reparador.

Por supuesto, como todos los que dejan huella de su paso por el mundo, Óscar Arnulfo Romero es un personaje complejo y multidimensional. Quienes se empeñan en someterlo a la estrechez de las doctrinas políticas, por mucho que se llamen a sí mismos “romeristas”, en la práctica le hacen un pésimo favor a su mensaje de conversión, caridad y exigencia social.

Monseñor Romero fue una voz que se alzó contra la injusticia y contra los que deseaban ser violentos en su reclamo por la justicia. No fue la suya una predicación ajustada a las ideas que convierten a Cristo en una bandera o un pretexto. Monseñor fue más grande y más coherente que eso. A contrapelo de una personalidad tímida y escrupulosa, le tocó ser pastor de una grey que avanzaba al abismo sin darse cuenta. Y lo que hizo fue advertirnos del peligro, zarandeando nuestras conciencias hasta que una bala le atravesó el corazón.

En un artículo que escribió para el periódico ABC, un año después del asesinato, el sacerdote español José Luis Martín Descalzo decía: “La santidad no es la ausencia de defectos, sino la presencia de un tremendo amor y de una total entrega a Dios y a sus hijos. ¿Y cómo no encontrar ambas cosas en monseñor Romero? ¿Cómo no reconocer su lucha por la paz, su combate contra la violencia que le condujo a la muerte?”

En efecto, lo que impulsó al hoy beato a hacer lo que hizo, a decir lo que dijo, a aceptar la muerte de la forma en que le llegó, fue su especialísima manera de personificar a Jesús en medio de nosotros. Quienes por comodidad discursiva o intelectual tienden a separar, como si de dos personas se tratara, al cristiano fiel y piadoso que fue monseñor Romero del defensor de los más humildes que también supo encarnar, constriñen gravemente su existencia y su mensaje.

Antes como ahora, los que necesitan excusas para seguir odiando al Arzobispo mártir encuentran excelentes aliados en aquellos que siguen manipulándole para convertirlo en arma arrojadiza. Unos y otros son cómplices y víctimas de la misma ceguera. Se quedan con los “trozos” del beato que más les gustan y se pierden el “festín” del hombre íntegro que la Iglesia hoy nos devuelve –a los salvadoreños y al mundo– hecho un ejemplo vivo de amor, profecía y entrega.

Carta a monseñor. De Paolo Luers

Hoy, 35 años más tarde y frente al hecho de que la Iglesia, el Vaticano, el actual Papa, al fin reconocen a tu figura como ejemplo, esta división de la familia católica salvadoreña no está del todo resuelta. Estoy seguro que te sorprendería, y tal vez indignaría, que hoy existe un movimiento que se llama «romerista», que sufre al ver que con la beatificación te estás convirtiendo, al fin, en Obispo de toda la Nación, incluyendo a muchos que en aquel entonces no te entendieron y te vieron con sospecha y hostilidad.
Querido Óscar Arnulfo Romero:

Cuando te mataron, decidí abandonar mi escritorio de editor de internacionales e ir a conocer el país donde matan a un arzobispo. Nunca me imaginé que iba a pasar el resto de mi vida en este país.
Hoy, 35 años más tarde, serás beatificado por la Iglesia Católica, y tengo entendido que estás en camino de ser santo. Sorpresas da la vida, y también la muerte…

Como no soy católico, nunca entendí bien los conceptos de beato, santo y mártir. Me sorprendió que para encaminarte a ser santo, la Iglesia tuvo que declarar, luego de largas y complejas deliberaciones históricas y teológicas, que te mataron «por odio a la fe».

No me compete meterme en los racionamientos de la Iglesia, pero tengo otra comprensión del conflicto que te costó la vida y que luego desembocó en una guerra de 12 años. Te mataron por razones eminentemente políticas, porque tu denuncia pública contra la represión – y muy en particular tu llamado a los soldados a desobedecer órdenes de reprimir al pueblo – causó un problema político al régimen. Si no te hubieras pasado de esta raya, si no hubieras usado tu investidura como obispo para poner en peligro la capacidad del régimen de usar la Fuerza Armada para aplastar a un movimiento popular al punto de la insurrección, no te hubieran matado. Si solamente te hubieras quedado sermoneando sobre la injusticia, la miseria, la «opción preferencial de los pobres», no hubieran decidido pagar el altísimo costo político de asesinar al Arzobispo. Tú tomaste una decisión política, conociendo los riesgos, asumiendo tu responsabilidad histórica, de poner en línea tu autoridad ética como arzobispo para detener la represión. Pero resulta que a estas alturas la represión masiva ya era el último cartucho del régimen para mantenerse en el poder.

No te mataron por odio a la fe, sino para remover el principal obstáculo para poder mantenerse en el poder. Esto te convierte en héroe, no en víctima. Tal vez en mártir, pero no en este sentido retorcido de la Iglesia que necesita comprobar que tu asesinato fue una agresión a la fe. O como alguien dijo en twitter: Te convierte en prócer de la Patria.

Tú, mejor que nadie sabes que esta guerra que se estaba gestando y que querías detener fue un conflicto que dividió a tu Iglesia al igual que a toda la sociedad. Uno puede incluso sostener la tesis que más que una extensión de la Guerra Fría, la guerra salvadoreña se libró entre dos corrientes de la Iglesia. Ambos bandos actuaron en nombre de la fe, ambos bandos se sentían con el derecho y el deber de defender la fe católica contra corrientes que la podían destruir. Los que tomaron las armas para insurreccionarse eran en su gran mayoría católicos convencidos de que la Iglesia se moría si quedaba defendiendo un sistema político y social injusto. Y los que combatieron, políticamente y con las armas contra la insurgencia, estaban convencidos que la teología de la liberación iba a destruir a su Iglesia. Y esto incluye a los que cometieron masacres y también a tus asesinos.

Incluso hoy, 35 años más tarde y frente al hecho de que la Iglesia, el Vaticano, el actual Papa, al fin reconocen a tu figura como ejemplo, esta división de la familia católica salvadoreña no está del todo resuelta. Estoy seguro que te sorprendería, y tal vez indignaría, que hoy existe un movimiento que se llama «romerista», que sufre al ver que con la beatificación te estás convirtiendo, al fin, en Obispo de toda la Nación, incluyendo a muchos que en aquel entonces no te entendieron y te vieron con sospecha y hostilidad.

Y por otra parte -y esto seguramente te sorprende menos- siguen existiendo, dentro de la sociedad salvadoreña, incluso dentro de la Iglesia, quienes sufren al ver que el «obispo marxista» sea reconocido, por la Iglesia, como el que tenía la razón en esta situación crítica del 1980.

Pero todo esto no importa, Monseñor. La gran mayoría de los salvadoreños reconoce en tu figura la personificación del ideal de la reconciliación, del diálogo, de la paz, y ojalá de la necesidad de seguir luchando por la justicia y la vigencia estricta de los derechos humanos.

Seguimos urgidos de la autoridad moral y del coraje cívico que usted personifica. Saludos, Paolo Lüers